-1-
Hay una parte de la historia que preferiría no contarles, la historia futura donde imagino. Porque imaginar los hechos después
de habernos separado me resulta cansino, o porque mi imaginación no
quiere intentar ese juego, o porque no puede. Pero ojo... que si me
preguntan a mí, “después” no se trató de un abandono.
Igual,
como dije que sobre “después” no me animo... Mejor empiezo por
el antónimo del abandono, o por algo parecido: ¿el encuentro? ¿el
rescate?
En
fin.
Presencié
cómo intentaban llevárselo en medio de calle Diagonal; desde el
pequeño proceso
previo, persecución y demás, hasta el desenlace. No sería exacto
decir que Gregorio estaba perdido, estaba más bien equivocado. Trató
de comprender el comportamiento de esa multitud, pero al no ver
huecos entre la velocidad de la gente se paralizó; así pues se
escondió entre su cola bajando las orejas y los ojos, quedando casi
sentado, o casi parado. A los dos hombres que iban tras él no se les
hizo demasiado difícil la faena. Yo estaba sólo a un par de metros,
por lo cual me acerqué a averiguar la dirección.
Uno
se iba a la camioneta con Gregorio; el otro se dio vuelta diciendo
“idiota” con el gesto de su cara.
Me
pasa a menudo que no me expreso bien... Por lo general no me gusta
hablar con gente que no conozco, y al intentar resumir mis preguntas
para no prolongar las charlas suelo perder cada vestigio de
naturalidad.
Aunque
creía con firmeza que ese debería ser su-trabajo,
no quise entrar en polémicas. Sonreí con un esfuerzo inmenso
mientras memorizaba la dirección que me indicaba el agente. En el
Metro volvía con la mente al terror que mostró Gregorio ante la
sumisión y en que realmente yo podía intentar ayudarlo. Que iba
a ayudarlo... Así el viaje fue placentero, quizás estuve al borde
de estar contento.
En
la perrera me dijeron que se suele esperar a que alguien reclame,
pero que “con este” no había necesidad, que ni collar llevaba.
Lo que me remitió a mi primer inconveniente, ¿cómo llevarlo a casa
sin correa?. Pero el problema no duró demasiado, el otro hombre
venía con Gregorio ya equipado. “Con vacunas y todo”, sentenció.
A
decir verdad, el nombre Gregorio es cosa mía. Siempre me dio risa el
concepto de usar nombres de personas para los perros. De todas
maneras, Gregorio nunca alcanzó a responder a ese nombre, quizás un
poco a “loco”, a “viejo” (o a “mi viejo”).
La
correa tenía una insignia del Ajuntament, como jurando por Dios que
no lo mataban en veinte días si nadie aparecía.
Así
nos fuimos a casa, un poco lo alzaba (sus temblores parecían
espasmos), otro poco tiraba de la correa, hasta que Gregorio se
frenaba en seco y se sentaba. Al rato congeniábamos y caminábamos a
la par, después se frenaba en seco de nuevo. Todo me parecía
normal, estaba amarrado a un tipo que literalmente tiraba de él.
Entonces cuando se negaba a seguir, yo me daba vuelta ante su mirada
todavía esquiva, me agachaba hasta su hocico, y le hablaba, poniendo
mi mano en su cabeza como si de manera táctil pudiera transmitirle
algún mecanismo energético positivo (muchas veces intento algo
similar cuando miro a una chica, pero hasta ahora nunca ha
funcionado).
Soy
como vos, salvo que llevo yendo y viniendo por una misma cuadra
hace...pfff,
mucho. Entre perdido y perdido, encontrados ¿o no?.
Gregorio
temblaba y parecía pedirle a la vida algo que me resultaba tan
sensato como inútil: La comprensión de lo que estaba pasando.
Comprensión por este tipo emitiendo sonidos y tocándole la cabeza,
llevándolo vaya a saber dónde. Yo sentía que arrastrarlo así era
humillante. Quizás él se había escapado de una casa de campo en la
Floresta para llegar a la ciudad despacio, olfateando el camino...
perdido sí, pero libre, en pos de rescatar lo que nosotros
consideramos basura para almorzar, sin contemplar una posibilidad de
pérdida de sus derechos animales, sin razonar si tiene prohibido
andar por ahí deambulando. Y de golpe, unos tipos guiados por normas
civiles que desconoce, lo secuestran, después lo entregan a otro
tipo, siempre con algo que le comprime el cuello, que rige las
distancias que debe andar.
Le
hablaba confundido, o me hablaba, con su esclavitud arañándome la
cabeza.
Pero
Gregorio no sabía de saber. Y yo la verdad que tampoco.
-2-
Camino
a casa pasamos por una veterinaria, establecimiento que pisaba por
primera vez en mi vida, si no has tenido mascotas no tenés ningún
motivo para entrar a una veterinaria. La dueña parecía una
peluquera que recién salía de la peluquería, aunque por la mirada
que le dio a Gregorio, parecía una peluquera que recién salía de
la peluquería... y que mal que mal simpatizaba por los animales. Me
sonrió como moviendo la cabeza en un frenético “sí”.
Seguía
sonriendo pero ya no “decía” que sí con la cara. La gente se da
cuenta rápido que me pongo nervioso ante la sociabilidad
obligatoria.
Yo
miré a Gregorio a ver si me decía la edad; pero además de su
evidente silencio, me devolvió aquella mirada al suelo con orejas y
miedo que venía acarreando desde la perrera. Querría haberme
agachado para decirle algunas palabras cariñosas, pero no enfrente
de esa mujer.
Me
enorgullecí por la solidez de mi frase. La señora se acercó a
Gregorio y lo acarició, mientras él bajaba el lomo y apenas movía
la cola. El gesto me hizo cosquillas a mí (en la alegría o en el
alivio), y al mismo tiempo de su expresión corporal yo debo haber
sonreído un rato más prolongado de lo aceptable, porque la señora
me atizó un “oiga”.
Pero
cuando vi hacia donde atinaba su mano tuve que pararla.
No,
pero no puedo cargar con esa bolsa ahora, tengo cuatro pisos por las
escaleras. Algo más chico, ¿puede ser?
Pensé
por primera vez en su nombre y en lo difícil que es lidiar con la
gente por milésima vez. En general entro en situaciones incómodas
de manera súbita.
Lo
dije casi como se llega a una conclusión. Pero se lo tomó
personalmente.
Insistía
con hablarle al perro para decirme las cosas. Yo sólo quería una
bol-sita de comida, un par de recipientes e irme de ahí.
Sin
dudas no era lo que quería hacer, no quería llevarme esa bolsa y
después volver, sobre todo porque no le había dicho que no vivía
tan cerca de la veterinaria, hecho que a ella no le importó porque no esperó mi respuesta. Me fui
sin saber por qué no me había negado, sin estar seguro si lo que
había hecho esa señora debía o no debía hacerse. Me hubiese
gustado haber visto el proceder ante otro hipotético comprador. No
sé si ciertas situaciones son extrañas o si lo son nada más que
para mí, lo mismo me pasa con ciertos comportamientos de las
personas.
De
regreso, entre las idas y vueltas de mi mente, casi pasé de largo la
veterinaria. Cuando entré Gregorio estaba con el mismo gesto de
tristeza. Quizás le hubiese dado lo mismo si no volvía. Por
supuesto que me olvidé de comprar los platos, o de preguntar por
otra supuesta necesidad, pero todo en esa señora se movía demasiado
rápido, al menos más rápido que mi capacidad interactiva.
Tuve
que esforzarme mucho para que lleguemos a casa, deteniéndome a cada
rato para convencer a Gregorio de seguir. Me sentía casi desbordado
por toda la situación, pero encontré optimismo en imaginar la suya,
tanto más inquietante que la mía.
Abrí
la puerta de casa y lo solté; de inmediato, él usó el lugar común
de los recursos caninos: Abajo de una mesa, en este caso la del
televisor. Su acto reflejo me pareció de lo más lógico, por lo que
fui con calma hasta la alacena, me hice con dos platos hondos y los
dispuse cerca suyo: Uno con agua y el otro con alimento. Al abrir la
bolsa me acordé de la veterinaria y sentí una angustia que se hizo
espacio en la panza...
Dispuse
una silla y me senté a contemplar el hueco negro que ocultaba a
Gregorio, calculé que si había apoyado la cabeza en el piso,
podría ver mis pies. De esa manera, sentado de incógnita, permanecí
cerca suyo aún sabiendo que sólo saldría de no saberme ahí.
No
estás para-nada-contento acá conmigo... Tengo un poco de pollo
para seducirte, pero quiero darle una chance a la comida de perros,
escuché por ahí que si te doy cosas ricas a tu comida no la volvés
a probar. Lo que verdaderamente te deja en una situación de mierda,
bah, no sólo a vos, en general... a ustedes los perros.
Después
me agachaba desde mi lugar para intentar ver algo, silbaba (por
silbar, sin fines de lucro), armaba otro cigarrillo, tomaba mate,
escuchaba música.
Pensar
que fui a dar una vuelta y acá me tenés, o sea, una vuelta digo
por decir. Me estaba volviendo loco acá adentro. Ojo que no me
siento un héroe, lo extraño es que me hayan dado tantas ganas de
ayudarte ¿no?. De repente.
Estaba
seguro que me estaba mirando, que escuchaba los sonidos de mi
garganta; que olía, desmenuzando mi mezcla de olores acumulados en
la sala durante años. Debía serle todo tan bizarro. Después de una
hora y poco más, me decidí hasta la heladera por el pollo.
Me
agaché, en principio sin meter la mano al vacío bajo la mesa,
después fui aproximando el bocado a modo de pinza, muuuy
despacio, hasta que percibí el movimiento de su hocico, así, media
cabeza suya que veía la luz de la sala; si me hubiese mordido habría
estado en su derecho, pero lejos de eso, la boca de Gregorio se abrió
con todo el candor que nos falta a nosotros y sacó el pollo sin
tocarme siquiera los dedos. Mientras masticaba me miró a los ojos
por primera vez.
Pollo
a la plancha, tan soso... Y vos encantado, cómo son las cosas
Gregorio. Que se vaya a cagar la teoría alimenticia, ¿o no?.
Por
supuesto que de esa manera le di una pechuga entera, bocado a bocado.
Pero la peluquera me había vendido 20 kg de alimento balanceado, por
lo cual la teoría podía retornar de su ida a cagar para volverse
aceptable.
Agarré
una “unidad balanceada” del plato e hice lo mismo que con el
pollo, Gregorio olió para darse cuenta de que el cambio era una
estafa... pero aceptó abriendo nuevamente la boca.
Esto
debe ser como las salchichas para nosotros, o los bastoncitos rojos
de pescado... Algo indefinible, ¿no?... pero bueno, veo que te
gusta.
Luego
de repetir la acción unas diez veces, hice un juego visual: Levanté
una del plato, se la mostré, y la volví a poner.
Antes
de pararme hundí dos dedos en el agua y la agité, para que sienta
el ruido.
Cambié
la yerba y me senté de nuevo. Sin darme cuenta, los veinte éxitos
de Nina Simone habían sonado tres veces (por lo menos). Canté, no
sin cierto disgusto.
Después
de
dar el aleatorio sonó La
Carta,
de La Barra. La lista de reproducción de mi computadora es así de
ecléctica.
Lo más elemental de mi jornada
debía continuar, aunque no perdiese de vista mi obsesión por
Gregorio.
Al jugar póker online para
ganarme la vida, pude acercar la silla a la mesa sin descuidar la
ausencia de mi nueva compañía (mesa que está al lado de la otra
mesa, la que “protegía” a Gregorio). Esa noche gané 96 dólares y rompí dos ratones contra mi mesa, motivo por el cual no hubo Dios
que saque a Gregorio de allá abajo, al menos no hasta
cerca de las 6 de la mañana cuando me tragó el sofá con la
computadora en el pecho.
-3-
A las pocas horas de mal dormir,
me levanté sobresaltado, como si quedarme dormido hubiese sido una
desconsideración. Restregándome los ojos pensé que no había
cenado más que agua y yerba, y todavía atontado, mi línea de ideas
me llevó al plato de Gregorio, al cual sólo le faltaban las pocas
unidades que le había dado con la mano.
Ya la luz del sol iluminaba su
escondite, aunque recuerdo haber estado bostezando, me agaché
ansioso por el encuentro.
Gregorio me dio una mirada
demasiado densa. Percibí que había quedado paralizado todas esas
horas entre su pis, su miedo y su caca.
Yo
estaba en cuclillas, y en esa posición permanecí unos dos segundos,
observándolo. Después me desmoroné casi encima de los platos,
llorando por el abanico de antes
y de después,
por su abanico y por el mío. Hecho un ovillo me deshacía en
lágrimas, enmarañado en medio de ese sonido inigualable que traga
con esfuerzo.
Lloré un buen rato, procurando
vaciar bien esa pena extraña. Después, el cuerpo más cansado que
sentí en mucho tiempo me abrió de brazos, boca arriba.
Sería maravilloso decir que me
lamió la mano y que hubo un quiebre de optimismo en su actitud. Que
lo pude bañar de inmediato para sacarle vaya a saber qué recuerdos
miserables de entre los pelos, pero todavía no quería salir de ahí.
Entonces, con su olor haciéndome pelota el alma le di de comer en la
boca, esta vez hasta el último trocito de alimento. Lo acariciaba,
lo sentía mojado y sucio, entrecerraba mis ojos y negaba con la
cabeza.
Suponía que bañarlo sería
imposible, que haría el pobre Gregorio si lo sacaba de ahí para
meterlo en la ducha. Me llevé las manos a la boca de manera
inconsciente, como cuando uno está verdaderamente afligido y a la
vez pensando, lo contemplaba... ya tenía el mismo olor que él en la
cara y eso no tenía la menor importancia.
Me lavé un poco, casi enojado
por poder tomar una decisión tan simple y racional. Desayuné en el
piso, al lado de la mesa del televisor, dándole un poquito de
tostada a cada rato. Estaba convencido: Debía intentar limpiarlo.
No
va a quedar otra Gregorio, e incluso si te saco de abajo de la mesa
y me cagás
mordiendo
me la banco, sea como sea lo intentamos, ¿te parece?.
Me levanté diagramando los
mejores mecanismos para alterarlo lo menos posible. Dejé la taza y
el plato en la mesada y suspiré hasta muy adentro. Me dije que tenía
que ir directo, agacharme hasta él extendiendo los brazos hasta el
equivalente de sus axilas. Si había tarascón a empezar de nuevo,
pollo, tostadas, lo que fuese.
Primero llené la bañera con
agua tibia y dejé a mano un jabón neutro, por suponerlo menos
invasivo que el nuestro. La señora de la veterinaria se me vino a la
cabeza... saber enmarañarlo a uno para venderle 20 kg de alimento y
no recomendar un shampoo para perros. Luego volví hacia la mesa del
televisor.
Ahí fueron mis brazos con toda
la confianza posible. Busqué su cuerpo y lo fui sacando de a poco,
los 7 kilos que calculé de Gregorio ejercieron la misma resistencia
que un oso de peluche. La pena volvió a salir a dar una vuelta, le
besé la cabeza antes de apretarlo contra mi cuerpo.
Vas a ver que te va a gustar...
Bah, no, eso es mentira. Creo que en general no les gusta que los
bañen. Pero capaz al saberte limpio estás más cómodo, porque a
vos el qué dirán te importa un carajo, tener olor a caca también.
Por eso digo cómodo y no mejor. Por los pegotes...
Ante los temblores de su cuerpo
entendí que mi teoría del confort podía haberle parecido una
pavada.
Me había puesto un pantalón
corto, cosa de meterme con él y ver si compartiendo la situación
lo ayudaba en algo. Con las piernas adentro lo bajé, fui usando el
agua que había acumulado pero al rato vacié la bañera y usé la
ducha, que a pesar de ser una de esas que pueden sacarse de la pared,
estaba siendo usada por primera vez de esa forma. “El milagro de
P.Tinto” se me vino a la cabeza.
Gregorio permaneció quieto todo
el tiempo, y hasta levantó sus ojos dos o tres veces hacia mí.
Con Gregorio limpio (más limpio
que yo, por lo menos), llegaba el tiempo del secado. Me estiré hacia
la puerta, desde donde colgaba mi toallón, pero no llegaba (me había
olvidado de dejar uno al alcance). Tenía que salir, por ende
liberarlo, no porque hubiese estado apresándolo, únicamente había
dejado una mano sobre su lomo... liberarlo por abandonar el contacto.
Fui hasta la puerta sonriendo la
mirada: Esperó ese segundo sin moverse.
Volví con el toallón, me lo
puse en el cuello como un boxeador, y saqué a Gregorio de la bañera.
Lo sequé despacio, contento por esas dos o tres ojeadas cómplices
que habíamos tenido.
Cuando supuse que no había más
agua por absorber, liberé a su cuerpo del harapo.
Me erguí, con la espalda
diciéndome que la del sofá... la había dejado pasar, pero que esto
ya era demasiado. Llevé las manos hasta mi cintura y empujé a la
vejez prematura hacia adelante.
Entonces yo le hablaba casual,
sin darme cuenta. Y todavía haciendo fuerza en mi cintura lo miraba
mirarme. Gregorio se sacudió como un perro que acaba de ser bañado,
usando su instinto para saber eso y nada más que eso. Justo después,
aunque con recelo, movió la cola para mí por primera vez.
-4-
Esperé un rato pensando en
llevarlo a dar su primer paseo, me indignaba la correa gubernamental,
pero otra vez, a él le daría lo mismo. Gregorio ya me dejaba actuar
sin resistirse, aunque calificar su actitud previa como una
resistencia sería desleal. En otras palabras, Gregorio salió del
baño y se quedó olfateando en la sala sin necesidad de salvarse
abajo de la mesa. Con la correa tintineando en la mano me puse de
cuclillas nuevamente, tanto menos apesadumbrado, y tan poco tiempo
después.
Pero la idea no le gustó, no es
que se haya manifestado literalmente en contra. Bajó las orejas de
nuevo, como una súplica, metió la cola entre las piernas y se
sentó. Cuál sería, me preguntaba, el camino de sus memorias hasta
esa reacción.
Es la correa, ¿no? También...
“llevarme atado vaya a saber dónde”, te dirás. Y sé que me
dejarías que te... “amarre”, por decirlo de alguna forma, pero
sobre todo sé que pasarías un buen rato allá afuera con tanto
olor suelto. Quizás haya una linda perrita para que le olfatees el
culo, ¿no querés?.
Pensé que usar la misma técnica
que había usado para bañarlo podría resultar, pero con el collar
puesto, Gregorio se echó sugiriendo que mejor no. Que quizás más
tarde. Yo insistí sin tirar, a pura voz y pregunta, parado al lado
de la puerta, picaporte en mano.
Suelto
no te puedo sacar, y hasta quizás no se trate únicamente de la
sumisión horrible que te propongo. No tengo idea loco, lo que sí
puedo en-ten-der
es lo siguiente: Salir... no querés, ¿no?.
Si
digo que lo saqué a “la terraza” sería de angurriento. Lo saqué
a mi par de metros de balcón, donde yo me senté apoyado en la pared
con las rodillas dobladas, dejando otro par de metros para que
Gregorio pueda hacer pis o caca si lo necesitaba. Terralcón.
Balcaza.
Me desdoblé de mi rincón y abrí
la puerta corrediza, él no quiso seguirme, no con seguridad. Cuando
me fui se acercó hasta el vidrio para observarme. Agarré una
revista y la pasé por su pis, que milagrosamente todavía no había
limpiado, ahí me acordé de mi llanto, de todo lo que habíamos
pasado en esas horas. Me di vuelta para verlo a través del vidrio.
Volví a salir y apoyé las hojas
en el piso del balcón y le advertí de nuevo.
Al acabar de decir aquello le
rasqueteé la cabeza, por su gesto comprimido quizás él sospechó que habría violencia . Pero tal vez sólo se trató de timidez.
Desde la cocina lo veía
olisquear la revista, darse vuelta hasta mí desde la distancia,
volver a olisquear, quizás tratando de dilucidar de qué se trataba
todo aquello. Calenté agua, armé el mate y me lo llevé al balcón,
junto a mi último paquete de Criollitas y mi tabaco.
Me acababa de sentar... y era
necesario que acabara de sentarme.
Al volver a pasar enfrente de la
mesa del televisor, me dije que mejor limpiar el mal trago del
pobrecito (o tal vez lo hice para borrar mis sensaciones. O en igual
medida por los dos).
Así estaba otra vez agachado,
mopa en mano con agua y lavandina en un balde. Entre ida y vuelta
del artilugio por abajo de la mesa miraba hacia el balcón, Gregorio
me observaba sentado, o se olía las partes, o llevaba su hocico al
cielo vaya a saber por qué aroma. Tiré el agua sucia al inodoro,
levanté los platos y volví al balcón. Tuve que apoyarlos para
abrir la puerta corrediza, después levantarlos de nuevo, volver a
apoyarlos pero en el balcón, cerrar la puerta.
Me dio risa que algo de pis
estaba en la pared por todo el tema de levantar la pata, pero la
mayoría se abría paso entre la revista, precisamente en la cara de
alguna princesa o condesa, alguna integrante de tanta monarquía
inservible que habría hecho algo intrascendente por ahí.
Me acomodé de todas formas bajo
la idea inicial, con los mates y las Criollitas. Él primero tomó un
poco de agua, después se acostó (no al lado mío, pero casi cerca).
Para acariciarlo tenía que soltar mi espalda de la pared y estirar
el torso, Gregorio recibía mi mano con más agrado pero no
solicitaba mi afecto.
Ya advertía la llegada de la
pereza, acompañada del sueño que me daba estar tibiamente relajado
por el poco sol y por su calma, entonces para no irme a dormir
prolongadamente en medio de la mañana, decidí que íbamos a salir a
pasear a pesar su recelo.
Sí
Gregorio, hacemos un paseo pero de los buenos, nos vamos a
pata
hasta el Parque de la Ciudadela. Supongo que la educación, si
existe, empieza a regañadientes.
Él permaneció inmóvil pero
alzó la vista. Cuando estuve de pie alzó también la cabeza, y al
presentir mi gesto me siguió hasta la sala sin saber bien por qué.
-5-
La situación fue similar a la
anterior, se echó al lado de la puerta con la correa puesta,
temblando, pero esta vez lo alcé y lo bajé en brazos.
Yo le hablaba pero no oía mi
voz, ya que para evitar diálogos innecesarios con la gente, me había
escondido entre mis auriculares ni bien entradas las escaleras.
En el portal de casa lo bajé sin
saber qué esperar. Al parecer él también esperaba algo inexacto de
mí, se sentó y me miró con cara de “¿y?”, lo cual me robó
una sonrisa.
Y arrancamos. Poco a poco su
hocico recolectaba cosas del suelo sin recordar lo que sea que lo
había asustado en un principio, hasta que el instinto lo hacía
olvidarse de todo y se le iban las patas más allá del alcance de la
correa. Ahí se daba vuelta sorprendido y yo juraría que intentaba
girarse para mirar el collar.
En el camino detecté varios
perros paseando gente, obstáculos que pude esquivar con gran
astucia a pesar del obvio interés de Gregorio por acercarse.
Qué horas tan intensas, pensaba
yo. ¿Habrían sido así para él? Me hubiese encantado saber qué
opinaba, adónde permanecían en ese momento sus reflexiones sobre la
mesa del televisor, la pechuga de pollo, el baño... hasta el paseo
que estábamos haciendo.
En el camino me di cuenta que
debía comprar un par de ratones, me quedaban pocos y para los
jugadores de póker es un tema delicado, pero como me daba no sé qué
preguntar si podía entrar con él a la tienda, y más oscura todavía me resultaba la idea de atarlo cerca de la puerta, decidí que no era tan
urgente como la necesidad de no reventarlos más contra la
mesa.
Ya en el Parque de la Ciudadela
tuve que lidiar con perros y gente, dejaba que se olisqueen entre
ellos sonriendo (siempre con los auriculares puestos). Por suerte nadie me
habló, supongo que al no ser Gregorio enorme, ni cachorro, ni
chiquito, ni de una raza exótica, la gente también optó por dejar
que ellos se huelan en silencio hasta cansarse.
Vi un par de perros sueltos por
ahí galopando cerca de unos monumentos muy dorados. Algunos dueños
los seguían de cerca, a otros ni siquiera pude identificarlos.
Fue una locura tal vez, su
reacción ante la libertad era todavía impredecible para mí, ¿pero
quién era yo para decidir lo erróneo o lo acertado de sus actos?
De cierta forma tuve la necesidad de soltarlo, había algo con
respecto al concepto de posesión que me lo solicitaba...
Desajusté el collar. Gregorio
movió la cabeza en torno a su cuello y a la ausencia de correa, me
miró y empezó a deambular por el prado más cercano. No tuve que
arengarlo.
De a poco se alejaba pero yo no
le decía “Eh eh eh, vení acá Gregorio”, ni siquiera
“¡Gregorio!”, había hecho un pacto implícito con él o estaba
convencido de que lo había hecho. Lo seguía desde cierta
distancia, pero cuando algo lo entusiasmaba él empezaba a correr y
yo tenía que acelerar mis pasos también. En cierto punto le llamó
la atención un olor, para mí siempre son los olores los que
cautivan a los perros, entonces salió aún más rápido hacia
adelante. Ya casi fuera de mi vista se dio vuelta y me azotó otra
mirada, luego se volvió a girar para empezar a correr otra vez.
Una señora se me acercó, venía
caminando desde la supuesta ubicación de Gregorio, yo no había
hablado con ella ni recordaba habérmela cruzado.
No sé por qué me mostré
primero sorprendido y después casi agradecido. Fue lo más natural
que se me ocurrió.
Cierta gente iba percibiendo que
Gregorio se había escapado de mi vista, noté un alboroto sutil
entre los compañeros de parque. La incomodidad me sobrevolaba de a
poco, no por el escape, ya que eso era entre él y yo, básicamente
porque me hubiese gustado que nadie muestre signos de cooperación,
consejos, indicaciones, coordenadas. Mejor todavía estar solos en el
parque con Gregorio, no quería explicar lo que significaba la
libertad para mí. Quería que me dejen tranquilo, sentarme en un
banco y esperar a que vuelva o ir a buscarlo cuando yo lo creyese
apropiado.
Pero como testigos de algún
accidente, se iban acercando al herido que olvidó la ambulancia.
Respiré hondo, ya me había
sacado los auriculares porque supuse que tenerlos puestos los
exasperaría todavía más (y no porque hubiese querido hacerlo: Ni
exasperarlos, ni quitarme los auriculares).
Se
me quedaron mirando casi enojados, en una reacción que entendí
increíble, ya tenía varios nudos en la panza por los nervios.
Decidí ir en la dirección que me indicaron no por urgencia, sino
para alejarme de ellos y poder esperar a Gregorio a mi manera,
paseando también, pero en igualdad de condiciones. Si no era esa la
manera de proceder me importaba un carajo, ya al alejarme de toda esa
gente insoportable se frenaron mis palpitaciones. Me puse otra vez
los auriculares y me recibieron con una gran canción: Ensaboa
mulata,
de Cartola. Tarareando, con las manos en los bolsillos, fui también
a perderme por ahí.
Al rato, y ya lejos de aquel
lugar tumultuoso, una de las personas que había presenciado el
“accidente” me preguntó por Gregorio. Yo le contesté, pero esta vez
sin sacarme los auriculares.
No puedo detallar qué gesto
hizo o si acaso dijo algo más, porque ya en el “aparecer” giré mi
cara hacia el punto fijo de un árbol.
Pasó bastante tiempo hasta que
nos encontramos. Yo lo vi primero, me fui aproximando a él sin
cautela queriendo que me vea de lejos. Gregorio divagaba por
un prado en el otro extremo del parque (no cerca del Arco del
Triunfo como había dicho aquel pelotudo). En una de sus cabeceadas
por el pasto me vio, parando las orejas... Volvió a salir corriendo,
esta vez a toda velocidad. Salió escapando.
Me saqué los auriculares por
voluntad propia, fijos los pies en el lugar desde donde lo vi irse.
¿Qué hacer? No me sentía del todo mal, supongo que de haber
corrido hacia mí me habría alegrado,
pero entendí de inmediato que eso no hubiese sido lo más normal. Armé un
cigarrillo y me senté a fumar en el banco más cercano pensando que
si volvía, era una suerte (improbable suerte). Pero rápidamente pasé
a otro pensamiento, más concluyente y desesperanzado: Que de no
aparecer volvería a la perrera para avisar que nos habíamos
perdido. La ausencia de tristeza era por el simple hecho de que
escaparse había sido una decisión irracional de Gregorio, y dicha
irracionalidad era un don animal que en ese momento, no sé bien por qué, me llevó a
preocuparme más por mí que por él.
Me restregué la cara con cierta fuerza.
Porque
debía aparecer, no se me cruzó por la mente que lo hubiese
atropellado un auto, ni que se hubiese peleado a muerte con otro
perro hasta que el dueño de este último lograse matarlo a patadas.
En resumen, ninguna tragedia parecía cuadrarme. O estaba libre como
él quería vaya a saber dónde, o bien
podían haberlo privado de esa libertad los mismos hombres ante el
mismo proceso.
Así,
acercándome al momento-perrera, cubría los posibles ángulos de mis
conclusiones.
Pasado un tiempo (por mí
considerable) me paré para ir hacia allí. En el camino tuve que
comprarme un sándwich ya que con las Criollitas y la tostada de la mañana
había disfrazado muy mal el ayuno que llevaba desde el día
anterior. A pesar de mi gula guardé en el bolsillo un pedazo para el hipotético hambre
de Gregorio. 20 kg de alimento balanceado me había vendido la
peluquera...
-6-
En la perrera, como era de
esperar, estaban los dos mismos tipos que la última vez. Se reían
de alguien o de algo, al verme siguieron riendo hasta bajarle el
volumen y la intensidad a la risa, hasta que uno se dirigió a mi con
restos perceptibles del agradable momento que estaban pasando.
Al parecer quiso hacerme parte
del agradable momento. Yo sonreí y saludé.
No quise decir el nombre enfrente
de ellos, no sé por qué.
No se reían de algo o de
alguien. Era de algo relacionado conmigo, algo que ni entendí ni me
importó entender.
El “gracioso” tomó la
palabra, casi interrumpiendo al otro.
Sonreí otra vez por cortesía.
Se dejaron de reír, quizás
pensaban que yo estaba siendo un poco cortante sin valorar que ellos
estuviesen tomando con humor mi “desacato”, ni tampoco el hecho de que
los hice buscar a Gregorio por segunda vez en un día y medio. Pero
la verdad era que me estaba esforzando por ser natural. El gracioso
se fue sin decir nada y el otro cambió el tono de voz hacia los
graves.
Sentía que tenía razón, quizás
no con el regaño en sí, sino con mi falta de agradecimiento. Sin
querer prolongar la charla traté de disculparme.
Pero como ya dije, tratando de
resumir no digo lo que debo... El hombre ni se esforzó en entender
lo que había querido insinuar. Y yo tuve la sospecha de que quizás
no se reían precisamente de mí.
Traían a Gregorio con otra
correa del Ajuntament, se la sacaron para que yo le ponga mi propia
correa del Ajuntament.
Salimos y recién afuera, ya a
varios metros de la perrera, me dirigí a Gregorio. Me agaché, le
acaricié la cabeza, busqué sus ojos con los míos. ¿Qué iba a
hacer con él? Podía no volver a soltarlo en los paseos obligados, o
bien someterlo al reducido espacio de mi balcón/terraza, podía ser
su dueño contra su voluntad. O mejor dicho... contra su libertad. El
trozo de sandwich que había reservado para él quedó olvidado en mi
bolsillo.
¿Y ahora viejo? No sé adonde
querías ir, te juro. Por eso te dejé para que obres libremente. Se
notaba el placer del galope, ahora... Decime una cosa: Si no
llamaba la señora esa ¿qué? ¿Habremos estado por cruzarnos en el
parque mientras te agarraban los tipos esos?.
Gregorio me miraba con las orejas
bajitas, moviendo tenuemente la cola.
Tenía una noción, una especie
de plan. No era una idea racional, o al menos no una aconsejable en
el manual de las mascotas, pero el bienestar de Gregorio dependía de
su irracionalidad y no de los caprichos sociales.
-7-
Volvimos a casa despacio, noté
que salvo en la foto de la princesa él no había hecho ni pis ni
caca enfrente mío. Lo admiraba en silencio, preguntándome qué de
cosas le pasarían por la mente, si acaso le ofendía que nosotros
nos llamemos dueños sin su consentimiento, si el hecho de que un
animal se acostumbre a las disposiciones que proponemos significa su
dicha o acaso su resignación.
Vos vas a hocico limpio por las
paredes buscando el celo de una perra, ni siquiera nos castigás, ni
te ofendés, ¿o no loco?
Ni bien entré al departamento
llamé a mi madre. Le pedí el auto prestado sin decirle para qué.
De hecho me tomé el trabajo de ir a buscarlo sin Gregorio para
evitar historias, dejándolo en casa solo,por primera y última vez.
Cuando volví dormía bajo la
mesa del televisor, o bien se escondía. Ausente el alimento que le
había dejado en el plato, también la mitad del agua.
Primero puse agua caliente en el
termo y acto seguido el termo en una mochila, agregué un frasquito
de yerba, los auricuares y el mate. Agregué además una camperita
porque aunque verano uno nunca sabe en las afueras. Finalmente me
acerqué al escondite de Gregorio listo para salir.
Otra vez se acostó cuando le
puse la correa, orejas y cabeza abajo. Otra vez lo alcé y lo bajé
por las escaleras.
El auto le pareció un suplicio,
tuve que parar varias veces porque casi chocamos con su
desesperación.
Llegamos a destino con el sol
tropezándose a la noche. Aunque más bien el lugar apareció sin mi
consentimiento cardinal, ya que fui rumbo norte hasta percibir la
ausencia inmediata de pueblos. Por un lado suena criminal que haya
buscado desolación. Pero en otros pueblos no puedo ir a la
perrera... Entonces pensé en los casi 20 kg de alimento que habían
quedado rezagados al lado del lavarropas. ¿Qué me garantizaba que
podría valerse por sí solo en medio del campo? Nada.
Pero igualmente tenía que
dejarlo ser, sin toda esa gente suelta del Parque de la Ciudadela.
Primero me estiré para abrirle
la puerta, se bajó rápido pero no enajenado. Después analicé la
belleza del lugar que yo había elegido, con muchas ganas de saber
qué le parecía a Gregorio mi decisión. Me bajé del auto y me
senté en el capó, armé un cigarrillo y después el mate, él iba y
venía por ahí tranquilito, cada vez que se alejaba un poco, me
miraba unos segundos para después reanudar el galope, olfateando,
sin perderse de mi vista pero casi. En cierto punto del descampado,
entre planta y planta, me dio una última mirada con la cola yendo y
viniendo, yo no sé si me movió la cola o si se la movió al
mundo... Me paré a unos metros del auto mientras Gregorio se
alejaba o desaparecía.
Cuando
la noche hubo cumplido su predicción de frescura me puse la campera,
aunque así y todo tuve que entrar al auto al poco tiempo, no sin
dejar abierta a medias la puerta del acompañante. Me puse a escuchar
música a bajo volumen, hasta que al rato opté por usar sólo una de
mis orejas, sonaba un fado: Povo
que lavas no rio
de Amalia Rodrigues, inequívocamente triste... como casi todo fado.
La lista de reproducción de mi celular, es también, así de
ecléctica. Cada tanto salía a fumar otro cigarrillo, azorado por
las estrellas que se esconden de la ciudad para mostrarse en lugares
como ese.
En algún momento me quedé
dormido, por la cantidad de canciones que sonaron, supongo que fue ya
pasada la medianoche.
Desperté acompañado por la
intensidad que tiene el sol cuando va clareando, claridad que noté
muy parecida a la que hubo cuando Gregorio se despidió desde el otro rincón
del horizonte. Demoré un par de segundos en acordarme por qué
estaba ahí. No fue nada parecido a una alteración, a un sobresalto.
Salí del auto destemplado,
sonriendo tristemente y con agujas en la panza, Gregorio no estaba,
había tomado una decisión con tiempo (otro tiempo que yo asumí
considerable). De todas formas permanecí un rato más a la vera del
campo, luego el hambre me volvió a preguntar si acaso era tonto,
saqué el medio sandwich de mi bolsillo a las puteadas pero en lugar
de comerlo lo apreté un poco con la mano.
Me subí al auto tirando el
sandwich encima de la guantera, y después de unos minutos con los
ojos fijos en lo más alejado del prado, encendí el motor.
Di una última mirada al
campo y empecé a mover el auto como pidiendo permiso para volver a
casa, repitiéndome que no había sido un abandono, y el camino
entero pensando, y sintiendo... que Gregorio no me había abandonado.