Abrí los ojos y la vi
deambuar por la habitación, caminaba como en vano, y hasta el
espacio que yo ocupaba en su cama parecía disgustado conmigo.
No terminaba de hacer, de
agacharse, de reflexionar; tal vez quería comenzar a vestirse,
quizás buscar el teléfono, recogerse el pelo o encontrar la coleta.
Yo la observaba de costado atento en mantener la misma posición que
tuve al despertar, un vacío me obligaba a ser testigo de su
arrepentimiento.
Al estar más diurna
estaba más desnuda, podía detectar el halo entrando por el hueco
entre sus muslos, ver los vellos reflejándose en si mismos, oír la
tensión de sus pantorrillas cuando sus talones crujian el piso.
Disfruté mucho esos minutos en que no me supo despierto... Luego su
mirada pasó fugaz por mi cuerpo como si fuese carne en mal estado,
una manta mojada arruinando su cama, un café frío con azúcar.
La apertura de un cajón
hizo su característico ruido deslizante, al principio no supe cuál
era el elegido para sus bombachas, porque su culo me ocultaba el
gesto y porque yo no la conocía tanto como para saberlo. Hice un pequeño
seprenteo con la cabeza (inútil resultaba seguir quieto), y pude ver
que la sacó del cajón del medio. ¿Qué habría en el primero? ¿Qué
podría ser más prioritario que su sexualidad inquieta?
La bombacha no era la que
había escondido con fiereza entre su falda hacía sólo unas horas,
no era la que había imaginado toda la noche descendiendo por sus
piernas cada vez que las cruzaba, la que finalmente bajó convencida
arqueando la espalda. No era la que de hecho seguía desparramada
entre las sábanas.
Que había despertado
antes que yo era evidente, que no había podido dormir a mi lado
también. Se habrá duchado en cuanto clareó por la ventana, para
despegarse, para arrastrar. De nuevo se giró para no poder creerlo,
esta vez un tanto acurrucada, atravesando sus pelos mojados con los
dedos, como si tocase hacia abajo un arpa. No sonrió, apenas si pestañeó, parecía concentrada únicamente en ese movimiento.
Volvió al baño, ubicado
en la misma habitación... Y yo que lo había supuesto tan conveniente por la madrugada. Nada de ruidos, no meaba, no bajaba la tapa, no la
subía. No abría ni cerraba la pequeña puerta espejada, no
destapaba ni tapaba un rímel o un lápiz de labios, no se lavaba las
manos ni dejaba correr el agua.
Estaría sentada en el
inodoro, acodada en sus rodillas. Nunca pude oír un silencio tan
ridículo, tan obsceno.
Dijo “Lo siento”,
casi antes de salir del baño, mientras yo terminaba de ponerme las
medias. “Lo sé”, murmuré con las manos urgentes, llenas de
zapatillas, chaqueta y muelas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario