Él nene abandonó por un
momento el tedio del televisor y fue hasta la habitación de
Fernanda, la hija de un matrimonio que en ese momento visitaba junto
a su madre, o que su madre visitaba aunque él también se
encontrara en la casa. La chica estaría en gimnsasia artística, o
quizás en lo de una amiga, él asimiló sólo el comentario del padre
de la niña: “Una lástima que no esté... Para que no se aburra”.
Entró de golpe, abrió
un cajón, no encontró lo que buscaba y le pareció extraño que lo
que buscaba no haya estado en ese cajón. Tic-tacteaba entre
la búsqueda y la puerta de entrada del cuarto, como un espía, casi
como un niño. Abrió otro cajón, luego un tercero, donde sí
descansaba la ropa interior de la adolescente. Agarró una bombacha
al azar, blanca con círculos azules, la acercó a su nariz y aunque
lo decepcionó la limpieza, respiró hondo cerrando los ojos. Se
llevó esa prenda escondida entre su camiseta, o eso pretendió al
principio, hasta volver arrepentido y sumarle dos más. Se dirigió
al baño, trabó la puerta y se masturbó manteniendo las prendas
apretadas en la nariz.
Luego, por la ausencia de
adrenalina en su carne, no fue hasta el cuarto a devolver las
bombachas, sino que las escondió entre las toallas y los toallones,
al fondo del armario, lo más atrás que pudo.
Volvió al salón donde
su madre, una señora que no conocía y la pareja anfitriona,
jugaban a las cartas. Se rehizo en el sofá a ver la tele, esperando
que una de las duplas acabe con la otra. Había olor a café y a
muchos cigarrillos. Todo mezclado con el perfume de la señora
desconocida: “Fendi”, él lo sabía porque su madre lo había
tenido acomodado en su neceser. No sabía el nombre, pero sabía que
era Fendi, o que esa señora olía como su madre hacía unos años
(la misma señora le pidió que vacíe los ceniceros... dos veces;
dijo por favor, pero muy al final de la frase y con una dicción
amorosa exagerada). Finalmente la pareja anfitriona arrasó
con sus invitados poco antes de las nueve, y aunque al muchacho le
hubiese gustado cruzarse con Fernanda, saludarla con una casualidad
casi rabiosa, quizás sin mirarla a los ojos para engendrar la
fantasía de nuevos encuentros invisibles... la niña llegó justo
después de que él se marchara.
Norma sube al segundo
colectivo, quizás si fuesen cinco calles menos alcanzaría con uno,
pero la suerte es así de limítrofe. Paga el boleto con la misma
sensación del día anterior, la de esas cinco calles, la de las
matemáticas duplicando el presupuesto para el transporte. El chofer,
ya conocido y protocolar, hace alusión al clima en un cliché que
sólo sirve para arruinar la narrativa. Norma se sienta adelante,
sube el bolso encima de sus muslos y apoya los antebrazos entre las
asas. Luego relaja la espalda hacia atrás y mira el mundo por la
ventana, el mismo mundo reducido a un recorrido preciso; el mismo
kiosquero abriendo el local, los chicos yendo a la escuela con las
mochilas de su mismo tamaño, los bocinazos, las caras matutinas
encerradas en los autos que Norma observa desde arriba, los que
tararean, los que ya vociferan contra el teléfono, y los que miran
para arriba y la encuentran. Estos últimos por lo general comparten
el momento hasta que el semáforo devuelve el verde. Norma piensa que
se miran con descaro por tanto vidrio, metal y aire que los separa.
No pasa demasiado hasta que tiene que bajarse, claro... Las cinco
cuadras de más o de menos. No toca el timbre, el chofer ya lo sabe,
además Norma baja por el frente, incluso si el colectivo está vació
procura ubicarse en los asientos delanteros. Da los buenos días, los
recibe de vuelta y se baja haciendo malabares con el bolso.
Como cada sábado Norma
tendrá que preparar la mesa para el juego de naipes, es una de las
excepciones a la rutina de los lunes, de los martes, de los
miércoles, de los jueves, de los viernes... Sabe que tiene que
hacerlo mientras comienza con lo habitual, cambiarse de ropa, ponerse
uno de los delantales, juntar las dos tazas de café y el tazón de
chocolatada, guardar la mermelada y la manteca en la heladera, juntar
las migas de la mesa con el paño amarillo, prender la radio (esa que ya
ni necesita sintonizar), lavar a mano las tazas y los platos, esperar
a que los señores y la nena bajen de sus habitaciones, saludarlos, y
por lo general escuchar ciertas sugerencias de
la señora: Almuerzo preferible, rincones que necesitan ser
repasados, o preguntas sobre extrañas ausencias. Ausencias según la
señora, porque hasta ese día nunca se trató de “ausencias”,
sino más bien de juicios; el queso untable estaba camuflado en las
acelgas, el suéter de hilo estaba en el mismo sector del armario,
las fundas de almohada (parte del juego a rayas beige), estaban para
planchar. Y a esas ausencias, quizás para disfrazar a ese juicio, la
señora le sumaba “ausencias” de objetos inofensivos; los
estudios médicos de la nena estaban en el cajón de su sala de
estudios, la última factura de la luz abajo del teléfono, el folleto
del delivery ahí mismo imantado en la heladera. Ahí. Ah, ahí. Así
el “ah” de la señora sonaba a “la verdad me da igual”,
mientras el rencor de Norma permanecía distraído o más bien inexistente .
¿Pero
de qué se trataba en este caso?. Es decir, sabía de qué tres
prendas le hablaba la señora, conocía a la perfección lo que cada
cierta cantidad de tiempo recogía del piso de la habitación de
Fernanda, de arriba de su cómoda, así como también conocía lo que
recogía de los respaldos de las sillas de los señores, o también
(rara vez), del piso o de abajo de su cama matrimonial. Norma apretó
su delantal por lo bajo, buscando en la rutina el origen de las
prendas, extraviando la mirada en los pies del lavavajillas. Llevó después sus ojos hacia Fernanda, todavía exenta de las suspicacias adultas y
adulteradas, pero ésta miró a su madre con fugacidad para luego
perder la vista en un punto fijo de las alacenas.
Lo
siguiente lo suponemos nosotros por una sencilla serie de cuentas
matemáticas: Ha pasado casi-casi una semana, casi-casi entera, con
sus seis días emparedados entre bridge y bridge. Una niña promedio
puede tener una veintena de bombachas y corpiños, de los cuales
siete u ocho podrían ser usados con asiduidad, y la estadística,
aunque un tanto azarosa, presume que al menos una de las tres prendas
corrompidas por el muchachito se incluyen en esas siete u ocho.
Entonces el extravío puede haber salido a la luz (ironía aparte),
quizás el día martes... máximo el miércoles. ¿Por qué esperar
hasta el sábado para cuestionar la ausencia?. Fernanda habría
preguntado sin inquina por una de las bombachas (luego por inercia dilucidaría que son tres al revolver, otra vez sin inquina, el cajón de su ropa interior),preguntarle a quién sino a
mamá, quizás porque en general se baña por las noches luego de
alguna de sus actividades extracurriculares, momento en el que Norma
ya no está, donde quizás ya vuelve a su casa en el primer
colectivo, el que sólo dura un par de cuadras. Y mamá, que poco se
interesa por muchas cosas, mucho se interesa por temas de esta
índole. Casi al borde de desear ese suceso desagradable, el de poder
descubrir al fin uno de esos acontecimientos de los que no habla con
casi nadie, salvo con algunas amigas a las que previamente va probando con sutiles indirectas, respondiendo con la misma sutileza a
las indirectas recibidas. Acelerada llega la madre a la habitación,
preguntando sorprendida por el número de prendas, no porque no
hubiese escuchado “tres bombachas”, sino porque “tres” no se
traspapela en el desorden, o porque “tres” no queda olvidado en
casa de alguna de sus amiguitas. Así, asegurarse el “acá hay algo
raro”, rebuscar milimétricamente en la sala de lavado, revolver
(no sin cierto desagrado) el cesto de mimbre que aloja la ropa sucia
en la esquina del baño, buscar también en las dos mochilas de
Fernanda, abajo de la cama, del sofá, preguntarle si está-segura
que no las dejó en casa de María... de Josefina... ¿segura?,
estando ella segura que no, que tres bombachas no se olvidan en
ningún lado, pero con una sedienta necesidad por el implícito
sumario, ese en que la crueldad no va a tener nada que ver con su
comportamiento inminente, racional e inevitable. Por eso tuvo que
rebuscar lo que en otra situación preguntaría por la mañana a
Norma con la sequedad de quien no quiere perder el tiempo. Búsqueda
minuciosa y casi ridícula que en este caso, le llevó unos tres
días... Aproximadamente miércoles, jueves y viernes.
Norma
no tuvo una respuesta inmediata, pero la seguridad de su inocencia la
llevó a aseverar que ahora se encargaría de buscar las bombachas de
la señorita. La señora, con mirada ambigüa, meneó la cabeza
fingiendo estar segura que sin dudas aparecerían por ahí, aunque al
tercer meneo bajó las comisuras diciendo casi para ella que habían
estado buscando, ¿no, Fer?... pero que seguro no lo habían hecho lo
suficientemente bien. ¿Algo más señora?, agregó Norma mirando al
señor, quien parecía ni
entender lo que estaba
pasando, quizás acostumbrado a la mujer que había elegido para el
matrimonio. La señora siguió con la lógica de quien no ha dado un
veredicto irrevocable del caso (o que no quiere que se note si es que
lo ha dado). Almuerzo, restregar bien-bien
la cortina blanca del baño, controlar que el café alcance para la
batalla de bridge, bueno, sino comprar alguno digno en el
supermercado, que no le había dado tiempo de pasar por el café que
de verdad vale la pena. Se les hacía tarde a todos, la señora
chasqueó los dedos para despertar del sopor a su familia,
“¡Andando!”. Buenos días señora, buenos días señor, chau
Ferni...
Norma
comenzó buscando con la paciencia, pero sobre todo con la ingenuidad
de quien no sospecha que han estado tras ella. Así abrió el cajón
un tanto esperanzada, y con cuidado movió las medias, los corpiños
y las bombachas de la niña. Y fue al cerrarlo cuando le sopló la
nuca el miedo, ya que al tejer la cotidianeidad del recoger, lavar,
planchar, recordó haber guardado en ese mismo cajón la bombacha de
lunares azules, el jueves o el viernes anterior, casi segura que el
jueves, entonces la imagen concisa de una de las prendas se le
presentó como un Cuco, porque no recordó verla en el cesto después
de ese día, tampoco en algún rincón de la habitación de Fernanda.
Se sentó en la cama deshecha, haciendo juego con el revoltijo de
sábanas y de mantas, apeó sus codos en las rodillas e intentó
presentir una conspiración, haciendo las cuentas que hemos propuesto
más arriba, pero esa ingenuidad y esa inocencia la cortaron como un
aplauso... La habría usado, ensuciado, dejado para lavar sin que la
señora o ella lo hubiesen percibido, porque la señora había dicho
que la habían buscado pero no imaginaba con cuánto ahínco. Ya sin
importar la cronología circunstancial de las otras dos bombachas se
fue arrastrando los pies hasta el cesto del baño, donde encontró un
vacío y un sollozo agachado al terminar de revolver casi sin
voluntad la ropa sucia.
Cuando
a las cinco de la tarde llegaron las dos señoras y el hijo de una de
ellas, el café humeaba en la cafetera eléctrica, no el que la
señora hubiese querido, pero Norma compró el mejor que ofrece el
supermercado como le habían dicho, además preparó con honradez el
almuerzo, cambió las sábanas como cada sábado, pensó en que no
había ropa suficiente para poner a funcionar el lavarropas, limpió
con lavandina la cortina del baño, preparó la mesa de juego,
acomodó las tazas y la azucarera, dispuso los dos ceniceros sobre el
tapete verde, uno por pareja, y a las cinco y media se despidió del
matrimonio y de los invitados, no sin antes pedirle a la señora unos
minutos para decirle que las bombachas no habían aparecido... (sin
agregar “todavía”, porque al conocer la lógica de la ropa
familar sabía que no se trataba de tiempo). Pero la señora tenía
bridge, protocolo, visitas, ya hablarían el lunes. Lunes, entonces
“hasta el lunes señora”, ahora sí, “Hasta el lunes Norma”,
y la señora que vuelve elegantemente acongojada hacia la mesa, lista
para la disputa de cartas y de Benson & Hedges. El señor ya
mezclaba las cartas, impasible, y el chiquillo prendía desganado el
televisor, fingiendo el paso casual de unos minutos para poder ir
hasta el baño.
Ya no
se trataba sólo de adrenalina, sino también de la curiosidad de un
niño en el umbral de la adolescencia, ¿estarían las prendas donde
las había dejado?. Pasó por el cuarto de la chica, que como ese
otro sábado estaría en casa de una amiga o en gimnasia artística,
pero en vez de entrar fue directo al baño, al armario de las
toallas, al escondite de su última travesura. Lo abrió, y de puntas
de pie serpenteó su mano derecha hasta el fondo, desde donde extrajo
las tres prendas; recordó entonces la desazón de la limpieza, y con
las bombachas apretadas entre sus dedos miró de reojo hacia la
esquina del cesto. Con la mano libre, puntualmente con el dedo índice
y el dedo del medio, como si se tratase de un estofado viscoso,
rebuscó entre la ropa hasta dar con una prenda que por tamaño y
diseño pudiese ser la indicada. La acogotó junto a las otras tres,
y respirando esa mezcla de limpieza y de uso se volvió a masturbar
con los ojos cerrados entre imágenes aleatorias de Fernanda. Antes
de salir, por el simple hecho de que ya no quedaba adrenalina, no
pensó en separar las prendas limpias de la bombacha extraída del
cesto de mimbre, sino que arrojó las cuatro como si todas estuvieran
sucias.
Y lo
estaban... y lo estarían el lunes cuando Norma salude a todos por
última vez, luego de deshacer el desayuno, enjuagar las tazas,
guardar la mermelada y la manteca en la heladera, juntar las migas
con el paño amarillo.
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