lunes, 4 de noviembre de 2013

Musa

Tengo un pensamiento amenazado, al costado del olvido.

Creo que sí, que yo solía tener una musa.

Se presentaba entre los más finos verbos, sí, aferrada a una sonrisa de interminables dientes de cera.

Dueña de unos ojos atragantados y profesora de elegir profesiones. Ya no se trata de que lo crea.

Sí, reacia a los lugares comunes, primitiva para erizarme los labios.

Sin dudas la tuve.

No podía contar hasta diez, vencida por una abeja alcohólica alejada de su colmena, por seis mariposas que cazaban redes de hilo o por la testaruda certeza de que un pájaro se había quedado mudo.

Furiosa si mis versos desenterraban sus pasados y con la promesa de abandonarme de-inmediato, apretaba las sienes como le enseñaron en aquel callejón vacío; con explosiones de oro en la espalda, la siniestra mujer en blanco y negro me apuntaba con el dedo más largo que existe. Y yo borraba enajenado los pasados para escribir unos más alegres, sin pérdidas, sin mirarla. A lo que mi musa también se rehusaba. “Sin-pasados”, se leía en la sentencia.

Juntaba papeles del piso y los amontonaba entre sus sueños, pedía prestada una caricia a cambio de vaciar ceniceros. No le temía a la muerte, la trenzaba distraída entre su cabello. Mejor no, no podría describir su boca cuando recién la vencía el sueño.

No le gustaba que rime, no le gustaría este texto…

Tenía voz de amuleto entre lágrimas densas, era cordial y blanda, de pestañas exactas. A cada minuto mordía mi omóplato en silencio, contenta por los detalles, mientras yo me escondía en la almohada,sofocando mi risa entre el  inigualable contacto: Su boca caliente, la mordida exquisita, similar a la que se tiene cuando nos convidan chocolate y nos aseguramos de no babearlo. Ahí dudaba, todo podía ser cierto.

Me prohibía que la vea desnuda, metida de cabeza en mis pensamientos, aunque yo hacía trampa y jugábamos un buen rato.

Con el tiempo se aprendió las dimensiones de mi ventana, el olor a ausencia de mis habitaciones, la tinta indeleble de lo que callo.

Predecía las lluvias un día después, fue leal prostituta de mis histerias y primer abismo finito de cada colchón. Coleccionaba mi tristeza por las dudas, siempre dispuesta a que me enamore de una chica más irreal que ella.

Le enseñé a persignarse viudamente y a ser atea hasta las muelas. “Estético”, le respondía yo cuando discutíamos del tema.

La abarroté de amores inservibles, metiendo el arrepentimiento en una ex botellita de vinagre de vino. Después mi musa reflexionaba sobre el dolor apoyada en mi pecho, entre manos incómodas e imposibles, mientras el cursor repugnante titilaba en la cornisa de un balcón untado con manteca de cacao.

Si me mordía las uñas daba un portazo, dejándome más solo que desvelado, hoy me las muerdo incesantemente ante el gimoteo de cinco infieles, casi todos ellos gatos.

Hurgando en mi angustia, en los últimos mates, aparece un avión de cartón prensado, uno que le regalé para que algún día la conozcan en el cielo. Desde ahí, cuando la luna vomitaba cristales de amargura, algo nos tironeaba del brazo. Supuse que sólo era su brazo, supusimos que podía ser un ángel.

Eso fue hace una vida sin ella, atrás de otra vida sin mí, atrás de otra….

Qué pena sonriente me acompaña, ahora que mis ojos la buscan desde este balcón tan cerquita del suelo, entonces… Para que caiga un poco con la lluvia, en los brazos abiertos de quien no le teme al agua, o para que caiga desde un rayo de sol ayudada por un mecanismo de poleas, pienso... “Se la habrán quedado”.

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