Ariel me sugiere que olvide los
preámbulos, asevera que poco importa cómo viste, en qué habitación
o espacio podemos llegar a encontrarnos; así como con obstinación
agrega que no es necesario narrar cómo y por qué se quedó ciego.
Con la (casi) promesa de cumplir lo que
pide me vuelvo concisión: Es todavía joven, esbelto, autodidacta, y
sin dudas persuasivo.
Como bien me transmitió cuando lo
imaginé por primera vez bajo el calor del andar camino al
trabajo, Ariel llegó hasta mí “por un par de sueños”.
Me acomodo en una puerta imaginaria y
la golpeo dos veces con una suavidad ridícula, únicamente aceptable bajo la certeza de que me está esperando. Más allá de la
insistencia en privarme de narrar los detalles geográficos de la
historia, preciso enchastrar la prosa con algunas palabras: Tonos
marrones, madera descascarada, aridez, olor a mate cocido y a siesta,
silencio ventoso y macetas con plantas invisibles.
Después de una sugerencia inquisitiva obviamos los saludos y los etcéteras, me define ansioso
su postura sobre la ironía saltando así dichos preámbulos (preámbulos que de
hecho mejorarían este cuento): “Cuando sea grande voy a ser pintor,
me decía de chico”. El taller de su padre, el ácido que de muy
niño le pareció agüita de juguete, las manos curiosas en lo alto
de un estante, la tapa apoyada con descuido y por apuro, o bien por
descuido y con apuro... Y poco más. (Digo todo eso como llegando tarde
a una reunión, tomando desordenadamente las cosas de mi habitación,
los papeles que tengo que presentar, la billetera. Yendo atolondrado
al living, las llaves, el encendedor, palpando los bolsillos,
buscando eso que no sé que es pero que seguro estoy olvidando,
mientras Ariel toca bocina desde sus deseos de saltear todo esto).
Otra vez al mando me explica que su
deseo irradia infancia, quiere ese primer cuadro inmaduro sin
demasiadas pretensiones, sin un trazo en especial, sin sedimentos
sentimentales. “Me conformo con la hoja pintarrajeada que mi mamá
pondría en la heladera resguardada con los imanes de la pizzería y
de la fábrica de pastas”. Ariel me acerca su mano en busca de
un trato, y después de advertirle sobre mi analfabetismo en lo que
respecta a pinturas y a cuadros en general, estrecho la historia con
dos movimientos vigorosos.
Lo que pretende es simple, al menos en
cuanto a lo que me dice.
Quería pintar una casa de madera roja
y marrón/anaranjada, techo de tejas negras, una chimenea aniñada y
dos ventanas que bien podrían ser de las habitaciones de él y de
sus padres, éstas mostrarían ambas luces encendidas y estarían
atravesadas por dos maderas en forma de cruz que parten del medio de
los marcos, vertical y horizontalmente. Su padre y él estarían
leyendo dos novelas que extirparon de la biblioteca mientras su
madre se habría quedado dormida en el pecho de Don Fernando,
incomodando todavía un poco más la lectura de “El Ulises”.
La casa estaría expuesta de un costado tan certero y con las maderas exageradamente contorneadas, que la puerta no se vería, detalle que encontré tan significativo como inexplicable. Continuando con el entorno, habría humo en lo alto de aquella chimenea de ladrillos rojos, mal dibujados, éste dejaría imaginar el calor, ese que cada integrante de la familia mantendría vivo durante el invierno, los colores de ese humo serían en principio de unos grises maníacos y redondeados, debilitándose luego hacia el cielo en un desaparecer blanquecino. El prado recto (que confirmara así la ausencia de viento), tendría incrustada la casa unos tres centímetros, a su vez no sería verde, sino amarillo, preso de un otoño que recomienda juntar madera mientras sea posible. El cielo sería celeste y no azul, me explica que de ser azul pronosticaría nevadas y que una claridad los depositaría en un frío más demente, pero sin dudas más fácil.
Avergonzado, le advierto sobre el
papelón al que nos estamos sometiendo frente a cada pintor que pueda
llegar a leernos, hacemos un par de comentarios atrevidos y
burlescos, la mayoría sobre nosotros mismos, pero pronto Ariel recobra la
concentración y sigue. Habría dos árboles, Ciruelos los dos, uno
un poco más alto que el otro, pero situados en el mismo lugar a la
derecha, con los troncos naciendo en la misma línea horizontal; de
esa manera, él suponía que no podría confundirse con que estaban
aferrados a la tierra en lugares distintos. Los pobres casi que han
tergiversado por completo el violeta, dejando un tono beige en las
pocas hojas vagamente aferradas a las ramas, las cuales un tanto
impacientes aguardarían a los pájaros que deberían haber llegado
hace rato. Las sombras que emergen de los Ciruelos dictaminarían las
seis de la tarde, con las heladas preparadas para pedir una cena
que borbotea en la hoguera, tal vez en una olla ferrosa, negra y
grasienta (adjetivos que él eligió y que coloco por respeto).
Me pide fuego con el cigarrillo entre
los labios levantando las cejas, sin emitir palabra. Presintiendo mi
pregunta acomoda su tabaco a la izquierda y suelta. “Listo, ya
está”. Dejo caer la lapicera y un gesto sorprendido, y Ariel,
guíado por el ruido del encendedor, arrima su boca con eficacia
hasta la luz que sólo yo veo. Me cuenta que su segundo sueño lo
debo explicar yo, porque a decir verdad no tiene ni idea sobre lo que
viene entre mis dedos.
Cavilo unos segundos, bastante
atravesado por eso último, también enciendo un cigarrillo y me tomo
un mate, pero lo hago en mi escritorio, con la evidente intención de
no perturbar la pausa que reina en la casa de Ariel. Luego cierro los
ojos y me abro a la emoción que arrastra el segundo sueño.
Le pido que me acompañe poniéndome
de pie y con la intención de ayudarlo, pero él niega con la cabeza al
sentir mi mano, tan ofrecida y cordial. Seguidas a mis disculpas y a
su risa acostumbrada a situaciones como esa, caminamos; andamos así
varios metros hasta que su casa, poco a poco, se nos hace a los dos
un misterio. Mis dedos comenzaron a extenderla como a una gota, que
rodando llega hasta otra gota, y genera así un nuevo rumbo
zigzagueante. Creo un portón deslizable con una baranda, es un portón casi tan
pesado como el brillo del metal que lo compone pero con un
movimiento de ingeniería suave y ejemplar.
Abro el tiempo y el espacio dejando
varios metros de inmensidad ante nosotros, seguido le explico lo
mejor que puedo lo que observo, mientras un olor fresco nos acaricia
silbando una brisa. Le digo que un delgado escalón nos separa de un
descampado infinito con un césped de unos cuatro céntimetros, de un verde tan
radiante que parece de goma.
“Respirá hacia atrás Ariel, quizás
así vuelva la niñez quebrada que te obligaba a correr mientras la
mancha te perseguía en alguna tarde clara”. De a poco
desarmo el eslabón que han logrado nuestros codos para agarrar con
suavidad su antebrazo, lo invito a que nos descalcemos, que apoyemos
nuestros pies desnudos en el pasto. Después casi que la frase se
sale de mi piel, todo mi cuerpo cae en la electricidad, como si por
mis venas circulase agua con gas: “Corré Ariel...pretendete ágil,
que tus piernas sientan galopar la sangre”. Él está evidentemente
nervioso y procuro atrapar al pequeño que aún se esconde entre su
respiración confundida. “Corré, tus oídos sensibles van a
estallar con tus pasos alocados hacia un lugar en mayúsculas,
atragantá a tu nariz sensible con aire y más aire”.
Ariel da una bocanada y la tira en una congoja tartamuda, da dos pasos dubitativos, ansiosos por
quebrar el llanto, y poco a poco apura el paso.
“Corré Ariel, admirá tus latidos
con ritmo de guerra ganada, que tus brazos desafíen el vaivén del
viento en la cara, no hay límites ni temores, esos que a manera de
virus se quedaron guardados en cada hora de tus pensamientos, corré,
que no hay enemigos inocentes”. Ariel se cae al piso por la falta
de hábito pero se retuerce de risa en esa lacónica alfombra. “CORRÉ
Ariel, pero antes palpá con detenimiento, quizás te raspaste las
rodillas, así comienza la gestión de una costra, insignia
distintiva de la infancia, lastimadura emblemática que en realidad
debió haber anidado allí cuando eras un niño. Arriba, que yo juego
a ser la voz que falta, que te ordena que te levantes sin chistar,
que ya estás grande, a seguir corriendo. Enseguida vas a tener sed,
agitado en una sensación avasalladora y seca, esa sed que necesita
que el agua vaya a tu boca pero también a tu cara, a tu camiseta y
a la desesperación casi olvidada. Apoyá tus manos en las piernas,
inclinate a buscar un aire grosero que te permita seguir corriendo”.
Ariel se yergue extasiado, grita un sonido, una pseudo risotada con
voz de adulto y ganas de chico, así alegre arranca la carrera contra
la vida nuevamente. “C O R R É Ariel, de un lado a otro, obstiná
tus manos a toparse con aquel amiguito que huyé hacia la pared
escondida”.
De a poco Ariel se va, su alboroto se
achica en un aura azulada, con el eco de su voz y de su aliento.
Le vuelvo a decir que corra pero ya
está lejos de mi vista, perdido en el verde, dando pasos agigantados
para irse así de esta historia.
Yo también me voy, lo hago con una
sensación precisa: Ariel va a correr sonriendo eternamente, sin
importar si nuestro cuadro se va haciendo viejo en la heladera o si
la fábrica de pastas cambió de número de teléfono. En cada
recuerdo lo veré con sus pelos histriónicos en el aire, oyendo el
ruido de sus pasos y de su enorme sonrisa infantil. Y si alguna vez
lo sospecho cerca, merodeando mi aire para cuidar que no me ataque la
tristeza, bastará con decirle que corra para tranquilizar mi cabeza
instantánea, esporádica; que corra, que por las dudas siga y siga
corriendo.
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