"2009, y quizás ese también eras vos..."
Quizás
hoy no pueda escribir. Creo comprender que la culpa es del tiempo, o
mejor dicho, la culpa es mía por darle prioridad al tiempo, o tal
vez a la ansiedad. O a las dos, tiempo ansioso, ansiedad temporaria.
Procuro
tranquilizarme, y sin miedo, me animo con esta frase mal hecha:
Escribir, estoy escribiendo; de momento no importa qué.
Este
texto me va a tragar pero no todavía, sé que alguien anda por ahí,
se que me está viendo. Pero pareciera que me descalifico de
antemano, buscando tantas ideas y mediante esa acción tapándolas a
todas; no suelto mis dedos y cada letra es dubitativa, cada palabra
es desvestida y vestida con mucha incertidumbre (basta ver el
párrafo anterior).
Pienso
tanto que no puedo deletrear lo que quiero, dejando manco ese momento
en que mi corazón hace una pausa y yo transpiro tres ideas
esperanzadoras. Literalmente. Es un poco desagradable que sude tanto
cuando escribo, aunque por otro lado me agrada que mi cuerpo pueda
hablarme.
Miro
al techo, tiene algo que contarme, y veo que las paredes de mi
mente se desmoronan al no tener nada que responder; “quizás la
culpa sea de quien no me lee o de quien me debería haber leído”,
pienso.
Pero
casi sin darse cuenta mis dedos se sonrojan, al borde de perdonarme;
los dejo ser y los pobres se desviven por no distraerse.
Poco
a poco, como un caracol extenuado, dibujan a una viuda embestida por
una brutal borrachera que saben nos cruzamos (aunque sin especificar
dónde), se nota que ha llorado y que puede volver a hacerlo. Mi
reloj interior ya se quedó dormido, al final quizás pueda darle
vida a este texto...
El
techo les dice que en vez de un vestido de flores la vistan toda de
negro, todos estamos de acuerdo y pasa ella a llamarse Norma, quien a
su vez, tenía un amor que también empezaba con “N”, aunque
dicho nombre no contenía todas las letras de la palabra “amor”.
“Es como un Scrabble”, parezco decirle a mis dedos, quizás algo
apabullado por las vueltas que acabó teniendo este verso.
El
techo parece saber dónde estamos, pero se mantiene callado...
Noto
una sonrisa en mi cara, una idea que había estado con la mano
levantada hace rato pide permiso para ir al baño; ni el techo ni yo
entendemos de que se trata esa abstracción pero hoy quienes mandan
son los dedos, así que no objetamos nada. El silencio nos cosquillea
la panza y el tiempo se detuvo, el fin ahora parece más relajado o
al menos perdió el miedo. Otra sonrisa y punto aparte.
La
viuda me mira desde adentro, el cuento me ha tragado. Me dedica una
mirada fría, casi ausente. Una parte de mí cuenta que ya “no es”
triste, que es sólo por esta noche; su crema de menta con soda
parece más tambaleante que su pena y se sienta apabullada en un
banco que ya no sabe qué hacer para que se quede quieta. “¿Vas a
hablar nada más que vos, meta rima nomás, o puedo ser
de una vez Norma?”, dice como si de repente estuviese sobria. Yo
empiezo a dilucidar dónde estamos...
Todos
han dejado el bar salvo el camarero que trapea la barra, ella le da
la espalda girando en el taburete y me comienza a hablar de Norberto,
o al menos eso intenta, ya que le toma demasiado tiempo juntar el
aire. Pero mis dedos están atentos y escriben que dicha dificultad
acarrea dolor, que nada tiene que ver con los efectos de la bebida.
Mis condolencias por la rubia carecen de hipocresía, pero yo sé que
me doy aún más pena. Mis dedos se abandonan entre mis pensamientos
y se comienzan a quedar dormidos, les grito y aparece una palabra que
hace mucho buscaban: cigarrillos. “La coherencia va a empezar a
reírse de mí si no nos tomamos esto en serio”, les digo...
Ya
muero de ganas de adueñarme de sus manos, de acariciarle la espalda
y de hacerla perfecta. Viste un pasado lleno de cigarrillos largos y
de memoria selectiva, toda una vida dedicada a la docencia y a su
pasión por el tango, resume, antes de pedir más menta y menos soda.
Sus curvadas pantorrillas le cuentan a mi curiosidad que es una gran
bailarina, mientras me aclaro que no estoy acá para intentar
seducirla.
Comienzo a transpirar y entiendo que voy por buen camino, escribo lo que
puedo justo cuando Norma se cruza de piernas y yo tengo que darme vuelta para
perderme el movimiento, llevado por ese respeto evasivo que siempre
creo conveniente.
Volvemos
a mirarnos cuando ella me obliga a tomar cualquier cosa, le sienta
mal que no beba. Elijo un vino tinto de un valor que ni mis
dedos se atreven a tipear y ante su sorpresa de ojos entreabiertos,
le explico que mi cerebro invita. Al menos ya no sospecho que quiera
llorar.
Juro no leerme hasta otro momento y mis ideas me creen, mientras el gesto es agradecido por mis dedos. Entiendo que no he borrado ni una foto de Norma ni una letra que la ha descrito, escribir me transporta, me avergüenzo ahora por la manera en que comencé este cuento.
Mi
personaje amenaza con irse si no le presto más atención, me
disculpo agarrado de un brindis: Le digo que brindo por ella, (por su
difunto esposo no me atrevo), y acoto despacito que desearía saber
bailar tango para poder sentir su cabello en mi nariz... Ella sólo
responde salud.
Me
río al ser despreciado por mi propio drama mientras el tiempo sigue
sin ser una amenaza. Otra gota roza mis brazos haciéndome destilar
alegría.
Le
pregunto al camarero si es hora de cerrar, él responde que recién
son las once, “pero si hace cinco minutos eran las cuatro”,
pongo yo entre comillas. Él me guiña el ojo y me rellena la copa...
Quizás Norma deje de ser viuda.
Noto
que se va haciendo a cada minuto más joven y menos... estoy algo
vulnerable y tartamudeo cuando me mira, al parecer ella está bien
como está, viuda y todo. Me hace recomenzar con sentencia unánime:
Norberto era mecánico dental y un gran hombre, me intento disculpar
y ella me dice que me disculpará pero más adelante.
Mis
dedos, el techo, Norma. Todos empiezan a hablar de él, la atención
del bar le pertenece y yo me decido a hacer de traductor. Se
conocieron en un arenero, explica, al cual él llevaba a su sobrino
todos los jueves; admite casi al borde de toquetear los recuerdos que por supuesto que pensó que era hijo suyo. Que en lugar de
ir a la plaza ella se dirigía a comprar los ingredientes
para un merengue, aunque se acercó porque lo confundió con un
compañero de la escuela. No me creo mucho esa parte; mis dedos,
también un poco incrédulos, no se atreven a interrumpirla, yo se
los agradezco sin darles respiro, aunque por distraernos nos hemos
perdido el final de la historia. “Mejor”, digo yo, Norberto me
había puesto celoso.
Antes
de empezar a sentirme culpable me recuerdo que ella dijo que “no
es” triste, el pasado pisado; el techo se burla de mi comentario
incongruente y yo dudo de lo que acabo de escribir. Norma se durmió
en mi hombro dándome un veredicto: Me gusta muchísimo.
Enviudó
joven, me cuenta el camarero, dice que tiene treinta y ocho años, no
es que yo “parezca” sorprendido, no puedo creerlo, de hecho
reformulo la pregunta tres veces. Finalmente digo que parece más
joven, y haciendo el tonto termino el vino de un largo trago. No
estaba dormida, me dice que no me haga el galán mientras busca mi
cara con su mano sin anillo, y al encontrarla me marca con una
caricia que me cosquillea entero. “Digo la verdad Norma”.
Pido
la cuenta pero antes de terminar de decir “cuenta” Joaquín me
dice que invita la casa. Por alguna razón ninguno parece
sorprendido, luego doy una ojeada general al espacio y pienso que podría
comprar el bar, casi al mismo tiempo en que noto mi desvarío.
Agradezco a Joaquín por su servicio, para eso me pongo de puntas de
pie atrás de la caja registradora, abrazándolo entre palmadas en la
espalda.
Cuando
llegamos a la puerta la tensión en el ambiente no me deja ver,
yo intento esparcirla revoloteando mis manos como espantando a mis
sueños. De inmediato me encuentro a Norma con medio rostro entre
sombras y una mejilla que se hincha gracias a su media sonrisa.
“Lindo verso este último”, dice.
Con
una timidez blanca le susurro que estoy feliz de tenerla cerca,
seguido le propongo ir a otro bar en el que al parecer recién son
las once de la noche, pero Norma me mira blanda, me deja en pausa
tapándome la boca con dos dedos y restos de olor a perfume antes de sentenciar: “Los
tangos no terminan así".
Yo
me he prendido un cigarrillo buscando castigo en su consuelo y
viceversa, su calma me tranquiliza y lo dejo caer al piso casi
entero. Norma hace círculos con su pie arrabalero y me dice que si
la vida es como mi cuento otro día sin ansiedad ni tiempo seguro nos
volveremos a cruzar.
Yo
quiero arrancarme las manos, pero afirmo mi aflicción con un gesto.
Me
besa la frente mientras me disculpa por desmerecer a Norberto, yo
confío este final a mis dedos, pongo mis pulgares en los bolsillos y
echo a andar, con todos sus tacones haciendo temblar mi nuca mientras
su eco se desvanece.
Yo
no me di vuelta, el texto me tragó sin masticarme, descienden los
decibeles del tango, casi que no se escucha. Presiento que ella
tampoco giró la cabeza, y yo quiero creer que mañana también
escribo, ya aprenderé a buscar coherencia.
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