miércoles, 19 de octubre de 2016

Carpaccio de Lomo - Receta

Cruzo la calle para usar la máquina de cortar fiambre de Julián. Me caen bien las personas que eligen tener en su casa cosas como una máquina de cortar fiambre o una de hacer churros, aunque él me caería bien casi de cualquier forma.

Desenrollo el filet del plástico transparente como a un pito de perro gigante. Fue Julián el que dijo eso la primera vez que me vio con la carne congelada en su casa y la verdad que me pareció un comentario gracioso... Esta vez no hablo mucho con él, está concentrado viendo la tele, decimos seis o siete frases espaciadas mientras yo voy cortando con cuidado el cilindro rígido, nos conocemos tanto que hasta parece que no nos alegramos cada vez que nos vemos. Limpio la máquina, me despido, él me dice “pollerudo” con la mirada en el televisor y yo vuelvo a casa.

Acomodo las fetas en los dos platos, en los nuestros... Marga sabe que suelo hacer Carpaccio cuando me mando una cagada; calentarme y renunciar al trabajo, comprar los botines de Messi, olvidarme de pagar el gas; entonces no veo la hora de que llegue para decirle que esta vez no hice nada. También pienso si de verdad le gusta tanto o si me lo dice porque es fácil de hacer y no hay tantas chances de que yo lo arruine... Sinceramente arruinar un Carpaccio es casi imposible.

Después corto la cebolla lo más finito que puedo, creo que quien le dio esta versión de la receta la pone casi picada, pero a Marga le gusta que parezcan fideos casi transparentes y picantes. Me cuesta un huevo cortarla así porque no soy cocinero como ella, pero por cómo se alegra parece que le resulta todo un gesto que yo lo haga, no entiendo bien por qué. Por más que me aleje de la tabla como un camello alérgico me hace llorar la muy hija de puta, y otra vez como tantas veces, viendo el borroso reflejo de la ventana me río de mi cara de boludo.

Trato de recordar quien le dijo a Marga esto de la cebolla, o si lo vio en algún lado, pero como no me importa mucho paso palabra.

Con el pelapapas peino el queso parmesano, una de las pocas cosas gastronómicas que no me enseñó ella, que aprendí por instinto un día que no recuerdo bien pero que ella hasta el día de hoy cree improbable. Yo estoy cien por cien convencido y hasta me enoja cuando me hace burla por eso, pero me tiento de risa porque es muy buena para hacer ese tipo de chistes, puede llegar a volverte loco si te agarra de punto... La cosa es que me encanta que sea tan cabrona.

Después de acomodar con cariño cada hojita de queso en el plato agarro las alcaparras, con todo ese sabor concentrado que no me explico pero que he aprendido a aceptar por la fuerza. Las saco con una cucharita que de milagro entra en el frasquito de juguete en que las ponen, escurriéndolas bien, porque Marga me dijo que las escurra sin explicarme los motivos... No me explica las cosas que sabe que me voy a olvidar en dos segundos. Las acomodo con un entretenido cuidado, concluyendo en que la disposición de estos engendros minúsculos es una de las mejores partes de preparar el Carpaccio.

Después saco la rúcula de la heladera, me fijo que esté seca y “rozagante”, hecho que logro después de cambiar dos o tres veces el papel absorbente. “Rozagante”, sólo a Marga se le ocurre decirle “Rozagante” a una hoja. Qué hincha pelotas son los cocineros con esto de secar bien las hojas, pero para qué entrar en disputa. Hago las montañitas verdes como si manipulase el humo que despide un eructo del increíble Hulk, una que otra vez hay que acomodar las hojas que se niegan a la edificación, pero esta parte también es bastante entretenida, casi como poner equilibradamente las alcaparras...

Me hago para atrás como un peluquero que observa dos cabezas, hago jueguitos amuecados con mis comisuras, comparo, no sea cosa que alguno de los dos sea más bonito o más abundante. A Marga le encanta la disparidad para cualquiera de los dos lados, hacerme burla porque supuestamente pienso que es gorda si me he pasado con ella o porque soy un amarrete si me he pasado conmigo.

Al verlos más o menos parecidos los ataco con el molinillo de pimienta desde arriba de mi cabeza, para hacerme el cool, además para que ciertos puntitos negros decoren los bordes del plato... Aunque básicamente eso es hacerme el cool.

Acomodo la botella de aceite de oliva al lado de los platos, las dos mitades de limón en un platito y la sal de Maldon, esa sal gourmet que es idéntica que la otra sal, motivo de divertidas discusiones en muchas oportunidades.

Y a partir de ahí lo que más me gusta: Esperar a que la cerradura haga el ruido característico y lindo de toda cerradura ansiada. Verla asomar por el pasillo e ir haciéndome el payaso hasta los platos, como para mostrarle lo prolijito que dejé los limones o la "sal careta" junto al aceite de oliva (el mil doscientas veces extra virgen que compramos en la tienda orgánica). Hacer bailar el chorrito de aceite por ambos platos, apretujar la sal histriónicamente por encima y exprimir el limón tarareando el final de algún tango.

Una vez la esperé con todo condimentado. No mucho tiempo, unos minutos, pero la carne se cocinó con la mezcla de limón y sal en un ratito y la rúcula se apachurró como si estuviese triste. Lo comimos igual mientras Marga me explicaba por qué hay que condimentarlo en-el-momento, por eso ahora hago todo el “circo sazonador” apenas la escucho entrar.

Ahí su sonrisa se vuelve a repetir como cada vez, y por un pelo no es risotada... Me mata con eso, es una suerte para los dos que se ría como se ríe. Entonces me limpio con el repasador desesperadamente para ir a abrazarla, pero antes de que llegue se hace para atrás señalándome con el índice. No lo dice pero conozco esa cara de: “¿Qué cagada te mandaste?”. Le digo que nada y aunque sé que soy medio bruto le digo que la quiero. Todos los días le digo que la quiero. “¿En serio?” otra vez sin decirlo, porque yo sé que ese dedo que me apunta significa “en serio” y como dándole cuerda a un reloj su risa va reapareciendo, porque sabe diferenciar esa cara que tantas veces yo trato de ocultar sin éxito con ésta, mi original cara de pelotudo enamorado. “En serio pues”, digo medio frustrado medio contento, porque me tiene agarrado del alma.

Comemos, yo disfruto más el verla comer que la mezcla de sabores. Comemos el Carpaccio de Lomo que me enseñó Marga, comemos el único Carpaccio que conozco.



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