miércoles, 15 de junio de 2016

Noche Mala


Abrí los ojos y la vi deambuar por la habitación, caminaba como en vano, y hasta el espacio que yo ocupaba en su cama parecía disgustado conmigo.

No terminaba de hacer, de agacharse, de reflexionar; tal vez quería comenzar a vestirse, quizás buscar el teléfono, recogerse el pelo o encontrar la coleta. Yo la observaba de costado atento en mantener la misma posición que tuve al despertar, un vacío me obligaba a ser testigo de su arrepentimiento.

Al estar más diurna estaba más desnuda, podía detectar el halo entrando por el hueco entre sus muslos, ver los vellos reflejándose en si mismos, oír la tensión de sus pantorrillas cuando sus talones crujian el piso. Disfruté mucho esos minutos en que no me supo despierto... Luego su mirada pasó fugaz por mi cuerpo como si fuese carne en mal estado, una manta mojada arruinando su cama, un café frío con azúcar.

La apertura de un cajón hizo su característico ruido deslizante, al principio no supe cuál era el elegido para sus bombachas, porque su culo me ocultaba el gesto y porque yo no la conocía tanto como para saberlo. Hice un pequeño seprenteo con la cabeza (inútil resultaba seguir quieto), y pude ver que la sacó del cajón del medio. ¿Qué habría en el primero? ¿Qué podría ser más prioritario que su sexualidad inquieta?

La bombacha no era la que había escondido con fiereza entre su falda hacía sólo unas horas, no era la que había imaginado toda la noche descendiendo por sus piernas cada vez que las cruzaba, la que finalmente bajó convencida arqueando la espalda. No era la que de hecho seguía desparramada entre las sábanas.

Que había despertado antes que yo era evidente, que no había podido dormir a mi lado también. Se habrá duchado en cuanto clareó por la ventana, para despegarse, para arrastrar. De nuevo se giró para no poder creerlo, esta vez un tanto acurrucada, atravesando sus pelos mojados con los dedos, como si tocase hacia abajo un arpa. No sonrió, apenas si pestañeó, parecía concentrada únicamente en ese movimiento.

Volvió al baño, ubicado en la misma habitación... Y yo que lo había supuesto tan conveniente por la madrugada. Nada de ruidos, no meaba, no bajaba la tapa, no la subía. No abría ni cerraba la pequeña puerta espejada, no destapaba ni tapaba un rímel o un lápiz de labios, no se lavaba las manos ni dejaba correr el agua.

Estaría sentada en el inodoro, acodada en sus rodillas. Nunca pude oír un silencio tan ridículo, tan obsceno.

Dijo “Lo siento”, casi antes de salir del baño, mientras yo terminaba de ponerme las medias. “Lo sé”, murmuré con las manos urgentes, llenas de zapatillas, chaqueta y muelas.

Abrí la puerta con una sensación imposible en los omóplatos, como si éstos recibiesen todo el peso de la vergüenza; quise cerrarla procurando que no haya ruido, que el pestillo encastre mudo en su escondite. Pero el picaporte sólo abría por dentro. Claclán. Habrá resoplado tranquila: “Por fin se ha ido”.




No hay comentarios:

Publicar un comentario