Quise
salir pero mis llaves no encontraron al humano extraviado.
Las
paredes me exigieron parte del oxígeno, como los de séptimo grado roban la merienda a los de
primero; así las vueltas en la casa, sin avisarme, comenzaron. Y lo que comienza
es más tétrico que lo que empieza porque incluso así suena.
Vi
que murieron los vasos agonizando por agua fría. Me abandoné a la idea de que
las luces se olvidarían de apagarme la angustia, muchos días, en alguna hora de
las tres de la mañana.
Después
un mantel calumnió sobre un incidente usurpando tu voz.
Los
cuadros empujaron a los marcos, y chorreando por las paredes como lágrimas de
un arco iris, me asustaron tibiamente los pies.
El
interruptor del baño hizo un escándalo ante el contacto, pero le resté
importancia al entender que el espejo se había dado vuelta, y a su vez olvidé
aquello cuando tropecé con un jabón que cambió su fragancia por la de tu piel en la época de Rivadavia y Montecaseros.
En la
sala conté varias veces seis sillas, veinticuatro patas y ningún respaldo.
Ni
bien entré al cuarto explotó el armario y se dispararon montones de astillas, se hundieron varias en
mi cara, mientras otras cayeron en las mismas sábanas de la última noche, tan
parecidas a mañana como ayer.
Y a punto de la puerta sin saberlo, y justo antes
de la ventana… las llaves me encontraron, varias amenazas después.
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