Cuando pateó las llaves volvía
del hospital, o de la clínica, como la llamaban todos los que le preguntaban
por celular si en ese momento estaba ahí. Casi siempre estaba en la clínica en aquellos
días, porque sí, era una clínica y no un hospital, aunque él no
sabía cuál era la diferencia entre ambos términos.
El escritor recogió las llaves y
buscó a alguien en el pasillo del condominio, pero buscó en una extrema
inmediatez, en lo que quedaría del eco tintineante metal/piso. Al no encontrar
más que un obvio horario de la siesta, continuó por el pasillo y al entrar en
su casa dejó el llavero encima del mueble del televisor.
Sería fácil pensar que el
escritor es quien escribe, o mejor dicho, el escritor que encontró las llaves.
Pero el escritor que encontró las llaves dedica su tiempo a escribir guiones, y
todos estos guiones, los almacena con gran desprolijidad en su cuarto, en la
cocina, entre los libros, y los escritos más recientes por lo general en el
baño.
El llavero que encontró era
color verde manzana, son esos llaveros que podrían llamarse…de repuesto. Se
venden en las cerrajerías (diría que con exclusividad). Allí uno puede verlos
como a una ensalada de frutas de plástico en la vitrina que a su vez sirve de
mostrador. Este tipo de llaveros tiene la particularidad de permitir la
inscripción de una o dos palabras en un papelito blanco que yace en el lomo del
mismo, dependiendo de la caligrafía. También cuentan con un plástico protector
con dos ínfimas solapitas en las partes superiores verticales, plástico que en
el caso del llavero verde se había extraviado. En él se podía leer la palabra
“MAMÁ” en mayúsculas, acentuado correctamente y ocupando con prolijidad todo
el espacio.
Era llamativa la presencia de
las dos llaves exteriores del condominio y la ausencia de una tercera llave
(por lo menos). El escritor no le prestó demasiada atención a este detalle,
observó entre los dedos el ensamble de metal y de plástico algo disperso,
después giró el llavero y antes de olvidarlo en el aparador del televisor, leyó
en voz alta la inscripción: “Mamá”, después la repitió cortada en dos,
sorprendido por la sobriedad de la palabra, “ma-má”.
Mientras deambulaba entre su propia madre y entre la inscripción del llavero, iba organizando la mesa en la cual
escribía. “Ma”, dijo en medio de un gesto de aprobación, “o mami”.
En esos días trabajaba en un
guión en el cual dos jóvenes luchaban contra las barreras del lenguaje y de la
identidad de la expresión, mientras un hombre mayor se enamoraba de su empleado
desde un sufrimiento reprimido.
La chica era portuguesa y el
chico peruano; el hombre era el padre de la chica y estaba enamorado del chico mezclando el
deseo y un cuidado obsesivo casi paternal. La intención del escritor era
plasmar la importancia de comunicarse en el idioma materno y las dificultades de no poder hacerlo. Por otro lado quería que las historias
se desenvuelvan paralelamente, el sufrimiento del hombre introvertido en
escenarios que lo muestren solo y la historia entre su hija y el chico en la mesa
de un bar . El guion (o la idea de ese guión) le parecía pésimo y
ya pensaba en archivarlo.
Suena el celular de su madre,
sería tal vez otro amigo de ella que sin dudas le preguntará si está en la
clínica. Silenció el teléfono maldiciendo, ya que ofreció dejárselo al primo que se quedaría de turno por la siesta, y éste le contestó que para qué, si
el tenía el suyo, que mejor se lo dejaba por si alguien necesitaba algo (¿qué más
podría necesitar él que no escuchar por un rato el teléfono?). Encontró un
haz de paciencia en una pitada de cigarrillo y atendió por cuarta vez en el
día a su tía. Le respondió que no, que en la clínica estaba su hijo, que no, que no tenía novedades
(¿cómo iba a tener novedades?), se alejó un segundo el auricular de la oreja y
sonrío con la magia de divertirse con lo inevitable (situación que lo visitó
pocas veces en ese tiempo). No tía, siguió, no creo que se la pueda ver hasta
la hora de la cena.
Colgó sin ganas de continuar con
su guión y al recostarse en el sillón pudo quedarse dormido antes de que
termine la primera canción de su aparato de reproducción de música. A los
dieciséis minutos sonó otra vez el celular, esta vez era su primo. Otro primo.
A la mañana siguiente, para ser
exactos a las siete y seis de la mañana, Leonardo comenzaba sus trabajos de
limpieza en el condominio, hacían cuatro grados y el aire gélido funcionaba
como unas canillas para su nariz de remolacha. Como casi siempre tenía uno de
sus oídos ocupados con cumbia, y el otro atento al llamado de algún inquilino.
Leonardo hablaba poco, sonreía con vergüenza por sus dientes en falta y se
mostraba resignado por la vida que le había tocado deambular. No soy yo quien
pueda aseverar si antes de llegar a ese punto pasó por el resentimiento, aunque
sí puedo decir que no lo creo.
A la mujer del segundo B,
Celina, no le caía bien por un motivo de “piel”.
Un día, a pocos minutos de que
Leonardo terminase con lo que le correspondía en materia de aseo y de mantenimiento,
Celina gritó desde el marco de su puerta sin importarle dónde pudiera estar.
“Leonardo”, primero con cierto aire de mesura aunque con el tono algo elevado,
“Leonardo”, así fue ganando en fuerza y perdiendo en calidez, finalizando con
un “Leonardo” impaciente, con gran énfasis en la letra “a”. Siempre desde el
marco de su puerta, siempre desde el lado de adentro de su casa.
Celina había pasado por un
cáncer de mama que la dejó con vida pero sin pechos. Al parecer (a mi
parecer), su personalidad desatenta y capaz de avergonzar a cualquiera existió
siempre, salvo que la enfermedad le quitó del todo el poco tacto que antes
tuvo. “Vos no sabés por lo que yo he
pasado” (o usted dependiendo el caso), era la frase que daba permiso a las más
obscenas barbaridades. Tenía nada más que treinta años y por ser de una familia
adinerada sabía que jamás tendría que trabajar.
Leonardo apareció a las
corridas con los dos auriculares colgando del cuello de su remera naranja. “Si
señora Celina, disculpe, estaba en la cochera”. Celina le dijo que pensó que se
había ido antes de las tres, procurando disimular con cierto aire de
preocupación que le parecía inadmisible. Dijo que llegó a pensar que le habría
pasado algo (pero no lo pensó). Leonardo no miró su reloj ni sacó conclusiones
por permanecer en el condominio después de las tres casi todos los días.
Aquel día un armario había llegado y Celina le “proponía” que lo ensamblase a cambio de absolutamente
nada.
Leonardo sudaba mucho incluso
en invierno, en los días que me trajeron a esta anécdota. Allí podía verse el
contraste del frío y de su rostro plagado de gotones mientras hacía sus
quehaceres. Imaginemos en enero, a las tres y veinticuatro minutos de la tarde.
Celina pretendía estar ocupada,
iba de un lado al otro del pequeño departamento, miraba su teléfono, abría y
cerraba las puertas de las alacenas y a cada rato miraba hacia el living,
donde Leonardo ajustaba y desajustaba las piezas del armario.
El sudor caía de su cara en un
goteo casi constante, estaba de cuclillas la mayoría del tiempo y el piso y
las partes del armario mojadas encontraban a Celina indeciblemente perturbada
por no poderle decir que estaba perturbada. Estuvo a punto de hacer un comentario al respecto pero se
privó por algo que ni me atrevo a llamar límites, empatía o respeto.
Simplemente se calló.
Leonardo ubicó el armario al
lado del sofá a las cinco y seis minutos. Si hubiese pedido un paño y ofrecido
unas disculpas por haber sudado tanto, previo haber limpiado cada rincón en que
su trabajo dejó mella, Celina habría creído que por ese acto lógico y hasta
inevitable habría valido la pena decirle “bueno, no te hagás problema, qué
le vamos a hacer…”. Pero Leonardo llegaba tarde a su casa para cambiarse y así
entrar a su otro trabajo, como todos los jueves. Además para él su
transpiración no era tóxica, o no se había puesto a reparar en eso.
Celina le dijo “buenas tardes”
mirando con suspicacia el armario, sólo cuando se cerraba la puerta agregó un
“gracias”, como respondiendo a una divinidad en la cual creía sin buscar porqués.
Otra vez en el invierno, a las
siete y ocho de la mañana, salía del ascensor Celina con su madre, una viuda
extrañamente candorosa dada la hija que le tocó tener. Fueron hasta donde
estaba Leonardo en el espacio común de los departamentos del fondo del
condominio, y le preguntaron por unas llaves extraviadas ayer.
De vuelta en la clínica, el primo del escritor lo pone al tanto sobre lo que ha pasado en el
transcurso de la tarde, usando palabras que cada vez le resultaban más
nefastas: estable, novedades, orina, Doctor Miranda o Doctora Frías. Después
ambos se preguntaron (o respondieron, dependiendo el caso), si habían comido
algo, descansado algo, sugiriendo que lo hagan (dependiendo el caso). Al
parecer en los relevos hay que sugerirse ciertas cosas entre las que prevalece
la insistencia frenética en el descansar o en el comer.
Su madre estaba muy avanzada en
un Alzheimer como cualquier otro: sin saber quién es quién, con algo de
violencia o de llanto, ambos sin un sentido lógico y con absoluta ausencia de
tacto. Sus ochenta y dos años, además, le habían traído complicaciones de
salud a montones, principalmente en los pulmones, riñones, y caderas. El
escritor le dio de comer luchando contra una madre que se convertía cada vez
más en su hija y se volvió a la sala de espera, agotado por la
culpa de quien desea que un ser que ama se vaya a descansar en paz (nadie dice “que
se muera”, tal vez lo piensa, en su lugar pide un descanso justificando la pérdida en esa paz que hasta hoy nadie puede confirmar con
certeza).
Abrió su cuaderno y releyó lo
escrito más temprano ese día. Sintió vergüenza pero se decidió a continuar.
El chico peruano trabajaba
ilegalmente en una aceitera y el hombre le había ofrecido trabajar en el bar
del que era dueño, se enamoraría de una forma paternal y reprimida dejando una
estela de dudas de ese sentimiento ambiguo. Su hija y su empleado hablarían
siempre en inglés incluso después de que el último aprenda a hablar en
portugués, e idealmente el padre de la chica aceptaría la relación entre ambos
antes que ella, quien llena de prejuicios debería atravesar un largo
aprendizaje humano---siente que sus personajes no tienen vida, no deja pasar ni
dos segundos y arranca la hoja haciéndola un bollo.
De vuelta a las siete y nueve de
la mañana, cuando Leonardo escuchaba la explicación del llavero verde y
extraviado sin saber de qué le hablaban, o sabiendo de qué le hablaban pero sin
haber visto ningún-llavero-verde-con-las-dos-llaves-de-entrada-al-condominio.
Celina insistía en cambiar las cerraduras de las dos puertas, a menos que quien
encontró las llaves y mirando a la madre, "porque las llaves vos decís que las
perdiste acá, aunque no entiendo cómo estás tan segura", a lo que la madre le
contestó hasta con cierta vergüenza, "y porque entré Celina, sino cómo voy a
haber llegado hasta tu puerta".
Supongo que el MAMÁ se explica solo (Celina simplemente no podría haber escrito MA o MAMI), mientras que la ausencia de la llave del departamento se explica porque Celina pretendía que la madre tenga las llaves
de las puertas de entrada al condominio, pero que no entre a su casa si ella no
estaba, aunque siempre hizo lo necesario para que esta actitud pasara desapercibida . La madre tenía que llamarla antes de ir a visitarla porque siempre es mejor avisar, y Celina iría a su casa de inmediato de no estar allí,
pero si alguna vez estaba demasiado lejos quería que al menos entrase al
complejo hasta que ella vuelva. Amor de hija.
Leonardo se comprometió a
preguntarle a cada inquilino por el llavero verde… con dos llaves… con un MAMÁ
bien grande. La dueña del departamento se lo hizo repetir cuatro veces. Los días siguientes lo atormentó con el llavero
verde cada vez que lo vio, incluso cuando no era necesario verlo bajaba de su
casa a cada rato y le sugería que le pregunte "especialmente" a todos los de la planta baja.
Antes de que el muchacho pensase
a quién podría preguntarle primero, entró al condominio el escritor después de
una agotadora noche en la clínica, éste lo saludó con un típico gesto de
cansancio, (cierra los ojos, levanta las cejas y muerde el labio inferior
mientras menea la cabeza). Buen día Leo, dijo, buen día señor, ¿cómo sigue su
madre? Y sin poderse perdonar por mucho tiempo la respuesta, el escritor soltó un “viva”,
insuficientemente despacio y por ende entendible para Leonardo, quien no respondió
y esperó a que se aleje por el pasillo mientras dilucidaba que tendría que
limpiarlo otra vez, porque no se había alcanzado a secar.
¿Ah, disculpe señor, no habrá
encontrado usted un llavero verde? dijo el portero a segundos de que
desapareciera la silueta del escritor.
No Leo, respondió el inquilino
asomándose al pasillo. Luego se le cayó una sonrisa incrédula al girar la
llave de su casa. “¿No?”, dijo casi para adentro, y entró.
El escritor encontró melancólica
la coincidencia del MAMÁ en el llavero y decidió quedárselo. A su vez le
pareció exagerado el cambio de las cerraduras cuando le dieron las llaves
cuatro días después, pero al poco tiempo supo que eran de la del segundo B y le
pareció de una lógica incluso reconfortante. No le dijo nada de haberlo
encontrado, ni Leo le dijo nada al escritor una semana después cuando leyó
“MAMÁ” entre el fulgor verde del llavero, mientras pasaba al baño para arreglar
la ducha.
Leo tenía un pantalón de
gimnasia, creo que la tela se llama poliester, era en eso en lo que pensaba el
escritor mientras descubrió que una luz brillaba en el bolsillo. “Leo, te
brilla la pierna”.
Los dos se rieron, aunque lo de
Leo fue más bien una sonrisa.
La ducha ya funcionaba
correctamente, pero lamentablemente no iba a poder limpiar el baño porque tenía que
salir corriendo al sanatorio. Había llamado su hija, la madre de Leo había
sufrido un accidente, éste explicó la situación casi llorando, acortando las
frases y el sentido. Dale Leo, andá, andá, arguyó el escritor como dándole
aliento
“¿El sanatorio Soma es el que
queda en la calle Córdoba señor?”, preguntó casi antes de salir, a lo que el
escritor respondió que no, que “el Soma” es el que está en la calle El
Salvador, a dos cuadras del polideportivo.