“Las distancias se desvanecen, se
engloban en un mismo escenario tanto frío como florecido, tan
austero como de hormigón. Se achicharran las que fueron
intransitables, esos espacios silenciosos que se batían entre cartas
y códigos postales.
La poesía viva se convirtió en
desempleo, en el mito de una muerte artísitica, en “no ser
recordado” como meta.
Gastón L.”
Gastón va a su cuarto, mira de reojo
ese verso aislado y se compadece de su mochila vacía, mostrando
una capacidad exagerada por la suma de su ubicación y de la
modesta luz que entra por la ventana. En ella deposita cada pedazo de
su paciencia, de sus presentimientos, de sus conclusiones de antemano
y de sus sinónimos. “No se va a llenar nunca”, piensa mientras
sale con ella del conventillo.
En un rincón miserable se sienta a
descifrar el futuro, esa hipótesis sistematizada para darnos miedo,
amenaza invisible a la que apuntamos distraídos. Con la mochila
abierta de par en par controlando sus pies, medita respirando por la
boca: “Festejaremos el día en que llegue el fin de la muerte, sin
dudas”. Luego atornillado bajo el peso de una conclusión sombría, farfulla: “Festejaríamos la inmortalidad, cómo es posible”.
La absorción que se gesta en la ciudad
no tiene reversa: O bien se puede mantener el ritmo o se puede
acelerar, y lo peor para Gastón es que nadie se da cuenta. Nuestra
capacidad para entender que “es necesario volver a lo de antes”,
en este caso no se aplica, presiente que estaremos un día
desesperados, llenos de tiempo ocupando un espacio incierto, con una
sangre mejorada que quitará importancia a los latidos del corazón.
La inclinada calle le ha traído una
mistura de líquidos hasta las zapatillas: Los del restaurante chino,
la orina de dos adolescentes destripándose de risa hombro con
hombro, la suciedad de las impecables baldosas de una de las Magna
Towers y un confuso líquido jabonoso que al parecer baja desde
el otro lado de la esquina. Gastón sube los pies al cordón de la
vereda y apoya sus manos bien atrás, gira su cabeza hacia el abismo
de su mochila abierta como una rana cíclope, embalsamada
naturalmente por el hambre; luego comienza el habitual juego mental
en el que nombra palabras feas en orden alfabético, pero en este
caso, debido a lo que viene sobrevolándole la cabeza, agrega
(aleatoriamente) palabras no sólo feas sino también indignantes.
En su mente se permite una guiñada de
conjuntivitis y comienza. “Banda ancha, celulitis, digital, emular,
fax, gonorrea, huso horario”, sonríe con la seguridad sensorial de
haber ganado un punto extra antes de continuar, “internet, java”,
piensa, sin importar si sea trampa o no, y continúa “Kb, letrina”.
Gastón detiene su conteo para analizar por detrás de la
consciencia, si acaso la fealdad en letrina recae más sobre
la cacofonía que por sobre el significado, analiza con ligereza la
idea y termina la cavilación en el evidente exagero que hoy cae
sobre las palabras indignantes. “módem, nosocomio, operadora,
prórroga, quiste, rinoplastia, sacarina”. Gastón cierra los ojos
con enojo y pareciera que la cabeza le pesa, “te-le-vi-sión, uva
como rayo, utilidad como margen” piensa en la v un poco,
buscando una que sabe con los dos sentidos del juego, al venírsele
festeja con las pocas estrellas urbanas “¡vuecencia!, watt,
ob-viamente xenofobia y oh zambomba”. Termina haciendo la misma
tontera de siempre, donde usa la y para rimbombar una ridícula
palabra con z. Gastón le entrega por completo el cuerpo a la
pared de ladrillo que lo acompaña, afligido porque el juego terminó
y volvió el río contaminado de miniatura, la mochila vacía y la
inmortalidad como tesis.
Saca un sobre similar al del personaje
de Camilo José Cela, pero en el que guarda los restos de sus propios
cigarrillos armados, como talones de un Aquiles indigno por la
vergüenza, "¿Cómo iba a atravesarlo la flecha de aquella mujer...?" Recicla un pucho con el nauseabundo olor a aquellos días en los
cuales el tabaco era menos dañino y fuma, dejando que las cenizas
retumben en la inmensidad de la mochila, lo más a propósito que se
pueda, merecida ridiculez que logre hacerlo sentir peor.
El hambre es tan agotador como la
satisfacción de la sobremesa, su cuerpo ya sobrepasó los dolores
físicos y siente ahora ganas de dormir aquellas siestas llenas de
eructos con carne al horno que se ensanchaban en la vigilia
taciturna. “Nos va tragando el tiempo, sin masticarnos, como a las
ostras vivas, tan vanguardistas ellas, que se retuercen por el limón
que las condimenta en la sentencia de muerte.” Gastón vocifera
esos últimos versos con cuatro gatos como testigos, los cuales lo
miden solamente por temor instintivo, aunque a él le suene a
atención escolar; les habla así con la certeza de que en algún
plano metafísico los mismos están asimilando su voz trémula y lo
que tiene para decirles. Pero ante la primera pausa cada uno de ellos
se obstina entre las bolsas gruesas que dejó la cena del restaurante
chino, se abren jirones de tripa negra, caen
mitades de rollos primavera y restos de arroz con camarones, todos
excesos de aquellos que ahora quizás duerman entre una pila de
almohadas y de edredones, llenos éstos con las plumas de algo parecido al
pollo con almendras que engullen ahora los habituales carroñeros.
Las épocas lo afligen tanto como las
distancias, convencido de haber nacido errado y errante, gestado
durante siglos en un vientre con barrotes placentarios, observando
desde esa prisión como aquello que debería haber permanecido quieto
abría sus alas metálicas y avanzaba. Iba esa metamorfosis
masacrando cosas que de hecho eran útiles con su indiferencia,
articulando palabras en inglés que suenan a ciencia ficción barata.
Entonces Gastón tenía deseos de abrazarse a un VHS, pero no por una
melancolía de lugares comunes, sino porque varios miembros de su
familia se habían subido a ese movimiento alado y disfrutaban ese
paisaje tan cambiado, sin siquiera buscarlo abajo, sin siquiera
sospechar que podría estar famélico entre basura y cemento mojado.
Vio pasar los cambios, pero a
diferencia del resto, Gastón comprendió que íbamos muy rápido,
fue el único adolescente que no se dejó embelesar por la primera
experiencia con la velocidad en un auto imberbe que sin dudas
chocaría si no aminoraban la marcha. Y así fue que chocó quedando herido sólo él, voló en cámara lenta desde el asiento de atrás
hasta el parabrisas, mientras que a su vista, camino a destrozar el
cristal, los demás parecían estar en otro Ford Ka, último modelo, e incluso en una carretera carente de baches.
Ya sin orden orquesta una nueva carrera
de palabras, elevando esta vez la voz como necesitando que le señalen su
infortunio demencial: “3.0, Google Chrome, online, I Phone,
Android, virtual”, se detiene a destrabar esa última, desencajado
al dar con el significado en su diccionario mental, “VIRTUAL... no
real, pero lo suficientemente parecido como para que no hagamos tanta
falta”. Gastón centellea con los ojos acanalados hacia la mochila,
luego sigue, “bursátil, descarga, carga, minutos libres...¡minutos
libres!, dinero”. Repite dinero seis
veces, quince veces, hasta convertirlo en una lastimadura
imperceptible, Gastón
se queda dormido con el río jabonoso mojándole las pantorrillas y las manchas se ensanchan como un agujero negro a través de todos sus
pantalones.
“Miralo
al loco ése que se hace el poeta... ¡ése que le alquila la habitación
a los coreanos! Él lo llama el conventillo”. Las vecinas, alertadas por el virtual
subido de tono con signos de preguntas, se acercaron para sentenciar
su perdida juventud, y al ver como las aureolas se abrían camino entre sus piernas, intentaron despertarlo con el índice rígido, lleno
de prejuicios. Pero él se fue arrastrando despacio por la pared
hasta el piso, con la cabeza retumbando a centímetros de su poema,
de su misterio, o de su mochila vacía. “Déjelo María, y ¡sálgase
de ahí!, vaya a saber qué tiene ahí adentro”