viernes, 23 de noviembre de 2012

Imaginación prestada (cuento)


Ariel me sugiere que olvide los preámbulos, asevera que poco importa cómo viste, en qué habitación o espacio podemos llegar a encontrarnos; así como con obstinación agrega que no es necesario narrar cómo y por qué se quedó ciego.

Con la (casi) promesa de cumplir lo que pide me vuelvo concisión: Es todavía joven, esbelto, autodidacta, y sin dudas persuasivo.

Como bien me transmitió cuando lo imaginé por primera vez bajo el calor del andar camino al trabajo, Ariel llegó hasta mí “por un par de sueños”.

Me acomodo en una puerta imaginaria y la golpeo dos veces con una suavidad ridícula, únicamente aceptable bajo la certeza de que me está esperando. Más allá de la insistencia en privarme de narrar los detalles geográficos de la historia, preciso enchastrar la prosa con algunas palabras: Tonos marrones, madera descascarada, aridez, olor a mate cocido y a siesta, silencio ventoso y macetas con plantas invisibles.

Después de una sugerencia inquisitiva obviamos los saludos y los etcéteras, me define ansioso su postura sobre la ironía saltando así dichos preámbulos (preámbulos que de hecho mejorarían este cuento): “Cuando sea grande voy a ser pintor, me decía de chico”. El taller de su padre, el ácido que de muy niño le pareció agüita de juguete, las manos curiosas en lo alto de un estante, la tapa apoyada con descuido y por apuro, o bien por descuido y con apuro... Y poco más. (Digo todo eso como llegando tarde a una reunión, tomando desordenadamente las cosas de mi habitación, los papeles que tengo que presentar, la billetera. Yendo atolondrado al living, las llaves, el encendedor, palpando los bolsillos, buscando eso que no sé que es pero que seguro estoy olvidando, mientras Ariel toca bocina desde sus deseos de saltear todo esto).

Otra vez al mando me explica que su deseo irradia infancia, quiere ese primer cuadro inmaduro sin demasiadas pretensiones, sin un trazo en especial, sin sedimentos sentimentales. “Me conformo con la hoja pintarrajeada que mi mamá pondría en la heladera resguardada con los imanes de la pizzería y de la fábrica de pastas”. Ariel me acerca su mano en busca de un trato, y después de advertirle sobre mi analfabetismo en lo que respecta a pinturas y a cuadros en general, estrecho la historia con dos movimientos vigorosos.

Lo que pretende es simple, al menos en cuanto a lo que me dice.

Quería pintar una casa de madera roja y marrón/anaranjada, techo de tejas negras, una chimenea aniñada y dos ventanas que bien podrían ser de las habitaciones de él y de sus padres, éstas mostrarían ambas luces encendidas y estarían atravesadas por dos maderas en forma de cruz que parten del medio de los marcos, vertical y horizontalmente. Su padre y él estarían leyendo dos novelas que extirparon de la biblioteca mientras su madre se habría quedado dormida en el pecho de Don Fernando, incomodando todavía un poco más la lectura de “El Ulises”.

La casa estaría expuesta de un costado tan certero y con las maderas exageradamente contorneadas, que la puerta no se vería, detalle que encontré tan significativo como inexplicable. Continuando con el entorno, habría humo en lo alto de aquella chimenea de ladrillos rojos, mal dibujados, éste dejaría imaginar el calor, ese que cada integrante de la familia mantendría vivo durante el invierno, los colores de ese humo serían en principio de unos grises maníacos y redondeados, debilitándose luego hacia el cielo en un desaparecer blanquecino. El prado recto (que confirmara así la ausencia de viento), tendría incrustada la casa unos tres centímetros, a su vez no sería verde, sino amarillo, preso de un otoño que recomienda juntar madera mientras sea posible. El cielo sería celeste y no azul, me explica que de ser azul pronosticaría nevadas y que una claridad los depositaría en un frío más demente, pero sin dudas más fácil.

Avergonzado, le advierto sobre el papelón al que nos estamos sometiendo frente a cada pintor que pueda llegar a leernos, hacemos un par de comentarios atrevidos y burlescos, la mayoría sobre nosotros mismos, pero pronto Ariel recobra la concentración y sigue. Habría dos árboles, Ciruelos los dos, uno un poco más alto que el otro, pero situados en el mismo lugar a la derecha, con los troncos naciendo en la misma línea horizontal; de esa manera, él suponía que no podría confundirse con que estaban aferrados a la tierra en lugares distintos. Los pobres casi que han tergiversado por completo el violeta, dejando un tono beige en las pocas hojas vagamente aferradas a las ramas, las cuales un tanto impacientes aguardarían a los pájaros que deberían haber llegado hace rato. Las sombras que emergen de los Ciruelos dictaminarían las seis de la tarde, con las heladas preparadas para pedir una cena que borbotea en la hoguera, tal vez en una olla ferrosa, negra y grasienta (adjetivos que él eligió y que coloco por respeto).

Me pide fuego con el cigarrillo entre los labios levantando las cejas, sin emitir palabra. Presintiendo mi pregunta acomoda su tabaco a la izquierda y suelta. “Listo, ya está”. Dejo caer la lapicera y un gesto sorprendido, y Ariel, guíado por el ruido del encendedor, arrima su boca con eficacia hasta la luz que sólo yo veo. Me cuenta que su segundo sueño lo debo explicar yo, porque a decir verdad no tiene ni idea sobre lo que viene entre mis dedos.

Cavilo unos segundos, bastante atravesado por eso último, también enciendo un cigarrillo y me tomo un mate, pero lo hago en mi escritorio, con la evidente intención de no perturbar la pausa que reina en la casa de Ariel. Luego cierro los ojos y me abro a la emoción que arrastra el segundo sueño.

Le pido que me acompañe poniéndome de pie y con la intención de ayudarlo, pero él niega con la cabeza al sentir mi mano, tan ofrecida y cordial. Seguidas a mis disculpas y a su risa acostumbrada a situaciones como esa, caminamos; andamos así varios metros hasta que su casa, poco a poco, se nos hace a los dos un misterio. Mis dedos comenzaron a extenderla como a una gota, que rodando llega hasta otra gota, y genera así un nuevo rumbo zigzagueante. Creo un portón deslizable con una baranda, es un portón casi tan pesado como el brillo del metal que lo compone pero con un movimiento de ingeniería suave y ejemplar.

Abro el tiempo y el espacio dejando varios metros de inmensidad ante nosotros, seguido le explico lo mejor que puedo lo que observo, mientras un olor fresco nos acaricia silbando una brisa. Le digo que un delgado escalón nos separa de un descampado infinito con un césped de unos cuatro céntimetros, de un verde tan radiante que parece de goma.

“Respirá hacia atrás Ariel, quizás así vuelva la niñez quebrada que te obligaba a correr mientras la mancha te perseguía en alguna tarde clara”. De a poco desarmo el eslabón que han logrado nuestros codos para agarrar con suavidad su antebrazo, lo invito a que nos descalcemos, que apoyemos nuestros pies desnudos en el pasto. Después casi que la frase se sale de mi piel, todo mi cuerpo cae en la electricidad, como si por mis venas circulase agua con gas: “Corré Ariel...pretendete ágil, que tus piernas sientan galopar la sangre”. Él está evidentemente nervioso y procuro atrapar al pequeño que aún se esconde entre su respiración confundida. “Corré, tus oídos sensibles van a estallar con tus pasos alocados hacia un lugar en mayúsculas, atragantá a tu nariz sensible con aire y más aire”.

Ariel da una bocanada y la tira en una congoja tartamuda, da dos pasos dubitativos, ansiosos por quebrar el llanto, y poco a poco apura el paso.

“Corré Ariel, admirá tus latidos con ritmo de guerra ganada, que tus brazos desafíen el vaivén del viento en la cara, no hay límites ni temores, esos que a manera de virus se quedaron guardados en cada hora de tus pensamientos, corré, que no hay enemigos inocentes”. Ariel se cae al piso por la falta de hábito pero se retuerce de risa en esa lacónica alfombra. “CORRÉ Ariel, pero antes palpá con detenimiento, quizás te raspaste las rodillas, así comienza la gestión de una costra, insignia distintiva de la infancia, lastimadura emblemática que en realidad debió haber anidado allí cuando eras un niño. Arriba, que yo juego a ser la voz que falta, que te ordena que te levantes sin chistar, que ya estás grande, a seguir corriendo. Enseguida vas a tener sed, agitado en una sensación avasalladora y seca, esa sed que necesita que el agua vaya a tu boca pero también a tu cara, a tu camiseta y a la desesperación casi olvidada. Apoyá tus manos en las piernas, inclinate a buscar un aire grosero que te permita seguir corriendo”. Ariel se yergue extasiado, grita un sonido, una pseudo risotada con voz de adulto y ganas de chico, así alegre arranca la carrera contra la vida nuevamente. “C O R R É Ariel, de un lado a otro, obstiná tus manos a toparse con aquel amiguito que huyé hacia la pared escondida”.

De a poco Ariel se va, su alboroto se achica en un aura azulada, con el eco de su voz y de su aliento.

Le vuelvo a decir que corra pero ya está lejos de mi vista, perdido en el verde, dando pasos agigantados para irse así de esta historia.

Yo también me voy, lo hago con una sensación precisa: Ariel va a correr sonriendo eternamente, sin importar si nuestro cuadro se va haciendo viejo en la heladera o si la fábrica de pastas cambió de número de teléfono. En cada recuerdo lo veré con sus pelos histriónicos en el aire, oyendo el ruido de sus pasos y de su enorme sonrisa infantil. Y si alguna vez lo sospecho cerca, merodeando mi aire para cuidar que no me ataque la tristeza, bastará con decirle que corra para tranquilizar mi cabeza instantánea, esporádica; que corra, que por las dudas siga y siga corriendo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario