domingo, 17 de noviembre de 2019

¿Y la prosa Don Julio?


Mire a la hora que pretendo escribirle Don Julio... Ya me he desacostumbrado a pernoctar, no sé bien si por la razón o por el tiempo. O quizás porque entre tantas cosas que nos imponemos para poder vivir un poco más (y quien le dice también mejor) yo incluyo procurar dormirme temprano.

Hoy pensaba en las veces que miento cuando escribo, y no me refiero a la ficción sino a la poesía. Epa, ¿no?, ya se ve venir un texto autocompasivo de nuevo. Sí y no. O sí. Sí y sí.

Pero es que mi soledad ha soñado siempre con utopías, no le voy a mentir (esta no es la primer mentira, no hay sarcasmo). Musas viscerales que aparecen y desaparecen entre los milagros cotidianos, búsquedas implacables en terrenos desconocidos (no sé qué he querido decir con “implacables”, creo que se me escapó un lugar común y para no borrarlo con una simple tecla, hago de cuenta que esta carta se escribe con tinta). Bueno, haga ahora usted de cuenta que el paréntesis sigue porque no puedo dejar pasar ese adjetivo mal vestido, tal vez porque combina un poco con el relato. Me explico: Primero que nada reemplazo el “implacables” por “inservibles”, luego retomo el facilismo de solventar con una tecla un error olvidable, porque aunque no he parado de mentir en esas poesías amorosas desangradas, al menos eran mentiras que podía llegar a creerme. Ahora ya no Don Julio, me siento de juguete, envuelto en papel film (un rollo de plástico adherente de 70 metros para guardar los alimentos en un plato sin necesidad de taparlo. Descartable. Y sí, contamina un huevo.). En resumen, no me creo mis mentiras.

Nunca me llevé a pecho mis amores, un porcentaje elevado no existió ni siquiera para mí, a pesar del engaño adolescente o ya un tanto crecidito. Y el otro porcentaje se me cayó bajando por algunas escaleras, se me perdió o lo pisé. No sé. Pero me fui alimentando de fantasías, más lindas todas... No me importa que cara a cara esas cosas no existan, o no me importaba. Pero ahora cambió todo, ¿me entiende?, hay tanta información para tapar la tristeza o la alegría, para hacer metamorfosis y hacerla momento fugaz que ¿a quién le importa? ¿y por cuánto tiempo?. Todos registrados, resueltos a encontrarnos sin mucho esfuerzo abriendo una pestaña del Mozilla o regateando un Me Gusta (redes sociales Don Julio, le juro que podría explicárselo sin inconvenientes, pero me da vergüenza sólo plantearlo en mi cerebro. De hecho no encuentro literaria ni una de las palabras actuales. Ni una. Lea nomás ese “Me Gusta”. Y es tremendo porque hay cosas que contar con nuestro nuevo lenguaje, pero claro, yo paso. Como en tantas cosas yo paso).

Ya me está jodiendo el hecho de que se me haga tarde, ¿desde cuándo escribo con esas preocupaciones? ¿Serán los 40? ¿Le estarán saliendo los dientes de leche?

A ver si puedo ordenar esta carta un poco. Me trajo de las orejas saber que si me quedo solo vaya y pase (si pasa esta vez traiga la mano abierta para darme una bofetada). La verdad que no me imagino siendo parte de una pareja (ni siquiera una de esas que he recreado a duras penas en esas prosas de las que le hablo), no creo en la monogamia, no creo en la fidelidad (en el matrimonio sí, casi tanto como en el sarcasmo). Creo que he dejado de soñar en ese amor para empezar a creer en otros que creo profesar con cierto éxito, pero lo que más bronca me da es que a pesar de no creer en ello me gusta la idea de reflexionar sin esperanzas, y casi que voy, corrijo y cambio Gusta por Gustaba. Pero ya ve que no lo hice.

Todo va rapídisimo ahora, no se da una idea. Nuestra capacidad de concentración está en jaque, nos queda un peón daltónico frente a dos alfiles y la reina (no sé jugar al ajedrez, espero que la metáfora sea válida), quizás soy un narcisista y las cosas no están tan mal a fin de cuentas, pero siento que todo está repleto de fragmentos o secciones, todas para ser vistas, leídas o interpretadas lo más rápido posible y sin necesidad de análisis. Y también los sueños, y las musas y los miedos.

Quiero escribir una prosa poética hace meses, esa es la cuestión. Quiero creerme mi historia mientras la escribo, quiero distancia y anhelo, personajes ataviados en viajes silenciosos, que no están por buscarse Don Julio. Que están por encontrarse. Pero no puedo o no pude, y le dejo una carta más para hacerle cosquillas, un saludito, un Parisien o un tubito de mostaza alemana.




Don Rogelio


Creí que mi incursión en la Davis iba a ser un “nunca más”. Estaba convencido cuando dejaba el Arena Zagreb que se habían acabado los fanatismos deportivos en mi vida. Me dije basta entre los cientos de argentinos enardecidos en las puertas del complejo, alentando a un equipo que ya estaba en los camarines mandando mensajes a sus seres queridos por whatsapp.

Pero me parece injusto con usted Don Rogelio, porque a usted lo seguí durante años, y porque muchas de mis actitudes más ridcúlas son suyas. Levantarme a la hora del ñoqui para verlo jugar un partido de segunda ronda en Australia con algún top 200 que rogaba arañarle un set. Ir a pedir a un bar irlandés si acaso el canal 96 era posible, consumir sin necesidad una sidra con gusto a frutos rojos para verlo en Indian Wells. Pagué yo, claro. ¿Usted por qué va a pagar?. Pero espere, que además de ser un chiste ese es el final de mi tesis... No se enoje todavía y siganme un rato. La cosa es que tampoco gasté grandes sumas de dinero con traslados u hoteles, no hubo entradas de precios absurdos ni camisetas con su famosa RF. Mis desvaríos, y sobre todo la sorpresa que me sigue dando haberlos vivido, puede llevarse a un costo alto a nivel emocional. Pero así y todo considero el total de sentimientos invertidos una suma carísima. Miles de horas de nervios, alegría (hasta este tipo de sentimiento, si se quiere positivo, me parece entrar en el debe), coraje, bronca, plenitud, pena, vacío. Sentimientos que además de unilaterales, ahora encuentro incongruentes.

Así fue que llegué a Zagreb para celebrar por última vez. Ni mundiales de fútbol, ni Grand Slams, ni Olimpíadas. Nada a nivel nacional antes de la Davis. Entonces tenía que ver un evento de los que considero más pasionales en vivo. ¿Por qué?. Supongo que mejor contar primero sobre los atisbos que ya me habían dado las únicas dos situaciones (no tan pasionales) que pude ver tiempo atrás.

Rafa Nadal jugando en Barcelona contra Montañés (a él lo admiro, pero como en el River- Boca yo iba por River, acá voy por usted). Y como nunca antes había vivido en una ciudad en que se juegue un torneo importante, y me veía por primera vez con esa oportunidad, pude detectarme entre tantos fans gritando cerca mío (fila de 20 euros, asiento 34509), una señora que empalmaba el alarido de “vamos Rafa tú pueeeedes” en un punto de break en contra; otra con la camiseta con la foto de Rafa mordiendo aquel trofeo de París, señora que pagó la impresión y la camiseta blanca, que buscó la foto en internet googleando rafa-campeón-roland-garros (aunque hubiese bastado con Rafa). Y elegir alguna foto de algún Roland Garros por la que Rafa recibió el equivalente de todas las camisetas y todas la impresiones de todo Badajoz. Y las veía sufrir por cada pelota, apretar el puño, y gritarle a Rafa como si esa voz pudiese llegarle a algún lugar del alma, sitio donde imaginaba pocas vacantes pero quizás alguna, que ese “vamos Rafa” lo haga decirse, “ey, entre todos los gritos ese uno me conmueve. Hoy debo ganar por ella”.

El otro fue el Challenger de Iquique, en Chile. Llegamos para quedarnos unos días luego de un recorrido eterno en coche que acababa ahí antes de pegar la vuelta. Justo jugaba Gaudio, pedazo de sorpresa, yo ya le digo, fanatismos sí pero nunca con traslados, hoteles, y esas cosas. En fin, Gaudio era otro de los tipos por lo que sufrí en esta vida, era un verdadero fan y no le cuento la que armé cuando ganó en París... Y el azar va y me lo pone en un torneito al que incluso pude entrar con unas invitaciones. Claro, esto fue antes de Barcelona. Y ahora que en medio de este relato reflexiono y recuerdo... quizás debería haber empezado por acá, porque ahí sin dudas yo fui la señora, que sin camiseta ni foto de Roland Garros gritaba “vamos Gastón” para intentar llegarle al alma. Necesitaba que sepa que yo existía, una retribución por mi devota locura (una verdadera idiotez). Me acuerdo que se lesionó creo que contra Brezicki en cuartos o en semis. Y me dio una pena casi insoportable. “No lo puedo creer, con todo el esfuerzo que está haciendo por volver al circuito, y lo bien que viene jugando...”. Y me dije pobre Gato. Pero él no se dijo pobre flaco cuando yo me preguntaba por qué carajo vendía vaporizadores en el Norte de mi país.

Claro que no lo vi así en aquel entonces, quizás una carcoma cerebral inconsciente empezó a engullir pasión para cagar sensatez muy de a poquito, mientras de manera pasional yo seguía armando unos mates a las 7 de la mañana para pasarme todo el día viendo Wimbledon, donde llovería casi la mitad del tiempo, sin eso ser motivo de ir al parque a tomar aquellos mates, que total ahí en España es verano en esa época. Y en su vuelta al hotel usted no supo que yo por las dudas me quedé en casa, aunque al final no pudo salir a la cancha hasta el otro día... Una macana.

Seguí así con las pasiones hasta ese torneo de Rafa en Barcelona, pero creo que de cierta manera mis pasiones siempre fueron descendentes, con altibajos y cosas como Djokovic robándole demasiadas finales, o Alemania 2006 en fútbol, pero tengo pocas dudas si esas pasiones disfrazaban otras situaciones, ya le explicaré enseguida. La cosa es que así hasta la Davis, donde incluso lloré como un marrano cuando Delbonis se comió 2 metros y 11 centímetros de Karlovic con patatas. Quizás por televisión no terminaba de asumir la distancia entre fan y jugador, fan y equipo, y en esa intimidad de casa podía desesperar por una victoria. No sé bien. Sólo sé que en cada ida a presenciar un evento me fue arrebatado un porcentaje de pasión hasta ese domingo en Zagreb.

Entonces sí, ya estaba listo, tenía un resto de emociones que había que soltar.

Fui porque de paso conocer un país, con unas mujeres que para qué le cuento; y salir de la isla en que vivo por un tiempito, porque vivir en islas no sé si está tan bueno que hay que salir o si un disparate por el estilo; pasar por Barcelona y comprar unas cosas que hacían falta para el trabajo... Sí, lo pagué yo. Obvio que no pido que lo haya pagado Del Potro, quiero decir que lo pagué también por otros motivos. Ya desde el día cero en el coche que conducía Vladimir, el croata super divertido que nos alquilaba la casa, empecé a abrir el grifo de mis pasiones. Iba a dejar todo en ese fin de semana, no importaba gritarle a los jugadores para que me escuchen, importaba soltar toda la emoción por mí. Ese momento tenía que sentirme feliz por la droga que quería dejar para siempre. Pensaba en ganar o perder y expulsar la pasión correspondiente. Claro que mejor cuando ganamos, pero yo fui por mi despedida, no por la gloria nacional en sí. Mediante los gritos alevosos y los cánticos, se mezclaba la voz de la dicha con los gritos de auxilio de mis problemas personales, de mi salud y los 40, de mi laburo y de su incertidumbre. Después claro, entre la locura ya gritaba “vamos Juaaaaaaaaan”, “vamos Fedeeeeeee, vos podés, estás loco lo que estás jugandoooooo”, porque con un culo bárbaro y la picardía de mis compañeros de viaje terminamos encanutados en la fila 4. Es más, salgo en Youtube bailando como un descerebrado cuando Delpo descosió esa gran Willy que empezó a dar vuelta la serie, porque admito que la droga se apoderó de mí, la dejé y caí en las cosas que no quiero más en mi vida, el ahogo absoluto de cosas que a decir verdad no deben repercutir tanto en mis vaivenes. Lloré con el himno, ni hablar cuando ganamos, todos abrazados descompuestos de la alegría. “Ganamos, al fin la ganamos”, decían muchos. Y el equipo se acercó, ojo, señalaban a la muchedumbre albiceleste uniforme, como un revuelto de huevos y cebolla, donde se ve puro huevo y la cebolla hay que adivindarla. “Es para ustedes”, señalizaban. O sea, dedo índice hacia la copa, dedo índice hacia todos nosotros. Pero me gustó igual, sentí mi inocencia como cariñosa, reflexiva. Entendí a la perfeccion que tenía que irme cuando todo el cuerpo técnico y jugadores se encaminaban al túnel con las réplicas de la ensaladera entre sus manos. Pero no se movía nadie y se saltaba como hacía cuarenta minutos. Yo ya creía, o me atrevo a decir sabía que los gritos (por ellos o por mí, daba a esa altura lo mismo), el llanto, las noches de extenuante placer eléctrico al llegar por fin hasta la almohada, las dudas por presenciar una calidad de tenis de alto vuelo en directo (por la tele lo disfrutaba casi que más, qué quiere que le diga), la desesperación, el estomágo cerrado en cada break point, la Gran Willy... Todo se había terminado. Y no solo en esa serie final de Copa Davis. A descansar que si llegábamos tarde no encontrábamos ni jota para cenar. Pizza, al final sí que se hizo un poco tarde. Pagamos con la tarjeta de uno de los pibes porque se nos habían acabado las kunas. Et c'est fini.

No sé si puede interesarle que le cuente sobre los mundiales, o la época en que River me hacía no querer ir a la escuela por las gastadas. O las apuestas de una Coca Cola de 2 lts. por ese River y un Racing peligroso. Usted es tenista y yo estoy acá para decirle por qué no creo que la Davis fuese ese “nunca más”, que al final me parece que me despido viéndolo jugar porque lo considero más coherente. Pero le resumo sobre todo por los mundiales y en especial por un detalle de 2006, porque mi pasión por el fútbol argentino se acabó pronto con las corporaciones de las copas (Nissan Sudamericana, Toyota Libertadores, etc.), así sólo me quedó el tenis y los mundiales. Ustedes porque siempre los vi como incorruptibles a nivel deportivo (o casi, no me interesa hablar de las apuestas), los mundiales básicamente por la representación nacional que tocaba mis fibras. Así concluyo en la evolución de mis copas mundiales vividas, ya que el dolor por la eliminación hace un cambalache singular:

Italia 90, con 8 años y una vida por delante supuse la final perdida por ese penal puto como la peor de las tragedias. Luego entre Estados Unidos, el dóping del Diego, Bielsa, cuartos, octavos, los penales contra Alemania como una de las últimas grandes tristezas que recuerdo (pero a este punto ya vuelvo), ganarle a Inglaterra, el cabezazo de Ortega, y muchas cosas más, llego así otra final, esta vez en Brasil. Y otra con Alemania. Y otra perdida. Pero apagar el tele y listo. Sinceramente no sentí tristeza.

¿Por qué me acuerdo de ese momento Alemania/penales? Porque aunque ya había involucionado mi pasión futbolera, yo no estaba en un buen momento, entonces perder y tener que ir al restaurante a hacer pan como un esclavo era la muerte, con esa profesión que con el tiempo puede dejar para ser más libre, llorando como un tarado mientras el petiso (el cheff) me preguntaba si lloraba así por Argentina y yo le decía que sí. Yo lloraba por todo. Pero no tenía que llorar por el papelito que tenía Neuer entre los guantes, tenía que llorar porque el petiso no tenía la culpa, ni mi familia, ni siquiera yo. Tenía que al menos saber por qué lloraba. Tenía que saber que de haber ganado la alegría no iba a darme ninguna respueta. Como ahora sé que esa otra alegría por haber ganado la Davis me resulta exagerada y un tanto ajena. Digamos placentera y a la vez basta.

Ahora usted Don Rogelio, que ni puta idea tiene de quién soy, que viaja a países donde opera su fundación y aporta mucho a la gente con su caridad (aunque es excesivo más de dos millones por el Us Open, ¿no le parece, bueh, no me haga caso). Usted... es al único que debo ver en vivo para despedirme de mis pasiones. Y uno de mis compañeros del viaje Davis me dijo que era el objetivo de 2017, “antes de que se retire, flaco”. Me prendí en el plan porque necesitaba un remitente para esta carta (chiste, Rogelio). No sé, despedirme de mis pasiones deportivas mientras usted se va despidiendo de su prolífera carrera me pareció adecuado, y ya como está cumplida la pasión futbolera de la Davis puedo ir más tranquilo. Sin nada más que soltar, todo se fue en esa magia que logra el tenis en ese evento patriótico. Ya con muchos de los tipos que suelen ver tenis en vivo porque es de élite, aplaudiendo con respeto, sin representaciones nacionales... Poder decir de una vez basta a esa otra cara de mi moneda pasional. A usted.

No digo que esté mal que no me conozca, sería ridículo, a su vez espero que no malinterprete mis bromas sobre pagar mi cena en Basilea (o donde elijamos), o mi hotel en Zagreb. Lo que digo que está mal y por lo que digo basta es por mí. Quizás le puse razón a las emociones y eso es un pecado para las pasiones deportivas, pero no me dieron ganas de levantarme a verlo en los últimos torneos, no me dio pena Messi cuando abandonó un ratito la selección, sabía que a Del Potro no le daba lo mismo ganar ese trofeo, que era importante para dedicárselo a todos los argentinos. Pero en gran parte lo hizo por él, o por su familia, o por su ego, o lo que sea. Por toooodos nosotros será sólo un poquito, y no pasa nada. Se me apagaron las lágrimas, apreté todo el puño que pude en Croacia, y la verdad que fue una sensación engrandecedora. Y muchos me dirán que la pasión sigue ahí, que la reprimo... Qué se yo. Nunca fui a la cancha, no hice viajes para verlo a usted ni a otro (a Rafa en el metro, pero no cuenta. La T10 está tirada de precio, la T10 es la tarjeta de transporte público de Barcelona Don Rogelio), sólo sé que la pasión en algún torneo de tenis por TV o en la Copa América ya casi no aparece. Si veo un partido es porque no tengo nada mejor que hacer, y ni hablar que es imperioso que sea a una hora decente, y si gana o pierde sinceramente me chupa un huevo. Sueno resentido pero no sufro por las derrotas ni gozo con las victorias. Ya sé, en Zagreb sí. Pero no siento deseos de revivir la experiencia, qué quiere que le diga... Además aunque recuerdo con fiereza mi locura y mi fervor, no tengo ganas de repetir esas sensaciones. Encuentro la idea un tanto excesiva.

Sea lo que sea me voy despidiendo de usted Don Rogelio, ya estará enterado que pienso verlo pronto en algún torneo de su calendario. No vaya a hacer eso de abandonar en segunda ronda, o directamente no jugar y decir en conferencia de prensa que lo siente por los fans y por la organización del torneo. Me avisa eh. Si es Madrid (que es donde más cerca me queda) o Basilea (que Nacho tiene conocido allá y capaz nos salvamos del hotel), no lo tenemos claro, pero usted avise con tiempo si va tomando decisiones para ahorrar un pasaje al pepe. Que a Croacia me daba mucha curiosidad ir pero Madrid conzoco y Basilea tampoco me vuela la cabeza, no se ofenda.

Ahí ya me despido del todo, percibir el anonimato al verlo saludar con esa caballerosidad Rolex a sus aficionados, sacudir la mano si pinta, sino sonreír por haberlo visto pegar a la pelota, por haber conseguido (Dios me oiga) un lugarcito cerca de su raqueta (con picardía, no le voy a mentir, ya me imagino los precios de Suiza). Y si la pasión se apagó del todo, que un poco me temo eso, sacarme al fin la duda de si en vivo siento mejor el espectáculo (no lo sentí con Rafa ni con el Challenger, la Davis tampoco, que me refiero a lo meramente deportivo). Es que la verdad no soy de espectáculos en vivo, recitales tampoco, ya le digo, ni la cancha de fútbol, pero bueno... Lo veo y me vuelvo a la isla, sin sufrir, quizás queriendo que gane sí, pero sin que pueda adueñarse siquiera de mis nervios, lamentablemente por mis pasiones mermadas tampoco podrá adueñarse de una gran alegría.

Voy porque tengo una especie de manía por cerrar las cosas de cierta manera, o a vaces simplemente por cerralras. No sé, por poner algunos ejemplos, barnizando maderas me quedo sin barniz para una que sé que no necesito, cuando ya barnicé como 20 y sólo me queda una o dos... Entonces tengo que preparar más bicomponente, mezclar, medir. No lo puedo controlar. No puedo comer milaneas con papas fritas y que se me acaben antes las papas o la milanga, una cosa para cada bocado... Menos para la escritura, que bien me vendría ser cinturón negro en buenos finales (soy amateur como se dará cuenta). Así con usted cierro con la analogía de su carrera y de verlo por primera vez en vivo en lo que supongo será su último Madrid o su último Basilea. Ahora, si se retira en 2018 o 2019 y juega esos torneos y no fue ese que vi el último... También apunto a que no me afecte, soy más fuerte que mis obsesiones. ¿Ve lo que quiero decirle?. Quiero evolucionar en muchos aspectos... Y usted no tiene nada que ver en eso. Retírsese cuando quiera.

No quiero ni que Gaudio lea esto y se sonría, ni que usted... Bueh, que para colmo hay que traducirla a alguno de los idiomas que domina (se rió una vez del español en una entrevista de CNN). Sé muy bien que es una carta hipotética, y que quizás no la lea más que mi amigo Shimmy, que justo hoy me preguntó si la había escrito. Y yo encantado de haberla escrito por él y por mí. Y en serio era chiste que me da bronca que no sepa quienes somos, o que no me haya invitado esa sidra con gusto a jarabe. Lo voy a ver jugar porque necesitaba un remitente Don Rogelio... Jodita Rog, porque es un grande, pero cada uno tiene que seguir por su lado.


PD del 17/11/2019: Nunca lo vi en vivo al final, le dediqué el texto que años después releo y me parece más que suficiente. Se quedó sin nafta mi pasión Rogelio, le debo una...



Disculpe Clara


Está bueno que esta carta se trate de disculpas, ya que a decir verdad casi siempre necesito la palabra Disculpe para empezar el día.

Disculpe por no preguntar si estaba destemplada sin medias, sé que no ha llegado el frío a nivel calendario y que tal vez fue eso lo que la pudo confundir. No critico su atuendo, ni los pantalones a medio camino ni esas zapatillas (casi zapatos) con enormes plataformas; tampoco el combo de dos camisetas superpuestas con cuello ancho ni la campera que si no era de hilo pega en el palo... Porque se notaba que era insuficiente. Por eso su amigo le prestó el abrigo de lana... Que si me pregunta a mí lo llevó exclusivamente para usted. Amigo que sin dudas conoce mejor que yo sus hábitos otoñales. Amigo que si me pregunta a mí la desea más que a la Primitiva. Disculpe por estas celosas conjeturas.

Disculpe por no preguntarle sobre su trabajo, si además trabaja en un revista y me resulta de lo más interesante... Qué temas aborda, si le gustaría que los contenidos se inclinen hacia otro lado, hacia qué lado, por qué prefiere no tomar café de la máquina del edificio y llevarse un termo con el suyo, por qué su jefa llega casi siempre cinco minutos tarde con la misma excusa ridícula, por qué tiene una pegatina de la luna en la tapa de su ordenador, por qué su risa de dientes apenas separados estuvo tan lejos de mis pupilas. Disculpe a mi imaginación atolondrada.

Disculpe por no preguntar sobre su inacabable simpatía, y antes de que me diga que este es un cumplido típico de borracho... Me explico: Ese tal Mario era sin dudas un buen-tipo-muy-incómodo, me repitió treinta veces lo terrible que eran los aeropuertos, que necesitaba llegar tres horas antes, imprimir dos veces los papeles, me explicó detalladamente los nervios que le daban los controles de aduanas; era tan raro como yo, pero conmigo nadie habla y usted con él sí que habló... Se tiró media hora hablando con él a solas al lado de la parrilla, y hacía que sí con la cabeza llena de sorpresa, sonrisota y le contaba cosas, y él también le contaba cosas mientras usted fluía dándole palmadas en el brazo. Ahí pasó a conversar con los muchachos que intentaron hacer el asado, llena de curiosidad por las costumbres argentinas de cocción, incluso dando tenedorazos a los cortes para tomar de a ratos el mando. De un salto se arrinconó con las amigas orientales devotas al tequila, brindis sin cambiar el destilado por su vino tinto y los dos vasitos chocando contra su copa mientras profería una palabra en mandarín. El pequeño grupúsculo en el que yo me encontraba también contó con su participación, sobre todo para abordar lo gracioso del nombre del vino que usted había llevado a la cena; yo hice algún chiste y usted respondió con gracia, yo fui sarcástico sólo para hacerme el atrevido y usted me entendió a medias sin dejar de mostrar los dientes. Así se iba por ahí con las chinas, con el tipo extraño o con el cabrón de su amigo, y volvía y era demasiado feliz mientras yo perdía poco a poco la fuerza para fijar mis ojos en los suyos. Disculpe el orden cronológico simulado en este párrafo.

¿Sabe qué mas pienso? ¿Así de repente? Que de leer esto ahora mismo usted sentiría pena... No lástima, que es condescendiente, sino una tristeza sincera y pequeña porque alguien puede fluir tan pero tan poquito en la vida, se preguntaría con esa sinceridad blanca por qué alguien necesitaría hacer esta pavada en vez de haberle hablado, y tal vez por primera vez sospecharía que la timidez puede atragantarse de mayúsculas. Disculpe mi autocompasión reciclable.

Pero nadie de mi grupo la conoce de verdad, sólo es mi imaginación distendida la que hace estos malabares. Aquella noche no podría estar ahora más lejos, no podría aunque quisiera llamarla por teléfono, tanto porque no puedo conseguirlo como porque no me atrevería ni en pedo (en pedo miraría su foto de perfil de whatsapp hasta entender que es escalofriante y la eliminaría de mis contactos). Disculpe esta orden de restricción a la inversa.

Pero ya no tiene sentido escribir sus proezas futuras ni otras suposiciones... ya siento que hablo solo, que mis palabras se han quedado dormidas. Entonces me pido perdón como de rodillas, acerco mi mentón al hombro y lo beso. ¿Sabe cómo me despido señorita?.

Ojalá que la quieran.


Ese abrazo


Era inevitable el final del abrazo, de esas manos apretándose contra nuestras espaldas, de aquella simbiosis que comenzó de manera repentina ante un bello pero todavía indeseado recuerdo. ¿Cuánto habrá durado? Podría decir que entre cinco y diez segundos, y uso el condicional porque acabo de contar como los niños que aprenden a esconderse para estipularlo. Y acá sentado, diciendo en mi mente un “4”, un “5”... entendí que ayer ese abrazo nada tuvo que ver con el tiempo, o que el tiempo se entorpece al manifestarse ante una reacción tan espontánea e inesperada. Entonces te hablo. No sé bien qué habrás visto, con los ojos o atrás de ellos, no sé si un olor te habrá pinchado otro globo de pena, si otro murmullo silencioso te llegó desde el pasado, pero de parecer extraviado en un bosque de soledad, quieto y con la mirada deshecha, pareciste sorprendido por una granada que te encontró desde muy adentro para estallar en tu garganta. Y ahí estaba yo, haciendo nada a dos pasos, a uno y medio. No sé si a propósito o sin querer, pero pasó algo parecido a un segundo hasta que te di vuelta de los hombros para intentar, sabiendo que no tendría éxito, que me pases algo de eso por lo que no podías parar de temblar.

Tu voz caliente a la derecha de mi pecho rogaba un “lo siento” incoherente, como quien se disculpa por haber recibido un pisotón. Un “lo siento” que insinuaba que yo no debía ver tu dolor repentino. Hasta ayer no te había visto llorar, ni siquiera lagrimear, acanalar; y de repente ese alarido que te juro nunca olvidaré y tus manos a la cara, ese primer “lo siento” para vos, para tu miedo que no sabe cuántos globos quedan pero que sospecha decenas o centenas. Y así traerme ese “lo siento” hasta mi pecho para llorar por vos que estás acá, para pedirte por favor que “lo sientas” cualquier cosa menos ese primer llanto enfrente mío. Mientras tanto yo pensaba cuánto habrá para “sentir” y por cuánto tiempo, cuántas veces vas a tropezar solo y sin abrazo con esa oscuridad triste, cuántos “lo siento” reversibles vas a seguir escuchando, vos, que pedís disculpas por tu dolor. Entonces temblamos los dos, haciendo cada vez más fuerza con los brazos, usando la presión de las yemas como la voz de la presencia.

Al separarnos percibí como iba subiendo la humedad del dolor, así mientras el frío llegaba hasta mí hacías un esfuerzo tan noble, tan torpe. Todo debía volver a parecer una escena de cocina, un anochecer que se sorprende porque al parecer la cena quiere tomar desprevenida a la luna, todo debe ser diez minutos antes y veinte o veinte mil años después, porque la torpeza saca de la nevera un cúmulo de incongruencias que pretendo cuestionar bajo el disfraz de la practicidad. Bajo así a comprar comida empaquetada, parecías desesperado porque la alimentación no fuese un inconveniente. Al menos ayer. Quizás por eso mi idea te alivió hasta la carne, como si al mencionártelo te hubieses puesto blando. Nuestra salvación fue preparada por un chico que parecía ser de un país más frío que éste, me sorprendió bastante su calma, como si no tuviese treinta órdenes de Fish & Chips antes que la mía. Intentaba pensar esa y otras tonteras apoyado en el marco de la puerta, con gente que me pedía permiso para sentarse a comer, para marcharse a hacer el amor o para frustrarse por no poder hacerlo. O simplemente para quedarse dormida en un sofá.

La comida demoraría una eternidad parecida a ese abrazo. Dos abstractas eternidades, cada cual por sus motivos. Esperaría como espero ahora y como seguiré esperando en esta vida tantas cosas, y como ayer ahora pienso en ese dolor tan tuyo, sin nadie que pueda agarrarlo antes de que caiga al piso. Porque faltaban dos o tres órdenes antes de la mía y tal vez otro globo que explotaba ahí arriba en tu cocina o en tu baño, entonces mi estómago se puso boca arriba mientras mis lágrimas cobraban velocidad entre mi cara, tal vez por el esfuerzo de mis músculos en mantener el rictus. Pensaba en la cantidad de abrazos de entre cinco y diez segundos que me perdería porque tu soledad se encapricha, así mientras una muchacha sonriente me entregaba el pedido me lo planteé seriamente, le agradecí por la comida e implícitamente por la sonrisa junto a la solución a esa noche tan difícil. En las escaleras de tu apartamento lo decidí, quizás para respirar entre algodones de mentira y de negación. Ya casi, suspiraba al borde de las llaves de tu puerta. Al menos podría intentarlo, entrar con la cena y abrazarte para siempre.

Búsqueda


No está en este impreciso momento ni en estos lugares, todos tan similares entre sí. Sitios mareados. Sitios mentirosos. No sé cuándo supe que hoy sería ese día en que no sé dónde se encuentra, o si siempre supe que fui yo una búsqueda perdida. Ni siquiera sé si existe este silencio.

Llegué engañado a este cúmulo de dudas, a este renglón escrito luego de ser tachado. Cierto es que me veo buscando y girando entre cada centímetro de tiempo, en cada segundo de este espacio y en cada una de estas crueles repeticiones. Me veo y me veo verme, ese terco, ese evasor que no reconoce el engaño.

Parece y parece ser no es lo mismo, levanto, me agacho, permanezco, rasco, hurgo, reviso, por debajo y por encima, desmantelo el lugar de turno y la hora enrarecida me confunde, porque conozco sus rincones pero no los míos, los verdaderos rincones donde debería estar perdido.

La verdad suele escaparse de espacios como éstos, la alegría se hartó de la ruina cuando yo era apenas un chico, la juventud firmó algún tipo de acuerdo que esconde bajo llave y la vejez no para de hablarme del cielo.

Estaba tan seguro de haber apretado bien los botones. Abrí y cerré varias puertas o cajones, presté y me prestaron linternas, me senté en tantas aceras para disculparme con el pasado. En muchas de estas búsquedas traje abrazos de vuelta a casa, algunos originales y otros “copia fiel”, traje casi siempre al mismo miedo molido a golpes, a cientos de recuerdos guardados en pompas de jabón pensando que éstas aguantarían, así al desmoronarme entre el fracaso de sobras y de tabaco hice recuento de vasos y de huellas, de principios y de dolores. Así vuelvo como volví hoy y temo que volveré mañana, desorientado, haciendo poquito ruido y mucho eco.

Incómodo


No debía dormir en mi casa, no debía ser yo la primera opción cuando aún se palpaba los bolsillos buscando las llaves. Me ofrecí por tener un cuarto de más, por tener una cama en ese cuarto con las sábanas, por las dudas. Pero por las dudas no era una de esas dudas. No había dudas sobre el error irreductible de que esa chica entrase a casa para intentar preguntarme si la mesa de la entrada la había pintado yo, para usar mi baño, para dejar su ropa en una silla y quedar semidesnuda a una pared de distancia.

Todos coincidieron minutos antes en que mi oferta era honesta, aunque todos bromearon con esa oportunidad hecha de azar y de ginebra, los chistes eran color claro, brotaban de sus bocas con tal naturalidad que me dejaban en evidencia: soy un hombre sin morbo e inofensivo. ¿Me harían los chistes para ponerme a prueba? ¿Querría alguien encriptarme un reloj despertador?.

Nos separamos a la salida del bar con los residuos burlescos perdiéndose a medida que avanzábamos. Mi andar pretendía ser uno diurno, uno haciéndose pasar por mediodía: mis ojos iban del suelo a los lados, como si llegar con ella a mi casa fuese como llegar con cualquiera. Ninguno de los que estaban en ese bar lo sabían. Ella no lo sabía. Yo lo había sabido casi dos años atrás.

En las escaleras decidí ir primero para que no suponga que le puedo mirar el culo.

Abrí la puerta y antes que me pudiese preguntar le aclaré que la mesa era obra de mi hermano, le mostré el baño y luego el taller donde se acobarda la cama de una plaza. Mientras ella se quedaba sin saber qué hacer con su incomodidad, fui hasta mi cuarto para buscar una de mis almohadas, en el camino imaginé que podría pensar que querría que me siga para que lo viese, con mi cama de dos plazas y yo sugerir algo de manera indirecta y llegué a enojarme, por ello a mitad de camino dije que me “aguantase ahí” que iba a buscar una almohada. Le ofrecí agua, algo de comer... A su vez pensé en las cervezas con tequila y la sidra de frutos rojos y las encontré depravadas y sucias. No quiso tomar nada.

Fui al baño y el sonido de mi orina en el inodoro me puso nervioso, abrí el grifo y la angustia se estiró en mi panza llegando con los dedos hasta mis oídos. Me lavé los dientes con la mirada fija en mis ojos, llamé a dios queriendo llamar a la normalidad y al salir la invité a que use el baño con un gesto manual. La casa es chica y mis movimientos le deben haber resultado como el escueto camino desde el bar hasta acá. No la miré cuando dije “que descanses” ni le mostré dónde estaba el interruptor de la luz que seguía encendida. Entré a mi cuarto y junté casi totalmente la puerta, convencido de que dejarla semiabierta era depravado y sucio como las bebidas alcohólicas que seguían dormidas en la heladera. En eso pensaba adivinando los sonidos que llegaban desde el baño, o en eso pretendía pensar cuando encontró primero el interruptor del baño, luego el del pasillo y finalmente el del taller que alberga aquella otra cama.

El silencio trajo esa rara sensación que experimenté tantas veces. Suspiro que alivia mi infinito deseo de autosabotaje o autodestrucción, respiración acelerada por un enojo infundado, pensamientos hipotéticos de todas las variables que no sucedieron porque no debían, las que no sucedieron porque no pude, la resignación de meter por la fuerza la terca idea de que nada es mi culpa. Soy así. Y me hubiese gustado que ronque para saber en qué momento de esa noche infinita logró quedarse dormida.

Ser o estar


Soy algo parecido a mi reflejo, la búsqueda en vano y esa mañana en silencio. Me persigo a los tropezones, recreo una historia en mi memoria desinflada. Debo ser aquel miedo con sobredosis de tristeza.

Mentí de nuevo con el cinco de bastos, soy ese peluche lleno de moho por el olvido o las nubes groseras que amedrentan al futuro.

La paciencia que llora mi desesperanza, la duda que asegura, la calma que se arrebata hacia el peligro. Soy todo lo que sobra en un día de seiscientas horas junto al abrazo más tremendo.

La tosudez que arruina poesías, tu amor más posible. Soy la ausencia a los gritos entre arcoiris en blanco y negro.

Una sonrisa apretujada en un frasco de conservas, creo que soy las cuerdas vocales de un fumador de tabaco negro o la mirada extraviada de un asesino a sueldo.

Una resaca cardiovascular que gotea, una rebelión sin coraje ni banderas, soy el manual de instrucciones en un idioma extranjero.

Soy una comparación sobreactuada, un juego de mesa interminable o una caricia retenida en las aduanas.

Por qué no, soy el infinito que se estampa contra un paredón de fusilamiento, la piel que una vez se quedó conmigo, la peor vergüenza de un niño expuesta ante todo el mundo.

La luz amarilla que amenaza el combustible, la nota desafinada que arruina el esfuerzo, soy el sin vos que no quiere estar y lo sabe, una demora de cincuenta minutos o el calendario imperdonable.