martes, 24 de diciembre de 2013

La trenza

Días, que sin darse cuenta acumulan meses, que poco a poco se agrupan y levantan armas.

Te sigo ofreciendo mi mente fatigada, hay una trenza un tanto cursi en mi nuca, trenza que de haberse forjado bajo el odio sería tal vez menos patética.

No sé desde dónde se me impone esta suerte de círculo, esta renovada voluntad para que me expliques desde la almohada los motivos, otros motivos sensatos por los cuales no fue posible quererte.

Porque no-fue-posible, y los días y los meses, rara vez lo recuerdan.

Una señora pasea por la playa recogiendo basura (no reciclable), un niño no asimila que la arena juguestible es infinita y casi se desmorona de la alegría, las nubes trepan desde el mar con la ilusión de llegar al sol. Y aunque yo estoy solo, por suerte hay mucha gente alrededor que parece contenta.

Así tu risa aparece como una foto, sin el ruido de esa risa ni los movimientos de tu cuerpo. Yo me pregunto de golpe si aparecés al menos una vez por día…De inmediato lo confirmo y siento un poco de miedo, sin susto, (el cual suele ser repentino). El miedo de no haberte sabido olvidar repta, es como una serpiente invisible que no me quiere contar lo que planea.

Hace mucho que no hablo de vos, caducó el desamor que sangra, tampoco espero a que me escribas, desapareció el pesar físico y suelo olvidar que no estás cerca. Pero no me desconcierto ni pretendo mentirme con esa enumeración, ya no me anega una ficticia realidad, al parecer sos una especie de proveedor simpático que sabe cobrar sin que lo muerdan.

Soy entonces dueño de un cierto orden racional, sé que no me cruzo por tu cabeza ni una vez por ómnibus, que no recreo escenarios absurdos donde me extrañes, que no me desvelo por vos. Pero de todas formas me desvelo. Me parece que la trenza es siniestra y a la vez prolija.

Alejo mi pulso del texto y alzo la vista, el niño sigue jugando y yo lo observo con ojos dañados por la adultez, quiero explicarle el concepto de inacababilidad en una metáfora evidente y ridícula.

Tus besos no se presentan ni ácidos ni insoportables, tus manos ni cándidas ni peligrosas, tu piel no es diferente de otra piel, hasta podría parecerse a la mía. Quizás la trenza se asemeja un poco al agua, sin olor, sabor, ni color, aunque traducida en gotas sea capaz de agujerear hasta la niebla.

La claridad con la que se me presentan estas ideas es tremenda, pero se le cuela la sensación de que escribo con la posibilidad de que lo leas y me hace reír. Río en serio, imagino tu lógica sorpresa, “pero… no, cómo”. “Sí, es para vos”.

No me importa a quién tenés escuchando una historia sobre tu perro, que compraste, o tal vez adoptaste. O quién pueda estar a tu lado con la respiración acompasada, da igual que estés frágil por un problema nimio sin encontrar paz en la siesta, a quién le acaricies la espalda agradecida por que haya nacido un día, resoplando el problema mientras sos testigo de su descanso. La imagen no es inverosímil, asimismo puedo apreciar el alivio en la caricia sin que me duela. Esa es tu posible armonía de hoy o de ayer, nada tiene que ver conmigo, yo poseo la trenza y esta presión inconsistente bajo la tinta de mi mano, y esa presión nada-tiene-que-ver con el perfume de tu amante en la cama.

Fue la vertiginosidad, no pude barajar las diferentes maneras de querer en serio, hubo un solo escalón entre un abrazo de bienvenida y entre una confusa sugerencia para que no vuelva.

Así la trenza mantiene la calma, a pesar del ruido que hizo la puerta, porque al estar tan convencido de que nunca movimos el mundo hacia el mismo lado no siento rencor. No tuve dudas que desoldar ni conclusiones rastreras; mi enojo no nació del desamor sino de los cientos de frascos de mermelada que me sobraron, todos con sabor a poco tiempo.

Pero como no es posible prestar una trenza, ni sentir la tensión del cuero cabelludo cuando se forja, imagino que puede haber otra trenza en una nuca impensada. No fuiste culpable, no hubo malicia, pero-el-que-no-te-quieran se siente cómodo donde está, los días lo saben y los meses lo cuentan.


viernes, 22 de noviembre de 2013

No te hagas la tonta


Era prometerle algo al tiempo haciendo gancho, olor a lavandina en las orejas, merodear disfrazados la cárcel que nos encierra.

Era azul, pintura fresca, primer círculo de vicios sanos.

Ser creativo, inmune a la soledad que llora, a las caries o a las caricias hipócritas.

Eran pestañas como acueductos embarrados con rimel, las instrucciones para pedir permiso, la curva de una sola carretera.

Eran pelos largos en el sofá, sentir lástima por las liendres, la libertad ambigua de la vela de un barco o de un barco sin vela.

Un sismo de seis grados en la escala “Richmond”, reírse de la goma Eva color manzana, una biblia cromada expulsada de la escuela.

Eran las mismas paletas del ventilador de techos, tres monedas de un real y medio, un canario maníaco - depresivo, azúcar impalpable entre las sábanas.

Era la fuerza de voluntad para rearmar un rompecabezas, lavar a mano la ropa blanca cantando “Gloria, Gloria”, la historia macabra que transcurre debajo de la heladera.

Era un callejón alumbrado nada más que por luces de neón, las diferentes texturas de la manteca, el satélite tapando a la luna, el ansiado motín de las hormigas negras.


La casa


Quise salir pero mis llaves no encontraron al humano extraviado.

Las paredes me exigieron parte del oxígeno, como los de séptimo grado roban la merienda a los de primero; así las vueltas en la casa, sin avisarme, comenzaron. Y lo que comienza es más tétrico que lo que empieza porque incluso así suena.

Vi que murieron los vasos agonizando por agua fría. Me abandoné a la idea de que las luces se olvidarían de apagarme la angustia, muchos días, en alguna hora de las tres de la mañana.

Después un mantel calumnió sobre un incidente usurpando tu voz.

Los cuadros empujaron a los marcos, y chorreando por las paredes como lágrimas de un arco iris, me asustaron tibiamente los pies.

El interruptor del baño hizo un escándalo ante el contacto, pero le resté importancia al entender que el espejo se había dado vuelta, y a su vez olvidé aquello cuando tropecé con un jabón que cambió su fragancia por la de tu piel en la época de Rivadavia y Montecaseros.

En la sala conté varias veces seis sillas, veinticuatro patas y ningún respaldo.

Ni bien entré al cuarto explotó el armario y se dispararon  montones de astillas, se hundieron varias en mi cara, mientras otras cayeron en las mismas sábanas de la última noche, tan parecidas a mañana como ayer.

Y a punto de la puerta sin saberlo, y justo antes de la ventana… las llaves me encontraron, varias amenazas después.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Sus lágrimas

Estas letras serán literariamente sobre tu carne, y será literalmente imposible que lo sepas.

Hoy fui espía de tus lágrimas o de tu cuerpo entero, si acaso te hubiese reconocido atrás de ellas. Aparecían sorprendidas desde lo que una vez fueron tus ojos, se desplomaban luego en tus comisuras, en el mismo momento en que no-asumía que no eran mías.

Buscaba tu risa haciendo juego con el llanto, que llores y que rías todo mezclado, sentía una horrible presión en las muelas por esa imagen. Tenías -  que llorar - de alegría…

Tu flequillo, todavía dueño de mi cielo, tiritaba en tu frente. Pero no me correspondía calmarlo, esta vez no pude llevarlo hasta el semicírculo preciso detrás de tu oreja.

Luego las rodillas te sirvieron de almohada ante el llanto extenuado, por lo que pude observar seguís jactándote de tu elongación salvaje, esa que una vez engulló con malos modales a mis perezosos calambres.

¿Cómo te regalo los puños de mi campera si tu nariz esnifa una tristeza que desconozco? ¿Dónde olvidaste tus pañuelitos descartables?

Esas lágrimas parecen de ida y vuelta, sin darme cuenta murmuro “que no se vuelvan infinitas”.

La plaza suelta sus pájaros, se redime en el viento melódico que la envuelve; los niños se pelean por ser los primeros en patear la pelota y por ser los últimos en ir al arco; caminan los empresarios delegando la culpa por celular a sus empleados; cuatro abuelas no cesan de abanicarse bajo la sombra del monumento más alto. Y tus lágrimas que siguen rodando.

Me desespero por tus dedos, ahora escondidos en tus brazos cruzados, pero si no los entendí antes, si parecía que los teníamos al revés cuando íbamos de la mano. Entonces para qué balbuceo “te extraño”.

Mejor nos vamos, dijo un yo que hasta allí no había estado conmigo pero que al parecer me estaba buscando. Y palmándome la espalda, cabizbajo, recalcó muy despacio, contundente. "Vamos".

“Tendría que ser feliz hace tanto”, le dijimos a nuestros pies, a nueve pasos de haber permanecido callados.

Musa

Tengo un pensamiento amenazado, al costado del olvido.

Creo que sí, que yo solía tener una musa.

Se presentaba entre los más finos verbos, sí, aferrada a una sonrisa de interminables dientes de cera.

Dueña de unos ojos atragantados y profesora de elegir profesiones. Ya no se trata de que lo crea.

Sí, reacia a los lugares comunes, primitiva para erizarme los labios.

Sin dudas la tuve.

No podía contar hasta diez, vencida por una abeja alcohólica alejada de su colmena, por seis mariposas que cazaban redes de hilo o por la testaruda certeza de que un pájaro se había quedado mudo.

Furiosa si mis versos desenterraban sus pasados y con la promesa de abandonarme de-inmediato, apretaba las sienes como le enseñaron en aquel callejón vacío; con explosiones de oro en la espalda, la siniestra mujer en blanco y negro me apuntaba con el dedo más largo que existe. Y yo borraba enajenado los pasados para escribir unos más alegres, sin pérdidas, sin mirarla. A lo que mi musa también se rehusaba. “Sin-pasados”, se leía en la sentencia.

Juntaba papeles del piso y los amontonaba entre sus sueños, pedía prestada una caricia a cambio de vaciar ceniceros. No le temía a la muerte, la trenzaba distraída entre su cabello. Mejor no, no podría describir su boca cuando recién la vencía el sueño.

No le gustaba que rime, no le gustaría este texto…

Tenía voz de amuleto entre lágrimas densas, era cordial y blanda, de pestañas exactas. A cada minuto mordía mi omóplato en silencio, contenta por los detalles, mientras yo me escondía en la almohada,sofocando mi risa entre el  inigualable contacto: Su boca caliente, la mordida exquisita, similar a la que se tiene cuando nos convidan chocolate y nos aseguramos de no babearlo. Ahí dudaba, todo podía ser cierto.

Me prohibía que la vea desnuda, metida de cabeza en mis pensamientos, aunque yo hacía trampa y jugábamos un buen rato.

Con el tiempo se aprendió las dimensiones de mi ventana, el olor a ausencia de mis habitaciones, la tinta indeleble de lo que callo.

Predecía las lluvias un día después, fue leal prostituta de mis histerias y primer abismo finito de cada colchón. Coleccionaba mi tristeza por las dudas, siempre dispuesta a que me enamore de una chica más irreal que ella.

Le enseñé a persignarse viudamente y a ser atea hasta las muelas. “Estético”, le respondía yo cuando discutíamos del tema.

La abarroté de amores inservibles, metiendo el arrepentimiento en una ex botellita de vinagre de vino. Después mi musa reflexionaba sobre el dolor apoyada en mi pecho, entre manos incómodas e imposibles, mientras el cursor repugnante titilaba en la cornisa de un balcón untado con manteca de cacao.

Si me mordía las uñas daba un portazo, dejándome más solo que desvelado, hoy me las muerdo incesantemente ante el gimoteo de cinco infieles, casi todos ellos gatos.

Hurgando en mi angustia, en los últimos mates, aparece un avión de cartón prensado, uno que le regalé para que algún día la conozcan en el cielo. Desde ahí, cuando la luna vomitaba cristales de amargura, algo nos tironeaba del brazo. Supuse que sólo era su brazo, supusimos que podía ser un ángel.

Eso fue hace una vida sin ella, atrás de otra vida sin mí, atrás de otra….

Qué pena sonriente me acompaña, ahora que mis ojos la buscan desde este balcón tan cerquita del suelo, entonces… Para que caiga un poco con la lluvia, en los brazos abiertos de quien no le teme al agua, o para que caiga desde un rayo de sol ayudada por un mecanismo de poleas, pienso... “Se la habrán quedado”.

jueves, 3 de octubre de 2013

Las llaves (cuento)

Cuando pateó las llaves volvía del hospital, o de la clínica, como la llamaban todos los que le preguntaban por celular si en ese momento estaba ahí. Casi siempre estaba en la clínica en aquellos días, porque sí, era una clínica y no un hospital, aunque él no sabía cuál era la diferencia entre ambos términos.

El escritor recogió las llaves y buscó a alguien en el pasillo del condominio, pero buscó en una extrema inmediatez, en lo que quedaría del eco tintineante metal/piso. Al no encontrar más que un obvio horario de la siesta, continuó por el pasillo y al entrar en su casa dejó el llavero encima del mueble del televisor.

Sería fácil pensar que el escritor es quien escribe, o mejor dicho, el escritor que encontró las llaves. Pero el escritor que encontró las llaves dedica su tiempo a escribir guiones, y todos estos guiones, los almacena con gran desprolijidad en su cuarto, en la cocina, entre los libros, y los escritos más recientes por lo general en el baño.

El llavero que encontró era color verde manzana, son esos llaveros que podrían llamarse…de repuesto. Se venden en las cerrajerías (diría que con exclusividad). Allí uno puede verlos como a una ensalada de frutas de plástico en la vitrina que a su vez sirve de mostrador. Este tipo de llaveros tiene la particularidad de permitir la inscripción de una o dos palabras en un papelito blanco que yace en el lomo del mismo, dependiendo de la caligrafía. También cuentan con un plástico protector con dos ínfimas solapitas en las partes superiores verticales, plástico que en el caso del llavero verde se había extraviado. En él se podía leer la palabra “MAMÁ” en mayúsculas, acentuado correctamente y ocupando con prolijidad todo el espacio.

Era llamativa la presencia de las dos llaves exteriores del condominio y la ausencia de una tercera llave (por lo menos). El escritor no le prestó demasiada atención a este detalle, observó entre los dedos el ensamble de metal y de plástico algo disperso, después giró el llavero y antes de olvidarlo en el aparador del televisor, leyó en voz alta la inscripción: “Mamá”, después la repitió cortada en dos, sorprendido por la sobriedad de la palabra, “ma-má”.

Mientras deambulaba entre su propia madre y entre la inscripción del llavero, iba organizando la mesa en la cual escribía. “Ma”, dijo en medio de un gesto de aprobación, “o mami”.

En esos días trabajaba en un guión en el cual dos jóvenes luchaban contra las barreras del lenguaje y de la identidad de la expresión, mientras un hombre mayor se enamoraba de su empleado desde un sufrimiento reprimido.

La chica era portuguesa y el chico peruano; el hombre era el padre de la chica y estaba enamorado del chico mezclando el deseo y un cuidado obsesivo casi paternal. La intención del escritor era plasmar la importancia de comunicarse en el idioma materno y las dificultades de no poder hacerlo. Por otro lado quería que las historias se desenvuelvan paralelamente, el sufrimiento del hombre introvertido en escenarios que lo muestren solo y la historia entre su hija y el chico en la mesa de un bar . El guion (o la idea de ese guión) le parecía pésimo y ya pensaba en archivarlo.

Suena el celular de su madre, sería tal vez otro amigo de ella que sin dudas le preguntará si está en la clínica. Silenció el teléfono maldiciendo, ya que ofreció dejárselo al primo que se quedaría de turno por la siesta, y éste le contestó que para qué, si el tenía el suyo, que mejor se lo dejaba por si alguien necesitaba algo (¿qué más podría necesitar él que no escuchar por un rato el teléfono?). Encontró un haz de paciencia en una pitada de cigarrillo y atendió por cuarta vez en el día a su tía. Le respondió que no, que en la clínica estaba su hijo, que no, que no tenía novedades (¿cómo iba a tener novedades?), se alejó un segundo el auricular de la oreja y sonrío con la magia de divertirse con lo inevitable (situación que lo visitó pocas veces en ese tiempo). No tía, siguió, no creo que se la pueda ver hasta la hora de la cena.

Colgó sin ganas de continuar con su guión y al recostarse en el sillón pudo quedarse dormido antes de que termine la primera canción de su aparato de reproducción de música. A los dieciséis minutos sonó otra vez el celular, esta vez era su primo. Otro primo.

A la mañana siguiente, para ser exactos a las siete y seis de la mañana, Leonardo comenzaba sus trabajos de limpieza en el condominio, hacían cuatro grados y el aire gélido funcionaba como unas canillas para su nariz de remolacha. Como casi siempre tenía uno de sus oídos ocupados con cumbia, y el otro atento al llamado de algún inquilino. Leonardo hablaba poco, sonreía con vergüenza por sus dientes en falta y se mostraba resignado por la vida que le había tocado deambular. No soy yo quien pueda aseverar si antes de llegar a ese punto pasó por el resentimiento, aunque sí puedo decir que no lo creo.

A la mujer del segundo B, Celina, no le caía bien por un motivo de “piel”.

Un día, a pocos minutos de que Leonardo terminase con lo que le correspondía en materia de aseo y de mantenimiento, Celina gritó desde el marco de su puerta sin importarle dónde pudiera estar. “Leonardo”, primero con cierto aire de mesura aunque con el tono algo elevado, “Leonardo”, así fue ganando en fuerza y perdiendo en calidez, finalizando con un “Leonardo” impaciente, con gran énfasis en la letra “a”. Siempre desde el marco de su puerta, siempre desde el lado de adentro de su casa.

Celina había pasado por un cáncer de mama que la dejó con vida pero sin pechos. Al parecer (a mi parecer), su personalidad desatenta y capaz de avergonzar a cualquiera existió siempre, salvo que la enfermedad le quitó del todo el poco tacto que antes tuvo. “Vos no sabés por lo que yo he pasado” (o usted dependiendo el caso), era la frase que daba permiso a las más obscenas barbaridades. Tenía nada más que treinta años y por ser de una familia adinerada sabía que jamás tendría que trabajar.

Leonardo apareció a las corridas con los dos auriculares colgando del cuello de su remera naranja. “Si señora Celina, disculpe, estaba en la cochera”. Celina le dijo que pensó que se había ido antes de las tres, procurando disimular con cierto aire de preocupación que le parecía inadmisible. Dijo que llegó a pensar que le habría pasado algo (pero no lo pensó). Leonardo no miró su reloj ni sacó conclusiones por permanecer en el condominio después de las tres casi todos los días.

Aquel día un armario había llegado y Celina le “proponía” que lo ensamblase a cambio de absolutamente nada.

Leonardo sudaba mucho incluso en invierno, en los días que me trajeron a esta anécdota. Allí podía verse el contraste del frío y de su rostro plagado de gotones mientras hacía sus quehaceres. Imaginemos en enero, a las tres y veinticuatro minutos de la tarde.

Celina pretendía estar ocupada, iba de un lado al otro del pequeño departamento, miraba su teléfono, abría y cerraba las puertas de las alacenas y a cada rato miraba hacia el living, donde Leonardo ajustaba y desajustaba las piezas del armario.

El sudor caía de su cara en un goteo casi constante, estaba de cuclillas la mayoría del tiempo y el piso y las partes del armario mojadas encontraban a Celina indeciblemente perturbada por no poderle decir que estaba perturbada. Estuvo a punto de hacer un comentario al respecto pero se privó por algo que ni me atrevo a llamar límites, empatía o respeto. Simplemente se calló.

Leonardo ubicó el armario al lado del sofá a las cinco y seis minutos. Si hubiese pedido un paño y ofrecido unas disculpas por haber sudado tanto, previo haber limpiado cada rincón en que su trabajo dejó mella, Celina habría creído que por ese acto lógico y hasta inevitable habría valido la pena decirle “bueno, no te hagás problema, qué le vamos a hacer…”. Pero Leonardo llegaba tarde a su casa para cambiarse y así entrar a su otro trabajo, como todos los jueves. Además para él su transpiración no era tóxica, o no se había puesto a reparar en eso.

Celina le dijo “buenas tardes” mirando con suspicacia el armario, sólo cuando se cerraba la puerta agregó un “gracias”, como respondiendo a una divinidad en la cual creía sin buscar porqués.

Otra vez en el invierno, a las siete y ocho de la mañana, salía del ascensor Celina con su madre, una viuda extrañamente candorosa dada la hija que le tocó tener. Fueron hasta donde estaba Leonardo en el espacio común de los departamentos del fondo del condominio, y le preguntaron por unas llaves extraviadas ayer.

De vuelta en la clínica, el primo del escritor lo pone al tanto sobre lo que ha pasado en el transcurso de la tarde, usando palabras que cada vez le resultaban más nefastas: estable, novedades, orina, Doctor Miranda o Doctora Frías. Después ambos se preguntaron (o respondieron, dependiendo el caso), si habían comido algo, descansado algo, sugiriendo que lo hagan (dependiendo el caso). Al parecer en los relevos hay que sugerirse ciertas cosas entre las que prevalece la insistencia frenética en el descansar o en el comer.

Su madre estaba muy avanzada en un Alzheimer como cualquier otro: sin saber quién es quién, con algo de violencia o de llanto, ambos sin un sentido lógico y con absoluta ausencia de tacto. Sus ochenta y dos años, además, le habían traído complicaciones de salud a montones, principalmente en los pulmones, riñones, y caderas. El escritor le dio de comer luchando contra una madre que se convertía cada vez más en su hija y se volvió a la sala de espera, agotado por la culpa de quien desea que un ser que ama se vaya a descansar en paz (nadie dice “que se muera”, tal vez lo piensa, en su lugar pide un descanso justificando la pérdida en esa paz que hasta hoy nadie puede confirmar con certeza).

Abrió su cuaderno y releyó lo escrito más temprano ese día. Sintió vergüenza pero se decidió a continuar.

El chico peruano trabajaba ilegalmente en una aceitera y el hombre le había ofrecido trabajar en el bar del que era dueño, se enamoraría de una forma paternal y reprimida dejando una estela de dudas de ese sentimiento ambiguo. Su hija y su empleado hablarían siempre en inglés incluso después de que el último aprenda a hablar en portugués, e idealmente el padre de la chica aceptaría la relación entre ambos antes que ella, quien llena de prejuicios debería atravesar un largo aprendizaje humano---siente que sus personajes no tienen vida, no deja pasar ni dos segundos y arranca la hoja haciéndola un bollo.

De vuelta a las siete y nueve de la mañana, cuando Leonardo escuchaba la explicación del llavero verde y extraviado sin saber de qué le hablaban, o sabiendo de qué le hablaban pero sin haber visto ningún-llavero-verde-con-las-dos-llaves-de-entrada-al-condominio. Celina insistía en cambiar las cerraduras de las dos puertas, a menos que quien encontró las llaves y mirando a la madre, "porque las llaves vos decís que las perdiste acá, aunque no entiendo cómo estás tan segura", a lo que la madre le contestó hasta con cierta vergüenza, "y porque entré Celina, sino cómo voy a haber llegado hasta tu puerta".

Supongo que el MAMÁ se explica solo (Celina simplemente no podría haber escrito MA o MAMI), mientras que la ausencia de la llave del departamento se explica porque Celina pretendía que la madre tenga las llaves de las puertas de entrada al condominio, pero que no entre a su casa si ella no estaba, aunque siempre hizo lo necesario para que esta actitud pasara desapercibida . La madre tenía que llamarla antes de ir a visitarla porque siempre es mejor avisar, y Celina iría a su casa de inmediato de no estar allí, pero si alguna vez estaba demasiado lejos quería que al menos entrase al complejo hasta que ella vuelva. Amor de hija.

Leonardo se comprometió a preguntarle a cada inquilino por el llavero verde… con dos llaves… con un MAMÁ bien grande. La dueña del departamento se lo hizo repetir cuatro veces. Los días siguientes lo atormentó con el llavero verde cada vez que lo vio, incluso cuando no era necesario verlo bajaba de su casa a cada rato y le sugería que le pregunte "especialmente" a todos los de la planta baja.

Antes de que el muchacho pensase a quién podría preguntarle primero, entró al condominio el escritor después de una agotadora noche en la clínica, éste lo saludó con un típico gesto de cansancio, (cierra los ojos, levanta las cejas y muerde el labio inferior mientras menea la cabeza). Buen día Leo, dijo, buen día señor, ¿cómo sigue su madre? Y sin poderse perdonar por mucho tiempo la respuesta,  el escritor soltó un “viva”, insuficientemente despacio y por ende entendible para Leonardo, quien no respondió y esperó a que se aleje por el pasillo mientras dilucidaba que tendría que limpiarlo otra vez, porque no se había alcanzado a secar.

¿Ah, disculpe señor, no habrá encontrado usted un llavero verde? dijo el portero a segundos de que desapareciera la silueta del escritor.

No Leo, respondió el inquilino asomándose al pasillo. Luego se le cayó una sonrisa incrédula al girar la llave de su casa. “¿No?”, dijo casi para adentro, y entró.

El escritor encontró melancólica la coincidencia del MAMÁ en el llavero y decidió quedárselo. A su vez le pareció exagerado el cambio de las cerraduras cuando le dieron las llaves cuatro días después, pero al poco tiempo supo que eran de la del segundo B y le pareció de una lógica incluso reconfortante. No le dijo nada de haberlo encontrado, ni Leo le dijo nada al escritor una semana después cuando leyó “MAMÁ” entre el fulgor verde del llavero, mientras pasaba al baño para arreglar la ducha.

Leo tenía un pantalón de gimnasia, creo que la tela se llama poliester, era en eso en lo que pensaba el escritor mientras descubrió que una luz brillaba en el bolsillo. “Leo, te brilla la pierna”.

Los dos se rieron, aunque lo de Leo fue más bien una sonrisa.

La ducha ya funcionaba correctamente, pero lamentablemente no iba a poder limpiar el baño porque tenía que salir corriendo al sanatorio. Había llamado su hija, la madre de Leo había sufrido un accidente, éste explicó la situación casi llorando, acortando las frases y el sentido. Dale Leo, andá, andá, arguyó el escritor como dándole aliento

“¿El sanatorio Soma es el que queda en la calle Córdoba señor?”, preguntó casi antes de salir, a lo que el escritor respondió que no, que “el Soma” es el que está en la calle El Salvador, a dos cuadras del polideportivo.

“Sanatorio”, pronunció con elocuencia el escritor, “hoy no me toca ir al sanatorio”. Abrió y cerró la ducha, miró todo el conjunto de canillas y grifo como si conociera del tema, “sanatorio”, dijo una vez más, y después cerró la puerta que Leo había olvidado de cerrar.

Anti literatura

Sacaba los libros a pasear como se lleva un collar de perlas. Tantos planteos burlescos le llegaron desde su círculo, incluso cuando sólo él podía destrabar la palabra “círculo” en ese contexto y divertirlos con delirio filosófico.

Solía decir que uno no sabe a quién se puede cruzar y que la posibilidad (y la de perderla), de que le muevan a uno la mano que tapa el título para corroborar que sí, que a ella (e-lla), también le pareció de una prosa tan prolija que emocionaba; "ah, perdón", (podría sonrojarse ella) "¿por qué página vas?" "No, me muero si te arruino el final", "bueno, está bien, no me muero, así muero no, pero quiero decir que mejor no digo más nada"." Celeste, me llamo Celeste". "Soy tan bipolar como el cielo, si".

Pero mejor ahondemos en el libro.

"¿Pero si vas hasta la panadería? ¿Por qué llevás el libro?", le dice alguien que al parecer lo espía desde la ventana de enfrente, y que sin explicación (coherente) le lee la mente ansiosa de azúcares e hidratos de carbono; persona que sabe que son la misma cosa pero que no detecta el doble sentido. Triple ahora.

“Puedo tener que esperar por algo”, responde. Y sin necesidad de encasillarnos en la panadería, puede llegarle simplemente la oferta: "¿Quiere esperar por algo señor? Cómo no, diga que traje mi libro, si, si se-ño-ri-ta (guiñada), como veo que tendré que esperar esa cantidad de tiempo, se lo puedo dejar después, si, se lo regalo. No, no le miento. Así es, soy un personaje de un cuento. Pareciera que por la mitad; no, no es nada. Me siento por allá, sí."

Puede tener que mostrárselo a alguien, porque las casualidades, tan inoperantes ellas, lograron, entre otras cosas que alguien cree los Reality Shows: "Me estás cargando, te llamás Jimi y tu apellido es Vidal, ¿eso me decís? Tengo un libro acá en el cual un personaje se llama Jimi y el otro tiene por apellido Vidal. Ah, Gime Bidal sos vos. No, no dije “b larga” porque es un cuento y se lee la v o la b, ¿ves? Si, me salió un versito. No digas así, sos linda porque sos linda, este tipo escribió que sos linda después de conocerte. Ah no, no sé con exactitud de dónde te conoce, creo que tiene familiares Bidal en Berazategui."

Argumenta otras veces que el simple roce de las tapas con los dedos lo hacen sentir seguro, “tenerlo conmigo” dice, y no agrega por las dudas. Porque las dudas en este caso no existen, si duda, lee, que por algo lo lleva.

No admite que hasta lo siente una mascota, que necesita tomar aire como él. No es por vergüenza, es excéntrico para eso y para mucho más. Arruinó, o podría haber arruinado un hermoso ejemplar de tapas duras por arrastrarlo con un cinturón en plena calle Gorostidi, "¿qué hacés con eso ahí?", le preguntaron mientras él contemplaba desairado su distracción. Ajadas las tapas, tinta negra desparramada en el asfalto, florecidas varias hojas por los costados… pero sí, tal vez quien encuentre el capítulo siete lo guarde de recuerdo: "Mejor que doblar un dólar; no, no, suerte como se dice suerte, no creo que te traiga ni uno ni otro. Sacar a pasear un libro, eso sí que no lo había visto nunca", remata el veterinario antes de meterse otra vez en el local.

Curioso que no procure llevar (al menos no siempre) una lapicera entre las páginas setenta y setenta y uno, alega que la sensación de las hojas arqueadas por el grosor del plástico (por lo general) no le resulta agradable al tacto ni al transporte. Y así todo este cuento podría dar un giro de los “por qué si” a los “por qué no”. Aunque no va a pasar: "No, porque no, no es la idea. Si, ya sé que era más entretenido cuando hacía decir cosas al personaje sin ser yo un personaje, si, esto es como estar hablando solo. Sólo, solo. No, sigue sin ser divertido."

Hay libros, claro está, que se lucen más que otros, como las luces blancas o las luces amarillas pueden entibiar o ensombrecer una sala.

También los libros pueden sorprender o corroborar un gesto. Alguien alegre con “Crimen y castigo” abajo del brazo, saludando a todos, incluso a los que conoce sólo de vista: "¿Otro ejemplo?, suena a relleno. Está bien, lo cuento como un ejemplo de vos, mi estimado personaje; bueno, querido personaje. Me estás dando vuelta los roles, hace dos párrafos te dije que no quería meterme de esa manera en esta historia. Historia en la cual ibas tan campante con La Lentitud, enamorado de todo lo que te rodeaba, se sorprendían de tu enajenada gratitud por las flores, por las palmeras o por un Thimbú que apareció extraviado (porque no podía estar más que extraviado) en el meollo del pueblo. El pobre intentaba sin éxito trepar la pared de la crepería, y él sin saber cómo ayudarlo (paso a la tercera persona, ¿lo ves?), porque son bichos pintorescos pero nada amigables, entonces no le quedó más que darle aliento, con la paciencia trasmitiendo energía, o viceversa. Y un enajenado que sale de la casa de al lado y lo abofetea con una escoba dejándolo indefenso en medio de la calle. Pero era un nativo y ay quien ose decirle algo, que también son bichos pintorescos pero nada amigables, y un buggy que no lo atropella de milagro (y no es lugar común, de verdad de milagro), porque con una lucidez casi humana, como si fuese esto un don, el animalito frenó un minimomento antes de que la rueda lo aplaste. Y hago jurar a mi personaje, porque lo vi con sus ojos (propios, sino de quién), lo vio, (mejor digo lo vio), al pobre Thimbú abriendo la boca y dando un grito ante una muerte que se escapó por tan poco y que no se oyó por los alaridos pavorosos de quienes mirábamos la escena, incluído el nativo que no hizo más que mantener la ironía de la sonrisa. Reinició el Thimbú la huída hasta los escombros de la pizzería que construyen (aún) los mismos dueños el restaurante italiano de la Rua du Céu. Qué lindo La Lentitud dijo con cara de alivio la camarera de Caverna, y él asentó con la cabeza, antes de que lo sobrepase la ironía.

Así son las cosas…

Suele andar con un libro en la mano, de frente o de espalda, lo lleva porque uno nunca sabe. Si lo cruzan por ahí pueden preguntarle lo que opina sobre el “círculo” social como concepto, es hilarante, pero antes miren la tapa para leer el nombre del libro, no sea cosa que justo esté paseando a Rayuela.

El puente (cuento)

Ni siquiera saludamos a la anfitriona, a la “cumpleañera”. Salimos los veinte  expulsados del salón de fiestas como salpicados desde cuatro dedos que toman envión en el pulgar.

Luego de dos cuadras circulaban pocos autos, y en esos momentos nos acercábamos a la vereda bifurcados a la derecha o a la izquierda. No me gustaba la idea de caminar hasta nuestras casas desde donde estábamos e inevitablemente todos se darían cuenta.

Era una noche húmeda, y donde vivíamos en esos años la humedad siempre resultaba extraña. El alumbrado público dejaba grandes espacios entre farol y farol; era como que el tiempo sólo transcurría entre esos manchones redondos y amarillos.

Nos alejábamos del salón de fiestas y del eco de las cumbias del final, cada vez había menos ruido, menos gente y menos autos. Quizás por eso me mostré incómodo con la actitud grupal, ya que iban todos dando gritos a la noche con la necesidad de zamarrear a la suerte. Yo me había relegado un poco y los veía serpentear eléctricos desde  atrás.

De los veinte que éramos había conocido a unos quince esa misma noche, eran amigos de mis amigos, o incluso un amigo más atrás en la cadena. Se empujaban a las carcajadas, circulando, dando saltos, cánticos, unos ya iban sin la remera o sin la camisa, agitándola en círculos arriba de sus cabezas, otros miraban hacia atrás y amenazaban con salir corriendo ante un supuesto peligro a nuestras espaldas. Había sido yo el que había comentado que “esos barrios no se veían muy bien” y sin dudas los sustos me apuntaban. No les creía por un simple motivo: casi todos los que fingían una amenaza ya llevaban el cinturón en la mano para demostrar que estaban dispuestos a enfrentarse a lo que sea; la corrida era otra manera de probar valentía. A los pocos pasos soltaban la carcajada y señalaban mi supuesto susto.

Los mocos me caían de la nariz incesantemente, no hacía tanto frío pero íbamos contra el viento a un paso acelerado, permitiendo que el otoño entre en calor por medio de nuestras caras.

A los lados las casas no mostraban siquiera un movimiento, ni una luz que se encendiera o se apagara y en las primeras diez cuadras no nos cruzamos con otro peatón. Sólo se oía nuestro bullicio, que albergaba cada tanto un “auto, auto” cuando las luces nos asediaban antes que el ruido del motor.

Uno que otro chico se volvía y se mostraba cortés, pero sin fingir, lo hacían los chicos que estaban en desacuerdo con la travesía, pero que a su vez comprendían que así como nos habían llevado en auto algunos de nuestros padres, teníamos que caminar en esa hora en la que no pasaban todavía los colectivos ni en la que podíamos despertar a alguien para que nos recoja. Se aletargaban en la caminata y se giraban lentamente, después me palmaban la espalda haciendo comentarios sobre lo lúgubre de las casas o de la estrechez que de tanto en tanto acompañaba a alguna calle. Lo ponían en otras palabras, claro.

Yo sonreía confirmando su acotación. De a poco el visitante aceleraba el paso, ponía las manos como un megáfono y aullaba algo a los que iban más adelante. La cortesía no podía pecar de cobarde.

Tenía muchas ganas de que se callaran todos, de que fuésemos a un paso ameno sacando conclusiones de un silencio que sin dudas habría sido interesante. Sabía a su vez que ese deseo había aparecido por respeto y no por miedo, presentía que ese silencio cuidaría de nosotros a través de todo el camino. Pensaba profundamente en ello con las manos forzando los bolsillos.

Faltaba poco para llegar al puente. Al parecer el puente separaba un barrio peligroso de otro más peligroso, y en ese puente… Si, si, en ese puente nos habríamos de sentir hombres. “Estaba buenísimo” atravesar el puente.

Justo antes de llegar me entretuve con uno de los faroles que agonizaba con temblores tenues, con la idea de que estábamos cruzando tres espacios de oscuridad, o lo que era peor, con la imagen de un gran espacio de una luz que, muy cada tanto, se encendía sólo a medias.  Entonces ya no los vi, y no sabía si se habían callado antes de cruzar el puente (porque a decir verdad no sabía si habían llegado al puente), o si estaban más lejos de lo que creía, hecho que encontraba extraño porque sólo me había distraído unos segundos.

No me atreví a caminar más rápido o no le encontré sentido. En su lugar me quedé quieto, esforzándome en respirar despacio y pausadamente.

Mi cuerpo no tuvo tiempo de procesar el miedo.

La presencia de alguien atrás confundió las emociones de mi carne y de mi instinto. Era correr o darme vuelta, era gritar o permanecer callado mientras corría o me daba vuelta. Era darme vuelta rápido o despacio, era hacerlo con la boca semiabierta, era respirar profundo antes de iniciar el giro.

Una mano se apoyó en mi hombro como cae una hoja al suelo, al principio sentí los huesos de la palma y después el comienzo de los dedos, los cuales ejercieron una presión casi imperceptible en mis clavículas.

Yo miraba o adivinaba mis pies, escuché en el asfalto las pequeñas piedritas que se friccionaron con las suelas de mis zapatillas al girarme cabizbajo. Sólo cuando estuve frente a ellos levanté la vista.

Tuve que entornar mis ojos para hacerle lugar a la ínfima visión en la penumbra. Había cinco. El brazo que me había palmado el hombro descendía despacio y los cinco cuerpos estaban a menos de un metro de distancia.

Estiré un poco el cuello hacia ellos para salir de la broma que me jugaba la oscuridad. Pero al acercarme al que había tocado mi hombro vi que no tenía rostro, vi que ninguno tenía rostro. Eran muy blancos, porque incluso con tan poca luz pude adivinar sus siluetas. Sin nariz, sin boca. Sin ojos ni orejas.

Si en los últimos segundos había sentido algo parecido al miedo, en ese instante desapareció. Podría decir lo siguiente: Sentí al miedo retirarse, a no querer jugar frente a lo maravilloso, a desconocer que se hace ante cinco figuras sin anatomía. "Yo paso, aceptá o a desmayarse", pareció decirme.

Así el silencio me terminaba de secar la últimas gotas de sudor, se acallaban los temblores de mi nariz, que ya casi no esnifaba los mocos. Los párpados me pesaban pero no me sentía cansado, caían cada vez más despacio y por más tiempo, era como si se despidieran de mí. Mi boca inundaba el espacio vacío que recién allí comprendí que tienen las bocas. Respiraba cada vez menos, parpadeaba cada vez menos.

La calma.

Parecía que todo adentro mío comenzaba a unirse, a acercarse una parte a la otra, a abrazarse despacio. Como si en el interior de mi cuerpo dos ladrones hicieran el amor. Para siempre.

Comenzamos a andar con la seguridad de aquel silencio respetuoso. Poco a poco comprendí que no era necesario ver para no caerme, me sumí en el vaivén de lo que verdaderamente significaba escuchar. Y anduvimos.

Atravesamos un pasillo rozando las paredes con las manos, olía a pasto fresco, a encierro tibio y oscuro. No sé por qué presentí que el techo estaba cerca, y antes de llegar al final del puente sólo pude ver que éramos seis y no diecinueve.



sábado, 20 de julio de 2013

Preposicionados

La quiso a propósito, bajo cero, a cucharada de crema que sucumbe entre frutillas.

La quiso a quemarropa, en dolor de risa, según la necesidad de pintar treinta y tres de espadas, sin amplitud térmica

La quiso de jamón crudo y queso por error queriendo de jamón y queso.

La quiso a la derecha.

La quiso tras una reja de elastiquines, hasta hartarse de comer pochoclo, desde el balcón hasta la ventana con un gesto, sin perder la cuenta.

La quiso hasta que no vuelvan a desatarse los cordones, hasta no decir hasta el cielo, por la prohibición de los trajes en los casamientos.

La quiso sin tener que cambiar la yerba.

La quiso con un chicle sabor Infinito, bajo el perfume de un pelo desalmado, con un último milagro dulce escondido bajo las acelgas.

La quiso con poder elegir los sueños, con pompas de jabón que no hallan tierra firme, bajo una camiseta que no se ensucia con la tierra.

La quiso ante un perro que olfatea la mano más sola que existe, sin llaves ni monedas, en un jabón que no se cae al piso o en un piso que se barre cuando te das vuelta.

La quiso hacia el rincón del cuarto, sin escapatoria, contra un respaldo/espalda, con un cigarrillo dentro del cine, en el último día de escuela.

La quiso desde dos pesos, contra reembolso, diez contra once, “hasta mañana” pegados con aire tibio, tras cada vidrio empañado que se dibuja con las yemas.

La quiso en primer plano, ante una oferta “2x1 en infancias”, ante un clima que te previene desde el ropero, sobre sábanas recién puestas.

La quiso sobre un columpio que nunca para, sobre su dosis de calma, entre la arena y el cielo, entre dos panes tostados por fuera.

La quiso por todos los ejemplos que no se me ocurrirían, con herrores de ortografía, en olor a café y a medialunas, sin conocer el dolor de muelas.

La quiso entre el perfume de la lluvia y del sol, por no necesitar tres deseos, bajo el mismo paraguas, la quiso para…hasta…sin.


Según… la quiso por quererla.

viernes, 17 de mayo de 2013

Atte, ella


Si de verdad bajaste en la terminal de la cual todavía no has bajado, si es real tu sombra a colores que aún abrocha hasta la nariz el impermeable, si acaso tu pelo es rojizo porque lo teñiste y no es rojizo como lo recuerdo; entonces no podré seguir escribiendo abajo de un humo amargo y de unos mates deshabitados.

¿Cómo critico mis pasos sin huellas ahora que me darás la mano?

Tendré que escribir sobre una mano que late, para reemplazar a esa mano de tinta-azul-barato.

¿Bajo qué excusa podré silbar, cuando me acostumbraste a imaginar que llorabas por una gata recién concebida en alguna rua del interior de São Paulo?

Voy a tener que quitarle el celofán a aquella mano invisible de la que hablo e ir al trote con las garras llenas de alimento balanceado: Por las calles, por los balcones, por las acequias, entre las nubes. Así terminar en un bar pegándole el olor a carne guisada a los vasos, mirándote hasta el cerebro para que coincidan nuestros ojos con el silencio casi rojo del desamparo.

¿Cómo voy a soportar tu cuello trémulo?

Mejor será que escriba los últimos versos sobre aquel cuello de cera, ahora que tendrás tráquea, ahora que abrirás el paso de la sangre. Mejor traigo por última vez aquello que se me ocurre sobre la ecuación yemas/ficción/tacto.

¿Cómo pretendo pretender que estás lejos, cuando te vas a destripar por un chiste para el que todavía es temprano?

Supongo que iré a la modista a suavizar los cierres, a reforzar las costuras del tiempo, ahora que vas a tironearme los pantalones para sacarme la tristeza, tan bien guardada ésta en el vértice del bolsillo, como una gotita de papel, tan doblada en seis, tan en vano. Y como es probable que encuentres también mis llaves tal vez me ría con vos, casi de rodillas, con los bolsillos sinceros como las orejas de un cachorro castigado.

¿Qué sucederá si han desaparecido los espejos, si de verdad ya no queda ninguno?

Porque tu imagen aún permanece agarrada de mi pescuezo, con las piernas cruzadas en mi cintura, con el mentón respirando en lo más izquierdo de mi mejilla. Y dice que no quiere bajar al mundo, y lo dice de una manera... Entonces yo no sé si debo susurrar tiernamente casi para adentro, o si mejor debo bajarla para que aprenda a caminar. Así cuando por fin te me estampes con tu piel y con tus huesos y me preguntes si he estado llorando por alguien, no me quede otra opción que cargarte en mi espalda sin importar mi debilidad ni mis lesiones cervicales.

¿Cómo entristezco en estas letras al candor de tu carta?

Si la vergüenza me empuja y me lleva a un rincón de la parálisis, desde donde contemplo tu carta, que me amenaza con salir corriendo a cada rato, que se sabe fuerte, que puede levantar el sobre con los brazos. Si con todos sus ángulos tiesos, rebelde e inquieta, tu carta juega por toda la casa buscando la ñ ausente de tu aprendizaje.

Entonces, si en una siesta que todavía no hemos dormido el cariño nos encandila en vez de cegarnos, asimilaré por un segundo que estás conmigo. Y esconderé la lapicera de esa quimera autopista-río, de esa paradoja circular; como se deja la luz encendida, como se plastifica un documento provisorio o como se alquila un traje sin tener un vestido.

miércoles, 24 de abril de 2013

El banco (cuento)


Todavía recuerdo el olor que había en la esquina donde me topé con el banco. Era un olor a tostadas, probablemente (muy probablemente), proveniente de una tostadora de chapa, con liviandad de alfombra mágica, con el mango como una “U” que se repliega pero que no alcanza a cerrarse. A esas tostadas olía.

Los escombros eran una orquesta de reos, borrachos de tiempo; había tejas y trozos, paréntesis de lo que parecía ser una pared, con los ladrillos y con el cemento todavía pegados en lo que evidentemente había sido una demolición no accidental. Se arrugaban a los lados varias bolsas de cal llenas de mugre junto a un contenedor azul con la inscripción: “Mon-tel”, acompañada de un número de teléfono que tenía dos “6”, o tres.

Yo me detuve por el olor, y para adivinar el origen de la combustión a gas y a abuela.

Y ahí estaba el banco, tan guardapolvos, tan prueba sorpresa; con las patas un poquito abiertas hacia afuera, como chuecas o como paspadas, marrones desde el asiento hasta casi las gomas que juegan a medias de lana, con las pantorrillas descascaradas, podría decirse que parecían las patas de un gato siamés galáctico.

Se me viene a la mente una sensación, fue cuando me agaché para ver como se unían los cañitos abajo del asiento, no sé bien por qué, pero me acuerdo que la sangre ebullicionó hasta mi cabeza, y que tuve que erigirme con los ojos mirando a una tele imaginaria que perdió la señal del cable. El asiento era de madera, cuadrado pero redondeado, con recovecos apenas perceptibles pero de inexorable ondulación-culito para la comodidad del aprendizaje. Estaba pintado de un blanco que atisbaba hacia el beige, o viceversa, salvo en el borde donde la madera desnuda dejaba ver las capas, tal vez ícono distintivo de los bancos, o tal vez de mi nostalgia personal.

Los caños no se tocaban, era como que de la superficie (y cuando digo superficie me refiero a eso que es como Buenos Aires, o mejor dicho, que tiene la forma de Buenos Aires pero más ancho), de ahí, partían los caños hacia el infinito, dejando sólo el espacio para que entre una persona desde la derecha.

Siempre quise que el banco hubiese sido para zurdos, tampoco sé bien por qué.

Primero lo saqué de su inclinación porque me exasperaba, tenía dos de las patas laterales en la vereda y dos en la calle, después subí y baje a Buenos Aires para corroborar si no estaba roto. Varias veces repetí la operación con la sensación de haber olvidado de pestañear.

Me senté, acomodándome, ejerciendo una leve presión hacia el piso meneando la cintura y los glúteos, mirando hacia todos lados y hacia ninguno, parecía una película donde un hombre de traje analiza la compra de un auto, o a veces en la vida real, pero allí con el ceño más preocupado. O algo así.

Yo no tenía preocupación ni fruncí mi ceño, aseveré para mí con la cabeza y me llevé el banco a casa.

No fue nada fácil el traslado, o al menos no fue cómodo, lo ponía arriba de la cabeza pero Buenos Aires me titilaba en la sien, entonces lo cargaba desde dos patas o un poco del asiento, pero ninguna postura me duraba demasiado. Por suerte no tuve que cargarlo en el 90, dudo seriamente que el chofer me hubiese dejado entrarlo, sobre todo aquel pelado de la cicatriz en la cabeza, quien evidentemente nunca perdonó la escena que le dejó la marca.

En el camino se presentó una imagen de otro banco que poco a poco me hizo desacelerar, buscando la nitidez del recuerdo en la quietud paulatina ¿Cuáles eran los motivos de la ausencia de la reja, esa donde hipotéticamente se colocarían los libros? Y sosteniéndolo sobre la cabeza comencé a palpar las marcas o la falta de ellas, y a los pocos centímetros apareció el acné de acero entre mis dedos, engendrado por un libro pesado sobre cien más pesados, o por algún pisotón descuidado en una guerra de tizas. El banco se me hacía más huérfano, nos necesitábamos un poco más a cada metro.

A una cuadra de llegar a casa supe el lugar preciso donde colocaría el banco, ¿qué importaba si no era en ésa, mi casa actual? La Piecita Azul, léase como un gran título que acompaño moviendo mi mano, desde la cintura hasta arriba de mis hombros, con los dedos sosteniendo una manzana. Ahí, en esa única habitación con alfombra azul, paredes empapeladas con cielo y con nubes, techo alto, angosto rincón vacío, juguete a punto de vomitar vida porque ha perdido la gracia. Me emociono igual que aquel día. La Piecita Azul...

Saludé a todos en casa pero me devolvieron el saludo sin notar el banco ni mi cansancio por el traslado, quizás cegados por la trágica muerte de una famosa conductora de televisión. Aún cuando apoyé el mismo haciendo ruido, quizás a propósito, ni cuando resoplé por el cansancio, ni cuando resoplé de nuevo. En la tele, lo que parecía ser la hija de la conductora filmada en un primerísimo plano, parecía que iba a morir de tristeza, yo no sé si a todos en casa les dio la misma impresión. Repuesto o resignado, tomé el banco y lo llevé a su lugar.

“Justo en el medio”, me decía en silencio con los brazos descansando en las caderas, satisfechos por el trabajo realizado. Quedaba tan bien allí, en esa habitación angosta pero larga, o tal vez no muy larga pero sí bastante angosta, lo cual disfraza la noción de longitud. Lo puse de espaldas a la puerta, no porque quisiese que se vea el banco en posición de penitencia, creo más bien que fue una casualidad (aunque ya no volví a girarlo). Desde la izquierda entraba el sol por el garaje marcando las verjas del portón y las rejas de la ventana, una de las innominables bellezas de la inseguridad. Quedaba perfecto así.

Luego de sentarme y de pararme unas quince veces, de hacer y de deshacer otras tantas el cruce de mis piernas (ante el zapateo de Buenos Aires) me puse a pensar en la superficie utilizable, en el banco como esquema. El espacio no era reducido, aunque objetivamente... Los pensamientos llegaron a ser preocupantes, pero básicamente ponderaba la presencia de las hojas donde escribí mis primeros textos, el cassette número “5” con grabaciones de la radio, el He-Man de miniatura que ese mismo día apareció entre mis remeras (no sé en cuál habitación, ¿pero realmente importa?), la tinta china que alimentó a mi pluma de calidad dudosa, regalo de uno de mis tíos (lástima que se perdió, dejé de usarla por mera practicidad, pero me gustaría apoyarla en mi mano, aunque se vuelva a perder, aunque vuelva a añorarla). También algunas hojas en blanco, por las dudas (o más bien por alguna certeza), el sacapuntas verde a manivela, al cual sólo podría detallar adjuntando aquí una imagen, el álbum de fotos de aquel campamento en Cipoletti, mis guantes mágicos a los cuales les corte los dedos, dejando finalmente un espacio para aquello que sin dudas divagaba en mi cabeza buscando la salida.

Al final organicé las cosas (in-cosas, no-cosas, anti-cosas, bajo-ningún-punto-de-vista-cosas), y las coloqué sobre Buenos Aires. Cada una en un lugar por mí dispuesto, elegido; el banco y la Piecita Azul resplandecían todo el día, se acallaban con la luz ladeada del atardecer y luego se dormían bajo la noche atolondrada que les caía desde la luna. Yo observaba perplejo la perfección desde la puerta, con un Nesquik o con un cigarrillo, de a ratos me acercaba merodeando con suma cautela como un perro hecho mascota merodea a un gato moribundo, sin saber si su presa (o si su amiguito) va a reponerse para atacarlo. Después me sentaba con el mismo cuidado y escuchaba a mis recuerdos, interrumpidos a veces por el sonido de otra muerte en la televisión, o por unas elecciones provinciales sin ganadores, o por un gol de algún otro equipo, alguno por el cual no simpatizaba mi hermano más chico.

Hace ya mucho tiempo del accidente, tiempo por tiempo al cuadrado.

Una tarde me senté sin las precauciones que exigía el banco, supongo que estaba distraído por la pesadez de la jornada que transcurría (y absolutamente inconsciente del momento en que había empezado a usar la palabra jornada). Los gritos enardecidos de la vecina ante la sumisión de su nuera por la in-correcta disposición de nuestra basura, la discusión con mi jefe, el seguro del auto debitado en mi tarjeta de crédito, el policía que no aceptaba la virtualidad del pago, el choque, el otro policía que tampoco (menos aún) aceptaba mis disculpas por ese otro accidente. No quería que me absolviese de la culpa, simplemente que me perdonara. Todo se sumó al hecho de encontrar la pluma abajo del asiento del auto, al inenarrable milagro de palpar el delgado cilindro cuando buscaba la tarjeta verde. A pensar que si apoyaba la pluma en uno de los pocos espacios libres que quedaban en el banco, el candor pasaría volando por la Piecita Azul.

Después de apoyar la pluma y sin entender la semiótica de la calma, me crucé de piernas, como listo para descubrir por primera vez las milanesas de mi Tía Susana. Ante el atolondramiento Buenos Aires subió como una arcada, bajó súbitamente y volvió a subir, revolcando las hojas, el sacapuntas, al cassette, a He-Man, a la pluma y a la tinta china, que por el color tocayo de la alfombra casi no se entendía en su muerte de pez mercurio sofocado.

Me costó bastante pero decidí no recoger las cosas ni volver a Buenos Aires hacia la horizontalidad (¿decidí?), quedaron las hojas salpicadas con la explosión del frasco de tinta, tanto las blancas como las escritas, se paralizó He-Man abrazando la ausencia de su heroísmo. Todo quedó donde lo dejó el accidente. Al principio me acercaba a la puerta a contemplar la escena del crimen, me apoyaba de brazos cruzados en el marco y reflexionaba mientras los chicos husmeaban desde mis rodillas haciendo todo tipo de preguntas. Luego mis visitas se hicieron menos asiduas, para dejar un día (no aquel), de acercarme a la Piecita Azul: digamos que te cortás con el filo de una hoja, que la sangre asoma con el dolor agarrado del cuello, que después cicatriza y que se va curando; casi nunca sabemos el momento exacto en que la herida deja de existir del todo, pero si nos damos cuenta del milagro, si lo hacemos, lo hacemos con olvido: ¡Ah, la costra del corte con papel! Y a seguir discutiendo sobre quién limpia las paletas del ventilador. Creo que fue mi tía Susana quien cerró la puerta con llave, o mi hermano, o mi abuela que dejó de oler a tostadas, o yo de muy chico.