Estos minutos empezaron
con Camilo mirándome desde la alfombra con esa cara tan pero
tan expresiva, empezaron conmigo en la habitación observando su
felicidad a la distancia, o algo similar, porque aunque quiero creer
que no sólo es feliz cuando llega Sofía, también quiero creer que
su felicidad no es tan evidente como creemos. Por eso, algo similar,
algo mejor. Yo reflexivo en su cola, en la envidia por carecer
nosotros de una cola. Porque cuando me acerco a Sofía ella todavía
me sonríe desde ese sofá viejo y agotado, pero no sé si sonríe de
placer o si disfraza un tedio, porque creo que desaprendí a leerla
con lucidez. Entonces estos minutos siguen conmigo yendo hacia dicha
alfombra, casi propiedad privada de Camilo, donde él ha caído de
golpe en una de sus tantas siestas a cualquier hora, entonces a
medida que me acerco va comenzando su cola a dar topetazos contra el
entramado de tela, apenas abriendo los ojos, aumentando la velocidad
de esa cola como lo hacían mis pulsaciones en aquellos días en que
me acercaba a Sofía cuando ella volvía un poco más tarde que yo
del trabajo, cuando me acercaba porque salía de la cama únicamente
para saludarla. Otra vez con Camilo, me agacho para que él alce su
cabeza, siempre moviendo la cola, y después de olerme brevemente la
cara me lama una de las mejillas, la izquierda. Luego, por el
evidente sueño que todavía le propicia el sol de la tarde, Camilo
baja la cabeza sin cerrar los ojos, al mismo tiempo desacelera la
cola casi hasta dejarla inmóvil. Yo le doy un último cariño en el
lomo y lo dejo tranquilo, agradecido por este gesto sincero,
llevándome esa sinceridad conmigo como el parche para algún reloj.
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