miércoles, 19 de octubre de 2016

La eternidad dada vuelta (cuento)

Me he venido a la plaza otra vez, y otra vez no es otro día.

La pelota de fútbol en el aire, la cara del niño en una de esas expresiones imposibles que al principio me daban risa, las dos señoras hablando al mismo tiempo con el pelo en trance. Y el sol ahí en su siesta interminable.

Más tarde conduciré metafóricamente días para ir de nuevo a la casa de mis padres, para verlos en el meollo del último regaño: El gesto fruncido de mi madre, su boca abierta como una letra “u”; mi padre carajeando hacia el periódico, notablemente triste o notablemente decepcionado.

Es indescriptible la sensación que se tiene cuando no se esperan cambios. Esperar como traducción de esperanza. Pero esperar sin verdadera sospecha, sin ganas de volver a suplicar.

Yo cavilo en esos momentos donde las caras en pausa me resultaban estimulantes, donde las bromas me alegraban, donde el silencio, donde el dinero fácil... Pero de repente se interrumpe mi infelicidad meditabunda con algo quizás peor, y ese malestar ácido se transforma en el sonido donde la lengua succiona contra la unión de los dos dientes frontales y el paladar: “Ntz”. Y ese “ntz” es lo único que suena en la plaza, se va flotando entre los dos pájaros que envuelven a ese árbol al que querían llegar.

Pero vamos hacia el día cero.

No pretendí ser dios ni hacer este daño con la omnipotencia, pero debo admitir que cuando me dieron la posibilidad de pedir un deseo en esa especie de sueño queriendo ser vigilia estaba consciente del poder que iba a tener. A su vez, como si supiera que la posibilidad de pedir un deseo llegaría, estaba al tanto de cada detalle, de los qué y de los cómo.

Creo que estaba dormido y que salí de la profundidad sin salir del todo, de lo que estoy seguro es de haber abierto con gran esfuerzo los ojos para volver a cerrarlos vencido por el cansancio, también grité, no sé si fuerte o despacio, pero intenté que mi voz saliera como sale un grito. Hasta que me rendí de vuelta quedando a medio camino. Y ahí me ofrecieron un deseo, pero no un genio ni un ser palpable, sino que era yo quien me hablaba, convencido de que podía pedir lo que quisiera. Era una fuerza segura dentro de un periplo que rodeaba la realidad.

Entonces, como yo sabía exactamente lo que deseaba lo hice con el debido tiempo, como si la solicitud no pudiese resumirse en unas cuantas palabras sino más bien en un pequeño relato atemporal que ordenaba con cautela los requerimientos. “Poder parar el tiempo con un chasquido de dedos, tlin, y reanudarlo con el mismo chasquido pero de la mano izquierda.” Hago acá una pequeña pausa, porque necesito suponer que todo se derrumbó (se derrumbaría) debido a esa pequeña aclaración. Decir que todavía no comprendo por qué dije aquello de ambas manos, por qué una para esto y una para lo otro... “Luego están las células, como puedo suponer que mi deseo es más fuerte que lo terrenal todo debe pararse, el envejecimiento, las olas, los giros de la tierra, el viento pero no el aire, no sé cómo y no deberá ser mi problema lo inexplicable. Si un avión está en el aire no caerá, ni los autos seguirán moviéndose por inercia, ni los pájaros. Sólo yo podré mover las cosas, y además podré hacerlo sin que el peso sea un problema: tanto un camión como una pluma”. En este momento estarían pensando las mil maneras de desprestigiar mi explicación mediante la lógica, la física o simplemente con la sensatez que nunca me hizo falta o que nunca apareció... Todo, si no estuvieran quietos para siempre (y uso este paréntesis para volver a desear que para siempre no sea para siempre).

“Así puedo despertar una mañana y pausar para seguir durmiendo, tlin, dormir sin saber cuánto tiempo, sin que éste pase, dormir para recomenzar cuando me plazca. Tlin.”. Con ese ejemplo tan adolescente dejé en claro mi postura o al menos ahí fue que salí de esa suerte de trance.

Recuerdo que eran las dos de la mañana y que mi primera reacción fue testear el ridículo suceso. Me paré y agarré una zapatilla (una botita azul con detalles blancos y rojos). Lo sensato era balancearla en la mano, tirarla hacia el techo, chasquear los dedos, que la zapatilla caiga al piso y que mis padres me pregunten qué había sido ese ruido; pero luego de mi primer tlin ésta quedó en el aire, los cordones ondulados y tiesos como orejas abstractas. Y mi cara que debe haber sido exactamente como la que deberían imaginarse, llena de ojos abiertos, de boca abierta, la cara abierta. Primero orbité la zapatilla unos segundos, después la bajé y la subí, luego hice el tlin con la mano izquierda y ahí sí, el pequeño estruendo de la zapatilla en el piso y mi madre que gritó desde su cuarto, no había sido para tanto pero siempre tuvo un sueño ligero, le dije que no había sido nada y el hecho no pasó a mayores. Ese hecho no pasó a mayores. De inmediato volví a chasquear los dedos de mi mano derecha y fui a la calle, era pleno verano y pude salir con poca ropa, cosa que después iría mejorando porque la verdad era que ni siquiera había necesidad de vestirse.

Puedo sonar depravado, voy... a sonar depravado, pero a pocos metros de casa me topé con dos chicas que volvían de algún lado, uno que requería elegancia, maquillaje, erotismo. Una tenía el pelo tieso hacia la derecha, desde donde en su momento iría soplando el viento, le contaba algo a la otra, las dos en una posición en la que era imposible mantener el equilibrio, algo inclinadas hacia adelante y con un solo pie de apoyo, pie que ni siquiera estaba en total contacto con la superficie. Con la mano lenta y sórdida apoyé mi deseo en los pechos de una de ellas, no estaban duros, turgentes sí, pero no duros como temía. Me dio mucha risa lo que hice, les tocaba los senos y reía idiotamente. Después moví sus pelos, que aunque estaban inmóviles cedían a mis dedos como alambres versátiles sin demasiada resistencia.

Las dejé (casi) como estaban y salí corriendo sin saber adónde ir, quizás muy estimulado para elegir; sin embargo a los pocos pasos me paré en seco apurado por una respuesta: Un auto. Estaba parado en doble fila, sin nadie dentro, las balizas estaban apagadas, o mejor dicho, estaban las luces de las balizas apagadas, al entrar entendí que mi tlin coincidió con el apagar de los faroles; el motor no hacía ruido, tampoco vibraba el asiento; llevé mi pie al acelerador y presioné con la palanca de cambios en punto muerto, lo hice rugir, lo había hecho rugir. Otra vez me dio un pequeño ataque de risa que esa vez sonó algo malévolo, como acelerado por un poder, por un éxtasis o por una mezcla de ambos. Lo hice rugir de nuevo y avancé. Todo estaba quieto, no me faltaba el aire, simplemente era como un día sin viento, aunque por la ventanilla abierta entraba algo parecido a una brisa. A las seis cuadras tuve que cambiar de auto, uno que pasaba a otro me dejó sin posibilidades de avanzar. De hecho no era nada fácil (sigue siendo difícil) conducir con el tiempo en pausa, no estamos acostumbrados a esquivar tantos obstáculos quietos.

Dentro del segundo vehículo tuve el mismo problema, o uno similar: Un semáforo en rojo con autos esperando. Jaque mate. Decidí volver a pie porque necesitaba pensar en lo que estaba pasando, también porque un miedo como tibio me pedía que llegue a mi cuarto para chasquear los dedos de la mano izquierda, a fin de cuentas sólo había hecho el juego completo sólo una vez. Necesitaba cerciorarme de que todo volvería a ser normal. En el camino pensaba en pasar la noche en vela pero sin trucos, con las manos en la nuca mirando el techo, con el tranquilizante sonido de los grillos, el chirriar de la cama de mis padres, preguntarme sobre ciertas cosas primero. El cómo de las situaciones recurrentes, la radio por ejemplo, recuerdo que me llamó la atención si seguiría sonando la música o si se callaría. Suspiré a mitad de camino y disminuí la velocidad de mis pasos, aunque la ansiedad por entrar a casa no lo hizo.

Primero solté en voz alta un “no” largo, agregué indignado a continuación: “... las llaves”.

No era grave, sólo que tuve que chasquear los dedos en la puerta de casa y no en la seguridad de mi habitación, luego tocar el timbre y decirle a mi madre que el ruido que habíamos oído me había sonado raro y que por ende había decidido salir a la calle. La cara de asombro no venció al sueño que todavía la ensombraba, me preguntó sin demasiadas ganas si acaso había algo afuera y si estaba en pedo (por loco, no por borracho), pero afortunadamente no esperó una respuesta antes de perderse en el pasillo de las habitaciones.

Ya recostado supuse que debía reflexionar largamente en lo que estaba sucediendo, creí conveniente no abusar de los beneficios por demasiado tiempo para no caer en la locura. Aunque eso creo que no se cumplirá del todo, básicamente porque ahora esa locura tiene todo el tiempo del mundo para masticarme.

Mientras escribo en el banco de la plaza que está en uno de mis lugares favoritos del mundo (o que estaba, ya no lo sé), ya en el más absoluto silencio y en la más sádica soledad, me siento un traidor por aquella felicidad mundana. Casi me cuesta recrear la exaltación del pasado, se me complica incluso recordar algo con felicidad. Pero existió, sobre todo al principio.

Pasé esa primera noche con la mente desbordada de preguntas y respuestas plausibles o hipotéticas. Me miraba las manos abiertas para sospechar las células, un poco atemorizado por el funcionamiento inexplicable de la sangre que fluye pero que no muere. Aparecieron las dudas sobre el hambre, sobre el cielo, sobre mi incansable necesidad de explicarme todo, aún cuando no había una necesidad verdadera . Todo se mezclaba, las cosas serias y también las más divertidas, el cómo sería robar dinero de los bancos, ser cuidadoso para no levantar sospechas, no aparecer o desaparecer como un fantasma, desnudar gente por las calles y mirar las reacciones, no causar accidentes por imprudencia, no arruinarle la vida a un pobre tipo por reírme un rato. Me decía que algunas cosas debería probarlas de ambas formas, así sabría qué funciona y qué no: calentaría agua para el mate con el tiempo pasando, (luego me daría cuenta que el agua no hierve ni el fuego de la cocina calienta con el tiempo quieto), sabría que la radio se paraba como el teléfono, inlcuso si los programas no eran en vivo, la televisión lo mismo. Pero de todo eso me fui dando cuenta con los meses, no así de mi funcionamiento corporal que aún me desconcierta. Pensaba en todo eso girando mis manos, observándolas, y allí decidí que era absurdo preguntarme sobre mi biología, a fin de cuentas si chasqueaba mis dedos un encendedor mostraría la chispa quieta, una ola quedaría espumante y alta, una nube dejaría de moverse. Todas esas conclusiones fueron lo suficientemente extrañas y determinantes como para que yo haya bajado mis manos al estómago para luego quedarme dormido.

El dormir es una necesidad orgánica como hacer pis. Quizás por eso al ver cómo arrimaba el sol de las siete de la mañana, en una de las tantas veces que uno se despierta más que brevemente para seguir durmiendo, llamé al tlin de mi mano derecha sin miedo a que no funcione ni a que me regañen en el trabajo. Fue evidente que no olvidé lo que me estaba pasando porque incluso en ese instante inconsciente chasqueé mis dedos; me desperté descansado, sin pensarlo hice tlin con mi mano izquierda, tal vez porque no estaba preparado para ver a alguno de mis padres como a una estatua. No sé cuántas horas habré dormido, luego ya no me haría esa tediosa pregunta, me acerqué a la cocina y le di los buenos días a mi madre, “¿te caíste de la cama?”, me preguntó. Luego me besó la frente.

Ahora sé los motivos, ahora entiendo por qué nunca me alejé del todo de la casa de mis viejos, ahora que fumo uno de los tantos cigarrillos que aún saco sin permiso de los kioscos. Es tan simple, tan obvio... sólo ellos me aislaban de la soledad. Y ese departamento que compré acá, a miles de kilómetros de ellos, y los otros que compré... tanta autonomía falsa, compré porque podía y porque sí, y ahora nada es porque sí aunque tampoco entienda por qué no lo es. Una calada profunda y el niño que sigue esperando la pelota, las señoras que quieren acabar las frases, los pájaros y su árbol inalcanzable, el sol donde lo dejé.

Los primeros días fueron increíbles, y ese adjetivo califica, de hecho demoré varias semanas en renunciar a mi trabajo en la cafetería por lo mucho que me divertía jugar con las vidas de mis compañeros y de los clientes. Además porque debía pensar en la manera de hacerme de una cantidad de dinero justificable... porque no me quería salir del mundo, quería burlarlo.

Luego las bromas, pero hice tantas que mejor contar las primeras, las que mejor recuerdo:

Fui a un partido de la Liga Nacional de Baloncesto, se jugaba en mi provincia la quinta y decisiva final del campeonato. En cierto punto del partido saqué la bola de las manos del jugador número 6 del equipo local (del supuesto equipo que yo debía alentar), y la escondí por ahí. Todos desconcertados al volver el tiempo y verse sin balón, y yo que debía reírme con cuidado, hacerme el sorprendido, y tlin volver a poner la bola en el campo. La gente inventa pavadas muy rápido, hablaron de fantasmas, de brujerías, yo nunca había visto tales caras de miedo. Conocía a varias personas entre los plateístas y más de uno admitió que no logró dormir aquella noche. En resumen, ese tipo de bromas eran divertidas en las reacciones inmediatas, pero luego casi podía sentir el mismo miedo que ellos y ya no era tan gracioso (esto último no significa que haya dejado de hacerlas, a medida que perdía la gracia también descendía mi culpa, o yo me oscurecía, que es casi lo mismo). En otro partido hice algo que todavía generó más miedo, cambié las camisetas de todos los jugadores, recuerdo que en principio iba a hacerlo con dos, pero por respeto (porque sabía que era injusta una obsesión con ellos como culpables), opté por todos los jugadores, incluso los que descansaban en el banco de suplentes. Después lo hice también en otra provincia para que no suspendan la cancha de mi equipo por estar hechizada. En fin, podrían jugar ustedes a imaginar la cantidad de cosas que pueden hacerse en esa situación, a mi ya ni me divierte recordarlas.

Desnudé mujeres, no tuve sexo con ninguna de esa forma porque me daba impresión, pero vi a la mayoría de las famosas desnudas (y no tan famosas), luego cuando mi cerebro se fue pudriendo las vi a puro sexo con sus parejas, me escondía en algún rincón donde pudiese observar, y si algún ruido imperceptible era detectado, tlin y me iba silbando hasta estar a salvo. Tlin de nuevo y me fumaba un cigarrillo antes de subirme al avión que me llevase de nuevo a casa. O a donde quisiese.

Pero voy perdiendo el orden cronológico de la historia.

Les decía (les diría), que perder todo contacto con el mundo no estaba en mis planes, sólo abusarme de los beneficios que me habían sido provistos. Junté algo de dinero en los casinos colocando mis fichas en la ruleta cuando la bola recién caía (siempre en mesas con mucho movimiento), también dando manos convenientes en el póker, hasta que llegué a tener un capital importante pero no fuera de lo común. Y aunque sabía que tarde o temprano llegarían las sospechas, seguí haciéndolo un tiempo porque me resultaba divertido. Finalmente entendí que la mejor manera de ganar dinero sin dar explicaciones era el juego, pero no como lo venía haciendo, debía ser profesional: Me convertí en el “mejor” jugador de Texas Hold'em del mundo. Y en uno de los más jóvenes de la historia. Con el acting adecuado gané torneos multimillonarios, gané fama, algo parecido al sex appeal, lujos... En algo de tres años reales acumulé muchísimo dinero. Podrían pensar que había mejores maneras, pero me divertía y era seguro, también podrían pensar que alguien puede haberme visto en el momento justo en que chasqueaba los dedos y desenmascarar mi farsa... Pero si se analiza con profundidad la cuestión, se entendería que lo único visible es un tipo que chasquea los dedos muy seguido. Da igual, nunca tuve problemas con respecto a ese tema.

Dejé de hacer todo lo que detestaba; cocinar, limpiar, madrugar, esforzarme; y lo curioso es que para la mayoría de las cosas ya no me hacía falta detener el tiempo, aunque nunca se me cruzó por la cabeza dejar de hacerlo.

Suspiro hasta donde me lo permite el aire, reflexionando como en tantos otros momentos infinitos (quizás deba repetir que ya no hay “días”, sólo momentos), pienso en lo egoísta que pude ser, porque sí, hice donaciones; sí, en algún accidente de tránsito traje a los médicos “milagrosamente” a la escena en pocos segundos; sí, procuré equiparar el hambre con el poder, ayudé a cada animal maltratado por los humanos que tuve cerca, castigué a los toreros, a los cazadores, a los golpeadores. A mucha gente mala. Pero me cansé de que todo sea inalcanzable, de limpiar un poco una habitación para que casi de inmediato se cubra de polvo. Lo seguí haciendo, pero sin ir a más, sin buscar soluciones radicales, elegí cada vez más acercarme a acciones cotidianas que me diesen alegría, dejarle dinero a algún chico para que se encuentre tirado o vestir completamente a un vagabundo, incluso enchufarle una botella llena de whisky a un borracho. Cosas que podrían hacerse sin necesidad de parar el tiempo pero que sin hacerlo no me hubiesen entretenido. Así de egoísta fui.

Por supuesto que a mis seres queridos no les faltó nada, y por supuesto que tuve que jugar al póker con mis amigos y cartearme para seguir con mi hegemonía profesional en algún que otro asado de sábado por la noche. Jugar con ellos plagados de risa, tlin, bien quieto y recordando mi postura, ordenar los naipes y seguir riendo, como si mi risa, ruido residual, fuese un regalo individualista, tlin. Mis amigos... cada tanto los visito, salvo a algunos que en ese momento estaban de viaje, mar de por medio, y que tal vez estarán pausados en una llamada de larga distancia, ansiosos por volver a casa. Porque... ¿qué nos moviliza?. El amor, básicamente, amor por los amigos, por tu pareja, amor por los padres, por la naturaleza, por las pequeñas cosas que nos da la vida. Por tus hijos. Y yo no hago más que detallar mis maneras de ganar dinero, de darlo, de convencerme de que “no les faltó nada” a los que más quiero, que más quise. Y no sé cómo detallar que ahora les falta todo porque la verdad es que yo nunca tuve nada. Sucede que la quietud ha aherrumbrado mi memoria y sólo puedo imaginarme lo que estarían haciendo ellos en el preciso segundo en que yo di todo vuelta. No tuve tiempo para enamorarme, con lo irónico (y cursi) que suena que yo... no haya tenido tiempo para algo. Podría mover los pájaros, cambiar la posición de las señoras, sacar la pelota del aire. Pero procuro no mover las cosas. Desde aquel día no muevo casi nada a no ser que sea muy necesario.

En fin, cada vez me sentía más solo en el silencio, en ese que al principio logró que duerma como jamás antes había dormido, quizás esa soledad aparecía porque ya había vivido demasiado tiempo en comparación con el resto de la gente, aunque no tenga clara la cantidad de años que habré pasado sin que pase un segundo real. Hoy me gustaría haber llevado la cuenta, pero hoy no vale la pena. Ni pensarlo, ni empezar a llevarla.

Como cada día que elijo esta plaza, con el sol donde lo dejé, chasqueo inútilmente mis dedos de la mano izquierda. Tlin. Y el niño espera la pelota, y los pájaros inservibles. A cada rato, tlin, muy seguido. Porque no envejezco, ni puedo morir, entonces es como que intento prender un fósforo ya negro por haber sido usado, y luego intento con la madera y nada más que con la madera, sin rastros siquiera del carbón que una vez fue pólvora. Tlin tlin tlin tlin. Siempre sabiendo que no pasará nada, siempre queriendo no saberlo del todo.

Supongo que no queda más que contar cómo llegué hasta acá.

Un mediodía como tantos otros en aquel entonces, quise volver a hacer alguna de esas cosas que más arriba detallé como insoportables; así fui hasta mi casa paterna para cocinar algo, unos ñoquis de calabaza para ser exactos. Supongo que estaba ansioso por recuperar algo del cariño que se había extraviado en ese tiempo, para ellos quizás meses, para mi muchos... muchísimos años. Siempre desconfiaron de lo que pasó, sabios aquellos que decían que no se puede ocultar cosas a los padres. Casi siempre acabábamos peleando, parecían saber en qué me había convertido, creo que les resultaba tan tétrico como misterioso, pero no tenían manera de decírmelo, o no había forma de que yo los entienda. Hoy creo que los entiendo. Tan tarde...

Estaba recién empezando a cocinar cuando comenzaron sus regaños, hice lo que pude para no pausarlos pero finalmente cedí y los callé... callé a mucha gente en medio de regaños para tomar aire. Todavía faltaba mucho para poner a hervir el agua que cocinaría las papas y la calabaza, de hecho me preocupaba más recordar cómo se preparaban unos ñoquis. Eso pensaba cuando vi por primera vez a mi madre con la mano en alto y la boca en forma de “u”, estaba diciéndome que hacía sufrir a alguien, creo que como un cliché absoluto quería decir “a los que me rodean”, y digo a alguien porque en la “u” de sufrir fue que chasqueé los dedos, pero eso creo... Los que me rodeaban. Y cortaba un trozo de calabaza mientras la veía, renegando con la cabeza, y luego alternaba la mirada extraviada hacia el sillón de mi padre, quien sumido en el periódico parecía casi más ausente que mi madre. Parece más ausente que mi madre. Parecerá.

Sangré, “¿cómo puedo sangrar si mis células no envejecen?”. Eso fue lo primero que pensé, viendo la viscosidad descender por mi mano izquierda mientras la rotaba y seguía con los ojos la trayectoria de la gota roja . Antes me había raspado un rodilla saliendo de un Banco Provincia y me había hecho esa misma pregunta. Después de tantos años y todavía olvidaba ciertas cosas, como por ejemplo que el grifo no se abría con el tiempo detenido, di el tlin salpicando unas gotas mínimas de sangre hacia arriba. Antes de ese tlin recuerdo haber pensado que la calabaza (de no haberme cortado), aparecería en trozos y mi madre "volvería a notar algo raro". Ni hablar del corte en el dedo. Me tenían miedo, nunca me detallaron las anomalías que de seguro existieron, pero creo que en algún momento lo hubiesen hecho, entonces me dije (por enésima vez), que debía comportarme humanamente con ellos, de hecho agradecí el haberme lastimado para tomar de una vez consciencia. Pero luego de ese tlin seguía la cara en “u” de mi madre, su mano en alto, la mirada de mi padre hacia el periódico. Tlin, tlin... La cara en “u” de mi madre, su mano en alto, la mirada de mi padre hacia el periódico

Ahora voy a conducir miles de kilómetros para verlos de nuevo, si ustedes pudiesen leer esto, si no estuviesen quietos, sacarían conclusiones: cómo bañarse con agua mineral, si acaso dan ganas de bañarse, cuánto tiempo habrá gasolina en los depósitos, cuánta comida aguanta la eternidad, o si la necesito, o acaso cuántas veces he intentado matarme, ¿Mi pulgar cicatrizó pero modificó el sonido?, ¿Sufro una especie de castigo?. Ustedes se preguntarían tantas cosas y yo sólo quiero sentir la lengua tibia de mi perro en la cara, oír la voz de alguien, un tosido, la lluvia en alguna ventana, la noche... Es imposible que unos puntos suspensivos tengan más sentido que esos últimos. Ya casi no me pregunto cosas, mi desolación es tan rotunda que no busca respuestas.

Ni siquiera importa que veo, que sigo viendo los pájaros alrededor del árbol, a mi madre con la “u” en la boca, que ahí sigue la pelota de fútbol, la mirada extraviada en el periódico de mi padre, la cara de bobo de ese niño hermoso, las señoras que siguen sin acabar la frase. Sólo importa que veo y que seguiré viendo el sol de las dos y dieciséis de la tarde.





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