“¿Y si me paro acá lejos?”, dijo
Martincito elevando el lejos allí
por la e.
Clavado a dos pasos de las
hornallas y de su madre, señalaba con la pera la vasta distancia que
lo separaba de ella.
Con los brazos enlazados en su espalda
para rogar permiso, le preguntaba qué pasaría de caerle agua
caliente en el cuerpo, si era el mismo agua de la “pile” del
club, cuan caliente estaba dicha agua y por qué ella no se quemaba,
contestándose a si mismo que: Claro-mamá-es-más-grande-y-“cuidada”.
Estiraba de tanto en tanto el cuello, sin esperanzas de que cambie su
visión panorámica aunque no por ello sin ilusiones.
Raquel revolvía el caldo escuchando
con esa particualr atención que tienen las madres, atención que
consigue responder lo que él precisa escuchar y que se bifurca en
las cuentas del mercado, las dudas de aquella llamada que recibió el
marido casi a las once de la noche (dudas que disipa por amor y por
otras deducciones), las imágenes fugaces de su padre, la época de
los pañales con todas sus facetas y otra vez el Martín detrás
suyo. El caldo ya se mecanizaba en un ir y venir a través de la
cuchara de madera, las verduras emergían entre borbotones para tomar
aire mientras que el vapor dulce y naranja hacía mediodía en la
agonía de la mañana.
Luego Martín dejaba de conformarse con
bisílabos e incurría en lo clásico para obtener respuestas. “¿Ah,
ma? ¿Ah?”
“No hijo, a ver ¿Vos cuánto creés que debería poner?” dijo Raquel con los dedos distraídos
en el paquete de arroz, dada vuelta hacia la inquietud estirada de su
hijo, quien permanecía con la obediencia infantil cruzándose tras
su espalda. Así Raquel sintió un deseo abrasador de ronronearle en
los cachetes para que él desfallezca bajo esa risa incontrolable,
así como sintió otro deseo, bien distinto y poderoso, en el cual
jugaría a que los dos eran un híbrido niño/adulto, adulto/niño.
Martín no estaba seguro de aceptar el
desafío, frunció primero las cejas para dilucidar cómo encarar el
asunto, para luego soltar un: “¡Cinco!”, número enmarañado en
una seguridad que parecía estar a punto de distraerse.
“¿Y por qué cinco, no te parece
mucho?” preguntó la madre.
“Para papá, para vos y para mí... o
dos más para papá”, concluyó fascinado con su elucubración
padre=cantidad.
La madre arqueó las cejas en dirección
de su hijo, ahogó cinco granos de arroz en la olla, después tomó
dos más y reformuló la pregunta de manera visual, mostrándole los
últimos dos granos entre los dedos.
La cabeza histérica de Martín subió
y bajó unas ocho veces en dos segundos, él a su vez sonreía sin importar más
nada en su exquisito mundo que la complicidad con su madre. La
necesidad de dar esos pasos intrigados que lo situaban en el respeto se fundían con la responsabilidad que cargaba por sobre el arroz y
por el almuerzo.
“¿Ponemos nuUueve más, qué
te parece?” articuló en confidencia Raquel, haciendo un ademán
despacito hacia la caja de Gallo Oro.
“¿¿¿Nueve???”, susurró el chico con los
hombros subidos al cielo raso y los ojos más abiertos que en
Navidad, como si todo se tratase de un secreto infranqueable. Y quién
puede aseverar que no lo fuera.
Ella escondió la risa en su espalda mientras acariciaba nueve granos de arroz en la palma de su mano
(aproximadamente nueve, indiferencia que a Martín le hubiera
resultado imperdonable). Él mantenía la distancia del fuego al
que-no-se-acerca-porque-es-chico, aunque ahora se había situado en
un plano algo más oblicuo.
Otra vez Raquel lo miró para
encontrar aceptación, mostrándole la amenazante cantidad de arroz
que cargaba como a un colibrí en la palma de su mano. Luego la echó
a la sopa (por aquel entonces el caldo ya había terminado de
vestirse) y revolvió con restos alborozados de lo que le provocó
aquella sorpresa de Martín.
Le volvió a sonreír mientras apretaba
el delantal de cocina. Llenó luego un tazón con vaya uno a saber
cuántas decenas de granos de arroz para vertirla de un golpe en la
olla ante la advertencia de Martincito.
“¡NuU mamá, esos cuántos
son!”
Raquel le sacó la lengua apestada de
amor y ternura, inhalando esas emociones casi hasta las rodillas. Por
desgracia tenía que volver a ser grande; la hora, Martín (padre)
llega con el humor de los lunes, la llamada que seguro sale a la mesa mientras
él le pregunta por la cuenta del celular que pagó a primera hora,
lunes 26 ya, cómo se fue el mes, finalmente poner el mantel. Así los dieciséis granos de arroz desaparecían con “los”
golpecitos de la cuchara en la olla: pa, papa papa...¡pa pá!
Martincito, quien tenía que seguir
siendo niño, caviló unos segundos en la idea con los brazos aún
enlazados tras su espalda, fastidiado por una leve picazón en el
orgullo. Procuraba descifrar esa mezcla de compromiso, realidad y
engaño, así sus ojos se habían clavado en la madre buscando respuestas, “eran por lo menos treinta arroz esos” dijo, a
punto de distraerse con la verdadera distancia que lo separaba del
fuego que-no-se-toca-porque-es-chico... como si de “grande” no lo
fuese a quemar.
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