Cruzo la calle para usar
la máquina de cortar fiambre de Julián. Me caen bien las personas
que eligen tener en su casa cosas como una máquina de cortar fiambre
o una de hacer churros, aunque él me caería bien casi de cualquier
forma.
Desenrollo el filet del
plástico transparente como a un pito de perro gigante. Fue Julián
el que dijo eso la primera vez que me vio con la carne congelada en
su casa y la verdad que me pareció un comentario gracioso... Esta
vez no hablo mucho con él, está concentrado viendo la tele, decimos
seis o siete frases espaciadas mientras yo voy cortando con cuidado
el cilindro rígido, nos conocemos tanto que hasta parece que no nos
alegramos cada vez que nos vemos. Limpio la máquina, me despido, él me dice “pollerudo” con la mirada en el televisor y yo vuelvo a
casa.
Acomodo las fetas en los
dos platos, en los nuestros... Marga sabe que suelo hacer Carpaccio
cuando me mando una cagada; calentarme y renunciar al trabajo,
comprar los botines de Messi, olvidarme de pagar el gas; entonces no
veo la hora de que llegue para decirle que esta vez no hice nada.
También pienso si de verdad le gusta tanto o si me lo dice porque es
fácil de hacer y no hay tantas chances de que yo lo arruine...
Sinceramente arruinar un Carpaccio es casi imposible.
Después corto la cebolla
lo más finito que puedo, creo que quien le dio esta versión de la
receta la pone casi picada, pero a Marga le gusta que parezcan fideos
casi transparentes y picantes. Me cuesta un huevo cortarla así
porque no soy cocinero como ella, pero por cómo se alegra parece que
le resulta todo un gesto que yo lo haga, no entiendo bien por qué.
Por más que me aleje de la tabla como un camello alérgico me hace
llorar la muy hija de puta, y otra vez como tantas veces, viendo el
borroso reflejo de la ventana me río de mi cara de boludo.
Trato de recordar quien
le dijo a Marga esto de la cebolla, o si lo vio en algún lado, pero
como no me importa mucho paso palabra.
Con el pelapapas peino el
queso parmesano, una de las pocas cosas gastronómicas que no me
enseñó ella, que aprendí por instinto un día que no recuerdo
bien pero que ella hasta el día de hoy cree improbable. Yo estoy
cien por cien convencido y hasta me enoja cuando me hace burla por
eso, pero me tiento de risa porque es muy buena para hacer ese tipo
de chistes, puede llegar a volverte loco si te agarra de punto... La
cosa es que me encanta que sea tan cabrona.
Después de acomodar con
cariño cada hojita de queso en el plato agarro las alcaparras, con
todo ese sabor concentrado que no me explico pero que he aprendido a
aceptar por la fuerza. Las saco con una cucharita que de milagro
entra en el frasquito de juguete en que las ponen, escurriéndolas
bien, porque Marga me dijo que las escurra sin explicarme los
motivos... No me explica las cosas que sabe que me voy a olvidar en
dos segundos. Las acomodo con un entretenido cuidado, concluyendo en
que la disposición de estos engendros minúsculos es una de las
mejores partes de preparar el Carpaccio.
Después saco la rúcula
de la heladera, me fijo que esté seca y “rozagante”, hecho que
logro después de cambiar dos o tres veces el papel absorbente.
“Rozagante”, sólo a Marga se le ocurre decirle “Rozagante” a
una hoja. Qué hincha
pelotas son los cocineros con esto de secar bien las hojas, pero para
qué entrar en disputa. Hago las montañitas verdes como si
manipulase el humo que despide un eructo del increíble Hulk, una que
otra vez hay que acomodar las hojas que se niegan a la edificación,
pero esta parte también es bastante entretenida, casi como poner
equilibradamente las alcaparras...
Me hago para atrás como
un peluquero que observa dos cabezas, hago jueguitos amuecados con
mis comisuras, comparo, no sea cosa que alguno de los dos sea más
bonito o más abundante. A Marga le encanta la disparidad para
cualquiera de los dos lados, hacerme burla porque supuestamente
pienso que es gorda si me he pasado con ella o porque soy un
amarrete si me he pasado conmigo.
Al verlos más o menos
parecidos los ataco con el molinillo de pimienta desde arriba de mi
cabeza, para hacerme el cool, además para que ciertos puntitos
negros decoren los bordes del plato... Aunque básicamente eso es
hacerme el cool.
Acomodo la botella de
aceite de oliva al lado de los platos, las dos mitades de limón en
un platito y la sal de Maldon, esa sal gourmet que es idéntica que
la otra sal, motivo de divertidas discusiones en muchas
oportunidades.
Y a partir de ahí lo que
más me gusta: Esperar a que la cerradura haga el ruido
característico y lindo de toda cerradura ansiada. Verla asomar por
el pasillo e ir haciéndome el payaso hasta los platos, como para
mostrarle lo prolijito que dejé los limones o la "sal careta" junto al aceite de oliva (el mil doscientas veces extra virgen que
compramos en la tienda orgánica). Hacer bailar el chorrito de aceite
por ambos platos, apretujar la sal histriónicamente por encima y
exprimir el limón tarareando el final de algún tango.
Una vez la esperé con
todo condimentado. No mucho tiempo, unos minutos, pero la carne se
cocinó con la mezcla de limón y sal en un ratito y la rúcula se
apachurró como si estuviese triste. Lo comimos igual mientras Marga
me explicaba por qué hay que condimentarlo en-el-momento, por eso
ahora hago todo el “circo sazonador” apenas la escucho entrar.
Ahí su sonrisa se vuelve
a repetir como cada vez, y por un pelo no es risotada... Me mata con
eso, es una suerte para los dos que se ría como se ríe. Entonces me
limpio con el repasador desesperadamente para ir a abrazarla, pero antes de que llegue se
hace para atrás señalándome con el índice. No
lo dice pero conozco esa cara de: “¿Qué cagada te mandaste?”.
Le digo que nada y aunque sé que soy medio bruto le digo que la
quiero. Todos los días le digo que la quiero. “¿En serio?” otra
vez sin decirlo, porque yo sé que ese dedo que me apunta significa “en serio” y como dándole cuerda a un reloj su risa
va reapareciendo, porque sabe diferenciar esa cara que tantas veces
yo trato de ocultar sin éxito con ésta, mi original cara de pelotudo enamorado. “En serio pues”, digo medio frustrado medio contento,
porque me tiene agarrado del alma.
Comemos, yo disfruto más
el verla comer que la mezcla de sabores. Comemos el Carpaccio de Lomo
que me enseñó Marga, comemos el único Carpaccio que conozco.
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