Tengo un pensamiento amenazado, al
costado del olvido.
Creo que sí, que yo solía tener una
musa.
Se presentaba entre los más finos
verbos, sí, aferrada a una sonrisa de interminables dientes de cera.
Dueña de unos ojos atragantados y
profesora de elegir profesiones. Ya no se trata de que lo crea.
Sí, reacia a los lugares comunes, primitiva
para erizarme los labios.
Sin dudas la tuve.
No podía contar hasta diez, vencida por
una abeja alcohólica alejada de su colmena, por seis mariposas que cazaban redes
de hilo o por la testaruda certeza de que un pájaro se había quedado mudo.
Furiosa si mis versos desenterraban
sus pasados y con la promesa de abandonarme de-inmediato, apretaba las sienes como le enseñaron en aquel
callejón vacío; con explosiones de oro en la espalda, la siniestra mujer en
blanco y negro me apuntaba con el dedo más largo que existe. Y yo borraba
enajenado los pasados para escribir unos más alegres, sin pérdidas, sin
mirarla. A lo que mi musa también se rehusaba. “Sin-pasados”, se leía en la
sentencia.
Juntaba papeles del piso y los
amontonaba entre sus sueños, pedía prestada una caricia a cambio de vaciar
ceniceros. No le temía a la muerte, la trenzaba distraída entre su cabello. Mejor no, no podría describir su boca
cuando recién la vencía el sueño.
No le gustaba que rime, no le gustaría
este texto…
Tenía voz de amuleto entre lágrimas densas,
era cordial y blanda, de pestañas exactas. A cada minuto mordía mi omóplato en
silencio, contenta por los detalles, mientras yo me escondía en la almohada,sofocando
mi risa entre el inigualable contacto: Su boca caliente, la mordida exquisita, similar a la que se tiene cuando nos
convidan chocolate y nos aseguramos de no babearlo. Ahí dudaba, todo podía ser
cierto.
Me prohibía que la vea desnuda, metida
de cabeza en mis pensamientos, aunque yo hacía trampa y jugábamos un buen rato.
Con el tiempo se aprendió las
dimensiones de mi ventana, el olor a ausencia de mis habitaciones, la tinta
indeleble de lo que callo.
Predecía las lluvias un día después,
fue leal prostituta de mis histerias y primer abismo finito de cada colchón.
Coleccionaba mi tristeza por las dudas, siempre dispuesta a que me enamore de una
chica más irreal que ella.
Le enseñé a persignarse viudamente y a ser atea hasta las
muelas. “Estético”, le respondía yo cuando discutíamos del tema.
La abarroté de amores inservibles,
metiendo el arrepentimiento en una ex botellita de vinagre de vino. Después mi
musa reflexionaba sobre el dolor apoyada en mi pecho, entre manos incómodas e
imposibles, mientras el cursor repugnante titilaba en la cornisa de un balcón
untado con manteca de cacao.
Si me mordía las uñas daba un portazo,
dejándome más solo que desvelado, hoy me las muerdo incesantemente ante el gimoteo
de cinco infieles, casi todos ellos gatos.
Hurgando en mi angustia, en los
últimos mates, aparece un avión de cartón prensado, uno que le regalé para que algún
día la conozcan en el cielo. Desde ahí, cuando la luna vomitaba cristales de
amargura, algo nos tironeaba del brazo. Supuse que sólo era su brazo, supusimos
que podía ser un ángel.
Eso fue hace una vida sin ella, atrás
de otra vida sin mí, atrás de otra….
Qué pena sonriente me acompaña, ahora
que mis ojos la buscan desde este balcón tan cerquita del suelo, entonces… Para
que caiga un poco con la lluvia, en los brazos abiertos de quien no le teme al
agua, o para que caiga desde un rayo de sol ayudada por un mecanismo de poleas, pienso... “Se la habrán quedado”.