viernes, 30 de septiembre de 2016

El papel del poema (cuento)

Una hoja está a punto de ser barrida al borde de una calle, se mezclará con el ruido de la escoba y con el polvo que suele levantarse del asfalto. Tiene dibujadas dos estrellas en las esquinas, un número de teléfono y varios garabatos de apretadísimo trazo.

Quizás mejor llamarlo papel, y no hoja. O avión. O no, quizás por ahora hoja y no de otra manera.

Então…

Hubo un día en que fue elegida entre todas las otras hojas, estaba allá por el medio de un cuaderno y sacó el primer premio un poco por azar y otro poco por guiñada. Así fue liberada (para siempre) del espiral metálico dejando gran parte de su espina dorsal tras un ruido de ametralladora de juguete. En medio de una pausa parecida a la indecisión, Isa, la dueña del cuaderno, se sintió culpable.

La muchacha removió con quirúrgica atención cada uno de esos pedacitos en forma de peine y los metió al bolsillo, luego (quizás), estos papelitos se mezclarán con el agua enjabonada que lava sus bermudas. Ese día el tacho de basura estaba sin “bolsa de residuos” y ella se sintió incapaz de arrojar cualquier desperdicio en aquel cesto desnudo. 

Con la certeza de que ya no quedaban pedacitos blancos entre el cuaderno, tomó la lapicera de una compañía farmacéutica del Litoral y colocó el papel en medio del libro de turno, luego se subió a un transporte público (muy público) y se fue al café “Nicanor” sin saber que iría al café de Nicanor.

Nicanor era uno de esos mudos por voluntad, esos que disfrazan de antipatía la devoción por el silencio, a quienes la parte de estornudar que más les fastidia es el agradecimiento a un deseo de salud. Viudo y sin hijos, fue abandonado de a poco por las palabras y atacado por una infección de sus propias quejas.

Para explicar las ganancias del bar “Nicanor” hay que entender que era el único que ofrecía una parada en varios kilómetros a la redonda, y al dilucidar que era lugar de paso obligado hasta el pueblo turístico más cercano, la lógica está casi garantizada. Sin embargo todos se retiraban con la molestia de haber recibido la peor atención de sus vidas, pero otros volvían al día siguiente, y así se iban indignados, y así otros llegaban, y así.

El bar no tenía menú, no tenía comida, no tenía paciencia, no tenía televisión, no tenía "uaifai". Pero a Isa poco le importó aquello al atravesar los buenos días sin respuesta. Con las manos en las piernas comenzó a tararear el té venidero en una contemplación sonriente: sólo seis mesas, seis. La radio que le demostraba que sin dudas estaba en el nordeste de Brasil, las postales religiosas, los cuadros de personajes casi desconocidos en las paredes y por último el camarero (sobrino del dueño), que la miraba con cierto aire obsceno. Así la mueca de Isa comenzaba a ser más voluntariosa que sincera, terminando por enderezar la boca en el momento en que la cucharita tintineaba el borde de la taza.

¿Sería posible escribir un poema? El papel ya desdoblado se acodaba en la mesa. Isa jugaba con la lapicera entre los dedos, procuraba deshacer la línea del doblez, dibujaba una estrellita en un vértice, remarcaba los cuadros esquineros del papel, miraba la cucharita, amenazaba con una línea primera, otra estrellita, escrutaba al camarero o a sus miradas, luego a Nicanor, y al poco rato volvía a dejar la lapicera entre la taza o entre sus codos.

Predecía el ronroneo de un poema muy bonito, algo confusa se le presentaba la imagen de un ruiseñor y una lágrima de alquitrán, una foto al revés y una infusión de menta, una sombra entre dos ventanas abiertas, un suspiro infinito apresado en los recuerdos de un soldado muy peinado con raya al medio.

Pero la mano fruncía la nariz, disconforme.

No se inquietó demasiado cuando el plástico trasero de la “birome” se quebró entre sus dientes, tampoco se percató cuando sangró de luto por los labios. Tuvo que acontecer la incómoda escena imaginable: El sombrío camarero se vio acelerado por (la oportunidad de) obligarse a hablar con Isa, pero se detuvo demasiados segundos con la baba fija en el desorden grisáceo que la decoraba, por lo que Isa arqueó las cejas hacia arriba. Entonces él señaló la boca de Isa rondando con el dedo índice en la propia, ella miró la lapicera, luego las palmas de sus manos como una asesina arrepentida y así la cara rojinegra condescendió con el moço, “¡Ay! Perdón…eh…O-vrigada, eu - no di conta- cuando pasó” expresó en un clarísimo portuñol.

Para Nicanor nada aconteció, seguía ensimismado en las tareas que lo atrapaban atrás de la barra, con los lentes a punto de salirse de su narizota, chequeando el cuadernito que lo tenía hipnotizado desde… Desde.

El muchacho le ofreció cortésmente otra lapicera, como si la situación lo hubiese elevado un escalón en el tumulto de su deseo. Isa aceptó gesticulando con las manos y con la boca lo que no sabía decir, un resumen gestual de “qué tonta soy, gracias, estaré toda sucia”. Después se introdujo en el quejido casi ausente de quien quiere retomar cuanto antes unas ideas que le parecen urgentes.

…Una paz y un tejido, de poco cielo y de nubes quebradas, algo de un ruiseñor y algo de una sombra… No, las (casi) seguras manchas en su boca latían como un fotograma burlesco.

“¿El baño?” Menos mal que había un baño, pensó, pero por lógica desgracia no había un espejo, por lo que se limpió entonces largamente con un agua ciega. Mientras restregaba sus manos pensaba en su llegada al pueblo una semana atrás, se había marchado para poder recordar a la ciudad teniéndola lejos, para concluir algo que no había comenzado; había conseguido casi de inmediato un cuarto en ese pueblito más turístico que el del bar “Nicanor” y trabajaba hacía sólo cuatro días en una Pousada. Ese día era su primer día libre como in-turista, fue ese pensamiento el que le renovó el aire y la esperanza en su retorno a la mesa.

Dibujó otra estrella, esta vez rodeada por un circulito que a su vez estaba dentro de otro, un poquito más grande.

…La metálica espalda muerta, dos pestañas desgarradas y el fulgor de la distancia, un candelabro desparramado entre una noche de lujuria, la persecución de un perfume sicótico, la peculiar soledad de unos pies fríos.

Las palabras no se decidían a ordenarse entre la mañana, el poema parecía un adolescente encerrado en su cuarto sabiendo lo que siente pero sin saber por qué se ha encerrado. El mediodía inminente la hacía preguntarse por qué no habría elegido la playa, si el mar suele ayudar a traducir la nostalgia... Pero recordó que al pasar en el colectivo de larga distancia aquel primer día, se prometió ir al bar en el que se encontraba, y recordó también que en ese segundo sintió ante la ventanilla un arrebato indescriptible: En ese bar se sentaría a escribir un poema, ante una madrona que le llevaría un pastel caliente y le sonreiría, sería ésta la dueña y camarera, habrían señores bebiendo licores vespertinos en silencio, oiría una música típica, cualquiera, y sin dudas una tibieza parecida al calor le ablandaría los huesos. 

De repente sintió como si le hubiesen revelado el truco de magia más fascinante de la infancia.

Pidió la cuenta sintiéndose otra persona, con un vacío que creía haber licuado entre muecas de bocinas administrativas.

Iba sola en el pequeño bus que la llevó de vuelta a su cuarto, las manchas de las manos le recordaban la tarde vivida mientras ésta se hacía noche entre las palmeras.

Una “tristecita” la visitó sin quedarse mucho tiempo, Isa no conocía bien las razones, y como cuando nos explican algo que en principio nos importa pero que entre la explicación se nos pierde, la “tristecita” se ahogó con el primer mergulho en el mar justo al otro día.

Una hora después, con los garabatos de Isa más los de una niña, el papel cae expulsado desde una cartera con una leve asfixia por intoxicación de cuero. Según la señora Güiraldes, el teléfono que anotó en la misma mesa en la que se sentó después de Isa y en el mismo papel en que su hija se distrajo con insuficiencia, ya no servía de nada. 

Un chico más chico que su mochila escolar se detiene y lo recoge, hace un avioncito con dedicación y lo invita a volar. Las estrellas quedan una en cada ala (la encerrada por un círculo en el ala izquierda), el número de teléfono por suerte plegado por dentro, los pescados cabezones que dibujó la niña marmolados por todos lados... Pero el avioncito, como averiado por misiles, sucumbe a menos de un metro sin sorprender al pequeño ingeniero. Así, panza arriba con esas estrellitas tan reconocibles en las esquinas y algunas manchas rezagadas de tinta, el poco aerodinámico papel yace en aquella calle observando con una obligada confidencia a dos tristes árboles que parecen estar cabizbajos, tal vez por su infinito castigo. 

El hombre que me ayudó a iniciar este escrito lleva con cadencia la escoba, sabe que es casi absurdo limpiar el borde de la calle. De cualquier calle. No puede evitar la melancolía de esos pensamientos  y quisiera que esa deducción coherente y cansina se quedase alguna vez esperándolo en la almohada. El ruido arrastrado se detiene de golpe, el barrendero apoya la escoba en el piso mientras él mismo se apoya en la escoba y mira sin mucho interés el avión que yace en  agonía. Luego de esa contemplación se agacha a ver de qué se trata, tal vez por las estrellas, por los garabatos o por el intento aerodinámico de la mochila con su niño. Pero no lo toca, no lo desdobla, sólo suspira y vuelve a erguirse para reanudar el ruido, para juntar el papel con la tierra, pero yo salgo justo a tiempo de mi sopor de cordón de vereda para preguntarle si me lo deja.






Paréntesis

Estos minutos empezaron con Camilo mirándome desde la alfombra con esa cara tan pero tan expresiva, empezaron conmigo en la habitación observando su felicidad a la distancia, o algo similar, porque aunque quiero creer que no sólo es feliz cuando llega Sofía, también quiero creer que su felicidad no es tan evidente como creemos. Por eso, algo similar, algo mejor. Yo reflexivo en su cola, en la envidia por carecer nosotros de una cola. Porque cuando me acerco a Sofía ella todavía me sonríe desde ese sofá viejo y agotado, pero no sé si sonríe de placer o si disfraza un tedio, porque creo que desaprendí a leerla con lucidez. Entonces estos minutos siguen conmigo yendo hacia dicha alfombra, casi propiedad privada de Camilo, donde él ha caído de golpe en una de sus tantas siestas a cualquier hora, entonces a medida que me acerco va comenzando su cola a dar topetazos contra el entramado de tela, apenas abriendo los ojos, aumentando la velocidad de esa cola como lo hacían mis pulsaciones en aquellos días en que me acercaba a Sofía cuando ella volvía un poco más tarde que yo del trabajo, cuando me acercaba porque salía de la cama únicamente para saludarla. Otra vez con Camilo, me agacho para que él alce su cabeza, siempre moviendo la cola, y después de olerme brevemente la cara me lama una de las mejillas, la izquierda. Luego, por el evidente sueño que todavía le propicia el sol de la tarde, Camilo baja la cabeza sin cerrar los ojos, al mismo tiempo desacelera la cola casi hasta dejarla inmóvil. Yo le doy un último cariño en el lomo y lo dejo tranquilo, agradecido por este gesto sincero, llevándome esa sinceridad conmigo como el parche para algún reloj.

Debería advertirle a papá

En casa hay algunas cosas que empiezan a darme miedo; la puerta del baño, las puntas de la alacena, la ducha, también los respaldos de las sillas, ¡ah!. Y la baranda de las escaleras. Cierto es que por ahora se la agarran con mamá, pero mejor tener cuidado.

Falta de respeto

Usté habla pibe... Envido señor... Falta envido pibe... Quiero 22... Son buenas pibe.