domingo, 17 de noviembre de 2019

Incómodo


No debía dormir en mi casa, no debía ser yo la primera opción cuando aún se palpaba los bolsillos buscando las llaves. Me ofrecí por tener un cuarto de más, por tener una cama en ese cuarto con las sábanas, por las dudas. Pero por las dudas no era una de esas dudas. No había dudas sobre el error irreductible de que esa chica entrase a casa para intentar preguntarme si la mesa de la entrada la había pintado yo, para usar mi baño, para dejar su ropa en una silla y quedar semidesnuda a una pared de distancia.

Todos coincidieron minutos antes en que mi oferta era honesta, aunque todos bromearon con esa oportunidad hecha de azar y de ginebra, los chistes eran color claro, brotaban de sus bocas con tal naturalidad que me dejaban en evidencia: soy un hombre sin morbo e inofensivo. ¿Me harían los chistes para ponerme a prueba? ¿Querría alguien encriptarme un reloj despertador?.

Nos separamos a la salida del bar con los residuos burlescos perdiéndose a medida que avanzábamos. Mi andar pretendía ser uno diurno, uno haciéndose pasar por mediodía: mis ojos iban del suelo a los lados, como si llegar con ella a mi casa fuese como llegar con cualquiera. Ninguno de los que estaban en ese bar lo sabían. Ella no lo sabía. Yo lo había sabido casi dos años atrás.

En las escaleras decidí ir primero para que no suponga que le puedo mirar el culo.

Abrí la puerta y antes que me pudiese preguntar le aclaré que la mesa era obra de mi hermano, le mostré el baño y luego el taller donde se acobarda la cama de una plaza. Mientras ella se quedaba sin saber qué hacer con su incomodidad, fui hasta mi cuarto para buscar una de mis almohadas, en el camino imaginé que podría pensar que querría que me siga para que lo viese, con mi cama de dos plazas y yo sugerir algo de manera indirecta y llegué a enojarme, por ello a mitad de camino dije que me “aguantase ahí” que iba a buscar una almohada. Le ofrecí agua, algo de comer... A su vez pensé en las cervezas con tequila y la sidra de frutos rojos y las encontré depravadas y sucias. No quiso tomar nada.

Fui al baño y el sonido de mi orina en el inodoro me puso nervioso, abrí el grifo y la angustia se estiró en mi panza llegando con los dedos hasta mis oídos. Me lavé los dientes con la mirada fija en mis ojos, llamé a dios queriendo llamar a la normalidad y al salir la invité a que use el baño con un gesto manual. La casa es chica y mis movimientos le deben haber resultado como el escueto camino desde el bar hasta acá. No la miré cuando dije “que descanses” ni le mostré dónde estaba el interruptor de la luz que seguía encendida. Entré a mi cuarto y junté casi totalmente la puerta, convencido de que dejarla semiabierta era depravado y sucio como las bebidas alcohólicas que seguían dormidas en la heladera. En eso pensaba adivinando los sonidos que llegaban desde el baño, o en eso pretendía pensar cuando encontró primero el interruptor del baño, luego el del pasillo y finalmente el del taller que alberga aquella otra cama.

El silencio trajo esa rara sensación que experimenté tantas veces. Suspiro que alivia mi infinito deseo de autosabotaje o autodestrucción, respiración acelerada por un enojo infundado, pensamientos hipotéticos de todas las variables que no sucedieron porque no debían, las que no sucedieron porque no pude, la resignación de meter por la fuerza la terca idea de que nada es mi culpa. Soy así. Y me hubiese gustado que ronque para saber en qué momento de esa noche infinita logró quedarse dormida.

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