lunes, 7 de marzo de 2016

Siempre la misma historia

Supongamos que estoy sentado en un bar, o en la mesa de un bar... O que si fuese un mejor escritor podría decir que estoy sentado en una silla, a unos treinta centímetros de la mesa que acompaña dicha silla de dicho bar. Madre mía. Supongamos que si verdaderamente fuese un mejor escritor jugaría con una destreza no repetitiva. O que si realmente fuese un mejor escritor obviaría este tipo de párrafos.

En fin, a este bar llegué solo, son las diez de la noche y muchos de los turistas todavía se entretienen limpiando los langostinos de sus paellas. He pedido un ron con hielo, rodaja hipócrita de limón y agua tónica. No tomo Gin-Tonic por una cuestión de principios, y el Ron-Tonic per se no existe, pero por otro lado existe... y por eso lo prefiero.

Noto que estoy fumando de más por la ansiedad, no siempre fumo tanto pero casi siempre estoy ansioso. Al levantar la cabeza veo mesas ocupadas, no percibo en el paneo una gran muchedumbre pero mi cerebro les da la “malvenida”. A todos. Luego calo el cigarrillo y arrastro la colilla por todo el cenicero.

Supongamos que en el medio de mi incursión al cenicero puedo oír el fatídico ruido de una silla que se arrastra. Peor, porque el ruido de una silla que se arrastra es inaudible en un bar con la música a unos 86 decibeles, por lo cual, lo que detecto es la vibración fatídica de una silla que se arrastra. Eso sólo puede significar una cosa: Que se están sentando en tu mesa (y yo que vuelvo al mismo dilema mesa/silla/mal escritor... o yo que vuelvo al primer párrafo).

Una piba... Linda. Y escribo “piba”... Porque sí.

No me mira pero sonríe, no es una sonrisa agradable, me incomoda porque da la sensación de que sonríe para una foto carnet.

Lo primero que dice es que leyó mi libro. Absolutamente quieta, dice que leyó mi libro.

  • ¿Qué libro?
  • Eres Fabián, ¿no?
  • Sí, pero no he escrito ningún libro.
  • ¿Y eso?
  • He escrito cosas, pero no he publicado nada... ¿Vos quién sos?

Y pone cara de que yo soy un loco, enfermo, o psicópata, o esquizofrénico, y yo que ciertamente no he escrito ningún libro, pero que escribo... Yo que no la conozco y ella que se sentó de sopetón diciendo conocerme... ¿Qué cara habré puesto para que me haya mirado así?

  • Eh, esto es bastante estúpido. Y de mal gusto, porque aunque no sepa quién te manda o quién sos, y aún pensando que es un amigo mío el que te mandó, vos no deberías prestarte a estas cosas.

Relojeo por todo el bar, busco el cuchicheo cómplice, la maldad imberbe arrinconada a las carcajadas. Busco atentamente cuando la piba me interrumpe.

  • Eres un poco maleducado, ¿no te parece?
  • ¿Yo maleducado? Pero vos qué onda loca...

(“Vos qué onda loca” descripción gráfica: Con el pulgar, el índice y el dedo del medio unidos arriba, agarrando un palillo chino imaginario, subiendo y bajando. Argentinadas, como llamarla “piba”).

Y vuelvo a buscar a sus colegas de broma, me paro en cada gesto y en cada cara perceptible, cuando ya todo el bar parece saber que quiero haber escrito ese libro, ese del que esta chica parece agarrarse para arruinarme la noche...

  • Eres un borde.

Se pone de pie resoplando con los ojos y se va hacia su mesa. Sigo su destino por deducción y noto que en esa mesa no se ríe nadie, que de hecho parecían estar conversando de otra cosa, o al menos que no parecían ser parte de ningún chiste. Eso sumado al elemental hecho de que no los había visto antes en mi vida. La piba llega y en pocas palabras, casi podría decir que en menos de diez, les explica algo que ellos reciben sorprendidos al principio, y de mala manera inmediatamente; miran hacia donde estoy yo, ella apenas si señala con el mentón, y todos vuelven a su mesa y a sus cosas. Punto.

Entonces supongamos que debería empezar a escribir ahora en pasado. Porque para ponerme de pie, atravesar todo el bar con la vergüenza inexplicable de lo sucedido, para tomar aire bajando la cabeza y para pedir permiso a gente que hace que la distancia se extienda... Para eso tengo que hacerme el anecdótico. Como si ya hubiese pasado.

  • Perdoname, recién no sé... Hay algo raro, en serio, yo no he escrito ningún libro, pero por una cuestión de que no califico para escribir.

Sí. Eso dije.

Y toda la mesa me miraba y la miraba, dos se apretaban el labio de abajo con los dientes de arriba, en Argentina ese gesto podría describirse como el de alguien que ha dicho un “bolazo”. Pero ella dijo que yo era un “borde”, y eso es más español que un torero abrazando a Paco de Lucía. (Otra argentinada, ¿para qué juego con el bolazo?). Yo transmitía el mismo miedo que transmito a través de este párrafo. Lleno de puntos seguidos. Como goteando. Pero esa incomodidad no era tan infundada, estaba pidiendo disculpas por la actitud, pero pudo parecer que quizás yo había escrito un libro que esta piba había leído. Y no había escrito ningún libro, ni he escrito un libro. Inlibro. Deslibrado.

  • Ya. No te preocupes.

Fue tan evidente que estaba quedando como un idiota. Tanto que ya no me podía ir, estaba clavado frente a cinco extraños, medio en silencio medio balbuceando, casi seguro de que no podía empeorar la situación. Y lo ideal era que la piba dijese que volviéramos a mi mesa a conversar de lo que había sucedido. Ideal e imposible; me miraban esperando a que me vaya, pero no me iba a ir. Si me iba acrecentaba la vergüenza pero a mis espaldas. Iban a hablar de mi idiotez mientras trataba de llegar a mi mesa. Mejor quedarse a escucharlo todo, a verlo...

  • Oye... ya está bien. Si sólo quería decirte que me había gustado un cuento.
  • ¿Ya está bien de qué?

Y se miraron todos, los cinco, haciendo orgía de ojos.

  • Que no hace falta que expliques tanto. Ya está.
  • No he dicho nada.

Estaba clarísimo, no había dicho nada.

Me debo haber puesto tan amarillo, quizás hasta me bajó la presión, porque ella se paró casi de golpe y me llevó hasta la mesa, pidiendo permiso como si estuviese orientando a un viejito borracho y deprimido. En el camino le pregunté si había pensado en voz alta, pero no me contestó.

  • Ya no supongamos nada.
  • No entiendo.
  • Que no digas: supongamos que estoy bla bla bla. Sigue aquí conmigo.
  • Si hablé en voz alta recién me debería haber dado cuenta. ¿Estás adentro de mi cabeza? Me estoy volviendo loco.

No hombre, si no hace falta. Mira... Yo ahora estoy como voz en off de tu cuento, aunque por otro lado te lo estoy diciendo. Sin línea de diálogo, con línea de diálogo, metida en tu cabezota como una bala. ¿Lo ves?

Bajo esta premisa absurda, ¿yo que hago ahora? ¿Ironizo? ¿Pongo línea de diálogo? ¿Agrego algún otro paréntesis innecesario? ¿Hablo en presente? Es muy patético estar haciendo esto. ¿De qué te reís?

  • Perdona.
  • No, dale. Por lo menos decime de qué te reís.
  • Estabas desesperado por escribir, sigues desesperado... Pero no tienes nada que contar.
  • Ah muchas gracias. Cambiando de tema. ¿Y los otros cuatro de tu mesa?.
  • ¿Decoración? ¿Escenografía?. ¡Pero yo que sé! Ríete hombre...
  • Un papelón. Y vos no me estás ayudando. “Escenografía”

Se acercó una camarera a ofrecernos algo para tomar en una interrupción fuera de ritmo pero agradable. Sin dudas el primer ron me lo había zampado sin darme cuenta. Así que pido por pedir, ya que el cuento está arruinado, pido en presente y ella se suma con una cerveza. Respiro un dios mío apenas la camarera se va sonriente y le pregunto a la piba:

  • ¿Y vos qué sos? Una musa, medio mala leche. ¿Algo de eso?
  • Bueno, ahora yo digo el “supongamos”. Porque supongo que la idea era que yo hubiese leído tu libro y que haya sido el personaje de alguno de los cuentos. No lo sé.
  • Eso está claro, pero no existe tal libro. O sea que la cagada empezó cuando me leíste el pensamiento, ahí con los otros cuatro patanes innecesarios.
  • “No hay libro”, no hay caso contigo, no estás para escribir. Podías limpiar la casa, prepararte un licuado, retomar la lectura, no lo sé... ¿Cómo sería una musa mala leche?
  • No tiene importancia.
  • Si tu lo dices.
  • El problema empezó ahí en tu mesa, si me dejaban a algún lado iba a llegar.
  • ¡Pero si estabas con toda la cara de pasmado sin saber qué decir! Yo creo que deberías haberme retenido en esta mesa cuando vine a presentarme.
  • Qué decís. Era imposible mantener viva esa charla.
  • “¡Qué decís!”, me haces gracia... ¿Y esta charla?
  • Así que a los otros cuatro de la mesa no los conocés...
  • Venga, definitivamente no hay caso contigo, no podemos pasarnos la noche así, unas veces se escribe y otras no. Al menos intenta dedicarme unas palabrillas, anda.
Sonrío como suspirando a la inevitabilidad y me dejo ser. 

Está bien, pero quiero aclarar que es complicado romper una pared con un ramo de flores, poner primera e ir a de inmediato a ochenta por hora... Aunque note que me observa cariñosa, aunque mi sonrisa acompañe la complicidad, esa en que yo recibo mi Ron-Tonic y ella su cerveza, silenciosos ante una nueva camarera que no puede dilucidar, ni remotamente, el lío en el que estamos metidos. Pero yo no puedo seguir sin dirigirme a vos, pi-bi-ta, esto tiene que convertirse en una pequeña poesía, con el cuento arruinado, pisoteado... Y vos te llenás de dientes felices porque no me resigno a borrarte, a dejarte inconclusa en una carpeta que ya sabe de sobra que no voy a poder escribir un libro. Y bajás la cabeza en agradecimiento, con un cliché castaño claro rebotando contra el ojo derecho, para hacerte después toda sonrisa hacia la izquierda, quizás por la última imagen, ¡hay que ver el coraje que me da eso!, entonces hago serpentear mi mano boca arriba hacia el meollo de la mesa para que la tuya llegue a la mía y se apoye, como un candado blando y húmedo. No fue un momento romántico, lo sabés o lo sabemos. Fue amigable, casi inmaterial... Te hacés musa de a poco porque has bancado este texto como una campeona, ¡mala leche las pelotas!, porque pestañeando despacio, y agregando una fuercita, estás apretando mi mano como una batería de auto nueva.

Pongo párrafo aparte porque necesito respirar, nada más que por eso, mientras vos tomás cerveza como un pescado chiquito, no sé si para ayudar a mi ternura o porque no tenés sed, ni vos sabés bien, así llevás los hombros arriba porque a fin de cuentas qué importa, dos y tres sorbitos de cerveza con la mirada entrecerrada, atenta. Me tartamudean los dedos porque no quiero arruinar el final de esta idea, tan completa y a la vez sin que se sepa cómo sos físicamente, porque no ha sido una descripción si tengo que ser sincero, ni va a serlo... Pero tu mano no se ha movido de arriba de la mía, con ese apretón como aliento irrefutable de una musa hecha y derecha. Entonces porque no apretar yo también un poquito, si en un cuento insalvable, de una calidad ausente, en un cuento donde ahora entiendo que todo lo que no se trate de estas manos agarradas está de más, por qué no apretar si me siento contento, como si de golpe pudieses golpear a una puerta, a una de madera y de verdad, como si tu voz pudiese encontrar un tono al decirme tu nombre, el que sea. Te asoma la emoción en unas lágrimas modestas, que no caen pero que dan brillo, como en un límite sensato a la cursilería. Estoy contento, coqueteando con estar triste, con la confusión de la esperanza infundada.

  • Ay ay muchacho...

Gracias por quedarte.

  • Gracias a ti por hacerme querer ser cierta.

Y nos quedamos un rato largo con las manos agarradas. Y en ese tiempo pasó el mundo a los tumbos, hasta que se cansó de dar vueltas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario