miércoles, 19 de octubre de 2016

Amores inventados

El hecho de quedarme tieso mirando con cuidado a la chica que considero más linda, suele suceder bastante seguido en espacios pequeños. Bajo diversos factores intento adivinar lo más interesante de su vida: música, temperamento, comidas, motivos por los que lloraría, motivos por los que nunca lloraría, cantidad de padres fallecidos, libros o revistas, nivel de fanatismo por las redes sociales, chicles o caramelos de menta.

La mirada es fugaz, de recreación; para todas esas consideraciones ubico mis ojos en el techo del vagón, en los Entrantes, en el vidrio divisor del cubículo “Caja de Ahorros” o en el aparatito ese por el que se arrastran los códigos de barra.

Siempre mi amor es intenso en estos casos, lleno de unos latidos tipo cuenta regresiva: Yo tengo el número 6 para la extracción de sangre y no sé cuál tiene ella porque yo llegué después. Yo voy dos personas atrás en la cola del supermercado e irremediablemente ella va a pagar con tarjeta de débito. Yo me bajo en Bogatell y ella de repente se acomoda el abrigo para ponerse de pie entre Barceloneta y Ciutadella Villa Olímipica.

Es todo cosa de una vez; si las encuentro de nuevo en la sala de espera, en el metro o en la cola de un supermercado, sufro pero por otros motivos, bajo otro tipo de prosa.

La mayoría de las veces el momento del abandono exprime un limón en mi estómago, como si verla alejarse fuese un divorcio prematuro o una deslealtad. Luego me llaman para la extracción, me traen la cuenta del restaurante o me preguntan si tengo Tarjeta Cliente, mientras ese violín desafinado y con tres cuerdas va desvaneciendo esa esperanza de juguete que sabe que no corta.

Duele casi lo mismo cuando soy yo quien se adelanta. Bajarme en la estación y ver cómo se pierde en la velocidad espejada del tren, irme con el algodón acogotado en mi codo y percibirla como la última y ridícula oportunidad para ser feliz, recibir el vuelto de 29,15 convencido de que podríamos volver juntos si nuestras bolsas fuesen igual de incómodas.

Curiosamente me acuerdo de muchos lugares específicos, pero las caras se me graban sólo durante unos minutos.

Son masas uniformes y bellas que me han ido dejando un olor terrible a cuento en los dedos, un olor que no sale ni con agua oxigenada ni con cicatrices.

Carpaccio de Lomo - Receta

Cruzo la calle para usar la máquina de cortar fiambre de Julián. Me caen bien las personas que eligen tener en su casa cosas como una máquina de cortar fiambre o una de hacer churros, aunque él me caería bien casi de cualquier forma.

Desenrollo el filet del plástico transparente como a un pito de perro gigante. Fue Julián el que dijo eso la primera vez que me vio con la carne congelada en su casa y la verdad que me pareció un comentario gracioso... Esta vez no hablo mucho con él, está concentrado viendo la tele, decimos seis o siete frases espaciadas mientras yo voy cortando con cuidado el cilindro rígido, nos conocemos tanto que hasta parece que no nos alegramos cada vez que nos vemos. Limpio la máquina, me despido, él me dice “pollerudo” con la mirada en el televisor y yo vuelvo a casa.

Acomodo las fetas en los dos platos, en los nuestros... Marga sabe que suelo hacer Carpaccio cuando me mando una cagada; calentarme y renunciar al trabajo, comprar los botines de Messi, olvidarme de pagar el gas; entonces no veo la hora de que llegue para decirle que esta vez no hice nada. También pienso si de verdad le gusta tanto o si me lo dice porque es fácil de hacer y no hay tantas chances de que yo lo arruine... Sinceramente arruinar un Carpaccio es casi imposible.

Después corto la cebolla lo más finito que puedo, creo que quien le dio esta versión de la receta la pone casi picada, pero a Marga le gusta que parezcan fideos casi transparentes y picantes. Me cuesta un huevo cortarla así porque no soy cocinero como ella, pero por cómo se alegra parece que le resulta todo un gesto que yo lo haga, no entiendo bien por qué. Por más que me aleje de la tabla como un camello alérgico me hace llorar la muy hija de puta, y otra vez como tantas veces, viendo el borroso reflejo de la ventana me río de mi cara de boludo.

Trato de recordar quien le dijo a Marga esto de la cebolla, o si lo vio en algún lado, pero como no me importa mucho paso palabra.

Con el pelapapas peino el queso parmesano, una de las pocas cosas gastronómicas que no me enseñó ella, que aprendí por instinto un día que no recuerdo bien pero que ella hasta el día de hoy cree improbable. Yo estoy cien por cien convencido y hasta me enoja cuando me hace burla por eso, pero me tiento de risa porque es muy buena para hacer ese tipo de chistes, puede llegar a volverte loco si te agarra de punto... La cosa es que me encanta que sea tan cabrona.

Después de acomodar con cariño cada hojita de queso en el plato agarro las alcaparras, con todo ese sabor concentrado que no me explico pero que he aprendido a aceptar por la fuerza. Las saco con una cucharita que de milagro entra en el frasquito de juguete en que las ponen, escurriéndolas bien, porque Marga me dijo que las escurra sin explicarme los motivos... No me explica las cosas que sabe que me voy a olvidar en dos segundos. Las acomodo con un entretenido cuidado, concluyendo en que la disposición de estos engendros minúsculos es una de las mejores partes de preparar el Carpaccio.

Después saco la rúcula de la heladera, me fijo que esté seca y “rozagante”, hecho que logro después de cambiar dos o tres veces el papel absorbente. “Rozagante”, sólo a Marga se le ocurre decirle “Rozagante” a una hoja. Qué hincha pelotas son los cocineros con esto de secar bien las hojas, pero para qué entrar en disputa. Hago las montañitas verdes como si manipulase el humo que despide un eructo del increíble Hulk, una que otra vez hay que acomodar las hojas que se niegan a la edificación, pero esta parte también es bastante entretenida, casi como poner equilibradamente las alcaparras...

Me hago para atrás como un peluquero que observa dos cabezas, hago jueguitos amuecados con mis comisuras, comparo, no sea cosa que alguno de los dos sea más bonito o más abundante. A Marga le encanta la disparidad para cualquiera de los dos lados, hacerme burla porque supuestamente pienso que es gorda si me he pasado con ella o porque soy un amarrete si me he pasado conmigo.

Al verlos más o menos parecidos los ataco con el molinillo de pimienta desde arriba de mi cabeza, para hacerme el cool, además para que ciertos puntitos negros decoren los bordes del plato... Aunque básicamente eso es hacerme el cool.

Acomodo la botella de aceite de oliva al lado de los platos, las dos mitades de limón en un platito y la sal de Maldon, esa sal gourmet que es idéntica que la otra sal, motivo de divertidas discusiones en muchas oportunidades.

Y a partir de ahí lo que más me gusta: Esperar a que la cerradura haga el ruido característico y lindo de toda cerradura ansiada. Verla asomar por el pasillo e ir haciéndome el payaso hasta los platos, como para mostrarle lo prolijito que dejé los limones o la "sal careta" junto al aceite de oliva (el mil doscientas veces extra virgen que compramos en la tienda orgánica). Hacer bailar el chorrito de aceite por ambos platos, apretujar la sal histriónicamente por encima y exprimir el limón tarareando el final de algún tango.

Una vez la esperé con todo condimentado. No mucho tiempo, unos minutos, pero la carne se cocinó con la mezcla de limón y sal en un ratito y la rúcula se apachurró como si estuviese triste. Lo comimos igual mientras Marga me explicaba por qué hay que condimentarlo en-el-momento, por eso ahora hago todo el “circo sazonador” apenas la escucho entrar.

Ahí su sonrisa se vuelve a repetir como cada vez, y por un pelo no es risotada... Me mata con eso, es una suerte para los dos que se ría como se ríe. Entonces me limpio con el repasador desesperadamente para ir a abrazarla, pero antes de que llegue se hace para atrás señalándome con el índice. No lo dice pero conozco esa cara de: “¿Qué cagada te mandaste?”. Le digo que nada y aunque sé que soy medio bruto le digo que la quiero. Todos los días le digo que la quiero. “¿En serio?” otra vez sin decirlo, porque yo sé que ese dedo que me apunta significa “en serio” y como dándole cuerda a un reloj su risa va reapareciendo, porque sabe diferenciar esa cara que tantas veces yo trato de ocultar sin éxito con ésta, mi original cara de pelotudo enamorado. “En serio pues”, digo medio frustrado medio contento, porque me tiene agarrado del alma.

Comemos, yo disfruto más el verla comer que la mezcla de sabores. Comemos el Carpaccio de Lomo que me enseñó Marga, comemos el único Carpaccio que conozco.



La eternidad dada vuelta (cuento)

Me he venido a la plaza otra vez, y otra vez no es otro día.

La pelota de fútbol en el aire, la cara del niño en una de esas expresiones imposibles que al principio me daban risa, las dos señoras hablando al mismo tiempo con el pelo en trance. Y el sol ahí en su siesta interminable.

Más tarde conduciré metafóricamente días para ir de nuevo a la casa de mis padres, para verlos en el meollo del último regaño: El gesto fruncido de mi madre, su boca abierta como una letra “u”; mi padre carajeando hacia el periódico, notablemente triste o notablemente decepcionado.

Es indescriptible la sensación que se tiene cuando no se esperan cambios. Esperar como traducción de esperanza. Pero esperar sin verdadera sospecha, sin ganas de volver a suplicar.

Yo cavilo en esos momentos donde las caras en pausa me resultaban estimulantes, donde las bromas me alegraban, donde el silencio, donde el dinero fácil... Pero de repente se interrumpe mi infelicidad meditabunda con algo quizás peor, y ese malestar ácido se transforma en el sonido donde la lengua succiona contra la unión de los dos dientes frontales y el paladar: “Ntz”. Y ese “ntz” es lo único que suena en la plaza, se va flotando entre los dos pájaros que envuelven a ese árbol al que querían llegar.

Pero vamos hacia el día cero.

No pretendí ser dios ni hacer este daño con la omnipotencia, pero debo admitir que cuando me dieron la posibilidad de pedir un deseo en esa especie de sueño queriendo ser vigilia estaba consciente del poder que iba a tener. A su vez, como si supiera que la posibilidad de pedir un deseo llegaría, estaba al tanto de cada detalle, de los qué y de los cómo.

Creo que estaba dormido y que salí de la profundidad sin salir del todo, de lo que estoy seguro es de haber abierto con gran esfuerzo los ojos para volver a cerrarlos vencido por el cansancio, también grité, no sé si fuerte o despacio, pero intenté que mi voz saliera como sale un grito. Hasta que me rendí de vuelta quedando a medio camino. Y ahí me ofrecieron un deseo, pero no un genio ni un ser palpable, sino que era yo quien me hablaba, convencido de que podía pedir lo que quisiera. Era una fuerza segura dentro de un periplo que rodeaba la realidad.

Entonces, como yo sabía exactamente lo que deseaba lo hice con el debido tiempo, como si la solicitud no pudiese resumirse en unas cuantas palabras sino más bien en un pequeño relato atemporal que ordenaba con cautela los requerimientos. “Poder parar el tiempo con un chasquido de dedos, tlin, y reanudarlo con el mismo chasquido pero de la mano izquierda.” Hago acá una pequeña pausa, porque necesito suponer que todo se derrumbó (se derrumbaría) debido a esa pequeña aclaración. Decir que todavía no comprendo por qué dije aquello de ambas manos, por qué una para esto y una para lo otro... “Luego están las células, como puedo suponer que mi deseo es más fuerte que lo terrenal todo debe pararse, el envejecimiento, las olas, los giros de la tierra, el viento pero no el aire, no sé cómo y no deberá ser mi problema lo inexplicable. Si un avión está en el aire no caerá, ni los autos seguirán moviéndose por inercia, ni los pájaros. Sólo yo podré mover las cosas, y además podré hacerlo sin que el peso sea un problema: tanto un camión como una pluma”. En este momento estarían pensando las mil maneras de desprestigiar mi explicación mediante la lógica, la física o simplemente con la sensatez que nunca me hizo falta o que nunca apareció... Todo, si no estuvieran quietos para siempre (y uso este paréntesis para volver a desear que para siempre no sea para siempre).

“Así puedo despertar una mañana y pausar para seguir durmiendo, tlin, dormir sin saber cuánto tiempo, sin que éste pase, dormir para recomenzar cuando me plazca. Tlin.”. Con ese ejemplo tan adolescente dejé en claro mi postura o al menos ahí fue que salí de esa suerte de trance.

Recuerdo que eran las dos de la mañana y que mi primera reacción fue testear el ridículo suceso. Me paré y agarré una zapatilla (una botita azul con detalles blancos y rojos). Lo sensato era balancearla en la mano, tirarla hacia el techo, chasquear los dedos, que la zapatilla caiga al piso y que mis padres me pregunten qué había sido ese ruido; pero luego de mi primer tlin ésta quedó en el aire, los cordones ondulados y tiesos como orejas abstractas. Y mi cara que debe haber sido exactamente como la que deberían imaginarse, llena de ojos abiertos, de boca abierta, la cara abierta. Primero orbité la zapatilla unos segundos, después la bajé y la subí, luego hice el tlin con la mano izquierda y ahí sí, el pequeño estruendo de la zapatilla en el piso y mi madre que gritó desde su cuarto, no había sido para tanto pero siempre tuvo un sueño ligero, le dije que no había sido nada y el hecho no pasó a mayores. Ese hecho no pasó a mayores. De inmediato volví a chasquear los dedos de mi mano derecha y fui a la calle, era pleno verano y pude salir con poca ropa, cosa que después iría mejorando porque la verdad era que ni siquiera había necesidad de vestirse.

Puedo sonar depravado, voy... a sonar depravado, pero a pocos metros de casa me topé con dos chicas que volvían de algún lado, uno que requería elegancia, maquillaje, erotismo. Una tenía el pelo tieso hacia la derecha, desde donde en su momento iría soplando el viento, le contaba algo a la otra, las dos en una posición en la que era imposible mantener el equilibrio, algo inclinadas hacia adelante y con un solo pie de apoyo, pie que ni siquiera estaba en total contacto con la superficie. Con la mano lenta y sórdida apoyé mi deseo en los pechos de una de ellas, no estaban duros, turgentes sí, pero no duros como temía. Me dio mucha risa lo que hice, les tocaba los senos y reía idiotamente. Después moví sus pelos, que aunque estaban inmóviles cedían a mis dedos como alambres versátiles sin demasiada resistencia.

Las dejé (casi) como estaban y salí corriendo sin saber adónde ir, quizás muy estimulado para elegir; sin embargo a los pocos pasos me paré en seco apurado por una respuesta: Un auto. Estaba parado en doble fila, sin nadie dentro, las balizas estaban apagadas, o mejor dicho, estaban las luces de las balizas apagadas, al entrar entendí que mi tlin coincidió con el apagar de los faroles; el motor no hacía ruido, tampoco vibraba el asiento; llevé mi pie al acelerador y presioné con la palanca de cambios en punto muerto, lo hice rugir, lo había hecho rugir. Otra vez me dio un pequeño ataque de risa que esa vez sonó algo malévolo, como acelerado por un poder, por un éxtasis o por una mezcla de ambos. Lo hice rugir de nuevo y avancé. Todo estaba quieto, no me faltaba el aire, simplemente era como un día sin viento, aunque por la ventanilla abierta entraba algo parecido a una brisa. A las seis cuadras tuve que cambiar de auto, uno que pasaba a otro me dejó sin posibilidades de avanzar. De hecho no era nada fácil (sigue siendo difícil) conducir con el tiempo en pausa, no estamos acostumbrados a esquivar tantos obstáculos quietos.

Dentro del segundo vehículo tuve el mismo problema, o uno similar: Un semáforo en rojo con autos esperando. Jaque mate. Decidí volver a pie porque necesitaba pensar en lo que estaba pasando, también porque un miedo como tibio me pedía que llegue a mi cuarto para chasquear los dedos de la mano izquierda, a fin de cuentas sólo había hecho el juego completo sólo una vez. Necesitaba cerciorarme de que todo volvería a ser normal. En el camino pensaba en pasar la noche en vela pero sin trucos, con las manos en la nuca mirando el techo, con el tranquilizante sonido de los grillos, el chirriar de la cama de mis padres, preguntarme sobre ciertas cosas primero. El cómo de las situaciones recurrentes, la radio por ejemplo, recuerdo que me llamó la atención si seguiría sonando la música o si se callaría. Suspiré a mitad de camino y disminuí la velocidad de mis pasos, aunque la ansiedad por entrar a casa no lo hizo.

Primero solté en voz alta un “no” largo, agregué indignado a continuación: “... las llaves”.

No era grave, sólo que tuve que chasquear los dedos en la puerta de casa y no en la seguridad de mi habitación, luego tocar el timbre y decirle a mi madre que el ruido que habíamos oído me había sonado raro y que por ende había decidido salir a la calle. La cara de asombro no venció al sueño que todavía la ensombraba, me preguntó sin demasiadas ganas si acaso había algo afuera y si estaba en pedo (por loco, no por borracho), pero afortunadamente no esperó una respuesta antes de perderse en el pasillo de las habitaciones.

Ya recostado supuse que debía reflexionar largamente en lo que estaba sucediendo, creí conveniente no abusar de los beneficios por demasiado tiempo para no caer en la locura. Aunque eso creo que no se cumplirá del todo, básicamente porque ahora esa locura tiene todo el tiempo del mundo para masticarme.

Mientras escribo en el banco de la plaza que está en uno de mis lugares favoritos del mundo (o que estaba, ya no lo sé), ya en el más absoluto silencio y en la más sádica soledad, me siento un traidor por aquella felicidad mundana. Casi me cuesta recrear la exaltación del pasado, se me complica incluso recordar algo con felicidad. Pero existió, sobre todo al principio.

Pasé esa primera noche con la mente desbordada de preguntas y respuestas plausibles o hipotéticas. Me miraba las manos abiertas para sospechar las células, un poco atemorizado por el funcionamiento inexplicable de la sangre que fluye pero que no muere. Aparecieron las dudas sobre el hambre, sobre el cielo, sobre mi incansable necesidad de explicarme todo, aún cuando no había una necesidad verdadera . Todo se mezclaba, las cosas serias y también las más divertidas, el cómo sería robar dinero de los bancos, ser cuidadoso para no levantar sospechas, no aparecer o desaparecer como un fantasma, desnudar gente por las calles y mirar las reacciones, no causar accidentes por imprudencia, no arruinarle la vida a un pobre tipo por reírme un rato. Me decía que algunas cosas debería probarlas de ambas formas, así sabría qué funciona y qué no: calentaría agua para el mate con el tiempo pasando, (luego me daría cuenta que el agua no hierve ni el fuego de la cocina calienta con el tiempo quieto), sabría que la radio se paraba como el teléfono, inlcuso si los programas no eran en vivo, la televisión lo mismo. Pero de todo eso me fui dando cuenta con los meses, no así de mi funcionamiento corporal que aún me desconcierta. Pensaba en todo eso girando mis manos, observándolas, y allí decidí que era absurdo preguntarme sobre mi biología, a fin de cuentas si chasqueaba mis dedos un encendedor mostraría la chispa quieta, una ola quedaría espumante y alta, una nube dejaría de moverse. Todas esas conclusiones fueron lo suficientemente extrañas y determinantes como para que yo haya bajado mis manos al estómago para luego quedarme dormido.

El dormir es una necesidad orgánica como hacer pis. Quizás por eso al ver cómo arrimaba el sol de las siete de la mañana, en una de las tantas veces que uno se despierta más que brevemente para seguir durmiendo, llamé al tlin de mi mano derecha sin miedo a que no funcione ni a que me regañen en el trabajo. Fue evidente que no olvidé lo que me estaba pasando porque incluso en ese instante inconsciente chasqueé mis dedos; me desperté descansado, sin pensarlo hice tlin con mi mano izquierda, tal vez porque no estaba preparado para ver a alguno de mis padres como a una estatua. No sé cuántas horas habré dormido, luego ya no me haría esa tediosa pregunta, me acerqué a la cocina y le di los buenos días a mi madre, “¿te caíste de la cama?”, me preguntó. Luego me besó la frente.

Ahora sé los motivos, ahora entiendo por qué nunca me alejé del todo de la casa de mis viejos, ahora que fumo uno de los tantos cigarrillos que aún saco sin permiso de los kioscos. Es tan simple, tan obvio... sólo ellos me aislaban de la soledad. Y ese departamento que compré acá, a miles de kilómetros de ellos, y los otros que compré... tanta autonomía falsa, compré porque podía y porque sí, y ahora nada es porque sí aunque tampoco entienda por qué no lo es. Una calada profunda y el niño que sigue esperando la pelota, las señoras que quieren acabar las frases, los pájaros y su árbol inalcanzable, el sol donde lo dejé.

Los primeros días fueron increíbles, y ese adjetivo califica, de hecho demoré varias semanas en renunciar a mi trabajo en la cafetería por lo mucho que me divertía jugar con las vidas de mis compañeros y de los clientes. Además porque debía pensar en la manera de hacerme de una cantidad de dinero justificable... porque no me quería salir del mundo, quería burlarlo.

Luego las bromas, pero hice tantas que mejor contar las primeras, las que mejor recuerdo:

Fui a un partido de la Liga Nacional de Baloncesto, se jugaba en mi provincia la quinta y decisiva final del campeonato. En cierto punto del partido saqué la bola de las manos del jugador número 6 del equipo local (del supuesto equipo que yo debía alentar), y la escondí por ahí. Todos desconcertados al volver el tiempo y verse sin balón, y yo que debía reírme con cuidado, hacerme el sorprendido, y tlin volver a poner la bola en el campo. La gente inventa pavadas muy rápido, hablaron de fantasmas, de brujerías, yo nunca había visto tales caras de miedo. Conocía a varias personas entre los plateístas y más de uno admitió que no logró dormir aquella noche. En resumen, ese tipo de bromas eran divertidas en las reacciones inmediatas, pero luego casi podía sentir el mismo miedo que ellos y ya no era tan gracioso (esto último no significa que haya dejado de hacerlas, a medida que perdía la gracia también descendía mi culpa, o yo me oscurecía, que es casi lo mismo). En otro partido hice algo que todavía generó más miedo, cambié las camisetas de todos los jugadores, recuerdo que en principio iba a hacerlo con dos, pero por respeto (porque sabía que era injusta una obsesión con ellos como culpables), opté por todos los jugadores, incluso los que descansaban en el banco de suplentes. Después lo hice también en otra provincia para que no suspendan la cancha de mi equipo por estar hechizada. En fin, podrían jugar ustedes a imaginar la cantidad de cosas que pueden hacerse en esa situación, a mi ya ni me divierte recordarlas.

Desnudé mujeres, no tuve sexo con ninguna de esa forma porque me daba impresión, pero vi a la mayoría de las famosas desnudas (y no tan famosas), luego cuando mi cerebro se fue pudriendo las vi a puro sexo con sus parejas, me escondía en algún rincón donde pudiese observar, y si algún ruido imperceptible era detectado, tlin y me iba silbando hasta estar a salvo. Tlin de nuevo y me fumaba un cigarrillo antes de subirme al avión que me llevase de nuevo a casa. O a donde quisiese.

Pero voy perdiendo el orden cronológico de la historia.

Les decía (les diría), que perder todo contacto con el mundo no estaba en mis planes, sólo abusarme de los beneficios que me habían sido provistos. Junté algo de dinero en los casinos colocando mis fichas en la ruleta cuando la bola recién caía (siempre en mesas con mucho movimiento), también dando manos convenientes en el póker, hasta que llegué a tener un capital importante pero no fuera de lo común. Y aunque sabía que tarde o temprano llegarían las sospechas, seguí haciéndolo un tiempo porque me resultaba divertido. Finalmente entendí que la mejor manera de ganar dinero sin dar explicaciones era el juego, pero no como lo venía haciendo, debía ser profesional: Me convertí en el “mejor” jugador de Texas Hold'em del mundo. Y en uno de los más jóvenes de la historia. Con el acting adecuado gané torneos multimillonarios, gané fama, algo parecido al sex appeal, lujos... En algo de tres años reales acumulé muchísimo dinero. Podrían pensar que había mejores maneras, pero me divertía y era seguro, también podrían pensar que alguien puede haberme visto en el momento justo en que chasqueaba los dedos y desenmascarar mi farsa... Pero si se analiza con profundidad la cuestión, se entendería que lo único visible es un tipo que chasquea los dedos muy seguido. Da igual, nunca tuve problemas con respecto a ese tema.

Dejé de hacer todo lo que detestaba; cocinar, limpiar, madrugar, esforzarme; y lo curioso es que para la mayoría de las cosas ya no me hacía falta detener el tiempo, aunque nunca se me cruzó por la cabeza dejar de hacerlo.

Suspiro hasta donde me lo permite el aire, reflexionando como en tantos otros momentos infinitos (quizás deba repetir que ya no hay “días”, sólo momentos), pienso en lo egoísta que pude ser, porque sí, hice donaciones; sí, en algún accidente de tránsito traje a los médicos “milagrosamente” a la escena en pocos segundos; sí, procuré equiparar el hambre con el poder, ayudé a cada animal maltratado por los humanos que tuve cerca, castigué a los toreros, a los cazadores, a los golpeadores. A mucha gente mala. Pero me cansé de que todo sea inalcanzable, de limpiar un poco una habitación para que casi de inmediato se cubra de polvo. Lo seguí haciendo, pero sin ir a más, sin buscar soluciones radicales, elegí cada vez más acercarme a acciones cotidianas que me diesen alegría, dejarle dinero a algún chico para que se encuentre tirado o vestir completamente a un vagabundo, incluso enchufarle una botella llena de whisky a un borracho. Cosas que podrían hacerse sin necesidad de parar el tiempo pero que sin hacerlo no me hubiesen entretenido. Así de egoísta fui.

Por supuesto que a mis seres queridos no les faltó nada, y por supuesto que tuve que jugar al póker con mis amigos y cartearme para seguir con mi hegemonía profesional en algún que otro asado de sábado por la noche. Jugar con ellos plagados de risa, tlin, bien quieto y recordando mi postura, ordenar los naipes y seguir riendo, como si mi risa, ruido residual, fuese un regalo individualista, tlin. Mis amigos... cada tanto los visito, salvo a algunos que en ese momento estaban de viaje, mar de por medio, y que tal vez estarán pausados en una llamada de larga distancia, ansiosos por volver a casa. Porque... ¿qué nos moviliza?. El amor, básicamente, amor por los amigos, por tu pareja, amor por los padres, por la naturaleza, por las pequeñas cosas que nos da la vida. Por tus hijos. Y yo no hago más que detallar mis maneras de ganar dinero, de darlo, de convencerme de que “no les faltó nada” a los que más quiero, que más quise. Y no sé cómo detallar que ahora les falta todo porque la verdad es que yo nunca tuve nada. Sucede que la quietud ha aherrumbrado mi memoria y sólo puedo imaginarme lo que estarían haciendo ellos en el preciso segundo en que yo di todo vuelta. No tuve tiempo para enamorarme, con lo irónico (y cursi) que suena que yo... no haya tenido tiempo para algo. Podría mover los pájaros, cambiar la posición de las señoras, sacar la pelota del aire. Pero procuro no mover las cosas. Desde aquel día no muevo casi nada a no ser que sea muy necesario.

En fin, cada vez me sentía más solo en el silencio, en ese que al principio logró que duerma como jamás antes había dormido, quizás esa soledad aparecía porque ya había vivido demasiado tiempo en comparación con el resto de la gente, aunque no tenga clara la cantidad de años que habré pasado sin que pase un segundo real. Hoy me gustaría haber llevado la cuenta, pero hoy no vale la pena. Ni pensarlo, ni empezar a llevarla.

Como cada día que elijo esta plaza, con el sol donde lo dejé, chasqueo inútilmente mis dedos de la mano izquierda. Tlin. Y el niño espera la pelota, y los pájaros inservibles. A cada rato, tlin, muy seguido. Porque no envejezco, ni puedo morir, entonces es como que intento prender un fósforo ya negro por haber sido usado, y luego intento con la madera y nada más que con la madera, sin rastros siquiera del carbón que una vez fue pólvora. Tlin tlin tlin tlin. Siempre sabiendo que no pasará nada, siempre queriendo no saberlo del todo.

Supongo que no queda más que contar cómo llegué hasta acá.

Un mediodía como tantos otros en aquel entonces, quise volver a hacer alguna de esas cosas que más arriba detallé como insoportables; así fui hasta mi casa paterna para cocinar algo, unos ñoquis de calabaza para ser exactos. Supongo que estaba ansioso por recuperar algo del cariño que se había extraviado en ese tiempo, para ellos quizás meses, para mi muchos... muchísimos años. Siempre desconfiaron de lo que pasó, sabios aquellos que decían que no se puede ocultar cosas a los padres. Casi siempre acabábamos peleando, parecían saber en qué me había convertido, creo que les resultaba tan tétrico como misterioso, pero no tenían manera de decírmelo, o no había forma de que yo los entienda. Hoy creo que los entiendo. Tan tarde...

Estaba recién empezando a cocinar cuando comenzaron sus regaños, hice lo que pude para no pausarlos pero finalmente cedí y los callé... callé a mucha gente en medio de regaños para tomar aire. Todavía faltaba mucho para poner a hervir el agua que cocinaría las papas y la calabaza, de hecho me preocupaba más recordar cómo se preparaban unos ñoquis. Eso pensaba cuando vi por primera vez a mi madre con la mano en alto y la boca en forma de “u”, estaba diciéndome que hacía sufrir a alguien, creo que como un cliché absoluto quería decir “a los que me rodean”, y digo a alguien porque en la “u” de sufrir fue que chasqueé los dedos, pero eso creo... Los que me rodeaban. Y cortaba un trozo de calabaza mientras la veía, renegando con la cabeza, y luego alternaba la mirada extraviada hacia el sillón de mi padre, quien sumido en el periódico parecía casi más ausente que mi madre. Parece más ausente que mi madre. Parecerá.

Sangré, “¿cómo puedo sangrar si mis células no envejecen?”. Eso fue lo primero que pensé, viendo la viscosidad descender por mi mano izquierda mientras la rotaba y seguía con los ojos la trayectoria de la gota roja . Antes me había raspado un rodilla saliendo de un Banco Provincia y me había hecho esa misma pregunta. Después de tantos años y todavía olvidaba ciertas cosas, como por ejemplo que el grifo no se abría con el tiempo detenido, di el tlin salpicando unas gotas mínimas de sangre hacia arriba. Antes de ese tlin recuerdo haber pensado que la calabaza (de no haberme cortado), aparecería en trozos y mi madre "volvería a notar algo raro". Ni hablar del corte en el dedo. Me tenían miedo, nunca me detallaron las anomalías que de seguro existieron, pero creo que en algún momento lo hubiesen hecho, entonces me dije (por enésima vez), que debía comportarme humanamente con ellos, de hecho agradecí el haberme lastimado para tomar de una vez consciencia. Pero luego de ese tlin seguía la cara en “u” de mi madre, su mano en alto, la mirada de mi padre hacia el periódico. Tlin, tlin... La cara en “u” de mi madre, su mano en alto, la mirada de mi padre hacia el periódico

Ahora voy a conducir miles de kilómetros para verlos de nuevo, si ustedes pudiesen leer esto, si no estuviesen quietos, sacarían conclusiones: cómo bañarse con agua mineral, si acaso dan ganas de bañarse, cuánto tiempo habrá gasolina en los depósitos, cuánta comida aguanta la eternidad, o si la necesito, o acaso cuántas veces he intentado matarme, ¿Mi pulgar cicatrizó pero modificó el sonido?, ¿Sufro una especie de castigo?. Ustedes se preguntarían tantas cosas y yo sólo quiero sentir la lengua tibia de mi perro en la cara, oír la voz de alguien, un tosido, la lluvia en alguna ventana, la noche... Es imposible que unos puntos suspensivos tengan más sentido que esos últimos. Ya casi no me pregunto cosas, mi desolación es tan rotunda que no busca respuestas.

Ni siquiera importa que veo, que sigo viendo los pájaros alrededor del árbol, a mi madre con la “u” en la boca, que ahí sigue la pelota de fútbol, la mirada extraviada en el periódico de mi padre, la cara de bobo de ese niño hermoso, las señoras que siguen sin acabar la frase. Sólo importa que veo y que seguiré viendo el sol de las dos y dieciséis de la tarde.





sábado, 15 de octubre de 2016

Livia María

Me bastó leer una carta para agarrar la latita antigua que me regalaste (hermosa, me encantaría adjuntar una foto). Una lectura rápida para sacudirla con fuerza, para entender que el vacío hace un ruido tan incoherente como peligroso.

Ahora creo que es de mentira, la lata, el aire, que casi todas las cosas son de mentira. Curiosamente la sensación será momentánea, no lo sé ahora pero sé que lo voy a saber. Merodear aquella verdad abundante no me ha hecho ni bien ni mal, ambas palabras tan radicales como la necesidad de un ciego.

Ya te he escrito tantas prosas, tantas cartas, tantas verdades (tan bien escritas que parecían mentiras), y sin embargo acá estoy de nuevo, escribiendo hacia la farsa más oscura, mediocridad del alma, mareo de la esperanza, llamalo como quieras... Básicamente se trata de hablar como si pudieses oírme. Todo es de mentira, yo soy de mentira, como el flotador de un depósito de agua, como un globo perdiendo ese gas que lo mantiene a una altura razonable... Incluso nuestras miradas mienten como un vidrio roto.

Enseguida café con leche, la radio en la 100.6, lavar la ropa, frutos secos, sacar la fotocopia... Y así estoy, “la” fotocopia, como tantos quehaceres a los que articulo para disfrazar lo mentiroso que es todo esto; ir a buscarla con todas las distracciones de mentira entumeciendo mis pasos, uno o dos conocidos en el camino, mano en alto para saludar sin ganas, música por los auriculares y quizás cigarrillo. Buen día, fotocopia en mano y a seguir esperando.

Ahora bien... te lo juro, no vuelvo a leer una de esas cartas, son muy bellas sí, nos escribimos amores imposibles... Pero no. Y no se trata del trago inmortal que nunca es el último trago de quien promete dejarlo, fue la última vez en serio, si leer esas cartas no deja otra posibilidad que jugar a la escondida con la angustia. Cuenta ella y me escondo yo. Y me escondo mal... como siempre.

Anoche soñé que iba a tu entierro para conocer a tu familia, iba a tu entierro pero para conocer a tu familia, qué horrorosa mentira. En esos saltos de duermevela yo pasaba en el bus al lado de una de las pocas personas que tenemos en común, en lo que parecía una parada o una estación, y desde la ventana yo gesticulaba para avisarle que el ómnibus era ése, que se subiera. Claro que no se subió ni me saludó aun cuando nos miramos a los ojos. Pero antes de despertar, cuando la realidad se despereza en alguna parcela de la mente yo recuerdo haberme preocupado porque sientan mi pesar. Soy de mentira, fui de mentira y el futuro será verdadero sólo hasta que yo llegue.

Escribirte de nuevo sí, el solo hecho de que no estés por acá me deja sin recursos, voy a sobrevolar esta tristeza hasta hacerme tierra, aunque es probable que los textos sean cada vez más duros conmigo y más beatos con vos. Sin embargo era más honesto ser duro en aquel momento y que vos pudieras decidir qué querías soportar... Todo eso es de mentira también, más de mentira que todo lo demás, mentira además no metafórica, escribirle a quien no está entre nosotros es de una vanidad asquerosa.

Simplemente no puedo creer que no vayas a tejer más flores en tu vientre, y quisiera que esa única verdad fuese mentira.

Abro la lata y el aire sale ruidoso e invisible entre tanto aire acá afuera. Pero cuando presiono la tapa para cerrarla el ruido sigue ahí dentro, y afuera, en todos lados.


  

¡Chau Don Julio!


Agarrese... Hoy me siento Madamme Bovary con dolor de muelas.

Pero primero lo saludo, “¿cómo le va?”.

No sabe usted la de agua que ha caído por acá. Precisamente “ya” no llueve, pero ojo que las nubes a mi entender están recobrando el aliento. No es más que la cara de tonto que anticipa un segundo estornudo.

Yo vengo mirando el fenómeno desde la ventana, dieciséis días seguiditos sin que el cielo nos haya dado un respiro, y como hay un reflector de la vía pública pegadito al balcón pude ir adivinando la intensidad del aguacero. A mí el invierno me tira el mundo encima, qué quiere que le cuente, todo el amor no correspondido me saca la lengua desde el alma, todo abrazo que estuvo “a punto” de ser cerrado me echa la culpa, como una enorme mochila de agua. Total que ahí estaba inclinado en el marco del ventanal, contento por no tener que regar las plantas, eso sí. Pero únicamente por eso, contento y agarrado de los pelos de la suerte que tenía, porque la lluvia venía justo de costado, derechito a las macetas... Y sí, en las buenas épocas donde un balcón no es una amenaza uno sabe que está triste pero con optimismo, la macana es cuando los balcones son una de tantas tentativas para mandar todo al diablo.

No es de puro catastrófico, me imagino la cara de tedio que estará poniendo, pero ando ahora sin trabajar, entonces caliento el agua para el mate, armo un cigarrillo, leo sin leer mucho (porque no me concentro), vuelvo a mirar por el balcón, me siento en el sofá, escribo dos pavadas en esta carta y así estoy Don Julio. Imagínese si a eso le sumamos frío y lluvia.

Pero mejor cambiemos de tema, aunque sea por un rato.

El otro día Charlie Parker me lo trajo a la mente. Yo como de tantas cuestiones de jazz no entiendo ni la jota, pongo la enorme lista que me dio un amigo que sí entiende la jota, la a y las dos zetas y la dejo correr. Cada tanto miro quién es el que está haciendo tal o cual cosa, pero por lo general no sabría distinguir un estilo de otro, ni reconocer a un intérprete o a otro, y esta complicación abarca también los instrumentos. Pero cuando vi que era él quien me estaba alucinando me alegré, me gustó que haya sido instintivo. Humildemente eh, pero fue como un buen gusto sensorial. A todo esto, con la literatura me pasa lo mismo Don Julio, está lo que me gusta y lo que no, pero no hay caso, no puedo aprender a explicar las cosas como debería, siempre digo que soy burro y que no hay nada que hacerle (cuántos “no” en esta frase). Se me hace un lío con los estilos, las épocas... con la teoría bah. En fin, me acordé de usted, que tanto le gustaba.

Y ya que le estoy contando tonteras (así de paso no empiezo de nuevo con la lluvia), mire usted qué curioso:

Hace un tiempito me escribí una carta, una carta para mí eh, pero para dentro de diez años. La guardé en un sobre y la dejé abajo de unos libros para que le hagan peso, no sé si para que se fije bien el pegamento o para que las ideas se peguen bien al papel. Ni los anagramas metafóricos me salen, ¿ve? ¿acaso entiendo lo que acabo de decir?, a eso iba más arriba, no diferencio bien los recursos literarios que existen, tengo una lista explicativa de muchos de ellos, pero tienen unos nombres de raros Don Julio, parecen enfermedades. Como se llame, hoy estoy cruzado... Como le iba diciendo, escribí la cartita para jorobar, porque si mal no recuerdo conté lo que sentía en ese instante, como para dejar en claro detalles mínimos. La cosa es que no quería asustar a mi “yo” del año que abra la carta. Avisé que lamentaba las pérdidas que ya fui percibiendo desde ese día, muy concentrado en lo momentáneo, quizás por miedo... el probema es que ahora la carta me tiene mal, como que ya presiento que los distintos “yo” de más adelante, a sabiendas de la existencia de la carta van a estar decepcionados del yo de los años que van pasando, del tipo que inevitablemente va a llegar sin nada en las maletas.

Ve usted lo que pasa cuando no se puede trabajar, me paso el día preocupado por pensamientos dañinos, y como interactúo poquito con la gente me voy respondiendo, preguntando, criticando, todo yo solito. Pero no quiero salir a la calle, con o sin lluvia, hoy si no tenés un mango no podés sociabilizar en una ciudad como esta. O yo no puedo, porque además me he vuelto prejuicioso.

Si uno espera demasiado, hay algo que no anda bien. Sé que es un cliché, pero cada hoy significa poca cosa, me alivio un poquito cuando me acuesto a vivir el mundo fantasioso de la oscuridad. Doy vueltas en la cama entre lugares en los que viviría, con amores y amigos nuevos. Me quedo dormido y sueño una variedad de sinsentidos. La macana es que me despierto y queda un montón de día hasta volverme a acostar. No me gusta sentirme así, mi familia no se da cuenta porque soy bueno procesando sin que se note y eso me amarga todavía más, es peligroso saber disimular tanto la angustia, ¿no le parecce?

Entre esas cavilaciones soñolientas llegué a una especie de concepto: Si nos ofreciesen dejar de dormir, mejor dicho, si la oferta fuese que ya no vamos a precisar horas de sueño ¿qué cree usted que pasaría?. Además de la noción capitalista del tiempo (muchas más horas de vida al elevado precio de estar siempre en estado consciente), me inquietó la utilización de las noches para un mundo que ya no podría considerar que los noctámbulos son sombríos. O qué pasaría con los niños, con esa energía que ya nos resulta agotadora a los adultos, ¿los padres querrían un poquito menos a sus hijos por tanto cansancio?. Comencé a dudar si nos acostaríamos en las camas de todas formas, para contemplar nada más, porque imagino que el cansancio físico seguiría existiendo, sino se extinguiría también la necesidad de reposar. Porque de otra forma, imagine Don Julio, pobres los que ofician gracias al sueño, los que fabrican colchones, sábanas, camas, hasta quizás los que se dedican a las almohadas... porque, ¿nos olvidaríamos de todo lo que abarca el acostarse? Quizás las sábanas son necesarias para hacer el amor, las camas ni hablar, pero ¿y las almohadas? ¿Con qué reemplazaríamos a los somníferos? ¿Seríamos capaces de resignar el placer de despertar? ¿Seríamos tan codiciosos con algo como el tiempo?

Sí, tantas ganas de dormir (y sin trabajar), que pensé en lo que pasaría si me quitaran ese privilegio...

Empezó a llover de nuevo, ¿ no le dije?. La tristeza de la ciudad respira aliviada, me siento como el único tipo que podría ser feliz si le avisan que se acaba el mundo. Perdone, perdone... no me haga caso, sólo porque yo disfrute de la alevosía catastrófica no significa que no sea un verdadero tedio (y no es casual que use esta palabra por segunda vez en esta carta).

Lo lindo que tiene escribir cartas (otra repetición de palabras), es poder aislar los modismos. Yo me siento como jugando al ping-pong sin pensar en el que va perdiendo, me gusta mucho soltarle todo lo que se me viene a la cabeza, me alivia. Tal vez no sea más que una excusa, porque si me tengo que sentar a escribir un cuento o una poesía, lo más probable sería quedar en ascuas. Siento que la responsabilidad literaria me ha superado, lo siento en estos días eh, hay veces que escribo con adolescencia (curioso es que cuando adolescía quería ser más correcto), pero como le digo, hoy me siento inútil, irrespetuoso, sin saber escribir como hay que escribir, avergonzado por autores que son prolijos, que saben lo que significa una prosopopeya, que son comprometidos, que distinguen el bebop, que podrían explicar el simbolismo. Ya sé, me estoy pasando, este párrafo es un descargo. Y uno tramposo además, sé que usted reconoce estas típicas líneas en que uno se ataja de lo mal que escribe para poder seguir haciéndolo.

Y es por el reconocimiento, no le quiero a mentir, es querer emocionar o generar sonrisas. Y tratar de asumir que vas a estar siempre lejos de lo que te gustaría. Y no hay caso. Escribir más o menos como escribís, conformarte, trabajar de lo que puedas, sobrevivir, admirar a los grandes y tomar sólo lo bueno, no flagelarse... Ya me enervo de nuevo. Absolutamente todo es mejor cuando ser adulto está lejos. Ahora seguir esperanzado para vivir de las letras cuando los treinta se alejan en este mundo de moda y de poder es jodido. Miento, “me” es jodido. Quiero seguir intentándolo, claro que quiero, pero la exigencia de mis textos se empieza a disfrazar de vergüenza y siento que no hay texto digno para un tipo de mi edad a quien nadie conoce.

Menos mal que supongo su paciencia, es insoportable este texto, es insoportable que quien le manda una carta le diga que sabe que tanto él como las letras son insoportables. Y ahora que reflexiono creo que no hay un párrafo donde el humor le de un respiro.

Y mire lo que le digo: Hace un ratito salió el sol, qué sorpresa ambigua (y casi abstracta), no por nada eh, sino que el cielo estaba tan denso que no lo pude prever. Abrí los ventanales y al principio la humedad helada subió como los supiros de un elefante marino. Desde abajo vi a la gente mirar para arriba con los paraguas boca abajo deslizando las últimas gotas. Porque no vuelve a llover, por hoy fue suficiente, tal vez no haya caído tanta agua a fin de cuentas y es la percepción que a veces me falla. Tal vez fueron unas nubes pasajeras, unos quince minutos y no dieciséis días, no sería la primera vez que la noción del tiempo juega conmigo. Hasta se eyectó la temperatura, de golpe el verano nos desviste con desesperación, todos desde abajo me llaman con las manos, excitados, demasiado sonrientes. Son mis amigos, son los vecinos, también los ausentes, yo los saludo como lo haría una reina. “Ahí bajo, ahí bajo...”.


Y bajo Don Julio... O subo, veremos qué deciden los jueces.  

viernes, 30 de septiembre de 2016

El papel del poema (cuento)

Una hoja está a punto de ser barrida al borde de una calle, se mezclará con el ruido de la escoba y con el polvo que suele levantarse del asfalto. Tiene dibujadas dos estrellas en las esquinas, un número de teléfono y varios garabatos de apretadísimo trazo.

Quizás mejor llamarlo papel, y no hoja. O avión. O no, quizás por ahora hoja y no de otra manera.

Então…

Hubo un día en que fue elegida entre todas las otras hojas, estaba allá por el medio de un cuaderno y sacó el primer premio un poco por azar y otro poco por guiñada. Así fue liberada (para siempre) del espiral metálico dejando gran parte de su espina dorsal tras un ruido de ametralladora de juguete. En medio de una pausa parecida a la indecisión, Isa, la dueña del cuaderno, se sintió culpable.

La muchacha removió con quirúrgica atención cada uno de esos pedacitos en forma de peine y los metió al bolsillo, luego (quizás), estos papelitos se mezclarán con el agua enjabonada que lava sus bermudas. Ese día el tacho de basura estaba sin “bolsa de residuos” y ella se sintió incapaz de arrojar cualquier desperdicio en aquel cesto desnudo. 

Con la certeza de que ya no quedaban pedacitos blancos entre el cuaderno, tomó la lapicera de una compañía farmacéutica del Litoral y colocó el papel en medio del libro de turno, luego se subió a un transporte público (muy público) y se fue al café “Nicanor” sin saber que iría al café de Nicanor.

Nicanor era uno de esos mudos por voluntad, esos que disfrazan de antipatía la devoción por el silencio, a quienes la parte de estornudar que más les fastidia es el agradecimiento a un deseo de salud. Viudo y sin hijos, fue abandonado de a poco por las palabras y atacado por una infección de sus propias quejas.

Para explicar las ganancias del bar “Nicanor” hay que entender que era el único que ofrecía una parada en varios kilómetros a la redonda, y al dilucidar que era lugar de paso obligado hasta el pueblo turístico más cercano, la lógica está casi garantizada. Sin embargo todos se retiraban con la molestia de haber recibido la peor atención de sus vidas, pero otros volvían al día siguiente, y así se iban indignados, y así otros llegaban, y así.

El bar no tenía menú, no tenía comida, no tenía paciencia, no tenía televisión, no tenía "uaifai". Pero a Isa poco le importó aquello al atravesar los buenos días sin respuesta. Con las manos en las piernas comenzó a tararear el té venidero en una contemplación sonriente: sólo seis mesas, seis. La radio que le demostraba que sin dudas estaba en el nordeste de Brasil, las postales religiosas, los cuadros de personajes casi desconocidos en las paredes y por último el camarero (sobrino del dueño), que la miraba con cierto aire obsceno. Así la mueca de Isa comenzaba a ser más voluntariosa que sincera, terminando por enderezar la boca en el momento en que la cucharita tintineaba el borde de la taza.

¿Sería posible escribir un poema? El papel ya desdoblado se acodaba en la mesa. Isa jugaba con la lapicera entre los dedos, procuraba deshacer la línea del doblez, dibujaba una estrellita en un vértice, remarcaba los cuadros esquineros del papel, miraba la cucharita, amenazaba con una línea primera, otra estrellita, escrutaba al camarero o a sus miradas, luego a Nicanor, y al poco rato volvía a dejar la lapicera entre la taza o entre sus codos.

Predecía el ronroneo de un poema muy bonito, algo confusa se le presentaba la imagen de un ruiseñor y una lágrima de alquitrán, una foto al revés y una infusión de menta, una sombra entre dos ventanas abiertas, un suspiro infinito apresado en los recuerdos de un soldado muy peinado con raya al medio.

Pero la mano fruncía la nariz, disconforme.

No se inquietó demasiado cuando el plástico trasero de la “birome” se quebró entre sus dientes, tampoco se percató cuando sangró de luto por los labios. Tuvo que acontecer la incómoda escena imaginable: El sombrío camarero se vio acelerado por (la oportunidad de) obligarse a hablar con Isa, pero se detuvo demasiados segundos con la baba fija en el desorden grisáceo que la decoraba, por lo que Isa arqueó las cejas hacia arriba. Entonces él señaló la boca de Isa rondando con el dedo índice en la propia, ella miró la lapicera, luego las palmas de sus manos como una asesina arrepentida y así la cara rojinegra condescendió con el moço, “¡Ay! Perdón…eh…O-vrigada, eu - no di conta- cuando pasó” expresó en un clarísimo portuñol.

Para Nicanor nada aconteció, seguía ensimismado en las tareas que lo atrapaban atrás de la barra, con los lentes a punto de salirse de su narizota, chequeando el cuadernito que lo tenía hipnotizado desde… Desde.

El muchacho le ofreció cortésmente otra lapicera, como si la situación lo hubiese elevado un escalón en el tumulto de su deseo. Isa aceptó gesticulando con las manos y con la boca lo que no sabía decir, un resumen gestual de “qué tonta soy, gracias, estaré toda sucia”. Después se introdujo en el quejido casi ausente de quien quiere retomar cuanto antes unas ideas que le parecen urgentes.

…Una paz y un tejido, de poco cielo y de nubes quebradas, algo de un ruiseñor y algo de una sombra… No, las (casi) seguras manchas en su boca latían como un fotograma burlesco.

“¿El baño?” Menos mal que había un baño, pensó, pero por lógica desgracia no había un espejo, por lo que se limpió entonces largamente con un agua ciega. Mientras restregaba sus manos pensaba en su llegada al pueblo una semana atrás, se había marchado para poder recordar a la ciudad teniéndola lejos, para concluir algo que no había comenzado; había conseguido casi de inmediato un cuarto en ese pueblito más turístico que el del bar “Nicanor” y trabajaba hacía sólo cuatro días en una Pousada. Ese día era su primer día libre como in-turista, fue ese pensamiento el que le renovó el aire y la esperanza en su retorno a la mesa.

Dibujó otra estrella, esta vez rodeada por un circulito que a su vez estaba dentro de otro, un poquito más grande.

…La metálica espalda muerta, dos pestañas desgarradas y el fulgor de la distancia, un candelabro desparramado entre una noche de lujuria, la persecución de un perfume sicótico, la peculiar soledad de unos pies fríos.

Las palabras no se decidían a ordenarse entre la mañana, el poema parecía un adolescente encerrado en su cuarto sabiendo lo que siente pero sin saber por qué se ha encerrado. El mediodía inminente la hacía preguntarse por qué no habría elegido la playa, si el mar suele ayudar a traducir la nostalgia... Pero recordó que al pasar en el colectivo de larga distancia aquel primer día, se prometió ir al bar en el que se encontraba, y recordó también que en ese segundo sintió ante la ventanilla un arrebato indescriptible: En ese bar se sentaría a escribir un poema, ante una madrona que le llevaría un pastel caliente y le sonreiría, sería ésta la dueña y camarera, habrían señores bebiendo licores vespertinos en silencio, oiría una música típica, cualquiera, y sin dudas una tibieza parecida al calor le ablandaría los huesos. 

De repente sintió como si le hubiesen revelado el truco de magia más fascinante de la infancia.

Pidió la cuenta sintiéndose otra persona, con un vacío que creía haber licuado entre muecas de bocinas administrativas.

Iba sola en el pequeño bus que la llevó de vuelta a su cuarto, las manchas de las manos le recordaban la tarde vivida mientras ésta se hacía noche entre las palmeras.

Una “tristecita” la visitó sin quedarse mucho tiempo, Isa no conocía bien las razones, y como cuando nos explican algo que en principio nos importa pero que entre la explicación se nos pierde, la “tristecita” se ahogó con el primer mergulho en el mar justo al otro día.

Una hora después, con los garabatos de Isa más los de una niña, el papel cae expulsado desde una cartera con una leve asfixia por intoxicación de cuero. Según la señora Güiraldes, el teléfono que anotó en la misma mesa en la que se sentó después de Isa y en el mismo papel en que su hija se distrajo con insuficiencia, ya no servía de nada. 

Un chico más chico que su mochila escolar se detiene y lo recoge, hace un avioncito con dedicación y lo invita a volar. Las estrellas quedan una en cada ala (la encerrada por un círculo en el ala izquierda), el número de teléfono por suerte plegado por dentro, los pescados cabezones que dibujó la niña marmolados por todos lados... Pero el avioncito, como averiado por misiles, sucumbe a menos de un metro sin sorprender al pequeño ingeniero. Así, panza arriba con esas estrellitas tan reconocibles en las esquinas y algunas manchas rezagadas de tinta, el poco aerodinámico papel yace en aquella calle observando con una obligada confidencia a dos tristes árboles que parecen estar cabizbajos, tal vez por su infinito castigo. 

El hombre que me ayudó a iniciar este escrito lleva con cadencia la escoba, sabe que es casi absurdo limpiar el borde de la calle. De cualquier calle. No puede evitar la melancolía de esos pensamientos  y quisiera que esa deducción coherente y cansina se quedase alguna vez esperándolo en la almohada. El ruido arrastrado se detiene de golpe, el barrendero apoya la escoba en el piso mientras él mismo se apoya en la escoba y mira sin mucho interés el avión que yace en  agonía. Luego de esa contemplación se agacha a ver de qué se trata, tal vez por las estrellas, por los garabatos o por el intento aerodinámico de la mochila con su niño. Pero no lo toca, no lo desdobla, sólo suspira y vuelve a erguirse para reanudar el ruido, para juntar el papel con la tierra, pero yo salgo justo a tiempo de mi sopor de cordón de vereda para preguntarle si me lo deja.






Paréntesis

Estos minutos empezaron con Camilo mirándome desde la alfombra con esa cara tan pero tan expresiva, empezaron conmigo en la habitación observando su felicidad a la distancia, o algo similar, porque aunque quiero creer que no sólo es feliz cuando llega Sofía, también quiero creer que su felicidad no es tan evidente como creemos. Por eso, algo similar, algo mejor. Yo reflexivo en su cola, en la envidia por carecer nosotros de una cola. Porque cuando me acerco a Sofía ella todavía me sonríe desde ese sofá viejo y agotado, pero no sé si sonríe de placer o si disfraza un tedio, porque creo que desaprendí a leerla con lucidez. Entonces estos minutos siguen conmigo yendo hacia dicha alfombra, casi propiedad privada de Camilo, donde él ha caído de golpe en una de sus tantas siestas a cualquier hora, entonces a medida que me acerco va comenzando su cola a dar topetazos contra el entramado de tela, apenas abriendo los ojos, aumentando la velocidad de esa cola como lo hacían mis pulsaciones en aquellos días en que me acercaba a Sofía cuando ella volvía un poco más tarde que yo del trabajo, cuando me acercaba porque salía de la cama únicamente para saludarla. Otra vez con Camilo, me agacho para que él alce su cabeza, siempre moviendo la cola, y después de olerme brevemente la cara me lama una de las mejillas, la izquierda. Luego, por el evidente sueño que todavía le propicia el sol de la tarde, Camilo baja la cabeza sin cerrar los ojos, al mismo tiempo desacelera la cola casi hasta dejarla inmóvil. Yo le doy un último cariño en el lomo y lo dejo tranquilo, agradecido por este gesto sincero, llevándome esa sinceridad conmigo como el parche para algún reloj.

Debería advertirle a papá

En casa hay algunas cosas que empiezan a darme miedo; la puerta del baño, las puntas de la alacena, la ducha, también los respaldos de las sillas, ¡ah!. Y la baranda de las escaleras. Cierto es que por ahora se la agarran con mamá, pero mejor tener cuidado.

Falta de respeto

Usté habla pibe... Envido señor... Falta envido pibe... Quiero 22... Son buenas pibe.

miércoles, 15 de junio de 2016

Noche Mala


Abrí los ojos y la vi deambuar por la habitación, caminaba como en vano, y hasta el espacio que yo ocupaba en su cama parecía disgustado conmigo.

No terminaba de hacer, de agacharse, de reflexionar; tal vez quería comenzar a vestirse, quizás buscar el teléfono, recogerse el pelo o encontrar la coleta. Yo la observaba de costado atento en mantener la misma posición que tuve al despertar, un vacío me obligaba a ser testigo de su arrepentimiento.

Al estar más diurna estaba más desnuda, podía detectar el halo entrando por el hueco entre sus muslos, ver los vellos reflejándose en si mismos, oír la tensión de sus pantorrillas cuando sus talones crujian el piso. Disfruté mucho esos minutos en que no me supo despierto... Luego su mirada pasó fugaz por mi cuerpo como si fuese carne en mal estado, una manta mojada arruinando su cama, un café frío con azúcar.

La apertura de un cajón hizo su característico ruido deslizante, al principio no supe cuál era el elegido para sus bombachas, porque su culo me ocultaba el gesto y porque yo no la conocía tanto como para saberlo. Hice un pequeño seprenteo con la cabeza (inútil resultaba seguir quieto), y pude ver que la sacó del cajón del medio. ¿Qué habría en el primero? ¿Qué podría ser más prioritario que su sexualidad inquieta?

La bombacha no era la que había escondido con fiereza entre su falda hacía sólo unas horas, no era la que había imaginado toda la noche descendiendo por sus piernas cada vez que las cruzaba, la que finalmente bajó convencida arqueando la espalda. No era la que de hecho seguía desparramada entre las sábanas.

Que había despertado antes que yo era evidente, que no había podido dormir a mi lado también. Se habrá duchado en cuanto clareó por la ventana, para despegarse, para arrastrar. De nuevo se giró para no poder creerlo, esta vez un tanto acurrucada, atravesando sus pelos mojados con los dedos, como si tocase hacia abajo un arpa. No sonrió, apenas si pestañeó, parecía concentrada únicamente en ese movimiento.

Volvió al baño, ubicado en la misma habitación... Y yo que lo había supuesto tan conveniente por la madrugada. Nada de ruidos, no meaba, no bajaba la tapa, no la subía. No abría ni cerraba la pequeña puerta espejada, no destapaba ni tapaba un rímel o un lápiz de labios, no se lavaba las manos ni dejaba correr el agua.

Estaría sentada en el inodoro, acodada en sus rodillas. Nunca pude oír un silencio tan ridículo, tan obsceno.

Dijo “Lo siento”, casi antes de salir del baño, mientras yo terminaba de ponerme las medias. “Lo sé”, murmuré con las manos urgentes, llenas de zapatillas, chaqueta y muelas.

Abrí la puerta con una sensación imposible en los omóplatos, como si éstos recibiesen todo el peso de la vergüenza; quise cerrarla procurando que no haya ruido, que el pestillo encastre mudo en su escondite. Pero el picaporte sólo abría por dentro. Claclán. Habrá resoplado tranquila: “Por fin se ha ido”.




Ropa Sucia (cuento)

Él nene abandonó por un momento el tedio del televisor y fue hasta la habitación de Fernanda, la hija de un matrimonio que en ese momento visitaba junto a su madre, o que su madre visitaba aunque él también se encontrara en la casa. La chica estaría en gimnsasia artística, o quizás en lo de una amiga, él asimiló sólo el comentario del padre de la niña: “Una lástima que no esté... Para que no se aburra”.

Entró de golpe, abrió un cajón, no encontró lo que buscaba y le pareció extraño que lo que buscaba no haya estado en ese cajón. Tic-tacteaba entre la búsqueda y la puerta de entrada del cuarto, como un espía, casi como un niño. Abrió otro cajón, luego un tercero, donde sí descansaba la ropa interior de la adolescente. Agarró una bombacha al azar, blanca con círculos azules, la acercó a su nariz y aunque lo decepcionó la limpieza, respiró hondo cerrando los ojos. Se llevó esa prenda escondida entre su camiseta, o eso pretendió al principio, hasta volver arrepentido y sumarle dos más. Se dirigió al baño, trabó la puerta y se masturbó manteniendo las prendas apretadas en la nariz.

Luego, por la ausencia de adrenalina en su carne, no fue hasta el cuarto a devolver las bombachas, sino que las escondió entre las toallas y los toallones, al fondo del armario, lo más atrás que pudo.

Volvió al salón donde su madre, una señora que no conocía y la pareja anfitriona, jugaban a las cartas. Se rehizo en el sofá a ver la tele, esperando que una de las duplas acabe con la otra. Había olor a café y a muchos cigarrillos. Todo mezclado con el perfume de la señora desconocida: “Fendi”, él lo sabía porque su madre lo había tenido acomodado en su neceser. No sabía el nombre, pero sabía que era Fendi, o que esa señora olía como su madre hacía unos años (la misma señora le pidió que vacíe los ceniceros... dos veces; dijo por favor, pero muy al final de la frase y con una dicción amorosa exagerada). Finalmente la pareja anfitriona arrasó con sus invitados poco antes de las nueve, y aunque al muchacho le hubiese gustado cruzarse con Fernanda, saludarla con una casualidad casi rabiosa, quizás sin mirarla a los ojos para engendrar la fantasía de nuevos encuentros invisibles... la niña llegó justo después de que él se marchara.

Norma sube al segundo colectivo, quizás si fuesen cinco calles menos alcanzaría con uno, pero la suerte es así de limítrofe. Paga el boleto con la misma sensación del día anterior, la de esas cinco calles, la de las matemáticas duplicando el presupuesto para el transporte. El chofer, ya conocido y protocolar, hace alusión al clima en un cliché que sólo sirve para arruinar la narrativa. Norma se sienta adelante, sube el bolso encima de sus muslos y apoya los antebrazos entre las asas. Luego relaja la espalda hacia atrás y mira el mundo por la ventana, el mismo mundo reducido a un recorrido preciso; el mismo kiosquero abriendo el local, los chicos yendo a la escuela con las mochilas de su mismo tamaño, los bocinazos, las caras matutinas encerradas en los autos que Norma observa desde arriba, los que tararean, los que ya vociferan contra el teléfono, y los que miran para arriba y la encuentran. Estos últimos por lo general comparten el momento hasta que el semáforo devuelve el verde. Norma piensa que se miran con descaro por tanto vidrio, metal y aire que los separa. No pasa demasiado hasta que tiene que bajarse, claro... Las cinco cuadras de más o de menos. No toca el timbre, el chofer ya lo sabe, además Norma baja por el frente, incluso si el colectivo está vació procura ubicarse en los asientos delanteros. Da los buenos días, los recibe de vuelta y se baja haciendo malabares con el bolso.

Como cada sábado Norma tendrá que preparar la mesa para el juego de naipes, es una de las excepciones a la rutina de los lunes, de los martes, de los miércoles, de los jueves, de los viernes... Sabe que tiene que hacerlo mientras comienza con lo habitual, cambiarse de ropa, ponerse uno de los delantales, juntar las dos tazas de café y el tazón de chocolatada, guardar la mermelada y la manteca en la heladera, juntar las migas de la mesa con el paño amarillo, prender la radio (esa que ya ni necesita sintonizar), lavar a mano las tazas y los platos, esperar a que los señores y la nena bajen de sus habitaciones, saludarlos, y por lo general escuchar ciertas sugerencias de la señora: Almuerzo preferible, rincones que necesitan ser repasados, o preguntas sobre extrañas ausencias. Ausencias según la señora, porque hasta ese día nunca se trató de “ausencias”, sino más bien de juicios; el queso untable estaba camuflado en las acelgas, el suéter de hilo estaba en el mismo sector del armario, las fundas de almohada (parte del juego a rayas beige), estaban para planchar. Y a esas ausencias, quizás para disfrazar a ese juicio, la señora le sumaba “ausencias” de objetos inofensivos; los estudios médicos de la nena estaban en el cajón de su sala de estudios, la última factura de la luz abajo del teléfono, el folleto del delivery ahí mismo imantado en la heladera. Ahí. Ah, ahí. Así el “ah” de la señora sonaba a “la verdad me da igual”, mientras el rencor de Norma permanecía distraído  o más bien inexistente .

¿Pero de qué se trataba en este caso?. Es decir, sabía de qué tres prendas le hablaba la señora, conocía a la perfección lo que cada cierta cantidad de tiempo recogía del piso de la habitación de Fernanda, de arriba de su cómoda, así como también conocía lo que recogía de los respaldos de las sillas de los señores, o también (rara vez), del piso o de abajo de su cama matrimonial. Norma apretó su delantal por lo bajo, buscando en la rutina el origen de las prendas, extraviando la mirada en los pies del lavavajillas. Llevó después sus ojos hacia Fernanda, todavía exenta de las suspicacias adultas y adulteradas, pero ésta miró a su madre con fugacidad para luego perder la vista en un punto fijo de las alacenas.

Lo siguiente lo suponemos nosotros por una sencilla serie de cuentas matemáticas: Ha pasado casi-casi una semana, casi-casi entera, con sus seis días emparedados entre bridge y bridge. Una niña promedio puede tener una veintena de bombachas y corpiños, de los cuales siete u ocho podrían ser usados con asiduidad, y la estadística, aunque un tanto azarosa, presume que al menos una de las tres prendas corrompidas por el muchachito se incluyen en esas siete u ocho. Entonces el extravío puede haber salido a la luz (ironía aparte), quizás el día martes... máximo el miércoles. ¿Por qué esperar hasta el sábado para cuestionar la ausencia?. Fernanda habría preguntado sin inquina por una de las bombachas (luego por inercia dilucidaría que son tres al revolver, otra vez sin inquina, el cajón de su ropa interior),preguntarle a quién sino a mamá, quizás porque en general se baña por las noches luego de alguna de sus actividades extracurriculares, momento en el que Norma ya no está, donde quizás ya vuelve a su casa en el primer colectivo, el que sólo dura un par de cuadras. Y mamá, que poco se interesa por muchas cosas, mucho se interesa por temas de esta índole. Casi al borde de desear ese suceso desagradable, el de poder descubrir al fin uno de esos acontecimientos de los que no habla con casi nadie, salvo con algunas amigas a las que previamente va probando con sutiles indirectas, respondiendo con la misma sutileza a las indirectas recibidas. Acelerada llega la madre a la habitación, preguntando sorprendida por el número de prendas, no porque no hubiese escuchado “tres bombachas”, sino porque “tres” no se traspapela en el desorden, o porque “tres” no queda olvidado en casa de alguna de sus amiguitas. Así, asegurarse el “acá hay algo raro”, rebuscar milimétricamente en la sala de lavado, revolver (no sin cierto desagrado) el cesto de mimbre que aloja la ropa sucia en la esquina del baño, buscar también en las dos mochilas de Fernanda, abajo de la cama, del sofá, preguntarle si está-segura que no las dejó en casa de María... de Josefina... ¿segura?, estando ella segura que no, que tres bombachas no se olvidan en ningún lado, pero con una sedienta necesidad por el implícito sumario, ese en que la crueldad no va a tener nada que ver con su comportamiento inminente, racional e inevitable. Por eso tuvo que rebuscar lo que en otra situación preguntaría por la mañana a Norma con la sequedad de quien no quiere perder el tiempo. Búsqueda minuciosa y casi ridícula que en este caso, le llevó unos tres días... Aproximadamente miércoles, jueves y viernes.

Norma no tuvo una respuesta inmediata, pero la seguridad de su inocencia la llevó a aseverar que ahora se encargaría de buscar las bombachas de la señorita. La señora, con mirada ambigüa, meneó la cabeza fingiendo estar segura que sin dudas aparecerían por ahí, aunque al tercer meneo bajó las comisuras diciendo casi para ella que habían estado buscando, ¿no, Fer?... pero que seguro no lo habían hecho lo suficientemente bien. ¿Algo más señora?, agregó Norma mirando al señor, quien parecía ni entender lo que estaba pasando, quizás acostumbrado a la mujer que había elegido para el matrimonio. La señora siguió con la lógica de quien no ha dado un veredicto irrevocable del caso (o que no quiere que se note si es que lo ha dado). Almuerzo, restregar bien-bien la cortina blanca del baño, controlar que el café alcance para la batalla de bridge, bueno, sino comprar alguno digno en el supermercado, que no le había dado tiempo de pasar por el café que de verdad vale la pena. Se les hacía tarde a todos, la señora chasqueó los dedos para despertar del sopor a su familia, “¡Andando!”. Buenos días señora, buenos días señor, chau Ferni...

Norma comenzó buscando con la paciencia, pero sobre todo con la ingenuidad de quien no sospecha que han estado tras ella. Así abrió el cajón un tanto esperanzada, y con cuidado movió las medias, los corpiños y las bombachas de la niña. Y fue al cerrarlo cuando le sopló la nuca el miedo, ya que al tejer la cotidianeidad del recoger, lavar, planchar, recordó haber guardado en ese mismo cajón la bombacha de lunares azules, el jueves o el viernes anterior, casi segura que el jueves, entonces la imagen concisa de una de las prendas se le presentó como un Cuco, porque no recordó verla en el cesto después de ese día, tampoco en algún rincón de la habitación de Fernanda. Se sentó en la cama deshecha, haciendo juego con el revoltijo de sábanas y de mantas, apeó sus codos en las rodillas e intentó presentir una conspiración, haciendo las cuentas que hemos propuesto más arriba, pero esa ingenuidad y esa inocencia la cortaron como un aplauso... La habría usado, ensuciado, dejado para lavar sin que la señora o ella lo hubiesen percibido, porque la señora había dicho que la habían buscado pero no imaginaba con cuánto ahínco. Ya sin importar la cronología circunstancial de las otras dos bombachas se fue arrastrando los pies hasta el cesto del baño, donde encontró un vacío y un sollozo agachado al terminar de revolver casi sin voluntad la ropa sucia.

Cuando a las cinco de la tarde llegaron las dos señoras y el hijo de una de ellas, el café humeaba en la cafetera eléctrica, no el que la señora hubiese querido, pero Norma compró el mejor que ofrece el supermercado como le habían dicho, además preparó con honradez el almuerzo, cambió las sábanas como cada sábado, pensó en que no había ropa suficiente para poner a funcionar el lavarropas, limpió con lavandina la cortina del baño, preparó la mesa de juego, acomodó las tazas y la azucarera, dispuso los dos ceniceros sobre el tapete verde, uno por pareja, y a las cinco y media se despidió del matrimonio y de los invitados, no sin antes pedirle a la señora unos minutos para decirle que las bombachas no habían aparecido... (sin agregar “todavía”, porque al conocer la lógica de la ropa familar sabía que no se trataba de tiempo). Pero la señora tenía bridge, protocolo, visitas, ya hablarían el lunes. Lunes, entonces “hasta el lunes señora”, ahora sí, “Hasta el lunes Norma”, y la señora que vuelve elegantemente acongojada hacia la mesa, lista para la disputa de cartas y de Benson & Hedges. El señor ya mezclaba las cartas, impasible, y el chiquillo prendía desganado el televisor, fingiendo el paso casual de unos minutos para poder ir hasta el baño.

Ya no se trataba sólo de adrenalina, sino también de la curiosidad de un niño en el umbral de la adolescencia, ¿estarían las prendas donde las había dejado?. Pasó por el cuarto de la chica, que como ese otro sábado estaría en casa de una amiga o en gimnasia artística, pero en vez de entrar fue directo al baño, al armario de las toallas, al escondite de su última travesura. Lo abrió, y de puntas de pie serpenteó su mano derecha hasta el fondo, desde donde extrajo las tres prendas; recordó entonces la desazón de la limpieza, y con las bombachas apretadas entre sus dedos miró de reojo hacia la esquina del cesto. Con la mano libre, puntualmente con el dedo índice y el dedo del medio, como si se tratase de un estofado viscoso, rebuscó entre la ropa hasta dar con una prenda que por tamaño y diseño pudiese ser la indicada. La acogotó junto a las otras tres, y respirando esa mezcla de limpieza y de uso se volvió a masturbar con los ojos cerrados entre imágenes aleatorias de Fernanda. Antes de salir, por el simple hecho de que ya no quedaba adrenalina, no pensó en separar las prendas limpias de la bombacha extraída del cesto de mimbre, sino que arrojó las cuatro como si todas estuvieran sucias.

Y lo estaban... y lo estarían el lunes cuando Norma salude a todos por última vez, luego de deshacer el desayuno, enjuagar las tazas, guardar la mermelada y la manteca en la heladera, juntar las migas con el paño amarillo.