domingo, 25 de noviembre de 2012

El poema y la mochila (cuento)


Las distancias se desvanecen, se engloban en un mismo escenario tanto frío como florecido, tan austero como de hormigón. Se achicharran las que fueron intransitables, esos espacios silenciosos que se batían entre cartas y códigos postales.

La poesía viva se convirtió en desempleo, en el mito de una muerte artísitica, en “no ser recordado” como meta.

Gastón L.”

Gastón va a su cuarto, mira de reojo ese verso aislado y se compadece de su mochila vacía, mostrando una capacidad exagerada por la suma de su ubicación y de la modesta luz que entra por la ventana. En ella deposita cada pedazo de su paciencia, de sus presentimientos, de sus conclusiones de antemano y de sus sinónimos. “No se va a llenar nunca”, piensa mientras sale con ella del conventillo.

En un rincón miserable se sienta a descifrar el futuro, esa hipótesis sistematizada para darnos miedo, amenaza invisible a la que apuntamos distraídos. Con la mochila abierta de par en par controlando sus pies, medita respirando por la boca: “Festejaremos el día en que llegue el fin de la muerte, sin dudas”. Luego atornillado bajo el peso de una conclusión sombría, farfulla: “Festejaríamos la inmortalidad, cómo es posible”.

La absorción que se gesta en la ciudad no tiene reversa: O bien se puede mantener el ritmo o se puede acelerar, y lo peor para Gastón es que nadie se da cuenta. Nuestra capacidad para entender que “es necesario volver a lo de antes”, en este caso no se aplica, presiente que estaremos un día desesperados, llenos de tiempo ocupando un espacio incierto, con una sangre mejorada que quitará importancia a los latidos del corazón.

La inclinada calle le ha traído una mistura de líquidos hasta las zapatillas: Los del restaurante chino, la orina de dos adolescentes destripándose de risa hombro con hombro, la suciedad de las impecables baldosas de una de las Magna Towers y un confuso líquido jabonoso que al parecer baja desde el otro lado de la esquina. Gastón sube los pies al cordón de la vereda y apoya sus manos bien atrás, gira su cabeza hacia el abismo de su mochila abierta como una rana cíclope, embalsamada naturalmente por el hambre; luego comienza el habitual juego mental en el que nombra palabras feas en orden alfabético, pero en este caso, debido a lo que viene sobrevolándole la cabeza, agrega (aleatoriamente) palabras no sólo feas sino también indignantes.

En su mente se permite una guiñada de conjuntivitis y comienza. “Banda ancha, celulitis, digital, emular, fax, gonorrea, huso horario”, sonríe con la seguridad sensorial de haber ganado un punto extra antes de continuar, “internet, java”, piensa, sin importar si sea trampa o no, y continúa “Kb, letrina”. Gastón detiene su conteo para analizar por detrás de la consciencia, si acaso la fealdad en letrina recae más sobre la cacofonía que por sobre el significado, analiza con ligereza la idea y termina la cavilación en el evidente exagero que hoy cae sobre las palabras indignantes. “módem, nosocomio, operadora, prórroga, quiste, rinoplastia, sacarina”. Gastón cierra los ojos con enojo y pareciera que la cabeza le pesa, “te-le-vi-sión, uva como rayo, utilidad como margen” piensa en la v un poco, buscando una que sabe con los dos sentidos del juego, al venírsele festeja con las pocas estrellas urbanas “¡vuecencia!, watt, ob-viamente xenofobia y oh zambomba”. Termina haciendo la misma tontera de siempre, donde usa la y para rimbombar una ridícula palabra con z. Gastón le entrega por completo el cuerpo a la pared de ladrillo que lo acompaña, afligido porque el juego terminó y volvió el río contaminado de miniatura, la mochila vacía y la inmortalidad como tesis.

Saca un sobre similar al del personaje de Camilo José Cela, pero en el que guarda los restos de sus propios cigarrillos armados, como talones de un Aquiles indigno por la vergüenza, "¿Cómo iba a atravesarlo la flecha de aquella mujer...?" Recicla un pucho con el nauseabundo olor a aquellos días en los cuales el tabaco era menos dañino y fuma, dejando que las cenizas retumben en la inmensidad de la mochila, lo más a propósito que se pueda, merecida ridiculez que logre hacerlo sentir peor.

El hambre es tan agotador como la satisfacción de la sobremesa, su cuerpo ya sobrepasó los dolores físicos y siente ahora ganas de dormir aquellas siestas llenas de eructos con carne al horno que se ensanchaban en la vigilia taciturna. “Nos va tragando el tiempo, sin masticarnos, como a las ostras vivas, tan vanguardistas ellas, que se retuercen por el limón que las condimenta en la sentencia de muerte.” Gastón vocifera esos últimos versos con cuatro gatos como testigos, los cuales lo miden solamente por temor instintivo, aunque a él le suene a atención escolar; les habla así con la certeza de que en algún plano metafísico los mismos están asimilando su voz trémula y lo que tiene para decirles. Pero ante la primera pausa cada uno de ellos se obstina entre las bolsas gruesas que dejó la cena del restaurante chino, se abren jirones de tripa negra, caen mitades de rollos primavera y restos de arroz con camarones, todos excesos de aquellos que ahora quizás duerman entre una pila de almohadas y de edredones, llenos éstos con las plumas de algo parecido al pollo con almendras que engullen ahora los habituales carroñeros.

Las épocas lo afligen tanto como las distancias, convencido de haber nacido errado y errante, gestado durante siglos en un vientre con barrotes placentarios, observando desde esa prisión como aquello que debería haber permanecido quieto abría sus alas metálicas y avanzaba. Iba esa metamorfosis masacrando cosas que de hecho eran útiles con su indiferencia, articulando palabras en inglés que suenan a ciencia ficción barata. Entonces Gastón tenía deseos de abrazarse a un VHS, pero no por una melancolía de lugares comunes, sino porque varios miembros de su familia se habían subido a ese movimiento alado y disfrutaban ese paisaje tan cambiado, sin siquiera buscarlo abajo, sin siquiera sospechar que podría estar famélico entre basura y cemento mojado.

Vio pasar los cambios, pero a diferencia del resto, Gastón comprendió que íbamos muy rápido, fue el único adolescente que no se dejó embelesar por la primera experiencia con la velocidad en un auto imberbe que sin dudas chocaría si no aminoraban la marcha. Y así fue que chocó quedando herido sólo él, voló en cámara lenta desde el asiento de atrás hasta el parabrisas, mientras que a su vista, camino a destrozar el cristal, los demás parecían estar en otro Ford Ka, último modelo, e incluso en una carretera carente de baches.

Ya sin orden orquesta una nueva carrera de palabras, elevando esta vez la voz como necesitando que le señalen su infortunio demencial: “3.0, Google Chrome, online, I Phone, Android, virtual”, se detiene a destrabar esa última, desencajado al dar con el significado en su diccionario mental, “VIRTUAL... no real, pero lo suficientemente parecido como para que no hagamos tanta falta”. Gastón centellea con los ojos acanalados hacia la mochila, luego sigue, “bursátil, descarga, carga, minutos libres...¡minutos libres!, dinero”. Repite dinero seis veces, quince veces, hasta convertirlo en una lastimadura imperceptible, Gastón se queda dormido con el río jabonoso mojándole las pantorrillas y las manchas se ensanchan como un agujero negro a través de todos sus pantalones.

“Miralo al loco ése que se hace el poeta... ¡ése que le alquila la habitación a los coreanos! Él lo llama el conventillo”. Las vecinas, alertadas por el virtual subido de tono con signos de preguntas, se acercaron para sentenciar su perdida juventud, y al ver como las aureolas se abrían camino entre sus piernas, intentaron despertarlo con el índice rígido, lleno de prejuicios. Pero él se fue arrastrando despacio por la pared hasta el piso, con la cabeza retumbando a centímetros de su poema, de su misterio, o de su mochila vacía. “Déjelo María, y ¡sálgase de ahí!, vaya a saber qué tiene ahí adentro”

viernes, 23 de noviembre de 2012

De a poco Paloma (cuento)


Busqué un personaje interesante en cada intersticio de mi cabeza, sin embargo en todos lados apareció Paloma con su cámara de fotos. El sonidito implacable y mecánico que se repetía sin parar  tanto como la imagen del diafragma que se abría y se cerraba me resultaron insoportables.

Por ello este cuento se ve interrumpido y se transforma en algo más.

. ¿A qué le sacás tantas fotos?

. Al mundo, es tan hermoso...

. ¿Pero acaso no podés recordar?

. Ah, soy tu personaje, ése en el que no creés, está bien... Saco fotos como todo el mundo, no soy ni peor ni mejor.

Paloma le sigue sacando fotos al mar y a su espalda, su cámara apenas si se mueve. Decido sentarme en la arena atrofiada por su ir y venir. Cerca de ella

. Paloma-

. No me quiero llamar Paloma.

. Pero te vas a llamar Paloma, por lo menos hasta que me convenzas de algo. Y alejame la cámara, en serio.

. ¿De algo? ¿Por qué te molesta que saque fotos? Además podrías escribir algo lindo. Mirá, somos nosotros dos en la inmensidad de la playa, las palmeras sonríen discretas con la brisa, las sombras reptan azuladas entre el mar o entre la espuma, el calor suena como música árabe cayendo en la arena. ¡Es todo tan bonito!

. A eso le sacás fotos, ya veo. Me parece mejor como lo contás, deben de haber cientos de fotos que no se diferencian unas con otras, y presumo que ninguna de ellas describe tan bien la escena como las palabras que te acabo de dar.

. Eso se llama envidia.

. No me malinterpretes, pero en cuanto te vi tuve la impresión de que sacás fotos para no tener que esforzarte en recordar, además de que después podés administrar esos recuerdos eliminables desafiando a la memoria, que por no poder medirse en volumen defiende su espacio inmaterial como le place, y vos la forzás viendo esas fotos tantas veces como te es posible.

. ¿Tanta historia por venir a la playa a sacar fotos?

. De eso se trata. Tan poca historia tal vez.

. ¿Qué tenés en contra de guardar recuerdos?

. Los recuerdos no se pueden guardar, nunca me gustó que no se aclare; lo que guardás es un instante. Por ejemplo, por más que te esfuerces de acá a un año no vas a poder saber lo que envolvió a la foto, los motivos, el antes, los olores, el después. Aunque si obviamos el tema de diferenciarlos, eso que se guarda, cómo sea que se llame, decide por nosotros si se queda o no.

. Las fotos son lindas, ¿no te alcanza con que algo pueda ser lindo?

. El problema es que no sos poética. Si me la relatases dentro de, digamos diez días, toda esta aventura fotográfica en la playa resultaría más conmovedora. ¿Tenés o no tenés varias fotos casi iguales? ¿Acaso después no vas a elegir hasta dar con las adecuadas, las hipotéticamente perfectas y a eliminar el resto?

. Qué complicado te ponés. A ver, relatame vos un poco sobre los recuerdos, esos que no se adminstran, la memoria con volumen y el después.

. No dije eso, dije “la imposibilidad de medir la memoria con un volumen de almacenamiento”

. Si releés tampoco dijiste eso, estás haciendo lo mismo que yo con las fotos, elegís las cosas que querés decir y las vas moldeando, ¿o no?

. Nosotros estamos conversando, ¿qué tiene que ver con las fotos?

. No, vos estás escribiendo, y lo aclaro con los riesgos de seguir desvirtuándome como personaje.

. Me sacás del clima Paloma.

. Bueno, contame...

. Pensaba que los recuerdos a veces son lo que dejó un amor perdido o roto.

. Pero los recuerdos son cotidianos, constantes. Vos te estás refiriendo a una clase de recuerdo muy especial, ¿qué se te perdió o qué se te rompió?

. A mí muchas cosas, pero no me hagas hablar de mí, eso no se hace en medio de un relato. Además yo me refería a un personaje en particular que quiere recordar a su padrastro, que quiere apretar el amor, es decir palpar en esos recuerdos el sentir y no el pensar. Sería como si viese una aguja pinchar su dedo, pero sin sentir nada.

. Eso tampoco se hace autor, traer al padrastro de un personaje en medio de un relato.

. De alguna manera me dijiste que teníamos que hablar de eso, no sé si mostrándome tus fotos y teniendo en la memoria de la cámara una foto de él. Además es la primera, y que además es la foto de una foto, ya que lo dice claramente el reflejo del papel en el visor.

. Ahora sos vos el que arruina tu historia, el útlimo párrafo es menos poético que cualquier motivo que me lleve a sacar fotos.

. El amor no debería ponerse viejo Paloma. Sentarse en un banco de la plaza a convertirse en nostalgia racional, mirar atardeceres sin dilucidar el momento en que pasa de amarillo a naranja.

. Pero es inevitable, es el tiempo el que hace que eso pase, ¿por qué miraste al mar como si él tuviese la culpa? 

. ¿Vos mirás el mar o el océano Paloma?

. Yo miro el mar.

. El amor viejo mira el océano.

. ¿Y eso del atardecer? ¿Cómo miraría el amor joven el atardecer? Explicame eso de naranja o de amarillo.

. El amor joven tendría paciencia, captaría el olor que van soltando las pizzerías que rodean la plaza, escucharía el cielo hacerse negro, acechando al sol que se va desmoronando en la línea agónica del mar.

. ¿Y el viejo?

. Se daría vuelta dejando al mundo anaranjado haciendo puchero justo cuando abandona el amarillo; porque ese amor siente culpa, sabe que se va haciendo nostalgia y sufre, todo lo que nosotros vamos dejando de sentir lo siente él, carga con ese dolor que de a poco nos abandona.

Paloma saca un papel doblado y redoblado, deja que la cámara descanse en su cuello y me lo acerca a la mano, la pregunta que me está por hacer llena de estertor el aire.

. ¿Sería algo así?

“Estoy absorta, el amor no debería ponerse viejo.

Lo veo allí sentado en la plaza, con las venas (casi manos) sobre los muslos, contemplando el océano en vez del mar; con los ojos secos resquebrajados por el tiempo.

Ahí está, sin esa sensibilidad insólita. Quizás sí sea posible y ahora son recuerdos los que contemplo, y lo hago con la entonación sensorial un tanto confundida por la sorpresa, como la explicación de una película en la cual el personaje sí muere al principio y es o no es evidente, dependiendo de cuánto se analice.

Y se suele creer que desde este punto llega la calma como una sábana matemática estampada con problemas resueltos. La razón nos relata cronológicamente esos momentos despojándolos de vida, la cual en ese plano parece de juguete. Todo tan prolijo y rectángulo. Porque es terrible pero quizás sea cierto. ¿El tiempo erosiona un amor perdido y lo hace música de fondo?

Pero hay amenazas, el amor se aburre en pleno atardecer, increíblemente se da vuelta, dejando al mundo anaranjado haciendo puchero. Nos mira con ganas de murmurar que se ha ido convirtiendo en recuerdo contra su voluntad, casi que nos pide perdón; irónico, porque a pesar de haberse hecho nostalgia no olvida y pareciera que lo consume la culpa. Así se pone de pie con las manos buscando los bolsillos y anda de banco en banco espiándonos por el rabillo de la noche inevitable.

Y me acerco con una vela que hace bailar nuestras sombras al ritmo de la brisa, lo hago con claras intenciones de interrogar a esa quimera mezcla amorfa de Jeckyll y de Hyde, que parece indeciso por quién se hará dueño de la mitad pensante.

Pero noto que soy yo con dos sombras, con la plaza toda enorme, el mar que ennegrece, el tiempo vomitando tiempo. Así manoteo un aire lento y ausente en pos de recuerdos que se esconden en la mismísima escena del crimen, los encuentro agazapados entre el puesto de helados encadenado al poste y el cantero central. Los recuerdos le tapan la boca al amor, un rehén con la cabeza floja apoyada en el hombro de algún recuerdo en particular que todavía lo cree una amenaza.

Me siento ante los diferentes silencios de la noche y les señalo el mar con la boca, a todos ellos, con la única intención de no pasar por intrusa. Los tres nos quedamos mirando la oscuridad procurando adivinarla, repirando al compás. “Te estás haciendo vieja”, dicen los recuerdos aún tapando la inofensiva boca del amor. Y echamos a reir confundidos, cómplices, intentando no hacer demasiado ruido para sobrevivir mejor.”

. ¿Vos escribiste eso Paloma?

. Dejá de arruinar tu historia. Yo también opino como vos y aunque no lo creas lo escribimos juntos, sé que no sabías por qué lo hiciste en femenino y que te resultaba insuficiente, pero ahí está, en medio de nuestra charla de las fotos, ¿qué te parece?

. Que está colgado en medio de algo que no le corresponde, eso me parece.

. ¿Por eso me preguntaste si lo escribí yo? ¿Te estabas saboteando a propósito?

. Yo quiero hablar de por qué necesitás sacar fotos para recordar.

. Yo necesito sacar fotos como vos necesitás escribir.

. Yo no escribo varias veces lo mismo y después descarto lo que no me gusta.

. ¡Bueno basta! Vos pegás prosas en tus historias nuevas.

. ¿Me dejás ver las fotos?

. Sólo si admitís que borraste “Puede que tengas razón”.

. Bueno, ahora dame la cámara.

No quiero que esto se reconvierta en cuento pero estoy ahora viendo las fotos de Paloma mientras ella mira el mar enfrascada en lo que yo voy pensando sobre ellas, disimulando la calma entre arena que se desvanece de mano en mano.

. Mentira, me da lo mismo lo que pienses, y no disimulo ninguna calma, en todo caso sería disimular los nervios. Aunque la imagen de “disimular la calma” recae de cierta forma en el “disimular”...

Se dio vuelta bruscamente para decirme aquello último, con el enojo pintarrajeado en viento y en pelos como serpientes epilécticas y brillantes; después respiró de a poco mientras cavilaba entre la “calma o los nervios”.

. Están lindas las fotos, era un chiste literario.

. No fue gracioso ¿“Están lindas las fotos”? Qué feo suena eso autor...

Debo narrar que me robó una inmensa sonrisa, tal vez porque en esta pausa me veo las piernas cruzadas con gran esfuerzo y me entibio entero. La observo y la reconozco sin saber quién es, pero el verbo tiene que ser “reconocer” porque viene de muy adentro, de ahí donde no importan los “dónde” ni los “cuándo”.

. Gracias por asumir esa historia con tu padrastro, la verdad que no sabía de quién era, creo que era por eso que te estaba buscando y no por todo el tema de las fotos, aunque admito que es entretenido navegar entre las fotos, los amores y los recuerdos.

. A veces extraño que me duela, quizás porque en esos momentos las imágenes sensoriales están más vivas, pero por otro lado no debería ser así, la música de fondo nos permite respirar tranquilos. Las pérdidas son así autor.

. Las pérdidas son así...

. ¿En el fondo te gustan las fotos? ¿O no? Me refiero a las fotos en general.

. Si, lo que me confunde son los motivos, fuera de lo artístico.

. ¿Te puedo preguntar una cosa?

. Podés elegir tu nombre si querés.

. Evasivo, quizás para la próxima vez... Paloma, siempre supimos que me iba a llamar Paloma.

Nos despedimos con un abrazo que duró algo más que seis recuerdos, ella me preguntó eso que quería, empalagando mi oreja, yo le respondí llorando en la suya. Los amores viejos seguirán asumiendo los dolores que se lleva el tiempo como un colador letal e inevitable, Paloma sacará más fotos para después eliminar las que no le gusten, deteniéndose otra vez en la que tiene junto a su padrastro, desafiando la realidad. Yo termino esta historia encantado por su aparición en los intersticios de mi cabeza; con estas palabras rebuscadas que ensucian la delicada simpleza de recordar.

Dieciséis de arroz (cuento)


“¿Y si me paro acá lejos?”, dijo Martincito elevando el lejos allí por la e.

Clavado a dos pasos de las hornallas y de su madre, señalaba con la pera la vasta distancia que lo separaba de ella.

Con los brazos enlazados en su espalda para rogar permiso, le preguntaba qué pasaría de caerle agua caliente en el cuerpo, si era el mismo agua de la “pile” del club, cuan caliente estaba dicha agua y por qué ella no se quemaba, contestándose a si mismo que: Claro-mamá-es-más-grande-y-“cuidada”. Estiraba de tanto en tanto el cuello, sin esperanzas de que cambie su visión panorámica aunque no por ello sin ilusiones.

Raquel revolvía el caldo escuchando con esa particualr atención que tienen las madres, atención que consigue responder lo que él precisa escuchar y que se bifurca en las cuentas del mercado, las dudas de aquella llamada que recibió el marido casi a las once de la noche (dudas que disipa por amor y por otras deducciones), las imágenes fugaces de su padre, la época de los pañales con todas sus facetas y otra vez el Martín detrás suyo. El caldo ya se mecanizaba en un ir y venir a través de la cuchara de madera, las verduras emergían entre borbotones para tomar aire mientras que el vapor dulce y naranja hacía mediodía en la agonía de la mañana.

Luego Martín dejaba de conformarse con bisílabos e incurría en lo clásico para obtener respuestas. “¿Ah, ma? ¿Ah?”

“No hijo, a ver ¿Vos cuánto creés que debería poner?” dijo Raquel con los dedos distraídos en el paquete de arroz, dada vuelta hacia la inquietud estirada de su hijo, quien permanecía con la obediencia infantil cruzándose tras su espalda. Así Raquel sintió un deseo abrasador de ronronearle en los cachetes para que él desfallezca bajo esa risa incontrolable, así como sintió otro deseo, bien distinto y poderoso, en el cual jugaría a que los dos eran un híbrido niño/adulto, adulto/niño.

Martín no estaba seguro de aceptar el desafío, frunció primero las cejas para dilucidar cómo encarar el asunto, para luego soltar un: “¡Cinco!”, número enmarañado en una seguridad que parecía estar a punto de distraerse.

“¿Y por qué cinco, no te parece mucho?” preguntó la madre.

“Para papá, para vos y para mí... o dos más para papá”, concluyó fascinado con su elucubración padre=cantidad.

La madre arqueó las cejas en dirección de su hijo, ahogó cinco granos de arroz en la olla, después tomó dos más y reformuló la pregunta de manera visual, mostrándole los últimos dos granos entre los dedos.

La cabeza histérica de Martín subió y bajó unas ocho veces en dos segundos, él a su vez sonreía sin importar más nada en su exquisito mundo que la complicidad con su madre. La necesidad de dar esos pasos intrigados que lo situaban en el respeto se fundían con la responsabilidad que cargaba por sobre el arroz y por el almuerzo.

“¿Ponemos nuUueve más, qué te parece?” articuló en confidencia Raquel, haciendo un ademán despacito hacia la caja de Gallo Oro.

“¿¿¿Nueve???”, susurró el chico con los hombros subidos al cielo raso y los ojos más abiertos que en Navidad, como si todo se tratase de un secreto infranqueable. Y quién puede aseverar que no lo fuera.

Ella escondió la risa en su espalda mientras acariciaba nueve granos de arroz en la palma de su mano (aproximadamente nueve, indiferencia que a Martín le hubiera resultado imperdonable). Él mantenía la distancia del fuego al que-no-se-acerca-porque-es-chico, aunque ahora se había situado en un plano algo más oblicuo.

Otra vez Raquel lo miró para encontrar aceptación, mostrándole la amenazante cantidad de arroz que cargaba como a un colibrí en la palma de su mano. Luego la echó a la sopa (por aquel entonces el caldo ya había terminado de vestirse) y revolvió con restos alborozados de lo que le provocó aquella sorpresa de Martín.

Le volvió a sonreír mientras apretaba el delantal de cocina. Llenó luego un tazón con vaya uno a saber cuántas decenas de granos de arroz para vertirla de un golpe en la olla ante la advertencia de Martincito.

“¡NuU mamá, esos cuántos son!”

Raquel le sacó la lengua apestada de amor y ternura, inhalando esas emociones casi hasta las rodillas. Por desgracia tenía que volver a ser grande; la hora, Martín (padre) llega con el humor de los lunes, la llamada que seguro sale a la mesa mientras él le pregunta por la cuenta del celular que pagó a primera hora, lunes 26 ya, cómo se fue el mes, finalmente poner el mantel. Así los dieciséis granos de arroz desaparecían con “los” golpecitos de la cuchara en la olla: pa, papa papa...¡pa pá!

Martincito, quien tenía que seguir siendo niño, caviló unos segundos en la idea con los brazos aún enlazados tras su espalda, fastidiado por una leve picazón en el orgullo. Procuraba descifrar esa mezcla de compromiso, realidad y engaño, así sus ojos se habían clavado en la madre buscando respuestas, “eran por lo menos treinta arroz esos” dijo, a punto de distraerse con la verdadera distancia que lo separaba del fuego que-no-se-toca-porque-es-chico... como si de “grande” no lo fuese a quemar.  

Imaginación prestada (cuento)


Ariel me sugiere que olvide los preámbulos, asevera que poco importa cómo viste, en qué habitación o espacio podemos llegar a encontrarnos; así como con obstinación agrega que no es necesario narrar cómo y por qué se quedó ciego.

Con la (casi) promesa de cumplir lo que pide me vuelvo concisión: Es todavía joven, esbelto, autodidacta, y sin dudas persuasivo.

Como bien me transmitió cuando lo imaginé por primera vez bajo el calor del andar camino al trabajo, Ariel llegó hasta mí “por un par de sueños”.

Me acomodo en una puerta imaginaria y la golpeo dos veces con una suavidad ridícula, únicamente aceptable bajo la certeza de que me está esperando. Más allá de la insistencia en privarme de narrar los detalles geográficos de la historia, preciso enchastrar la prosa con algunas palabras: Tonos marrones, madera descascarada, aridez, olor a mate cocido y a siesta, silencio ventoso y macetas con plantas invisibles.

Después de una sugerencia inquisitiva obviamos los saludos y los etcéteras, me define ansioso su postura sobre la ironía saltando así dichos preámbulos (preámbulos que de hecho mejorarían este cuento): “Cuando sea grande voy a ser pintor, me decía de chico”. El taller de su padre, el ácido que de muy niño le pareció agüita de juguete, las manos curiosas en lo alto de un estante, la tapa apoyada con descuido y por apuro, o bien por descuido y con apuro... Y poco más. (Digo todo eso como llegando tarde a una reunión, tomando desordenadamente las cosas de mi habitación, los papeles que tengo que presentar, la billetera. Yendo atolondrado al living, las llaves, el encendedor, palpando los bolsillos, buscando eso que no sé que es pero que seguro estoy olvidando, mientras Ariel toca bocina desde sus deseos de saltear todo esto).

Otra vez al mando me explica que su deseo irradia infancia, quiere ese primer cuadro inmaduro sin demasiadas pretensiones, sin un trazo en especial, sin sedimentos sentimentales. “Me conformo con la hoja pintarrajeada que mi mamá pondría en la heladera resguardada con los imanes de la pizzería y de la fábrica de pastas”. Ariel me acerca su mano en busca de un trato, y después de advertirle sobre mi analfabetismo en lo que respecta a pinturas y a cuadros en general, estrecho la historia con dos movimientos vigorosos.

Lo que pretende es simple, al menos en cuanto a lo que me dice.

Quería pintar una casa de madera roja y marrón/anaranjada, techo de tejas negras, una chimenea aniñada y dos ventanas que bien podrían ser de las habitaciones de él y de sus padres, éstas mostrarían ambas luces encendidas y estarían atravesadas por dos maderas en forma de cruz que parten del medio de los marcos, vertical y horizontalmente. Su padre y él estarían leyendo dos novelas que extirparon de la biblioteca mientras su madre se habría quedado dormida en el pecho de Don Fernando, incomodando todavía un poco más la lectura de “El Ulises”.

La casa estaría expuesta de un costado tan certero y con las maderas exageradamente contorneadas, que la puerta no se vería, detalle que encontré tan significativo como inexplicable. Continuando con el entorno, habría humo en lo alto de aquella chimenea de ladrillos rojos, mal dibujados, éste dejaría imaginar el calor, ese que cada integrante de la familia mantendría vivo durante el invierno, los colores de ese humo serían en principio de unos grises maníacos y redondeados, debilitándose luego hacia el cielo en un desaparecer blanquecino. El prado recto (que confirmara así la ausencia de viento), tendría incrustada la casa unos tres centímetros, a su vez no sería verde, sino amarillo, preso de un otoño que recomienda juntar madera mientras sea posible. El cielo sería celeste y no azul, me explica que de ser azul pronosticaría nevadas y que una claridad los depositaría en un frío más demente, pero sin dudas más fácil.

Avergonzado, le advierto sobre el papelón al que nos estamos sometiendo frente a cada pintor que pueda llegar a leernos, hacemos un par de comentarios atrevidos y burlescos, la mayoría sobre nosotros mismos, pero pronto Ariel recobra la concentración y sigue. Habría dos árboles, Ciruelos los dos, uno un poco más alto que el otro, pero situados en el mismo lugar a la derecha, con los troncos naciendo en la misma línea horizontal; de esa manera, él suponía que no podría confundirse con que estaban aferrados a la tierra en lugares distintos. Los pobres casi que han tergiversado por completo el violeta, dejando un tono beige en las pocas hojas vagamente aferradas a las ramas, las cuales un tanto impacientes aguardarían a los pájaros que deberían haber llegado hace rato. Las sombras que emergen de los Ciruelos dictaminarían las seis de la tarde, con las heladas preparadas para pedir una cena que borbotea en la hoguera, tal vez en una olla ferrosa, negra y grasienta (adjetivos que él eligió y que coloco por respeto).

Me pide fuego con el cigarrillo entre los labios levantando las cejas, sin emitir palabra. Presintiendo mi pregunta acomoda su tabaco a la izquierda y suelta. “Listo, ya está”. Dejo caer la lapicera y un gesto sorprendido, y Ariel, guíado por el ruido del encendedor, arrima su boca con eficacia hasta la luz que sólo yo veo. Me cuenta que su segundo sueño lo debo explicar yo, porque a decir verdad no tiene ni idea sobre lo que viene entre mis dedos.

Cavilo unos segundos, bastante atravesado por eso último, también enciendo un cigarrillo y me tomo un mate, pero lo hago en mi escritorio, con la evidente intención de no perturbar la pausa que reina en la casa de Ariel. Luego cierro los ojos y me abro a la emoción que arrastra el segundo sueño.

Le pido que me acompañe poniéndome de pie y con la intención de ayudarlo, pero él niega con la cabeza al sentir mi mano, tan ofrecida y cordial. Seguidas a mis disculpas y a su risa acostumbrada a situaciones como esa, caminamos; andamos así varios metros hasta que su casa, poco a poco, se nos hace a los dos un misterio. Mis dedos comenzaron a extenderla como a una gota, que rodando llega hasta otra gota, y genera así un nuevo rumbo zigzagueante. Creo un portón deslizable con una baranda, es un portón casi tan pesado como el brillo del metal que lo compone pero con un movimiento de ingeniería suave y ejemplar.

Abro el tiempo y el espacio dejando varios metros de inmensidad ante nosotros, seguido le explico lo mejor que puedo lo que observo, mientras un olor fresco nos acaricia silbando una brisa. Le digo que un delgado escalón nos separa de un descampado infinito con un césped de unos cuatro céntimetros, de un verde tan radiante que parece de goma.

“Respirá hacia atrás Ariel, quizás así vuelva la niñez quebrada que te obligaba a correr mientras la mancha te perseguía en alguna tarde clara”. De a poco desarmo el eslabón que han logrado nuestros codos para agarrar con suavidad su antebrazo, lo invito a que nos descalcemos, que apoyemos nuestros pies desnudos en el pasto. Después casi que la frase se sale de mi piel, todo mi cuerpo cae en la electricidad, como si por mis venas circulase agua con gas: “Corré Ariel...pretendete ágil, que tus piernas sientan galopar la sangre”. Él está evidentemente nervioso y procuro atrapar al pequeño que aún se esconde entre su respiración confundida. “Corré, tus oídos sensibles van a estallar con tus pasos alocados hacia un lugar en mayúsculas, atragantá a tu nariz sensible con aire y más aire”.

Ariel da una bocanada y la tira en una congoja tartamuda, da dos pasos dubitativos, ansiosos por quebrar el llanto, y poco a poco apura el paso.

“Corré Ariel, admirá tus latidos con ritmo de guerra ganada, que tus brazos desafíen el vaivén del viento en la cara, no hay límites ni temores, esos que a manera de virus se quedaron guardados en cada hora de tus pensamientos, corré, que no hay enemigos inocentes”. Ariel se cae al piso por la falta de hábito pero se retuerce de risa en esa lacónica alfombra. “CORRÉ Ariel, pero antes palpá con detenimiento, quizás te raspaste las rodillas, así comienza la gestión de una costra, insignia distintiva de la infancia, lastimadura emblemática que en realidad debió haber anidado allí cuando eras un niño. Arriba, que yo juego a ser la voz que falta, que te ordena que te levantes sin chistar, que ya estás grande, a seguir corriendo. Enseguida vas a tener sed, agitado en una sensación avasalladora y seca, esa sed que necesita que el agua vaya a tu boca pero también a tu cara, a tu camiseta y a la desesperación casi olvidada. Apoyá tus manos en las piernas, inclinate a buscar un aire grosero que te permita seguir corriendo”. Ariel se yergue extasiado, grita un sonido, una pseudo risotada con voz de adulto y ganas de chico, así alegre arranca la carrera contra la vida nuevamente. “C O R R É Ariel, de un lado a otro, obstiná tus manos a toparse con aquel amiguito que huyé hacia la pared escondida”.

De a poco Ariel se va, su alboroto se achica en un aura azulada, con el eco de su voz y de su aliento.

Le vuelvo a decir que corra pero ya está lejos de mi vista, perdido en el verde, dando pasos agigantados para irse así de esta historia.

Yo también me voy, lo hago con una sensación precisa: Ariel va a correr sonriendo eternamente, sin importar si nuestro cuadro se va haciendo viejo en la heladera o si la fábrica de pastas cambió de número de teléfono. En cada recuerdo lo veré con sus pelos histriónicos en el aire, oyendo el ruido de sus pasos y de su enorme sonrisa infantil. Y si alguna vez lo sospecho cerca, merodeando mi aire para cuidar que no me ataque la tristeza, bastará con decirle que corra para tranquilizar mi cabeza instantánea, esporádica; que corra, que por las dudas siga y siga corriendo.

Wanted


Salí a buscarte entre lo que quedaba del mundo, sin embargo no estabas y me abismé en el caudal de tu aire dulce y olvidado.

Caminé jugando con los adoquines, sonriéndole a un recuerdo del pasado sincero y pálido que nos acompañó ese día, aunque con una certeza maloliente admito que ese recuerdo pudo haber sido sólo mío.

Es inenarrable el afán de sentir tu piel en mi aliento, tan cerca que pueda olvidar la existencia de mis ojos, con mi mano reptando en tu brazo distraído hasta quebrar el murmullo de la tarde.

Quererte y después vivir; dejar ya de escribir sobre tu pelo y sobre tu hedor; expulsar tu imagen de cada minuto miserable, esa que como una mosca rastrera se alterna entre mi cara y entre mis piernas.

Es cierto que escribir estas cosas me agarra fuerte los brazos y me lastima, la plaga se expande y no me deja alternativa: Soy ese repetitivo deseo de adorarte.

Pero no te hallé, otra vez me perdí entre gente que no te busca ni quiere encontrarte; que no susurra adolorida por un haz de tu presencia ni se detesta; esa gente que estúpidamente puede vivir sin absorberte.

Te escribo otra vez guiado por un deseo lascivo y mórbido; no encuentro otras tintas ni otros gestos, estás encandilando mi camino y yo tropiezo sin saber si me lastimas a escondidas.

Ya no grito por las noches cuando mis personalidades se alinean y te reclaman, me dejo llevar por la quietud y te salgo a buscar al otro día crepitando entre veredas secas y estrechas. Y no te encuentro, y así escribo otra vez, y otra; escribo y reniego las letras.

Te busco ante un tiempo que fantasea con el vaivén; hoy, mañana, hasta que me sangre la espalda, un mes más tarde; y si sigo sin dar con esa fotografía que a su vez sé de memoria, escribiré otra vez entorpecido; sobre no hallarte, sobre no poder quererte ni aprender a aliviarme; escribiré entre mis uñas con cuatro vistas perdidas en un cielo amarillo, dejando un “te quiero” despacio para que te lo lleve el aire.

Te irías



Debías irte así, sigilosa entre la arena, llevándote mis manos extendidas y mi silencio; se quebró algo con tu ida y dejó una grieta, allí coloqué un pie a cada lado y el espacio que se angosta hacia el centro de la tierra me instó a llorar hacia su abismo.

Estarás protegida por mis letras, supongo que seguiré siendo el que no pueda tocarte y el que te escriba; por el que sentirás algo parecido a la pena, el que hará el amor con la perseverancia, del que te enorgullecerás por razones malditas.

No me exacerba tener tus dedos entrelazados con mi calma ni la posesión de tus miedos; me crespa los sueños no saber si serás feliz, me inquieta no saber si en ese periplo que te abrazará podrás soñar, jugar y reír.

Pero así te irías, desangrando mis talones en lugar de los tuyos; golpeándome la cabeza para que de una vez entienda que mi tarea es la penitencia; sin siquiera verte ir, sin el derecho a mascullar que mi sudor es tuyo, sin hacer otra cosa que escribir de esta manera tu ausencia.

Juego ahora a olfatear entre mis cavilaciones, a presentir tu eco allá donde fuera. Voy cayendo ferozmente de una levitación perpleja, ahora que no estás y vomito desenfrenado sobre esa idea.

Pero no abandonaré ni tu foto ni mi quimera, regaré de proverbios y de canciones estas tardes pobladas y extensas para explicar que mi felicidad cicatriza con la memoria de tus palabrotas, que pude quererte de espaldas tal vez sin que lo entiendas; que acá estará mi telar blanquinegro describiendo esa partida que suena a aplauso, a reloj despertador, a tierra seca.

Por tu bien te advierto, que-seas-feliz; mi devoción lúdica no aceptará explicaciones si alguna vez sospecha tristeza. Elige bien tus pecados, coloca tu alma entre dos ramas para que le dé el sol; que aquí estarán tus escritos apestados con los fantasmas que dejaste entre mis dedos, contando las cosas que me llegarán desde el suelo, desde el fondo de aquella dogmática grieta.

Philtrum



Sos biodegradable, cada tibio pedazo de tu carne se expone a la putrefacción. Y en tu carne me quedo:

Observo tu pelo con dos dedos, ese arbusto cobrizo que interfiere entre mi cara y la tuya; acaricio ese pelo y lo arrastro detrás de tu oreja para que mi índice se tope con tu cráneo. Pero ese rincón de tu cráneo, que justo allí se deja cubrir por una piel de papel manteca, es solemne, como el rincón de ningún otro cráneo.

Después de abrirme camino entre tu rostro me poso en tus lagrimales, que huelen a suero fisiológico, como pequeñas rosas mutantes. Entorno mis ojos y las pupilas que acompañan a esos lagrimales, babosas por los nervios, me hablan de un recuerdo poco grato.

Detecto el vello que te adorna ahí donde terminan tus sienes, es casi inocente su transparencia; debajo yacen tus cejas, las cuales se fruncen para proteger su territorio, cejas que tu corrompes con alicates y con pinzas.

Soplo para que cierres las pestañas (que tus ojos no lo hagan nunca), para que todo tu esqueleto sea una orquesta; y casi oigo el grito de tus clavículas desnudas, quienes pretenden mantener el equilibrio bajo el mando de tu tráquea, inevitable túnel por donde te quejas.

Llego entonces a tu cuello, largo y fibroso, ajeno al resto del cuerpo. Independiente cuello infinito.

Quizás no entiendas por qué te observo como un caníbal aunque te comportes como una presa. Tampoco objetas cuando hago cuentas sobre tu barbilla: Ciento cuatro mil doscientos millones de poros. Poros más, poros menos.

De repente tu timidez se transmite en un movimiento: Bajas levemente aquel cráneo y me dejas ver tu oreja, laberinto de insinuaciones tiernas. Quedo abismado en cada curva cartilaginosa que lleva a tu cerebro. Quiero adentrarme pero en el camino hacia allí queda mi mente envuelta en una maraña de nervios y venitas; extraviada, ansiando volver a ese mundo del que eres dueña.

Respiras cortito, qué poco se abren tus fosas nasales cuando inhalas el aire que te aleja; las paredes de tu nariz metrosexual se endurecen en el mecanismo y yo me hago cargo: Levanto tu mentón y con ello todo se eleva, encallo en la división limítrofe de tu expresión, en ese precioso canal que hay encima de tu labio, despacio mi dedo lo atraviesa de arriba hacia abajo.

“Philtrum” contestas cuando pregunto cómo se llama, enlazando mi mano como una niña que de a poco pierde el miedo.

“Philtrum”, hago eco antes de besarte; “philtrum”, repites despacio antes de besarme, todavía más cerca.


Mel Gibson gritando tu nombre


Necesito un aviso ridículo e irracional: Tu nombre tatuado en la espalda de un fisicoculturista desnudo en medio de la nieve; anunciado tres veces en un programa de radio vespertino, de manera consecutiva, a los gritos. Después que digan el mío y otra vez el tuyo, treinta y seis veces más.

Una casualidad absurda, inenarrable; una foto tuya abrazada a un payaso, estampada en la remera de un niño que casi me atropella en su bicicleta; o que una abuela siniestra incrustada en una vereda siestera me diga “Ve a buscarla! ¡Ve por ella!”.

Casi que parezca de un mundo erróneo, fingido; percibir ecos fantasmagóricos a las dos de la mañana que en lugar de asustarme me cuestionen tu presencia; que las cuatro hijas de mi jefe hubieran querido llamarse como vos, que me lo diga la más chica de ellas una mañana mientras tu apellido es cargado por un cliente que viene por la devolución de una billetera.

Hasta que genere risas, escalofríos; una esquina que me ordene atarme los cordones y que en las dos calles que la integran aparezca cada una de tus letras ¡Y que no me sorprenda! Que sea a conciencia. Que una mujer llegue buscando su Caniche Toy extraviado, que solloce su nombre con las manos megafoneando y que ese alarido sea “tespera” o “tetera”, y yo escuche “te espera” o lo que sea.

U otra vez tu nombre en una nueva marca de ropa íntima que modela una noruega con el slogan “Porque quieres ir por ella”; y que eso me deje en pausa observando el cartel con una sonrisa idiotizada, que un actor famoso se acerque y me diga “¡Atrévete!” guiñando su ojo mientras impacta su codo en mi brazo.

Un milagro borracho, soez; que se promocione la ciudad en la que te encuentras durante toda la costanera, cada trescientos metros, cada cincuenta, cada diez, con carteles alumbrados, señalados, imposibles; que me suene el teléfono en medio de esa carretera teledirigida, que me llamen “cobarde”y luego me corten, que después me escriban el mismo agravio en un mensaje; que me pare la policía por el uso indebido del aparato y un oficial de barba frondosa me pregunte si voy al fin a buscarte.

Una intervención metafísica del planeta, con un dios sorprendido y a los aplausos; tu demoníaco nombre de nuevo escrito en un panfleto de Super Vea acarreado por una paloma moribunda.

O una señal coherente que le diga a mi sarcasmo que no te llevó mi desgracia, mi cobardía; publicar este escrito en el diario para que lo encuentres al lado del aviso de la noruega, de mi propio aviso fúnebre, de un nuevo detergente o de una noticia cualquiera.

A la vuelta


Que aparezcas detrás de una familia que se camufla bajo una discusión que incluye horarios y posibles lugares para la cena, primero la cúspide de tu cabeza que asoma oblicuamente desde la espalda del primogénito, luego tus comisuras que avecinan la sonrisa. Finalmente la explosión de tu cara entera, para plastificar a la familia en tonos grises mientras desenredo el milagro de la escena.

Camino ahora en una calle por demás estrecha e imagino un abrazo traidor que casi quiebra mi torso, esa cavilación me orquesta como a una marioneta mañosa y mis ojos cerrados se deleitan en una pintura de seda: La fuerza que aprieta es la tuya, encorvado me alegro por saberlo y quiero reír, aunque por la asfixia mi risa suena como una explosión de vapor que mezcla damasco y canela. Dejo caer mi cabeza obsoleta sobre tu frente, palpo la manera en que me abrazas desenmascarando esa piel que parece nueva. Pero a segundos de darme vuelta, ahí cuando mi nariz se deslizara por tu mejilla en la antesala de respirar lo que desechas, tropiezo con una señora tan enojada como real y una disculpa me obliga, seguido doy una ojeada a la esquina de donde deberías haber llegado inobjetable y certera.

Que te regeneres entre el sudor que brota de mi vaso, que de esas gotas emerja una caricia y me seque esta cara plagada de noches negras.

Quiero preguntar por vos y que me digan que me has estado buscando en lo que bien podría ser “el lugar de siempre”, “el lugar de antes” o tal vez un nuevo rincón de piedra, al cual el sol sabe vestir de amarillo casi a las dos de la tarde. Vos a su vez ya lo considerarías una reliquia incluso sin que yo llegase, toda inquieta por una sonrisa y por contármelo cuanto antes. Me sentí encandilado por ese espacio y todo el cielo crispado que lo rodea, por ello no había podido encontrarte, aunque previo a un reclamo me cuentas que ése será nuestro “nuevo lugar de siempre”. Así, no me acuerdo quién me dijo que estarías acá ni cuánto tiempo me puedes haber esperado.

Que bajes desde el techo serpenteando por la pared que vigila mis piernas, abriéndote camino entre las sábanas, como nadando en cámara lenta. Una idea me sugiere: “Despeinada”, la acepto y así entras para corroborar uno de los tantos desvelos laberínticos que me apresan. Al fin despego las muelas para agarrar tus manos, casi tan frías como antes. Me las quedo, tal vez por la mañana te las devuelva.

No me importa el misterio que sobrevuele tu voz diciendo aquellas palabras, ésas que con el paso del tiempo se estropearon y se volvieron siniestras.

Que te hagas cargo de mis sueños en blanco sin perdones ni promesas, y que en ese espacio relativo puedas dejar una estela para que me acompañe durante el desayuno, donde yo estaré dando vueltas al café como rebobinando la cinta de haberte sentido cerca.


Sangre y tiempo roto


Estabas a mi lado, marchando con esos pasos quietos que he observado desde que era casi un niño.

Palmé tu espalda a la vera del viento y un denso amor me achicó la sombra. Allí, entre un silencio extraviado mis dedos gritaron aquellas cosas que mi boca hubo dejado en penitencia.

Y ese amor pudo volverse oscuro pero no sucumbió en la tristeza, ya que la falta de luz fue sólo densidad, fue deambular entre una plenitud tan frondosa que me privó de ver hacia dónde nos quería llevar el día.

Traigo el cielo a escena, el cual nos acompañaba confundido por la indecisión de las nubes. Vos hacías cuentas: Cuatro calores y seis humedades, una distancia y nueve espacios; yo le siseaba palabras calmas a mi respiración, que desesperada por haberte extrañado casi toda la vida quería agarrar al tiempo de los pelos mientras hundía sus uñas en la mañana para que se quede quieta.

Pero desde afuera yo pretendía ser el guardián de una ficción donde paseáramos irreales, reviviendo sólo ante la necesidad que generase alguna bocina.

Cada cuadra eran dos minutos infranqueables, un espectro lascivo me susurraba los segundos con una humedad tibia mientras vos tarareabas una canción que algún día te traerá hasta el vaivén de una hamaca.

Me prometo lacerar los relojes, antes de que sea ayer nos veremos de nuevo.

La inminencia acecha, ese punto oxidado que arde justo en el medio de la columna vertebral, la sensibilidad es maravillosa pero un tanto esquizofrénica. Qué pura está la imagen de verte aparecer, así como la fotografía sensorial de tu partida, la cual olvidó la cita y apareció varios días antes de que hubieras llegado.

Llegamos a tu hotel, la noche decidió aparecer súbita luego de tres cuadras. A mi no me importa la imposibilidad cronológica, bien podrían haber tres estrellas o catorce lunas hexagonales oscilando como un yo-yo de plata. Te digo que nos vemos mañana aplastando al costado de la frase algún chiste sobre el clima, seguido me doy vuelta y encuentro nuestros pasos todos rotos, lejos del lugar donde los habíamos dejado.

El mundo que me lleva hacia mi habitación está ensanchado, como un globo que está por explotar de tanta agua.

Desenfreno


Lo que debería haber dicho quedó otra vez detrás de mis ojos, deambulé por un nuevo laberinto cilíndrico y resbaloso. Anhelaba esta vez destrabar esa verdad que existió siempre, ese abrazo crónico con el que sueño en reiteradas noches, mitigar ese precario temor a que la vida te haga tropezar ante una silla escondida en su sombra. Fue el amor zurdo que con frecuencia me confunde el que hoy también acompañó a esas siete lágrimas en mi soledad deshecha.

Y ahora, con tantas palabras serpenteando entre mi vientre como larvas de metal fundido, intento escribir bajo el sinsentido de mis muelas.

Me repito con cierto cansancio la enorme necesidad que traen consigo estas letras, me entiendo como un moscardón debilitado en torno a una luz muy blanca girando porque la opción es sólo esa.

El cariño es tan vasto que me desafío una vez más a que lo sepas, pintando con una caricia este escrito que me promete pinceladas vehementes. Porque tanto amor no nos entra.

Desespero por cicatrizar lo que me cuesta decir, con ese aliento que crepita y que se avergüenza, pero que de abrirse camino entre esos pulmones que conspiran, entorpecen y secan, dirían que te extraño incluso de otra manera: Invasiva, usurpando el lugar de mi ansiedad, de mi introspección y de mis tristezas. Lo escribo y me siento tan blando que la vista se hace niebla, se escapan al fin esas palomas opacas y cansinas mientras ya sufro por lo mucho que me costará repetir sin teclas, algún día, lo que acá hace eco con tanta fuerza.

No pude decir lo mucho que preciso tu figura tras algún vidrio, desde donde nuestras manos se exasperen porque la distancia ya es visual; no pude porque una parálisis decidió que parezca reincidente antes de que suceda.

Me clavaba el destino una aguja en el ceño cuando aseverabas que me querías “un poco más que antes”, y yo que desviado hacia el alma juraba que no se puede, que desde una especie de cima observaba que no hay más que un cielo que se sabe nuestro y que por estar tan cerca transparenta un murmullo: “De quererse más tendrían que empezar de nuevo”.

Y no quiero escribirlo pero esta tinta me confunde y me asegura que permanecerá en silencio, lo creo sin inocencia, voy así letra tras letra: Me da miedo pensar en no encontrarte, en que un día no estés seduciendo mi cabeza ¡Cuánto me aterra este río con sus piedras! Y mis lágrimas escriben y embarran cada ene y cada zeta. Y escribo mal, lo único de lo que creo ser capaz me abandona y pone Te Quiero enardecido. Luego, con la peor idiotez del poeta, imagino lo orgulloso que voy a sentirme de tu existencia la vida entera, en cómo voy a hablar de cada recuerdo con quien sea que me acompañe en un tarde azulada naranja o violeta. Y no hay dudas de que deberé luchar, ya que esos recuerdos querrán sentarse en un sillón a morir en pos de unos nuevos con colores vivos y desoxidados. Pero estaré ahí para acordarme de un día como hoy, donde tu voz es tan ligera y fresca, con el sentir de mi ternura primitiva haciéndose cargo de esos recuerdos para que jamás se duerman.

La tranquilidad sale hecha antimateria, me figuro tu rostro leyendo lo escrito y pido permiso a esta sangre negra, describo otra vez el afecto inmenso, cubierto de pecas: Mi peor poesía escribe hoy lo mucho que te quiere, lo que teme, lo tanto que guarda, lo poco que espera; concluye haciéndose espacio entre lugares comunes, ignorando cualidades o conjugaciones tuertas.

De golpe


Qué distinto fue estamparme entero contra esa pared tan indeterminada. Ya que cuando la erosión oscila entre lacerar y cicatrizar el juego es más justo, no atraganta.

Acá sin embargo tuve náuseas, tan literales como escribir letra, como la palabra “literal”; el tubo arrugado de una aspiradora se acomodó justo en el medio de mi cuerpo ejerciendo una ligera presión, amontonando mis órganos como el grandote que abusa del petisito de zapatos ortopédicos, llevándose luego cada partícula de mi calma a su contenedor de tela sucia, de esos grises que eran blancos o esos negros que fureon grises.

Apagué la luz y sentí el ruido que hizo la oscuridad al caer del techo para darme varios miedos, esos que se muestran infinitos, que te prometen que estás sólo y que te obligan a fruncir los ojos con los hombros.

La almohada no podía quedarse quieta, tu nombre ya era otro y sonaba como una calle de Suecia. Un odio nuevo aún anhelaba quererte mientras las sábanas me empollaban al spiedo, parece ahora ayer y ayer parecía un juego.

Llevaba sólo media hora “de golpe”, media hora entera.

Prendí la luz y el silencio era el mismo, pero al menos los colores de la habitación tironearon a la soledad desde mis vísceras dejándola expuesta, de cara a mi frente, evidenciando el espejo con sus manchas.

Ya con un cigarrillo agridulce, ungüento de mocos y lágrimas agotadas, vislumbré no querer colgarme de una soga, marrón claro, bien trenzada; pero que de haberlo querido ésta de seguro se habría cortado en el medio, quebrando mis piernas para orear a los huesos de tus recuerdos sin que las arrugas del dolor consiguieran repeler tu foto.

El sueño me tomó desprevenido, con las piernas imposibles apoyado en el respaldar de la cama, la boca abierta hacia atrás o hacia afuera; así los calambres y adormecimientos se fueron gestando hasta clarear la mañana.

Despierto todo podrido para poner fin a esta milonga, tu nombre es casi un monstruo y el odio afinó sus cuerdas. “De golpe”, me repito ante un calor que jadea, “de golpe es mejor que en cámara lenta”.

Recién


Estaba recién aprendiendo, tembló mi boca abierta repleta de frases perdidas; se escaparon los huesos de mis brazos contra mi voluntad o contra su fisionomía.

Tu imagen se manchaba en un futuro inundado o se marchaba en un futuro inmundo, que es casi lo mismo, son casi las mismas letras. Poco a poco se achicaba tu espalda como el punto que agoniza al apagarse los televisores viejos. Cruzabas con cuidado para no pisar mi desgracia mientras todos mis brazos se indigestaban en silencio, mientras toda mi boca permanecía quieta.

Al ser recién te escribo un cuento:

Mi cariño va a crecer ahora sin vos en busca de curiosos brillos, se trenzará un día con alguna mirada que hoy sufre por su pérdida, y si sos capaz de visualizar cómo dos pares de ojos podrían abrazarse, te invito a que sientas entre tus dudas el arrepentimiento o el latigazo.
Me acurruco atrás del mundo, juego a las escondidas con tu partida para admitirte que ese cariño tropezará varias veces mientras se “hace grande”, porque guardó con picardía el don del aprendizaje en el bolsillo izquierdo de tu camperita de hilo.
En cierta parte del camino llegará otra discusión con mis soledades, en esas tercas peleas en que ninguno queda conforme.
También te cuento que medito sobre el día en que las pequeñas nostalgias se habrán de refugiar en el regazo del viejo amor (ese que un día fue cariño), para que éste les cuente tu historia con una voz mitad ronca mitad pasada por agua: La simetría de tus dientes, la indecisión de tu acento eslavo, la monárquica sinceridad de tus rubios, farfullando por último esas palabras que creyó haber sepultado en lo más alto de su paladar (por fin deshinchado). Entonces las nostalgitas acariciarán la rodilla del abuelo con esas manitos carnosas de pena, acompañadas con la sinceridad didáctica de los que “van dejando de ser chicos”.

Mi realidad le pega un grito al tiempo, al parecer no le gusta mi último párrafo ni toda esta tontera de “recienes”. No, fue el tiempo quien gritó, que hoy -estirando fuertemente ésto último- es recién, y recién es tu nariz ruborizada, es olor a madera, a dulce, humo tibio, capricho atolondrado, carne cruda. Recién es aprehensión en cápsulas efervescentes.

Yo voy tratando de entenderlos pero mi cabeza llega tarde, y cuando habla uno yo miro al otro, soy como un hipnotizado idiota aunque bien despierto.

La realidad sale en defensa de Mi realidad y la abraza, apretando con confianza su hombro; lo trata al tiempo de invento, de dictador, de piedra pomez, de Contador Público Nacional. “Terrorista culposo” concluyen al unísono.

Yo suspiro y me desperezo en una sillita de jardín, armo un cigarrillo y acaricio a uno de los perros que se ha asustado con tanto grito; pienso que en su linaje quizás hubo Labradores, y no tan lejos. Lo siseo con mi mano por toda la espalda, de ida y de vuelta, palmo la cabecita, de vuelta y de ida.

Mi cuello reflexiona en la mitad del cigarrillo que las realidades y el tiempo me han abandonado, como suele sucederme en ésta y en otras “mitades”. La mano mecánica ha llevado a Tristán a soñar conmigo, con su otro dueño o con alguna irracionalidad en la que ahora yo divago junto a una sonrisa, ésta extingue la brasa e hilvana a los perros, con la noción, con la realidad y finalmente con el tiempo. Detrás de mis cavilaciones aplaude una pregunta de Doña Claudia, la cual no sé bien por qué trae atado un camioncito rojo de juguete rebotando contra mis sueños. Recién -me doy vuelta buscándola entre la lluvia- hace un ratito...


Esta prosa


Esta prosa es un desliz, expuesta porque todavía hay respeto, así sea inservible, sin sustantivos que me apañen, sin destellos que contemplar, sin tierra firme ni poema.

Tiro memorias al vacío, me asomo al pozo para verlas hundirse en el agua, huele a repercusión de víctimas fatales, a llamadas anónimas, a orfanato sin puertas.

Iba a contar hoy la historia de una mujer dormida en un restaurante poco elegante. Y lo primero que puedo describir es el banco en el que ella se acuesta, madera pintada de gris pesado; banco gendarme atestado de ángulos rectos, tan incómodos como estas letras. Pero así y todo la mujer no despierta.

Cada letra de estos versos me asegura que estoy sediento, así como en conjunto me convencen para narrar de qué se trata esa sed y esta historia; me obligan a poner Idiota, a usar el verbo poner y a esa mayúscula siniestra. Ojalá fuese agua, ojalá fuese un narcisismo ingenuo, ojalá fuesen anhelos.

Esta prosa está al revés, respiro a la mitad con la boca toda tapada, con la nariz tirando el aire. Estas rimas ridículas sin un común sentido; con balbuceos torpes, como queriendo despertar a la chica por suponer que está incómoda más allá de la satisfacción que exhibe su expresión de seda.

Barro el polvo de las palabras más bonitas, agito el escobillón despeluchado con movimientos bruscos más arriba de mi cabeza; el sol medio caído deja ver como se engloban en una redondeada nube y a través de la luz se reflejan. Por una inercia desnaturalizada toso y salen así las más feas, esta prosa es asexual y ambidiestra.

“Escribo porque es inevitable” y estas comillas me quedan tan grandes como la infancia, como el tiempo, ese que me recuerda que seguiré partiendo cada mañana. La tragedia sigue siendo mordaz, ese abanico con terminaciones en oro que poco sabe sobre mover el aire, esa misma tragedia es casi transparente, quizás después se haga invisible y se pierda peligrosamente en el aire.

Dejo estas letras acá tiradas consciente de que parecen un pegote, quién sabe si el blanco no hubiese explicado lo mismo titilando con elocuencia, siendo con redundancia más claro, más carne. Abandono esta prosa cíclica, lo cual es peor que si fuese simplemente interminable.