No debía dormir en mi
casa, no debía ser yo la primera opción cuando aún se palpaba los
bolsillos buscando las llaves. Me ofrecí por tener un cuarto de más,
por tener una cama en ese cuarto con las sábanas, por las dudas.
Pero por las dudas no era una de esas dudas. No había dudas sobre el
error irreductible de que esa chica entrase a casa para intentar
preguntarme si la mesa de la entrada la había pintado yo, para usar
mi baño, para dejar su ropa en una silla y quedar semidesnuda a una
pared de distancia.
Todos coincidieron
minutos antes en que mi oferta era honesta, aunque todos bromearon
con esa oportunidad hecha de azar y de ginebra, los chistes eran
color claro, brotaban de sus bocas con tal naturalidad que me dejaban
en evidencia: soy un hombre sin morbo e inofensivo. ¿Me harían los
chistes para ponerme a prueba? ¿Querría alguien encriptarme un
reloj despertador?.
Nos separamos a la salida
del bar con los residuos burlescos perdiéndose a medida que
avanzábamos. Mi andar pretendía ser uno diurno, uno haciéndose
pasar por mediodía: mis ojos iban del suelo a los lados, como si
llegar con ella a mi casa fuese como llegar con cualquiera. Ninguno
de los que estaban en ese bar lo sabían. Ella no lo sabía. Yo lo
había sabido casi dos años atrás.
En las escaleras decidí
ir primero para que no suponga que le puedo mirar el culo.
Abrí la puerta y antes
que me pudiese preguntar le aclaré que la mesa era obra de mi
hermano, le mostré el baño y luego el taller donde se acobarda la
cama de una plaza. Mientras ella se quedaba sin saber qué hacer con
su incomodidad, fui hasta mi cuarto para buscar una de mis almohadas,
en el camino imaginé que podría pensar que querría que me siga
para que lo viese, con mi cama de dos plazas y yo sugerir algo de
manera indirecta y llegué a enojarme, por ello a mitad de camino
dije que me “aguantase ahí” que iba a buscar una almohada. Le
ofrecí agua, algo de comer... A su vez pensé en las cervezas con
tequila y la sidra de frutos rojos y las encontré depravadas y
sucias. No quiso tomar nada.
Fui al baño y el sonido
de mi orina en el inodoro me puso nervioso, abrí el grifo y la
angustia se estiró en mi panza llegando con los dedos hasta mis
oídos. Me lavé los dientes con la mirada fija en mis ojos, llamé a
dios queriendo llamar a la normalidad y al salir la invité a que use
el baño con un gesto manual. La casa es chica y mis movimientos le
deben haber resultado como el escueto camino desde el bar hasta acá.
No la miré cuando dije “que descanses” ni le mostré dónde
estaba el interruptor de la luz que seguía encendida. Entré a mi
cuarto y junté casi totalmente la puerta, convencido de que dejarla
semiabierta era depravado y sucio como las bebidas alcohólicas que
seguían dormidas en la heladera. En eso pensaba adivinando los
sonidos que llegaban desde el baño, o en eso pretendía pensar
cuando encontró primero el interruptor del baño, luego el del
pasillo y finalmente el del taller que alberga aquella otra cama.
El silencio trajo esa
rara sensación que experimenté tantas veces. Suspiro que alivia mi
infinito deseo de autosabotaje o autodestrucción, respiración
acelerada por un enojo infundado, pensamientos hipotéticos de todas
las variables que no sucedieron porque no debían, las que no
sucedieron porque no pude, la resignación de meter por la fuerza la
terca idea de que nada es mi culpa. Soy así. Y me hubiese gustado
que ronque para saber en qué momento de esa noche infinita logró
quedarse dormida.
Disculpa por la demora de lectura, pero excelente como siempre. 💕
ResponderEliminarGracias Marian. Como siempre... 🥰🥰
Eliminar