viernes, 23 de noviembre de 2012

Dieciséis de arroz (cuento)


“¿Y si me paro acá lejos?”, dijo Martincito elevando el lejos allí por la e.

Clavado a dos pasos de las hornallas y de su madre, señalaba con la pera la vasta distancia que lo separaba de ella.

Con los brazos enlazados en su espalda para rogar permiso, le preguntaba qué pasaría de caerle agua caliente en el cuerpo, si era el mismo agua de la “pile” del club, cuan caliente estaba dicha agua y por qué ella no se quemaba, contestándose a si mismo que: Claro-mamá-es-más-grande-y-“cuidada”. Estiraba de tanto en tanto el cuello, sin esperanzas de que cambie su visión panorámica aunque no por ello sin ilusiones.

Raquel revolvía el caldo escuchando con esa particualr atención que tienen las madres, atención que consigue responder lo que él precisa escuchar y que se bifurca en las cuentas del mercado, las dudas de aquella llamada que recibió el marido casi a las once de la noche (dudas que disipa por amor y por otras deducciones), las imágenes fugaces de su padre, la época de los pañales con todas sus facetas y otra vez el Martín detrás suyo. El caldo ya se mecanizaba en un ir y venir a través de la cuchara de madera, las verduras emergían entre borbotones para tomar aire mientras que el vapor dulce y naranja hacía mediodía en la agonía de la mañana.

Luego Martín dejaba de conformarse con bisílabos e incurría en lo clásico para obtener respuestas. “¿Ah, ma? ¿Ah?”

“No hijo, a ver ¿Vos cuánto creés que debería poner?” dijo Raquel con los dedos distraídos en el paquete de arroz, dada vuelta hacia la inquietud estirada de su hijo, quien permanecía con la obediencia infantil cruzándose tras su espalda. Así Raquel sintió un deseo abrasador de ronronearle en los cachetes para que él desfallezca bajo esa risa incontrolable, así como sintió otro deseo, bien distinto y poderoso, en el cual jugaría a que los dos eran un híbrido niño/adulto, adulto/niño.

Martín no estaba seguro de aceptar el desafío, frunció primero las cejas para dilucidar cómo encarar el asunto, para luego soltar un: “¡Cinco!”, número enmarañado en una seguridad que parecía estar a punto de distraerse.

“¿Y por qué cinco, no te parece mucho?” preguntó la madre.

“Para papá, para vos y para mí... o dos más para papá”, concluyó fascinado con su elucubración padre=cantidad.

La madre arqueó las cejas en dirección de su hijo, ahogó cinco granos de arroz en la olla, después tomó dos más y reformuló la pregunta de manera visual, mostrándole los últimos dos granos entre los dedos.

La cabeza histérica de Martín subió y bajó unas ocho veces en dos segundos, él a su vez sonreía sin importar más nada en su exquisito mundo que la complicidad con su madre. La necesidad de dar esos pasos intrigados que lo situaban en el respeto se fundían con la responsabilidad que cargaba por sobre el arroz y por el almuerzo.

“¿Ponemos nuUueve más, qué te parece?” articuló en confidencia Raquel, haciendo un ademán despacito hacia la caja de Gallo Oro.

“¿¿¿Nueve???”, susurró el chico con los hombros subidos al cielo raso y los ojos más abiertos que en Navidad, como si todo se tratase de un secreto infranqueable. Y quién puede aseverar que no lo fuera.

Ella escondió la risa en su espalda mientras acariciaba nueve granos de arroz en la palma de su mano (aproximadamente nueve, indiferencia que a Martín le hubiera resultado imperdonable). Él mantenía la distancia del fuego al que-no-se-acerca-porque-es-chico, aunque ahora se había situado en un plano algo más oblicuo.

Otra vez Raquel lo miró para encontrar aceptación, mostrándole la amenazante cantidad de arroz que cargaba como a un colibrí en la palma de su mano. Luego la echó a la sopa (por aquel entonces el caldo ya había terminado de vestirse) y revolvió con restos alborozados de lo que le provocó aquella sorpresa de Martín.

Le volvió a sonreír mientras apretaba el delantal de cocina. Llenó luego un tazón con vaya uno a saber cuántas decenas de granos de arroz para vertirla de un golpe en la olla ante la advertencia de Martincito.

“¡NuU mamá, esos cuántos son!”

Raquel le sacó la lengua apestada de amor y ternura, inhalando esas emociones casi hasta las rodillas. Por desgracia tenía que volver a ser grande; la hora, Martín (padre) llega con el humor de los lunes, la llamada que seguro sale a la mesa mientras él le pregunta por la cuenta del celular que pagó a primera hora, lunes 26 ya, cómo se fue el mes, finalmente poner el mantel. Así los dieciséis granos de arroz desaparecían con “los” golpecitos de la cuchara en la olla: pa, papa papa...¡pa pá!

Martincito, quien tenía que seguir siendo niño, caviló unos segundos en la idea con los brazos aún enlazados tras su espalda, fastidiado por una leve picazón en el orgullo. Procuraba descifrar esa mezcla de compromiso, realidad y engaño, así sus ojos se habían clavado en la madre buscando respuestas, “eran por lo menos treinta arroz esos” dijo, a punto de distraerse con la verdadera distancia que lo separaba del fuego que-no-se-toca-porque-es-chico... como si de “grande” no lo fuese a quemar.  

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