Veeeeendo,
gritaban los altoparlantes de Antonio, veeeeeendo,
ronco el de la derecha y gangoso el de la izquierda. Veeeeeendo... La siesta iba despacito, casi atrás de un silencio que podría
imaginarse amarillo.
Veeeeeeeendo,
a veces tartamudeaba su camioneta.
¡Veeeeendo
zanahorias de seda, relojes de trapo y racimos de escueeeeeela!
Veeeeendo... Rimaba con los versos, hacía estas mismas piruetas.
Muchas
señoras lo trataban de loco lindo, que disfrazaba una locura con
belleza, decían; que nunca se sabía si hablaba en serio, decían... Pero sobre todo le compraban, que además de curioso era muy barato,
entonces casi ninguna señora con un pañuelo en la cabeza, albergue
de ruleros y de quejas, quería perderse el show de Antonio, menos
sus precios: "No tiene más chico, ¿lo puedo partir al medio? Mire, tengo unas
tijeras de tres agujeros que siempre se pelean por los dedos...¿Me
lo debe o se lo debo? Deje, prefiero que me lo deba que me pone más
contento... No me está quedando mire, también lo que me pide a esta
hora, pero hay unas lágrimas de Grecia Colmenares que le van a
servir, si si, lágrimas de Grecia Colmenares, ¿buenas?, usted sabe
que sí, la última vez que mentí me apareció un candado en la
lengua... Mire, tengo una letra h que no para de decir pavadas, se la
regalo, porque el secreto de la Coca-Cola se me fue volando... No, no
sé si paso mañana. Mire, mañana (esos
“mire” no requerían que algo se viera),
primero me levanto, pongo la pava, después veo si respiro, que hay
días que amanezco con unas branquias terribles, mire, me tengo que
meter a la bañadera y no puedo salir hasta que se me pasan. Una
barbaridad, sí".
Las señoras lo
agarraban del codo profiriendo deidades, luego se reían con esa cara
inconfundible, que aún sobrepasada por el disparate se divierte
apretando un labio con los dientes.
Antonio se volvía a
acurrucar en su asiento y hacía bramar “la chata”. La butaca
era más bien un sofá, bien profunda y mullida. De a poquito el
cuchicheo de las damas se iba sintiendo solo, y a coquetear a la
próxima cuadra...
¡Veeeendo libros
destapados, pepitas símil oro y aceite de oliva promiscuoooo!
Marchaba de calle en
calle como haciendo trampa en el Tetris, llevaba el brazo apoyado en
la ventanilla abierta, que un tanto pequeña, otro tanto redondeada,
lo hacía ver gigante. El cajón de la camioneta iba escondido bajo
una manta, que quizás antes fue una frazada, aunque él decía que
era “su capa”.
¡Teeeeengo un
domingo de sobra, las sobras de un reflejo en el ríooo! ¡Teeeeengo
dos gatos encerrados y el encierro bajo llave del fríoooo!
Se
reía solo, muchas veces, y contagiaba... Tan dueño de una carcajada
“suertuda”.
Un cigarro colgaba
de sus dedos dejando una estela finita de humo.
¡Veeeendo
alfileres de gancho sinceros, una panza que hace ruido!
¡Veeeeeeeeeeeendo pelos de punta y pelos lacios altiiiiivooooos!
Muchas veces se lo
veía medio cuerpo afuera soltando los gritos, la emoción lo ponía
colorado y las venas del cuello parecían cadenas.
¡Pooooor Dioooos
que venta la de hoydía! ¡Teeeeeeengo un ancho de espadas que
emparda, bufandas que padecen cosquillas, una crema de leche
suicidaaaaaaa!
Poco
a poco iba vendiendo todo, cada día. Algunas cosas las dejaba a
mitad de precio o las cambiaba por algo que pudiera servirle de
cena. “Mi
mujer hoy me deja dormir en la cama doña Morán, mire, tengo que
informarle que es-nada-buena usted para los negocios...”.
Los chiquitos ya
empezaban a salir, era hora de castigar los portones de las casas con
sus pelotas; es que esa hora en que está permitido ser niño no se
lleva bien con las siestas, sólo Antonio podía darle alaridos a esa
calma silenciosa, quizás para meterse entre los sueños de los
maridos de las señoras.
Desde el retrovisor
veía el sol más cerquita, o más grandote... y daba los últimos
cantos.
¡Veeeendo un
abrazo reversible, lo que me queda de azúcar palpable, un jarrón a
prueba de críííííííííííos!
Después mentía,
casi siempre. Con el mismo verso, casi siempre...
¡No
me queda naaaaada señoooooras, no me queda naaaaada! Hoy mi esposa
no me peeeeega señoras, hoy no me peeeeeeega!
El “pega” se iba corriendo tras la camioneta, como un eco de la
vida.
No
se sabe qué pasaba dos cuadras más adelante. Antonio nunca era
serio cuando le preguntaban dónde vivía: “Mire,
en el fondo de una ensaladera” o “¿Pero
cómo? ¿No sabía usted que la camioneta después de las cinco de la
tarde se convierte en calabaza?, no se ría, mire, es de lo más
cómoda y sobre todo nutritiva...¿Mi señora? Aparece a las cinco
también, sino quién aguanta cuarenta años con esa bruja”.
Hay tantos rumores
sobre su vida, no tan histriónicos ni ocurrentes, pero tantos como
vecinas curiosas tiene un barrio. Unas pocas dicen que tiene muchos
hijos, otras que sólo una hija solterona, muchas que no tiene
ninguno. Muy pocas que su mujer existe, otras pocas que lo dejó por
un hombre más sensato... La mayoría que no hay algo parecido a un
matrimonio, ni siquiera a un divorcio (que celosas son casi todas).
Asimismo (y en esto no hay disyuntivas), todas aseguran que sólo
entre sus calles pregona las ventas, que Antonio es de ellas... que
su Antonio es ex-clu-si-vo.
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