domingo, 29 de marzo de 2015

Lo que vende Antonio


Veeeeendo, gritaban los altoparlantes de Antonio, veeeeeendo, ronco el de la derecha y gangoso el de la izquierda. Veeeeeendo... La siesta iba despacito, casi atrás de un silencio que podría imaginarse amarillo.

Veeeeeeeendo, a veces tartamudeaba su camioneta.

¡Veeeeendo zanahorias de seda, relojes de trapo y racimos de escueeeeeela!

Veeeeendo... Rimaba con los versos, hacía estas mismas piruetas.

Muchas señoras lo trataban de loco lindo, que disfrazaba una locura con belleza, decían; que nunca se sabía si hablaba en serio, decían... Pero sobre todo le compraban, que además de curioso era muy barato, entonces casi ninguna señora con un pañuelo en la cabeza, albergue de ruleros y de quejas, quería perderse el show de Antonio, menos sus precios: "No tiene más chico, ¿lo puedo partir al medio? Mire, tengo unas tijeras de tres agujeros que siempre se pelean por los dedos...¿Me lo debe o se lo debo? Deje, prefiero que me lo deba que me pone más contento... No me está quedando mire, también lo que me pide a esta hora, pero hay unas lágrimas de Grecia Colmenares que le van a servir, si si, lágrimas de Grecia Colmenares, ¿buenas?, usted sabe que sí, la última vez que mentí me apareció un candado en la lengua... Mire, tengo una letra h que no para de decir pavadas, se la regalo, porque el secreto de la Coca-Cola se me fue volando... No, no sé si paso mañana. Mire, mañana (esos “mire” no requerían que algo se viera), primero me levanto, pongo la pava, después veo si respiro, que hay días que amanezco con unas branquias terribles, mire, me tengo que meter a la bañadera y no puedo salir hasta que se me pasan. Una barbaridad, sí".

Las señoras lo agarraban del codo profiriendo deidades, luego se reían con esa cara inconfundible, que aún sobrepasada por el disparate se divierte apretando un labio con los dientes.

Antonio se volvía a acurrucar en su asiento y hacía bramar “la chata”. La butaca era más bien un sofá, bien profunda y mullida. De a poquito el cuchicheo de las damas se iba sintiendo solo, y a coquetear a la próxima cuadra...

¡Veeeendo libros destapados, pepitas símil oro y aceite de oliva promiscuoooo!

Marchaba de calle en calle como haciendo trampa en el Tetris, llevaba el brazo apoyado en la ventanilla abierta, que un tanto pequeña, otro tanto redondeada, lo hacía ver gigante. El cajón de la camioneta iba escondido bajo una manta, que quizás antes fue una frazada, aunque él decía que era “su capa”.

¡Teeeeengo un domingo de sobra, las sobras de un reflejo en el ríooo! ¡Teeeeengo dos gatos encerrados y el encierro bajo llave del fríoooo!

Se reía solo, muchas veces, y contagiaba... Tan dueño de una carcajada “suertuda”.

Un cigarro colgaba de sus dedos dejando una estela finita de humo.

¡Veeeendo alfileres de gancho sinceros, una panza que hace ruido! ¡Veeeeeeeeeeeendo pelos de punta y pelos lacios altiiiiivooooos!

Muchas veces se lo veía medio cuerpo afuera soltando los gritos, la emoción lo ponía colorado y las venas del cuello parecían cadenas.

¡Pooooor Dioooos que venta la de hoydía! ¡Teeeeeeengo un ancho de espadas que emparda, bufandas que padecen cosquillas, una crema de leche suicidaaaaaaa!

Poco a poco iba vendiendo todo, cada día. Algunas cosas las dejaba a mitad de precio o las cambiaba por algo que pudiera servirle de cena. “Mi mujer hoy me deja dormir en la cama doña Morán, mire, tengo que informarle que es-nada-buena usted para los negocios...”.

Los chiquitos ya empezaban a salir, era hora de castigar los portones de las casas con sus pelotas; es que esa hora en que está permitido ser niño no se lleva bien con las siestas, sólo Antonio podía darle alaridos a esa calma silenciosa, quizás para meterse entre los sueños de los maridos de las señoras.

Desde el retrovisor veía el sol más cerquita, o más grandote... y daba los últimos cantos.

¡Veeeendo un abrazo reversible, lo que me queda de azúcar palpable, un jarrón a prueba de críííííííííííos!

Después mentía, casi siempre. Con el mismo verso, casi siempre...

¡No me queda naaaaada señoooooras, no me queda naaaaada! Hoy mi esposa no me peeeeega señoras, hoy no me peeeeeeega! El “pega” se iba corriendo tras la camioneta, como un eco de la vida.

No se sabe qué pasaba dos cuadras más adelante. Antonio nunca era serio cuando le preguntaban dónde vivía:Mire, en el fondo de una ensaladera” o “¿Pero cómo? ¿No sabía usted que la camioneta después de las cinco de la tarde se convierte en calabaza?, no se ría, mire, es de lo más cómoda y sobre todo nutritiva...¿Mi señora? Aparece a las cinco también, sino quién aguanta cuarenta años con esa bruja”.


Hay tantos rumores sobre su vida, no tan histriónicos ni ocurrentes, pero tantos como vecinas curiosas tiene un barrio. Unas pocas dicen que tiene muchos hijos, otras que sólo una hija solterona, muchas que no tiene ninguno. Muy pocas que su mujer existe, otras pocas que lo dejó por un hombre más sensato... La mayoría que no hay algo parecido a un matrimonio, ni siquiera a un divorcio (que celosas son casi todas). Asimismo (y en esto no hay disyuntivas), todas aseguran que sólo entre sus calles pregona las ventas, que Antonio es de ellas... que su Antonio es ex-clu-si-vo. 


Gregorio (cuento)


-1-

Hay una parte de la historia que preferiría no contarles, la historia futura donde imagino. Porque imaginar los hechos después de habernos separado me resulta cansino, o porque mi imaginación no quiere intentar ese juego, o porque no puede. Pero ojo... que si me preguntan a mí, “después” no se trató de un abandono.

Igual, como dije que sobre “después” no me animo... Mejor empiezo por el antónimo del abandono, o por algo parecido: ¿el encuentro? ¿el rescate?

En fin.

Presencié cómo intentaban llevárselo en medio de calle Diagonal; desde el pequeño proceso previo, persecución y demás, hasta el desenlace. No sería exacto decir que Gregorio estaba perdido, estaba más bien equivocado. Trató de comprender el comportamiento de esa multitud, pero al no ver huecos entre la velocidad de la gente se paralizó; así pues se escondió entre su cola bajando las orejas y los ojos, quedando casi sentado, o casi parado. A los dos hombres que iban tras él no se les hizo demasiado difícil la faena. Yo estaba sólo a un par de metros, por lo cual me acerqué a averiguar la dirección.

  • Disculpe, ¿dónde lo llevan?

Uno se iba a la camioneta con Gregorio; el otro se dio vuelta diciendo “idiota” con el gesto de su cara.

  • Pues a la perrera.

Me pasa a menudo que no me expreso bien... Por lo general no me gusta hablar con gente que no conozco, y al intentar resumir mis preguntas para no prolongar las charlas suelo perder cada vestigio de naturalidad.

  • Claro, sí. Eso sí.... ¿Me daría la dirección por favor?.

  • No me diga que ya lo ha salvado.

Aunque creía con firmeza que ese debería ser su-trabajo, no quise entrar en polémicas. Sonreí con un esfuerzo inmenso mientras memorizaba la dirección que me indicaba el agente. En el Metro volvía con la mente al terror que mostró Gregorio ante la sumisión y en que realmente yo podía intentar ayudarlo. Que iba a ayudarlo... Así el viaje fue placentero, quizás estuve al borde de estar contento.

En la perrera me dijeron que se suele esperar a que alguien reclame, pero que “con este” no había necesidad, que ni collar llevaba. Lo que me remitió a mi primer inconveniente, ¿cómo llevarlo a casa sin correa?. Pero el problema no duró demasiado, el otro hombre venía con Gregorio ya equipado. “Con vacunas y todo”, sentenció.

A decir verdad, el nombre Gregorio es cosa mía. Siempre me dio risa el concepto de usar nombres de personas para los perros. De todas maneras, Gregorio nunca alcanzó a responder a ese nombre, quizás un poco a “loco”, a “viejo” (o a “mi viejo”).

  • Venga, a cuidarlo bien eh.

La correa tenía una insignia del Ajuntament, como jurando por Dios que no lo mataban en veinte días si nadie aparecía.

Así nos fuimos a casa, un poco lo alzaba (sus temblores parecían espasmos), otro poco tiraba de la correa, hasta que Gregorio se frenaba en seco y se sentaba. Al rato congeniábamos y caminábamos a la par, después se frenaba en seco de nuevo. Todo me parecía normal, estaba amarrado a un tipo que literalmente tiraba de él. Entonces cuando se negaba a seguir, yo me daba vuelta ante su mirada todavía esquiva, me agachaba hasta su hocico, y le hablaba, poniendo mi mano en su cabeza como si de manera táctil pudiera transmitirle algún mecanismo energético positivo (muchas veces intento algo similar cuando miro a una chica, pero hasta ahora nunca ha funcionado).

  • Soy como vos, salvo que llevo yendo y viniendo por una misma cuadra hace...pfff, mucho. Entre perdido y perdido, encontrados ¿o no?.

Gregorio temblaba y parecía pedirle a la vida algo que me resultaba tan sensato como inútil: La comprensión de lo que estaba pasando. Comprensión por este tipo emitiendo sonidos y tocándole la cabeza, llevándolo vaya a saber dónde. Yo sentía que arrastrarlo así era humillante. Quizás él se había escapado de una casa de campo en la Floresta para llegar a la ciudad despacio, olfateando el camino... perdido sí, pero libre, en pos de rescatar lo que nosotros consideramos basura para almorzar, sin contemplar una posibilidad de pérdida de sus derechos animales, sin razonar si tiene prohibido andar por ahí deambulando. Y de golpe, unos tipos guiados por normas civiles que desconoce, lo secuestran, después lo entregan a otro tipo, siempre con algo que le comprime el cuello, que rige las distancias que debe andar.

  • ¿En qué momento impusimos el rol de los perros en la naturaleza?. Hay insectos puntuales para polinizar flores puntuales. Y hay insecticidas... Somos jodidos los humanos Gregorio.

Le hablaba confundido, o me hablaba, con su esclavitud arañándome la cabeza.

  • Yo creí que lo mejor que podía ofrecerte era esto, ¿sabés?.

Pero Gregorio no sabía de saber. Y yo la verdad que tampoco.

-2-

Camino a casa pasamos por una veterinaria, establecimiento que pisaba por primera vez en mi vida, si no has tenido mascotas no tenés ningún motivo para entrar a una veterinaria. La dueña parecía una peluquera que recién salía de la peluquería, aunque por la mirada que le dio a Gregorio, parecía una peluquera que recién salía de la peluquería... y que mal que mal simpatizaba por los animales. Me sonrió como moviendo la cabeza en un frenético “sí”.

  • Buenas... ¿En qué puedo ayudarle?

  • Eh, alimento tengo que comprarle... y los... Y unos platitos.

Seguía sonriendo pero ya no “decía” que sí con la cara. La gente se da cuenta rápido que me pongo nervioso ante la sociabilidad obligatoria.

  • Vale, ¿qué tiempo tiene?

Yo miré a Gregorio a ver si me decía la edad; pero además de su evidente silencio, me devolvió aquella mirada al suelo con orejas y miedo que venía acarreando desde la perrera. Querría haberme agachado para decirle algunas palabras cariñosas, pero no enfrente de esa mujer.

  • Lo acabo de traer de la perrera, no... no sé que edad tiene. Un par de años seguro, no parece tan cachorro.

Me enorgullecí por la solidez de mi frase. La señora se acercó a Gregorio y lo acarició, mientras él bajaba el lomo y apenas movía la cola. El gesto me hizo cosquillas a mí (en la alegría o en el alivio), y al mismo tiempo de su expresión corporal yo debo haber sonreído un rato más prolongado de lo aceptable, porque la señora me atizó un “oiga”.

  • ¿Eh?

  • ¿Le parece? Le doy uno para adultos, que es bueno y además está bien de precio.

Pero cuando vi hacia donde atinaba su mano tuve que pararla.

  • No, pero no puedo cargar con esa bolsa ahora, tengo cuatro pisos por las escaleras. Algo más chico, ¿puede ser?

  • Tranquilo, ¿vives cerca de aquí?. Tú te llevas el alimento que yo te cuido a... ¿Cómo te llamas precioso?

Pensé por primera vez en su nombre y en lo difícil que es lidiar con la gente por milésima vez. En general entro en situaciones incómodas de manera súbita.

  • ¿Cómo se llama?

  • Gregorio.

Lo dije casi como se llega a una conclusión. Pero se lo tomó personalmente.

  • Pues si a ti te gusta, venga. Gregorio... ¿Y a ti bonito? ¿Te gusta Gregorio?

Insistía con hablarle al perro para decirme las cosas. Yo sólo quería una bol-sita de comida, un par de recipientes e irme de ahí.

  • Venga, ¿te lo llevas y después vienes por Gregorio?

Sin dudas no era lo que quería hacer, no quería llevarme esa bolsa y después volver, sobre todo porque no le había dicho que no vivía tan cerca de la veterinaria, hecho que a ella no le importó porque no esperó mi respuesta. Me fui sin saber por qué no me había negado, sin estar seguro si lo que había hecho esa señora debía o no debía hacerse. Me hubiese gustado haber visto el proceder ante otro hipotético comprador. No sé si ciertas situaciones son extrañas o si lo son nada más que para mí, lo mismo me pasa con ciertos comportamientos de las personas.

De regreso, entre las idas y vueltas de mi mente, casi pasé de largo la veterinaria. Cuando entré Gregorio estaba con el mismo gesto de tristeza. Quizás le hubiese dado lo mismo si no volvía. Por supuesto que me olvidé de comprar los platos, o de preguntar por otra supuesta necesidad, pero todo en esa señora se movía demasiado rápido, al menos más rápido que mi capacidad interactiva.

Tuve que esforzarme mucho para que lleguemos a casa, deteniéndome a cada rato para convencer a Gregorio de seguir. Me sentía casi desbordado por toda la situación, pero encontré optimismo en imaginar la suya, tanto más inquietante que la mía.

Abrí la puerta de casa y lo solté; de inmediato, él usó el lugar común de los recursos caninos: Abajo de una mesa, en este caso la del televisor. Su acto reflejo me pareció de lo más lógico, por lo que fui con calma hasta la alacena, me hice con dos platos hondos y los dispuse cerca suyo: Uno con agua y el otro con alimento. Al abrir la bolsa me acordé de la veterinaria y sentí una angustia que se hizo espacio en la panza...

Dispuse una silla y me senté a contemplar el hueco negro que ocultaba a Gregorio, calculé que si había apoyado la cabeza en el piso, podría ver mis pies. De esa manera, sentado de incógnita, permanecí cerca suyo aún sabiendo que sólo saldría de no saberme ahí.

  • No estás para-nada-contento acá conmigo... Tengo un poco de pollo para seducirte, pero quiero darle una chance a la comida de perros, escuché por ahí que si te doy cosas ricas a tu comida no la volvés a probar. Lo que verdaderamente te deja en una situación de mierda, bah, no sólo a vos, en general... a ustedes los perros.

Después me agachaba desde mi lugar para intentar ver algo, silbaba (por silbar, sin fines de lucro), armaba otro cigarrillo, tomaba mate, escuchaba música.

  • Pensar que fui a dar una vuelta y acá me tenés, o sea, una vuelta digo por decir. Me estaba volviendo loco acá adentro. Ojo que no me siento un héroe, lo extraño es que me hayan dado tantas ganas de ayudarte ¿no?. De repente.

Estaba seguro que me estaba mirando, que escuchaba los sonidos de mi garganta; que olía, desmenuzando mi mezcla de olores acumulados en la sala durante años. Debía serle todo tan bizarro. Después de una hora y poco más, me decidí hasta la heladera por el pollo.

Me agaché, en principio sin meter la mano al vacío bajo la mesa, después fui aproximando el bocado a modo de pinza, muuuy despacio, hasta que percibí el movimiento de su hocico, así, media cabeza suya que veía la luz de la sala; si me hubiese mordido habría estado en su derecho, pero lejos de eso, la boca de Gregorio se abrió con todo el candor que nos falta a nosotros y sacó el pollo sin tocarme siquiera los dedos. Mientras masticaba me miró a los ojos por primera vez.

  • Pollo a la plancha, tan soso... Y vos encantado, cómo son las cosas Gregorio. Que se vaya a cagar la teoría alimenticia, ¿o no?.

Por supuesto que de esa manera le di una pechuga entera, bocado a bocado. Pero la peluquera me había vendido 20 kg de alimento balanceado, por lo cual la teoría podía retornar de su ida a cagar para volverse aceptable.

Agarré una “unidad balanceada” del plato e hice lo mismo que con el pollo, Gregorio olió para darse cuenta de que el cambio era una estafa... pero aceptó abriendo nuevamente la boca.

  • Esto debe ser como las salchichas para nosotros, o los bastoncitos rojos de pescado... Algo indefinible, ¿no?... pero bueno, veo que te gusta.

Luego de repetir la acción unas diez veces, hice un juego visual: Levanté una del plato, se la mostré, y la volví a poner.

  • Cuando quieras, es básicamente lo mismo... pero autodidacta, ¿entendés?

Antes de pararme hundí dos dedos en el agua y la agité, para que sienta el ruido.

  • Misma cosa con el agua.

Cambié la yerba y me senté de nuevo. Sin darme cuenta, los veinte éxitos de Nina Simone habían sonado tres veces (por lo menos). Canté, no sin cierto disgusto.

  • Here comes the sun, little darling, me hinchaste las booolas, little darling...

Después de dar el aleatorio sonó La Carta, de La Barra. La lista de reproducción de mi computadora es así de ecléctica.

Lo más elemental de mi jornada debía continuar, aunque no perdiese de vista mi obsesión por Gregorio.

Al jugar póker online para ganarme la vida, pude acercar la silla a la mesa sin descuidar la ausencia de mi nueva compañía (mesa que está al lado de la otra mesa, la que “protegía” a Gregorio). Esa noche gané 96 dólares y rompí dos ratones contra mi mesa, motivo por el cual no hubo Dios que saque a Gregorio de allá abajo, al menos no hasta cerca de las 6 de la mañana cuando me tragó el sofá con la computadora en el pecho.

-3-

A las pocas horas de mal dormir, me levanté sobresaltado, como si quedarme dormido hubiese sido una desconsideración. Restregándome los ojos pensé que no había cenado más que agua y yerba, y todavía atontado, mi línea de ideas me llevó al plato de Gregorio, al cual sólo le faltaban las pocas unidades que le había dado con la mano.

  • ¿Seguís ahí abajo viejo?

Ya la luz del sol iluminaba su escondite, aunque recuerdo haber estado bostezando, me agaché ansioso por el encuentro.

Gregorio me dio una mirada demasiado densa. Percibí que había quedado paralizado todas esas horas entre su pis, su miedo y su caca.

Yo estaba en cuclillas, y en esa posición permanecí unos dos segundos, observándolo. Después me desmoroné casi encima de los platos, llorando por el abanico de antes y de después, por su abanico y por el mío. Hecho un ovillo me deshacía en lágrimas, enmarañado en medio de ese sonido inigualable que traga con esfuerzo.

Lloré un buen rato, procurando vaciar bien esa pena extraña. Después, el cuerpo más cansado que sentí en mucho tiempo me abrió de brazos, boca arriba.

  • Qué bárbaro loco... La vida es una verdadera mierda.

Sería maravilloso decir que me lamió la mano y que hubo un quiebre de optimismo en su actitud. Que lo pude bañar de inmediato para sacarle vaya a saber qué recuerdos miserables de entre los pelos, pero todavía no quería salir de ahí. Entonces, con su olor haciéndome pelota el alma le di de comer en la boca, esta vez hasta el último trocito de alimento. Lo acariciaba, lo sentía mojado y sucio, entrecerraba mis ojos y negaba con la cabeza.

  • No pasa nada viejo, si lo que me jode es lo que envuelve todo esto, ¿entendés?.

Suponía que bañarlo sería imposible, que haría el pobre Gregorio si lo sacaba de ahí para meterlo en la ducha. Me llevé las manos a la boca de manera inconsciente, como cuando uno está verdaderamente afligido y a la vez pensando, lo contemplaba... ya tenía el mismo olor que él en la cara y eso no tenía la menor importancia.

Me lavé un poco, casi enojado por poder tomar una decisión tan simple y racional. Desayuné en el piso, al lado de la mesa del televisor, dándole un poquito de tostada a cada rato. Estaba convencido: Debía intentar limpiarlo.

  • No va a quedar otra Gregorio, e incluso si te saco de abajo de la mesa y me cagás mordiendo me la banco, sea como sea lo intentamos, ¿te parece?.

Me levanté diagramando los mejores mecanismos para alterarlo lo menos posible. Dejé la taza y el plato en la mesada y suspiré hasta muy adentro. Me dije que tenía que ir directo, agacharme hasta él extendiendo los brazos hasta el equivalente de sus axilas. Si había tarascón a empezar de nuevo, pollo, tostadas, lo que fuese.

Primero llené la bañera con agua tibia y dejé a mano un jabón neutro, por suponerlo menos invasivo que el nuestro. La señora de la veterinaria se me vino a la cabeza... saber enmarañarlo a uno para venderle 20 kg de alimento y no recomendar un shampoo para perros. Luego volví hacia la mesa del televisor.

  • Bueno viejito.

Ahí fueron mis brazos con toda la confianza posible. Busqué su cuerpo y lo fui sacando de a poco, los 7 kilos que calculé de Gregorio ejercieron la misma resistencia que un oso de peluche. La pena volvió a salir a dar una vuelta, le besé la cabeza antes de apretarlo contra mi cuerpo.

  • Vas a ver que te va a gustar... Bah, no, eso es mentira. Creo que en general no les gusta que los bañen. Pero capaz al saberte limpio estás más cómodo, porque a vos el qué dirán te importa un carajo, tener olor a caca también. Por eso digo cómodo y no mejor. Por los pegotes...

Ante los temblores de su cuerpo entendí que mi teoría del confort podía haberle parecido una pavada.

  • No tengo idea cómo te vas a sentir... Si tengo que serte honesto.

Me había puesto un pantalón corto, cosa de meterme con él y ver si compartiendo la situación lo ayudaba en algo. Con las piernas adentro lo bajé, fui usando el agua que había acumulado pero al rato vacié la bañera y usé la ducha, que a pesar de ser una de esas que pueden sacarse de la pared, estaba siendo usada por primera vez de esa forma. “El milagro de P.Tinto” se me vino a la cabeza.

  • Pedazo de invento la ducha móvil, macho.

Gregorio permaneció quieto todo el tiempo, y hasta levantó sus ojos dos o tres veces hacia mí.

  • ¿O no? ¿Bien, ah?

Con Gregorio limpio (más limpio que yo, por lo menos), llegaba el tiempo del secado. Me estiré hacia la puerta, desde donde colgaba mi toallón, pero no llegaba (me había olvidado de dejar uno al alcance). Tenía que salir, por ende liberarlo, no porque hubiese estado apresándolo, únicamente había dejado una mano sobre su lomo... liberarlo por abandonar el contacto.

  • No llego Gregorio, si-podés... quedate quieto.

Fui hasta la puerta sonriendo la mirada: Esperó ese segundo sin moverse.

Volví con el toallón, me lo puse en el cuello como un boxeador, y saqué a Gregorio de la bañera. Lo sequé despacio, contento por esas dos o tres ojeadas cómplices que habíamos tenido.

  • Te noto mejor viejo, además de la evidencia que supone estar impecable como estás. Pero vaya uno a saber qué estarás sintiendo vos...

Cuando supuse que no había más agua por absorber, liberé a su cuerpo del harapo.

  • Ahora sí, ¿ah?.

Me erguí, con la espalda diciéndome que la del sofá... la había dejado pasar, pero que esto ya era demasiado. Llevé las manos hasta mi cintura y empujé a la vejez prematura hacia adelante.

  • Los años perezosos no vienen solos Gregorio...

Entonces yo le hablaba casual, sin darme cuenta. Y todavía haciendo fuerza en mi cintura lo miraba mirarme. Gregorio se sacudió como un perro que acaba de ser bañado, usando su instinto para saber eso y nada más que eso. Justo después, aunque con recelo, movió la cola para mí por primera vez.

-4-

Esperé un rato pensando en llevarlo a dar su primer paseo, me indignaba la correa gubernamental, pero otra vez, a él le daría lo mismo. Gregorio ya me dejaba actuar sin resistirse, aunque calificar su actitud previa como una resistencia sería desleal. En otras palabras, Gregorio salió del baño y se quedó olfateando en la sala sin necesidad de salvarse abajo de la mesa. Con la correa tintineando en la mano me puse de cuclillas nuevamente, tanto menos apesadumbrado, y tan poco tiempo después.

  • ¿Vamos a dar una vuelta? ¿Ah?

Pero la idea no le gustó, no es que se haya manifestado literalmente en contra. Bajó las orejas de nuevo, como una súplica, metió la cola entre las piernas y se sentó. Cuál sería, me preguntaba, el camino de sus memorias hasta esa reacción.

  • Es la correa, ¿no? También... “llevarme atado vaya a saber dónde”, te dirás. Y sé que me dejarías que te... “amarre”, por decirlo de alguna forma, pero sobre todo sé que pasarías un buen rato allá afuera con tanto olor suelto. Quizás haya una linda perrita para que le olfatees el culo, ¿no querés?.

Pensé que usar la misma técnica que había usado para bañarlo podría resultar, pero con el collar puesto, Gregorio se echó sugiriendo que mejor no. Que quizás más tarde. Yo insistí sin tirar, a pura voz y pregunta, parado al lado de la puerta, picaporte en mano.

  • Suelto no te puedo sacar, y hasta quizás no se trate únicamente de la sumisión horrible que te propongo. No tengo idea loco, lo que sí puedo en-ten-der es lo siguiente: Salir... no querés, ¿no?.

Si digo que lo saqué a “la terraza” sería de angurriento. Lo saqué a mi par de metros de balcón, donde yo me senté apoyado en la pared con las rodillas dobladas, dejando otro par de metros para que Gregorio pueda hacer pis o caca si lo necesitaba. Terralcón. Balcaza.

  • Va a ser que nos quedamos un rato. Aguantame acá.

Me desdoblé de mi rincón y abrí la puerta corrediza, él no quiso seguirme, no con seguridad. Cuando me fui se acercó hasta el vidrio para observarme. Agarré una revista y la pasé por su pis, que milagrosamente todavía no había limpiado, ahí me acordé de mi llanto, de todo lo que habíamos pasado en esas horas. Me di vuelta para verlo a través del vidrio.

  • Mamma mía, qué rockandroll pasamos...

Volví a salir y apoyé las hojas en el piso del balcón y le advertí de nuevo.

  • Esperá que traigo tus platos y un combo para el correr del tiempo. Puede ser largo el tema. ¿Qué decís vos?

Al acabar de decir aquello le rasqueteé la cabeza, por su gesto comprimido quizás él sospechó que habría violencia . Pero tal vez sólo se trató de timidez.

Desde la cocina lo veía olisquear la revista, darse vuelta hasta mí desde la distancia, volver a olisquear, quizás tratando de dilucidar de qué se trataba todo aquello. Calenté agua, armé el mate y me lo llevé al balcón, junto a mi último paquete de Criollitas y mi tabaco.

  • Ahora sí Gregorio.

Me acababa de sentar... y era necesario que acabara de sentarme.

  • La puta madre, los platos.

Al volver a pasar enfrente de la mesa del televisor, me dije que mejor limpiar el mal trago del pobrecito (o tal vez lo hice para borrar mis sensaciones. O en igual medida por los dos).

Así estaba otra vez agachado, mopa en mano con agua y lavandina en un balde. Entre ida y vuelta del artilugio por abajo de la mesa miraba hacia el balcón, Gregorio me observaba sentado, o se olía las partes, o llevaba su hocico al cielo vaya a saber por qué aroma. Tiré el agua sucia al inodoro, levanté los platos y volví al balcón. Tuve que apoyarlos para abrir la puerta corrediza, después levantarlos de nuevo, volver a apoyarlos pero en el balcón, cerrar la puerta.

  • Detesto todo el concepto del cuerpo viejo, ¿qué querés que te diga?... ¡Eh! ¡Measte!

Me dio risa que algo de pis estaba en la pared por todo el tema de levantar la pata, pero la mayoría se abría paso entre la revista, precisamente en la cara de alguna princesa o condesa, alguna integrante de tanta monarquía inservible que habría hecho algo intrascendente por ahí.

  • No puedo creer la lucidez de comprensión, la verdad... Muy groso lo tuyo Gregorio.

Me acomodé de todas formas bajo la idea inicial, con los mates y las Criollitas. Él primero tomó un poco de agua, después se acostó (no al lado mío, pero casi cerca). Para acariciarlo tenía que soltar mi espalda de la pared y estirar el torso, Gregorio recibía mi mano con más agrado pero no solicitaba mi afecto.

Ya advertía la llegada de la pereza, acompañada del sueño que me daba estar tibiamente relajado por el poco sol y por su calma, entonces para no irme a dormir prolongadamente en medio de la mañana, decidí que íbamos a salir a pasear a pesar su recelo.

  • Sí Gregorio, hacemos un paseo pero de los buenos, nos vamos a pata hasta el Parque de la Ciudadela. Supongo que la educación, si existe, empieza a regañadientes.

Él permaneció inmóvil pero alzó la vista. Cuando estuve de pie alzó también la cabeza, y al presentir mi gesto me siguió hasta la sala sin saber bien por qué.

-5-

La situación fue similar a la anterior, se echó al lado de la puerta con la correa puesta, temblando, pero esta vez lo alcé y lo bajé en brazos.

  • Si me dejaste pasar la del baño esto es pan comido... Insisto, para mí es la correa, pero vaya a saber qué querés vos y que no te estoy dando con la cuestión del paseo.

Yo le hablaba pero no oía mi voz, ya que para evitar diálogos innecesarios con la gente, me había escondido entre mis auriculares ni bien entradas las escaleras.

En el portal de casa lo bajé sin saber qué esperar. Al parecer él también esperaba algo inexacto de mí, se sentó y me miró con cara de “¿y?”, lo cual me robó una sonrisa.

  • Vamos viejo, para allá...

Y arrancamos. Poco a poco su hocico recolectaba cosas del suelo sin recordar lo que sea que lo había asustado en un principio, hasta que el instinto lo hacía olvidarse de todo y se le iban las patas más allá del alcance de la correa. Ahí se daba vuelta sorprendido y yo juraría que intentaba girarse para mirar el collar.

  • Despacio Gregorio.

En el camino detecté varios perros paseando gente, obstáculos que pude esquivar con gran astucia a pesar del obvio interés de Gregorio por acercarse.

  • Perdoname viejo, sé que te prometí perras y culos. Pero socialmente... Mi debilidad es más fuerte que yo.

Qué horas tan intensas, pensaba yo. ¿Habrían sido así para él? Me hubiese encantado saber qué opinaba, adónde permanecían en ese momento sus reflexiones sobre la mesa del televisor, la pechuga de pollo, el baño... hasta el paseo que estábamos haciendo.

En el camino me di cuenta que debía comprar un par de ratones, me quedaban pocos y para los jugadores de póker es un tema delicado, pero como me daba no sé qué preguntar si podía entrar con él a la tienda, y más oscura todavía me resultaba la idea de atarlo cerca de la puerta, decidí que no era tan urgente como la necesidad de no reventarlos más contra la mesa.

Ya en el Parque de la Ciudadela tuve que lidiar con perros y gente, dejaba que se olisqueen entre ellos sonriendo (siempre con los auriculares puestos). Por suerte nadie me habló, supongo que al no ser Gregorio enorme, ni cachorro, ni chiquito, ni de una raza exótica, la gente también optó por dejar que ellos se huelan en silencio hasta cansarse.

Vi un par de perros sueltos por ahí galopando cerca de unos monumentos muy dorados. Algunos dueños los seguían de cerca, a otros ni siquiera pude identificarlos.

  • ¿Qué onda viejo? ¿Te pinta andar por ahí?

Fue una locura tal vez, su reacción ante la libertad era todavía impredecible para mí, ¿pero quién era yo para decidir lo erróneo o lo acertado de sus actos? De cierta forma tuve la necesidad de soltarlo, había algo con respecto al concepto de posesión que me lo solicitaba...

Desajusté el collar. Gregorio movió la cabeza en torno a su cuello y a la ausencia de correa, me miró y empezó a deambular por el prado más cercano. No tuve que arengarlo.

De a poco se alejaba pero yo no le decía “Eh eh eh, vení acá Gregorio”, ni siquiera “¡Gregorio!”, había hecho un pacto implícito con él o estaba convencido de que lo había hecho. Lo seguía desde cierta distancia, pero cuando algo lo entusiasmaba él empezaba a correr y yo tenía que acelerar mis pasos también. En cierto punto le llamó la atención un olor, para mí siempre son los olores los que cautivan a los perros, entonces salió aún más rápido hacia adelante. Ya casi fuera de mi vista se dio vuelta y me azotó otra mirada, luego se volvió a girar para empezar a correr otra vez.

Una señora se me acercó, venía caminando desde la supuesta ubicación de Gregorio, yo no había hablado con ella ni recordaba habérmela cruzado.

  • Oye, tu perro ha salido disparado allí arriba...

  • ¿Ah si? Bueno, gracias...

No sé por qué me mostré primero sorprendido y después casi agradecido. Fue lo más natural que se me ocurrió.

Cierta gente iba percibiendo que Gregorio se había escapado de mi vista, noté un alboroto sutil entre los compañeros de parque. La incomodidad me sobrevolaba de a poco, no por el escape, ya que eso era entre él y yo, básicamente porque me hubiese gustado que nadie muestre signos de cooperación, consejos, indicaciones, coordenadas. Mejor todavía estar solos en el parque con Gregorio, no quería explicar lo que significaba la libertad para mí. Quería que me dejen tranquilo, sentarme en un banco y esperar a que vuelva o ir a buscarlo cuando yo lo creyese apropiado.

Pero como testigos de algún accidente, se iban acercando al herido que olvidó la ambulancia.

  • ¿No deberías ir a por él? Aquella señora dice que salió corriendo hacia allí.

  • ¿Él es el dueño del perro marrón?

  • Sí sí, ya le he dicho que ha salido corriendo hacia la salida del Arco del Triunfo.

  • ¿Y? ¿No vas?

Respiré hondo, ya me había sacado los auriculares porque supuse que tenerlos puestos los exasperaría todavía más (y no porque hubiese querido hacerlo: Ni exasperarlos, ni quitarme los auriculares).

  • Sí, claro que voy. Ya voy.

Se me quedaron mirando casi enojados, en una reacción que entendí increíble, ya tenía varios nudos en la panza por los nervios. Decidí ir en la dirección que me indicaron no por urgencia, sino para alejarme de ellos y poder esperar a Gregorio a mi manera, paseando también, pero en igualdad de condiciones. Si no era esa la manera de proceder me importaba un carajo, ya al alejarme de toda esa gente insoportable se frenaron mis palpitaciones. Me puse otra vez los auriculares y me recibieron con una gran canción: Ensaboa mulata, de Cartola. Tarareando, con las manos en los bolsillos, fui también a perderme por ahí.

Al rato, y ya lejos de aquel lugar tumultuoso, una de las personas que había presenciado el “accidente” me preguntó por Gregorio. Yo le contesté, pero esta vez sin sacarme los auriculares.

  • No, pero ya va a aparecer. Muchas Gracias.

No puedo detallar qué gesto hizo o si acaso dijo algo más, porque ya en el “aparecer” giré mi cara hacia el punto fijo de un árbol.

Pasó bastante tiempo hasta que nos encontramos. Yo lo vi primero, me fui aproximando a él sin cautela queriendo que me vea de lejos. Gregorio divagaba por un prado en el otro extremo del parque (no cerca del Arco del Triunfo como había dicho aquel pelotudo). En una de sus cabeceadas por el pasto me vio, parando las orejas... Volvió a salir corriendo, esta vez a toda velocidad. Salió escapando.

Me saqué los auriculares por voluntad propia, fijos los pies en el lugar desde donde lo vi irse. ¿Qué hacer? No me sentía del todo mal, supongo que de haber corrido hacia mí me habría alegrado, pero entendí de inmediato que eso no hubiese sido lo más normal. Armé un cigarrillo y me senté a fumar en el banco más cercano pensando que si volvía, era una suerte (improbable suerte). Pero rápidamente pasé a otro pensamiento, más concluyente y desesperanzado: Que de no aparecer volvería a la perrera para avisar que nos habíamos perdido. La ausencia de tristeza era por el simple hecho de que escaparse había sido una decisión irracional de Gregorio, y dicha irracionalidad era un don animal que en ese momento, no sé bien por qué, me llevó a preocuparme más por mí que por él.

Me restregué la cara con cierta fuerza.

  • Voy a tener que hablar otra vez con alguno de esos tipos...

Porque debía aparecer, no se me cruzó por la mente que lo hubiese atropellado un auto, ni que se hubiese peleado a muerte con otro perro hasta que el dueño de este último lograse matarlo a patadas. En resumen, ninguna tragedia parecía cuadrarme. O estaba libre como él quería vaya a saber dónde, o bien podían haberlo privado de esa libertad los mismos hombres ante el mismo proceso. Así, acercándome al momento-perrera, cubría los posibles ángulos de mis conclusiones.

Pasado un tiempo (por mí considerable) me paré para ir hacia allí. En el camino tuve que comprarme un sándwich ya que con las Criollitas y la tostada de la mañana había disfrazado muy mal el ayuno que llevaba desde el día anterior. A pesar de mi gula guardé en el bolsillo un pedazo para el hipotético hambre de Gregorio. 20 kg de alimento balanceado me había vendido la peluquera...

-6-

En la perrera, como era de esperar, estaban los dos mismos tipos que la última vez. Se reían de alguien o de algo, al verme siguieron riendo hasta bajarle el volumen y la intensidad a la risa, hasta que uno se dirigió a mi con restos perceptibles del agradable momento que estaban pasando.

  • Qué tío este. No le haga caso...

Al parecer quiso hacerme parte del agradable momento. Yo sonreí y saludé.

  • Qué tal, buenas tardes. Hoy se me escapó el perro...

No quise decir el nombre enfrente de ellos, no sé por qué.

  • Ya ya, el marrón.

No se reían de algo o de alguien. Era de algo relacionado conmigo, algo que ni entendí ni me importó entender.

  • Pero quédese tranquilo, que una señora ha llamado por teléfono diciendo que había un perro suelto en el Parque de la Ciudadela.

El “gracioso” tomó la palabra, casi interrumpiendo al otro.

  • Ha dicho que el dueño estaba como perdido. “Vaya tela señora”, le he dicho... “¿Usted a quién quiere que vayamos a buscar? ¿Al perro o al dueño?”.

Sonreí otra vez por cortesía.

  • ¿Está acá entonces?

Se dejaron de reír, quizás pensaban que yo estaba siendo un poco cortante sin valorar que ellos estuviesen tomando con humor mi “desacato”, ni tampoco el hecho de que los hice buscar a Gregorio por segunda vez en un día y medio. Pero la verdad era que me estaba esforzando por ser natural. El gracioso se fue sin decir nada y el otro cambió el tono de voz hacia los graves.

  • Ahí se lo traen. No puede andar con el perro suelto si no va a cuidarlo.

Sentía que tenía razón, quizás no con el regaño en sí, sino con mi falta de agradecimiento. Sin querer prolongar la charla traté de disculparme.

  • Fue una cosa rara, yo esperaba que volviese...

Pero como ya dije, tratando de resumir no digo lo que debo... El hombre ni se esforzó en entender lo que había querido insinuar. Y yo tuve la sospecha de que quizás no se reían precisamente de mí.

  • Ya, como sea.

Traían a Gregorio con otra correa del Ajuntament, se la sacaron para que yo le ponga mi propia correa del Ajuntament.

Salimos y recién afuera, ya a varios metros de la perrera, me dirigí a Gregorio. Me agaché, le acaricié la cabeza, busqué sus ojos con los míos. ¿Qué iba a hacer con él? Podía no volver a soltarlo en los paseos obligados, o bien someterlo al reducido espacio de mi balcón/terraza, podía ser su dueño contra su voluntad. O mejor dicho... contra su libertad. El trozo de sandwich que había reservado para él quedó olvidado en mi bolsillo.

  • ¿Y ahora viejo? No sé adonde querías ir, te juro. Por eso te dejé para que obres libremente. Se notaba el placer del galope, ahora... Decime una cosa: Si no llamaba la señora esa ¿qué? ¿Habremos estado por cruzarnos en el parque mientras te agarraban los tipos esos?.

Gregorio me miraba con las orejas bajitas, moviendo tenuemente la cola.

Tenía una noción, una especie de plan. No era una idea racional, o al menos no una aconsejable en el manual de las mascotas, pero el bienestar de Gregorio dependía de su irracionalidad y no de los caprichos sociales.

-7-

Volvimos a casa despacio, noté que salvo en la foto de la princesa él no había hecho ni pis ni caca enfrente mío. Lo admiraba en silencio, preguntándome qué de cosas le pasarían por la mente, si acaso le ofendía que nosotros nos llamemos dueños sin su consentimiento, si el hecho de que un animal se acostumbre a las disposiciones que proponemos significa su dicha o acaso su resignación.

  • Vos vas a hocico limpio por las paredes buscando el celo de una perra, ni siquiera nos castigás, ni te ofendés, ¿o no loco?

Ni bien entré al departamento llamé a mi madre. Le pedí el auto prestado sin decirle para qué. De hecho me tomé el trabajo de ir a buscarlo sin Gregorio para evitar historias, dejándolo en casa solo,por primera y última vez.

Cuando volví dormía bajo la mesa del televisor, o bien se escondía. Ausente el alimento que le había dejado en el plato, también la mitad del agua.

  • Con eso nada cambia mi viejo... Ya te digo, resignación no.

Primero puse agua caliente en el termo y acto seguido el termo en una mochila, agregué un frasquito de yerba, los auricuares y el mate. Agregué además una camperita porque aunque verano uno nunca sabe en las afueras. Finalmente me acerqué al escondite de Gregorio listo para salir.

Otra vez se acostó cuando le puse la correa, orejas y cabeza abajo. Otra vez lo alcé y lo bajé por las escaleras.

El auto le pareció un suplicio, tuve que parar varias veces porque casi chocamos con su desesperación.

  • Entiendo Gregorio, vaya uno a saber tu opinión sensorial de esta máquina y de la velocidad tras los vidrios, de tanto ruido que pasa zumbando por todos lados... Ya falta poco.

Llegamos a destino con el sol tropezándose a la noche. Aunque más bien el lugar apareció sin mi consentimiento cardinal, ya que fui rumbo norte hasta percibir la ausencia inmediata de pueblos. Por un lado suena criminal que haya buscado desolación. Pero en otros pueblos no puedo ir a la perrera... Entonces pensé en los casi 20 kg de alimento que habían quedado rezagados al lado del lavarropas. ¿Qué me garantizaba que podría valerse por sí solo en medio del campo? Nada.

Pero igualmente tenía que dejarlo ser, sin toda esa gente suelta del Parque de la Ciudadela.

Primero me estiré para abrirle la puerta, se bajó rápido pero no enajenado. Después analicé la belleza del lugar que yo había elegido, con muchas ganas de saber qué le parecía a Gregorio mi decisión. Me bajé del auto y me senté en el capó, armé un cigarrillo y después el mate, él iba y venía por ahí tranquilito, cada vez que se alejaba un poco, me miraba unos segundos para después reanudar el galope, olfateando, sin perderse de mi vista pero casi. En cierto punto del descampado, entre planta y planta, me dio una última mirada con la cola yendo y viniendo, yo no sé si me movió la cola o si se la movió al mundo... Me paré a unos metros del auto mientras Gregorio se alejaba o desaparecía.

Cuando la noche hubo cumplido su predicción de frescura me puse la campera, aunque así y todo tuve que entrar al auto al poco tiempo, no sin dejar abierta a medias la puerta del acompañante. Me puse a escuchar música a bajo volumen, hasta que al rato opté por usar sólo una de mis orejas, sonaba un fado: Povo que lavas no rio de Amalia Rodrigues, inequívocamente triste... como casi todo fado. La lista de reproducción de mi celular, es también, así de ecléctica. Cada tanto salía a fumar otro cigarrillo, azorado por las estrellas que se esconden de la ciudad para mostrarse en lugares como ese.

En algún momento me quedé dormido, por la cantidad de canciones que sonaron, supongo que fue ya pasada la medianoche.

Desperté acompañado por la intensidad que tiene el sol cuando va clareando, claridad que noté muy parecida a la que hubo cuando Gregorio se despidió desde el otro rincón del horizonte. Demoré un par de segundos en acordarme por qué estaba ahí. No fue nada parecido a una alteración, a un sobresalto.

Salí del auto destemplado, sonriendo tristemente y con agujas en la panza, Gregorio no estaba, había tomado una decisión con tiempo (otro tiempo que yo asumí considerable). De todas formas permanecí un rato más a la vera del campo, luego el hambre me volvió a preguntar si acaso era tonto, saqué el medio sandwich de mi bolsillo a las puteadas pero en lugar de comerlo lo apreté un poco con la mano.

  • 20 kg me vendió...

Me subí al auto tirando el sandwich encima de la guantera, y después de unos minutos con los ojos fijos en lo más alejado del prado, encendí el motor.

  • Quizás uno de estos días me acerco a la perrera con la correa del Ajuntament y los casi 20 kg de alimento balanceado y los dejo en la puerta... A ver si adivinan.

Di una última mirada al campo y empecé a mover el auto como pidiendo permiso para volver a casa, repitiéndome que no había sido un abandono, y el camino entero pensando, y sintiendo... que Gregorio no me había abandonado.