miércoles, 15 de junio de 2016

Ropa Sucia (cuento)

Él nene abandonó por un momento el tedio del televisor y fue hasta la habitación de Fernanda, la hija de un matrimonio que en ese momento visitaba junto a su madre, o que su madre visitaba aunque él también se encontrara en la casa. La chica estaría en gimnsasia artística, o quizás en lo de una amiga, él asimiló sólo el comentario del padre de la niña: “Una lástima que no esté... Para que no se aburra”.

Entró de golpe, abrió un cajón, no encontró lo que buscaba y le pareció extraño que lo que buscaba no haya estado en ese cajón. Tic-tacteaba entre la búsqueda y la puerta de entrada del cuarto, como un espía, casi como un niño. Abrió otro cajón, luego un tercero, donde sí descansaba la ropa interior de la adolescente. Agarró una bombacha al azar, blanca con círculos azules, la acercó a su nariz y aunque lo decepcionó la limpieza, respiró hondo cerrando los ojos. Se llevó esa prenda escondida entre su camiseta, o eso pretendió al principio, hasta volver arrepentido y sumarle dos más. Se dirigió al baño, trabó la puerta y se masturbó manteniendo las prendas apretadas en la nariz.

Luego, por la ausencia de adrenalina en su carne, no fue hasta el cuarto a devolver las bombachas, sino que las escondió entre las toallas y los toallones, al fondo del armario, lo más atrás que pudo.

Volvió al salón donde su madre, una señora que no conocía y la pareja anfitriona, jugaban a las cartas. Se rehizo en el sofá a ver la tele, esperando que una de las duplas acabe con la otra. Había olor a café y a muchos cigarrillos. Todo mezclado con el perfume de la señora desconocida: “Fendi”, él lo sabía porque su madre lo había tenido acomodado en su neceser. No sabía el nombre, pero sabía que era Fendi, o que esa señora olía como su madre hacía unos años (la misma señora le pidió que vacíe los ceniceros... dos veces; dijo por favor, pero muy al final de la frase y con una dicción amorosa exagerada). Finalmente la pareja anfitriona arrasó con sus invitados poco antes de las nueve, y aunque al muchacho le hubiese gustado cruzarse con Fernanda, saludarla con una casualidad casi rabiosa, quizás sin mirarla a los ojos para engendrar la fantasía de nuevos encuentros invisibles... la niña llegó justo después de que él se marchara.

Norma sube al segundo colectivo, quizás si fuesen cinco calles menos alcanzaría con uno, pero la suerte es así de limítrofe. Paga el boleto con la misma sensación del día anterior, la de esas cinco calles, la de las matemáticas duplicando el presupuesto para el transporte. El chofer, ya conocido y protocolar, hace alusión al clima en un cliché que sólo sirve para arruinar la narrativa. Norma se sienta adelante, sube el bolso encima de sus muslos y apoya los antebrazos entre las asas. Luego relaja la espalda hacia atrás y mira el mundo por la ventana, el mismo mundo reducido a un recorrido preciso; el mismo kiosquero abriendo el local, los chicos yendo a la escuela con las mochilas de su mismo tamaño, los bocinazos, las caras matutinas encerradas en los autos que Norma observa desde arriba, los que tararean, los que ya vociferan contra el teléfono, y los que miran para arriba y la encuentran. Estos últimos por lo general comparten el momento hasta que el semáforo devuelve el verde. Norma piensa que se miran con descaro por tanto vidrio, metal y aire que los separa. No pasa demasiado hasta que tiene que bajarse, claro... Las cinco cuadras de más o de menos. No toca el timbre, el chofer ya lo sabe, además Norma baja por el frente, incluso si el colectivo está vació procura ubicarse en los asientos delanteros. Da los buenos días, los recibe de vuelta y se baja haciendo malabares con el bolso.

Como cada sábado Norma tendrá que preparar la mesa para el juego de naipes, es una de las excepciones a la rutina de los lunes, de los martes, de los miércoles, de los jueves, de los viernes... Sabe que tiene que hacerlo mientras comienza con lo habitual, cambiarse de ropa, ponerse uno de los delantales, juntar las dos tazas de café y el tazón de chocolatada, guardar la mermelada y la manteca en la heladera, juntar las migas de la mesa con el paño amarillo, prender la radio (esa que ya ni necesita sintonizar), lavar a mano las tazas y los platos, esperar a que los señores y la nena bajen de sus habitaciones, saludarlos, y por lo general escuchar ciertas sugerencias de la señora: Almuerzo preferible, rincones que necesitan ser repasados, o preguntas sobre extrañas ausencias. Ausencias según la señora, porque hasta ese día nunca se trató de “ausencias”, sino más bien de juicios; el queso untable estaba camuflado en las acelgas, el suéter de hilo estaba en el mismo sector del armario, las fundas de almohada (parte del juego a rayas beige), estaban para planchar. Y a esas ausencias, quizás para disfrazar a ese juicio, la señora le sumaba “ausencias” de objetos inofensivos; los estudios médicos de la nena estaban en el cajón de su sala de estudios, la última factura de la luz abajo del teléfono, el folleto del delivery ahí mismo imantado en la heladera. Ahí. Ah, ahí. Así el “ah” de la señora sonaba a “la verdad me da igual”, mientras el rencor de Norma permanecía distraído  o más bien inexistente .

¿Pero de qué se trataba en este caso?. Es decir, sabía de qué tres prendas le hablaba la señora, conocía a la perfección lo que cada cierta cantidad de tiempo recogía del piso de la habitación de Fernanda, de arriba de su cómoda, así como también conocía lo que recogía de los respaldos de las sillas de los señores, o también (rara vez), del piso o de abajo de su cama matrimonial. Norma apretó su delantal por lo bajo, buscando en la rutina el origen de las prendas, extraviando la mirada en los pies del lavavajillas. Llevó después sus ojos hacia Fernanda, todavía exenta de las suspicacias adultas y adulteradas, pero ésta miró a su madre con fugacidad para luego perder la vista en un punto fijo de las alacenas.

Lo siguiente lo suponemos nosotros por una sencilla serie de cuentas matemáticas: Ha pasado casi-casi una semana, casi-casi entera, con sus seis días emparedados entre bridge y bridge. Una niña promedio puede tener una veintena de bombachas y corpiños, de los cuales siete u ocho podrían ser usados con asiduidad, y la estadística, aunque un tanto azarosa, presume que al menos una de las tres prendas corrompidas por el muchachito se incluyen en esas siete u ocho. Entonces el extravío puede haber salido a la luz (ironía aparte), quizás el día martes... máximo el miércoles. ¿Por qué esperar hasta el sábado para cuestionar la ausencia?. Fernanda habría preguntado sin inquina por una de las bombachas (luego por inercia dilucidaría que son tres al revolver, otra vez sin inquina, el cajón de su ropa interior),preguntarle a quién sino a mamá, quizás porque en general se baña por las noches luego de alguna de sus actividades extracurriculares, momento en el que Norma ya no está, donde quizás ya vuelve a su casa en el primer colectivo, el que sólo dura un par de cuadras. Y mamá, que poco se interesa por muchas cosas, mucho se interesa por temas de esta índole. Casi al borde de desear ese suceso desagradable, el de poder descubrir al fin uno de esos acontecimientos de los que no habla con casi nadie, salvo con algunas amigas a las que previamente va probando con sutiles indirectas, respondiendo con la misma sutileza a las indirectas recibidas. Acelerada llega la madre a la habitación, preguntando sorprendida por el número de prendas, no porque no hubiese escuchado “tres bombachas”, sino porque “tres” no se traspapela en el desorden, o porque “tres” no queda olvidado en casa de alguna de sus amiguitas. Así, asegurarse el “acá hay algo raro”, rebuscar milimétricamente en la sala de lavado, revolver (no sin cierto desagrado) el cesto de mimbre que aloja la ropa sucia en la esquina del baño, buscar también en las dos mochilas de Fernanda, abajo de la cama, del sofá, preguntarle si está-segura que no las dejó en casa de María... de Josefina... ¿segura?, estando ella segura que no, que tres bombachas no se olvidan en ningún lado, pero con una sedienta necesidad por el implícito sumario, ese en que la crueldad no va a tener nada que ver con su comportamiento inminente, racional e inevitable. Por eso tuvo que rebuscar lo que en otra situación preguntaría por la mañana a Norma con la sequedad de quien no quiere perder el tiempo. Búsqueda minuciosa y casi ridícula que en este caso, le llevó unos tres días... Aproximadamente miércoles, jueves y viernes.

Norma no tuvo una respuesta inmediata, pero la seguridad de su inocencia la llevó a aseverar que ahora se encargaría de buscar las bombachas de la señorita. La señora, con mirada ambigüa, meneó la cabeza fingiendo estar segura que sin dudas aparecerían por ahí, aunque al tercer meneo bajó las comisuras diciendo casi para ella que habían estado buscando, ¿no, Fer?... pero que seguro no lo habían hecho lo suficientemente bien. ¿Algo más señora?, agregó Norma mirando al señor, quien parecía ni entender lo que estaba pasando, quizás acostumbrado a la mujer que había elegido para el matrimonio. La señora siguió con la lógica de quien no ha dado un veredicto irrevocable del caso (o que no quiere que se note si es que lo ha dado). Almuerzo, restregar bien-bien la cortina blanca del baño, controlar que el café alcance para la batalla de bridge, bueno, sino comprar alguno digno en el supermercado, que no le había dado tiempo de pasar por el café que de verdad vale la pena. Se les hacía tarde a todos, la señora chasqueó los dedos para despertar del sopor a su familia, “¡Andando!”. Buenos días señora, buenos días señor, chau Ferni...

Norma comenzó buscando con la paciencia, pero sobre todo con la ingenuidad de quien no sospecha que han estado tras ella. Así abrió el cajón un tanto esperanzada, y con cuidado movió las medias, los corpiños y las bombachas de la niña. Y fue al cerrarlo cuando le sopló la nuca el miedo, ya que al tejer la cotidianeidad del recoger, lavar, planchar, recordó haber guardado en ese mismo cajón la bombacha de lunares azules, el jueves o el viernes anterior, casi segura que el jueves, entonces la imagen concisa de una de las prendas se le presentó como un Cuco, porque no recordó verla en el cesto después de ese día, tampoco en algún rincón de la habitación de Fernanda. Se sentó en la cama deshecha, haciendo juego con el revoltijo de sábanas y de mantas, apeó sus codos en las rodillas e intentó presentir una conspiración, haciendo las cuentas que hemos propuesto más arriba, pero esa ingenuidad y esa inocencia la cortaron como un aplauso... La habría usado, ensuciado, dejado para lavar sin que la señora o ella lo hubiesen percibido, porque la señora había dicho que la habían buscado pero no imaginaba con cuánto ahínco. Ya sin importar la cronología circunstancial de las otras dos bombachas se fue arrastrando los pies hasta el cesto del baño, donde encontró un vacío y un sollozo agachado al terminar de revolver casi sin voluntad la ropa sucia.

Cuando a las cinco de la tarde llegaron las dos señoras y el hijo de una de ellas, el café humeaba en la cafetera eléctrica, no el que la señora hubiese querido, pero Norma compró el mejor que ofrece el supermercado como le habían dicho, además preparó con honradez el almuerzo, cambió las sábanas como cada sábado, pensó en que no había ropa suficiente para poner a funcionar el lavarropas, limpió con lavandina la cortina del baño, preparó la mesa de juego, acomodó las tazas y la azucarera, dispuso los dos ceniceros sobre el tapete verde, uno por pareja, y a las cinco y media se despidió del matrimonio y de los invitados, no sin antes pedirle a la señora unos minutos para decirle que las bombachas no habían aparecido... (sin agregar “todavía”, porque al conocer la lógica de la ropa familar sabía que no se trataba de tiempo). Pero la señora tenía bridge, protocolo, visitas, ya hablarían el lunes. Lunes, entonces “hasta el lunes señora”, ahora sí, “Hasta el lunes Norma”, y la señora que vuelve elegantemente acongojada hacia la mesa, lista para la disputa de cartas y de Benson & Hedges. El señor ya mezclaba las cartas, impasible, y el chiquillo prendía desganado el televisor, fingiendo el paso casual de unos minutos para poder ir hasta el baño.

Ya no se trataba sólo de adrenalina, sino también de la curiosidad de un niño en el umbral de la adolescencia, ¿estarían las prendas donde las había dejado?. Pasó por el cuarto de la chica, que como ese otro sábado estaría en casa de una amiga o en gimnasia artística, pero en vez de entrar fue directo al baño, al armario de las toallas, al escondite de su última travesura. Lo abrió, y de puntas de pie serpenteó su mano derecha hasta el fondo, desde donde extrajo las tres prendas; recordó entonces la desazón de la limpieza, y con las bombachas apretadas entre sus dedos miró de reojo hacia la esquina del cesto. Con la mano libre, puntualmente con el dedo índice y el dedo del medio, como si se tratase de un estofado viscoso, rebuscó entre la ropa hasta dar con una prenda que por tamaño y diseño pudiese ser la indicada. La acogotó junto a las otras tres, y respirando esa mezcla de limpieza y de uso se volvió a masturbar con los ojos cerrados entre imágenes aleatorias de Fernanda. Antes de salir, por el simple hecho de que ya no quedaba adrenalina, no pensó en separar las prendas limpias de la bombacha extraída del cesto de mimbre, sino que arrojó las cuatro como si todas estuvieran sucias.

Y lo estaban... y lo estarían el lunes cuando Norma salude a todos por última vez, luego de deshacer el desayuno, enjuagar las tazas, guardar la mermelada y la manteca en la heladera, juntar las migas con el paño amarillo.






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