jueves, 3 de octubre de 2013

Las llaves (cuento)

Cuando pateó las llaves volvía del hospital, o de la clínica, como la llamaban todos los que le preguntaban por celular si en ese momento estaba ahí. Casi siempre estaba en la clínica en aquellos días, porque sí, era una clínica y no un hospital, aunque él no sabía cuál era la diferencia entre ambos términos.

El escritor recogió las llaves y buscó a alguien en el pasillo del condominio, pero buscó en una extrema inmediatez, en lo que quedaría del eco tintineante metal/piso. Al no encontrar más que un obvio horario de la siesta, continuó por el pasillo y al entrar en su casa dejó el llavero encima del mueble del televisor.

Sería fácil pensar que el escritor es quien escribe, o mejor dicho, el escritor que encontró las llaves. Pero el escritor que encontró las llaves dedica su tiempo a escribir guiones, y todos estos guiones, los almacena con gran desprolijidad en su cuarto, en la cocina, entre los libros, y los escritos más recientes por lo general en el baño.

El llavero que encontró era color verde manzana, son esos llaveros que podrían llamarse…de repuesto. Se venden en las cerrajerías (diría que con exclusividad). Allí uno puede verlos como a una ensalada de frutas de plástico en la vitrina que a su vez sirve de mostrador. Este tipo de llaveros tiene la particularidad de permitir la inscripción de una o dos palabras en un papelito blanco que yace en el lomo del mismo, dependiendo de la caligrafía. También cuentan con un plástico protector con dos ínfimas solapitas en las partes superiores verticales, plástico que en el caso del llavero verde se había extraviado. En él se podía leer la palabra “MAMÁ” en mayúsculas, acentuado correctamente y ocupando con prolijidad todo el espacio.

Era llamativa la presencia de las dos llaves exteriores del condominio y la ausencia de una tercera llave (por lo menos). El escritor no le prestó demasiada atención a este detalle, observó entre los dedos el ensamble de metal y de plástico algo disperso, después giró el llavero y antes de olvidarlo en el aparador del televisor, leyó en voz alta la inscripción: “Mamá”, después la repitió cortada en dos, sorprendido por la sobriedad de la palabra, “ma-má”.

Mientras deambulaba entre su propia madre y entre la inscripción del llavero, iba organizando la mesa en la cual escribía. “Ma”, dijo en medio de un gesto de aprobación, “o mami”.

En esos días trabajaba en un guión en el cual dos jóvenes luchaban contra las barreras del lenguaje y de la identidad de la expresión, mientras un hombre mayor se enamoraba de su empleado desde un sufrimiento reprimido.

La chica era portuguesa y el chico peruano; el hombre era el padre de la chica y estaba enamorado del chico mezclando el deseo y un cuidado obsesivo casi paternal. La intención del escritor era plasmar la importancia de comunicarse en el idioma materno y las dificultades de no poder hacerlo. Por otro lado quería que las historias se desenvuelvan paralelamente, el sufrimiento del hombre introvertido en escenarios que lo muestren solo y la historia entre su hija y el chico en la mesa de un bar . El guion (o la idea de ese guión) le parecía pésimo y ya pensaba en archivarlo.

Suena el celular de su madre, sería tal vez otro amigo de ella que sin dudas le preguntará si está en la clínica. Silenció el teléfono maldiciendo, ya que ofreció dejárselo al primo que se quedaría de turno por la siesta, y éste le contestó que para qué, si el tenía el suyo, que mejor se lo dejaba por si alguien necesitaba algo (¿qué más podría necesitar él que no escuchar por un rato el teléfono?). Encontró un haz de paciencia en una pitada de cigarrillo y atendió por cuarta vez en el día a su tía. Le respondió que no, que en la clínica estaba su hijo, que no, que no tenía novedades (¿cómo iba a tener novedades?), se alejó un segundo el auricular de la oreja y sonrío con la magia de divertirse con lo inevitable (situación que lo visitó pocas veces en ese tiempo). No tía, siguió, no creo que se la pueda ver hasta la hora de la cena.

Colgó sin ganas de continuar con su guión y al recostarse en el sillón pudo quedarse dormido antes de que termine la primera canción de su aparato de reproducción de música. A los dieciséis minutos sonó otra vez el celular, esta vez era su primo. Otro primo.

A la mañana siguiente, para ser exactos a las siete y seis de la mañana, Leonardo comenzaba sus trabajos de limpieza en el condominio, hacían cuatro grados y el aire gélido funcionaba como unas canillas para su nariz de remolacha. Como casi siempre tenía uno de sus oídos ocupados con cumbia, y el otro atento al llamado de algún inquilino. Leonardo hablaba poco, sonreía con vergüenza por sus dientes en falta y se mostraba resignado por la vida que le había tocado deambular. No soy yo quien pueda aseverar si antes de llegar a ese punto pasó por el resentimiento, aunque sí puedo decir que no lo creo.

A la mujer del segundo B, Celina, no le caía bien por un motivo de “piel”.

Un día, a pocos minutos de que Leonardo terminase con lo que le correspondía en materia de aseo y de mantenimiento, Celina gritó desde el marco de su puerta sin importarle dónde pudiera estar. “Leonardo”, primero con cierto aire de mesura aunque con el tono algo elevado, “Leonardo”, así fue ganando en fuerza y perdiendo en calidez, finalizando con un “Leonardo” impaciente, con gran énfasis en la letra “a”. Siempre desde el marco de su puerta, siempre desde el lado de adentro de su casa.

Celina había pasado por un cáncer de mama que la dejó con vida pero sin pechos. Al parecer (a mi parecer), su personalidad desatenta y capaz de avergonzar a cualquiera existió siempre, salvo que la enfermedad le quitó del todo el poco tacto que antes tuvo. “Vos no sabés por lo que yo he pasado” (o usted dependiendo el caso), era la frase que daba permiso a las más obscenas barbaridades. Tenía nada más que treinta años y por ser de una familia adinerada sabía que jamás tendría que trabajar.

Leonardo apareció a las corridas con los dos auriculares colgando del cuello de su remera naranja. “Si señora Celina, disculpe, estaba en la cochera”. Celina le dijo que pensó que se había ido antes de las tres, procurando disimular con cierto aire de preocupación que le parecía inadmisible. Dijo que llegó a pensar que le habría pasado algo (pero no lo pensó). Leonardo no miró su reloj ni sacó conclusiones por permanecer en el condominio después de las tres casi todos los días.

Aquel día un armario había llegado y Celina le “proponía” que lo ensamblase a cambio de absolutamente nada.

Leonardo sudaba mucho incluso en invierno, en los días que me trajeron a esta anécdota. Allí podía verse el contraste del frío y de su rostro plagado de gotones mientras hacía sus quehaceres. Imaginemos en enero, a las tres y veinticuatro minutos de la tarde.

Celina pretendía estar ocupada, iba de un lado al otro del pequeño departamento, miraba su teléfono, abría y cerraba las puertas de las alacenas y a cada rato miraba hacia el living, donde Leonardo ajustaba y desajustaba las piezas del armario.

El sudor caía de su cara en un goteo casi constante, estaba de cuclillas la mayoría del tiempo y el piso y las partes del armario mojadas encontraban a Celina indeciblemente perturbada por no poderle decir que estaba perturbada. Estuvo a punto de hacer un comentario al respecto pero se privó por algo que ni me atrevo a llamar límites, empatía o respeto. Simplemente se calló.

Leonardo ubicó el armario al lado del sofá a las cinco y seis minutos. Si hubiese pedido un paño y ofrecido unas disculpas por haber sudado tanto, previo haber limpiado cada rincón en que su trabajo dejó mella, Celina habría creído que por ese acto lógico y hasta inevitable habría valido la pena decirle “bueno, no te hagás problema, qué le vamos a hacer…”. Pero Leonardo llegaba tarde a su casa para cambiarse y así entrar a su otro trabajo, como todos los jueves. Además para él su transpiración no era tóxica, o no se había puesto a reparar en eso.

Celina le dijo “buenas tardes” mirando con suspicacia el armario, sólo cuando se cerraba la puerta agregó un “gracias”, como respondiendo a una divinidad en la cual creía sin buscar porqués.

Otra vez en el invierno, a las siete y ocho de la mañana, salía del ascensor Celina con su madre, una viuda extrañamente candorosa dada la hija que le tocó tener. Fueron hasta donde estaba Leonardo en el espacio común de los departamentos del fondo del condominio, y le preguntaron por unas llaves extraviadas ayer.

De vuelta en la clínica, el primo del escritor lo pone al tanto sobre lo que ha pasado en el transcurso de la tarde, usando palabras que cada vez le resultaban más nefastas: estable, novedades, orina, Doctor Miranda o Doctora Frías. Después ambos se preguntaron (o respondieron, dependiendo el caso), si habían comido algo, descansado algo, sugiriendo que lo hagan (dependiendo el caso). Al parecer en los relevos hay que sugerirse ciertas cosas entre las que prevalece la insistencia frenética en el descansar o en el comer.

Su madre estaba muy avanzada en un Alzheimer como cualquier otro: sin saber quién es quién, con algo de violencia o de llanto, ambos sin un sentido lógico y con absoluta ausencia de tacto. Sus ochenta y dos años, además, le habían traído complicaciones de salud a montones, principalmente en los pulmones, riñones, y caderas. El escritor le dio de comer luchando contra una madre que se convertía cada vez más en su hija y se volvió a la sala de espera, agotado por la culpa de quien desea que un ser que ama se vaya a descansar en paz (nadie dice “que se muera”, tal vez lo piensa, en su lugar pide un descanso justificando la pérdida en esa paz que hasta hoy nadie puede confirmar con certeza).

Abrió su cuaderno y releyó lo escrito más temprano ese día. Sintió vergüenza pero se decidió a continuar.

El chico peruano trabajaba ilegalmente en una aceitera y el hombre le había ofrecido trabajar en el bar del que era dueño, se enamoraría de una forma paternal y reprimida dejando una estela de dudas de ese sentimiento ambiguo. Su hija y su empleado hablarían siempre en inglés incluso después de que el último aprenda a hablar en portugués, e idealmente el padre de la chica aceptaría la relación entre ambos antes que ella, quien llena de prejuicios debería atravesar un largo aprendizaje humano---siente que sus personajes no tienen vida, no deja pasar ni dos segundos y arranca la hoja haciéndola un bollo.

De vuelta a las siete y nueve de la mañana, cuando Leonardo escuchaba la explicación del llavero verde y extraviado sin saber de qué le hablaban, o sabiendo de qué le hablaban pero sin haber visto ningún-llavero-verde-con-las-dos-llaves-de-entrada-al-condominio. Celina insistía en cambiar las cerraduras de las dos puertas, a menos que quien encontró las llaves y mirando a la madre, "porque las llaves vos decís que las perdiste acá, aunque no entiendo cómo estás tan segura", a lo que la madre le contestó hasta con cierta vergüenza, "y porque entré Celina, sino cómo voy a haber llegado hasta tu puerta".

Supongo que el MAMÁ se explica solo (Celina simplemente no podría haber escrito MA o MAMI), mientras que la ausencia de la llave del departamento se explica porque Celina pretendía que la madre tenga las llaves de las puertas de entrada al condominio, pero que no entre a su casa si ella no estaba, aunque siempre hizo lo necesario para que esta actitud pasara desapercibida . La madre tenía que llamarla antes de ir a visitarla porque siempre es mejor avisar, y Celina iría a su casa de inmediato de no estar allí, pero si alguna vez estaba demasiado lejos quería que al menos entrase al complejo hasta que ella vuelva. Amor de hija.

Leonardo se comprometió a preguntarle a cada inquilino por el llavero verde… con dos llaves… con un MAMÁ bien grande. La dueña del departamento se lo hizo repetir cuatro veces. Los días siguientes lo atormentó con el llavero verde cada vez que lo vio, incluso cuando no era necesario verlo bajaba de su casa a cada rato y le sugería que le pregunte "especialmente" a todos los de la planta baja.

Antes de que el muchacho pensase a quién podría preguntarle primero, entró al condominio el escritor después de una agotadora noche en la clínica, éste lo saludó con un típico gesto de cansancio, (cierra los ojos, levanta las cejas y muerde el labio inferior mientras menea la cabeza). Buen día Leo, dijo, buen día señor, ¿cómo sigue su madre? Y sin poderse perdonar por mucho tiempo la respuesta,  el escritor soltó un “viva”, insuficientemente despacio y por ende entendible para Leonardo, quien no respondió y esperó a que se aleje por el pasillo mientras dilucidaba que tendría que limpiarlo otra vez, porque no se había alcanzado a secar.

¿Ah, disculpe señor, no habrá encontrado usted un llavero verde? dijo el portero a segundos de que desapareciera la silueta del escritor.

No Leo, respondió el inquilino asomándose al pasillo. Luego se le cayó una sonrisa incrédula al girar la llave de su casa. “¿No?”, dijo casi para adentro, y entró.

El escritor encontró melancólica la coincidencia del MAMÁ en el llavero y decidió quedárselo. A su vez le pareció exagerado el cambio de las cerraduras cuando le dieron las llaves cuatro días después, pero al poco tiempo supo que eran de la del segundo B y le pareció de una lógica incluso reconfortante. No le dijo nada de haberlo encontrado, ni Leo le dijo nada al escritor una semana después cuando leyó “MAMÁ” entre el fulgor verde del llavero, mientras pasaba al baño para arreglar la ducha.

Leo tenía un pantalón de gimnasia, creo que la tela se llama poliester, era en eso en lo que pensaba el escritor mientras descubrió que una luz brillaba en el bolsillo. “Leo, te brilla la pierna”.

Los dos se rieron, aunque lo de Leo fue más bien una sonrisa.

La ducha ya funcionaba correctamente, pero lamentablemente no iba a poder limpiar el baño porque tenía que salir corriendo al sanatorio. Había llamado su hija, la madre de Leo había sufrido un accidente, éste explicó la situación casi llorando, acortando las frases y el sentido. Dale Leo, andá, andá, arguyó el escritor como dándole aliento

“¿El sanatorio Soma es el que queda en la calle Córdoba señor?”, preguntó casi antes de salir, a lo que el escritor respondió que no, que “el Soma” es el que está en la calle El Salvador, a dos cuadras del polideportivo.

“Sanatorio”, pronunció con elocuencia el escritor, “hoy no me toca ir al sanatorio”. Abrió y cerró la ducha, miró todo el conjunto de canillas y grifo como si conociera del tema, “sanatorio”, dijo una vez más, y después cerró la puerta que Leo había olvidado de cerrar.

Anti literatura

Sacaba los libros a pasear como se lleva un collar de perlas. Tantos planteos burlescos le llegaron desde su círculo, incluso cuando sólo él podía destrabar la palabra “círculo” en ese contexto y divertirlos con delirio filosófico.

Solía decir que uno no sabe a quién se puede cruzar y que la posibilidad (y la de perderla), de que le muevan a uno la mano que tapa el título para corroborar que sí, que a ella (e-lla), también le pareció de una prosa tan prolija que emocionaba; "ah, perdón", (podría sonrojarse ella) "¿por qué página vas?" "No, me muero si te arruino el final", "bueno, está bien, no me muero, así muero no, pero quiero decir que mejor no digo más nada"." Celeste, me llamo Celeste". "Soy tan bipolar como el cielo, si".

Pero mejor ahondemos en el libro.

"¿Pero si vas hasta la panadería? ¿Por qué llevás el libro?", le dice alguien que al parecer lo espía desde la ventana de enfrente, y que sin explicación (coherente) le lee la mente ansiosa de azúcares e hidratos de carbono; persona que sabe que son la misma cosa pero que no detecta el doble sentido. Triple ahora.

“Puedo tener que esperar por algo”, responde. Y sin necesidad de encasillarnos en la panadería, puede llegarle simplemente la oferta: "¿Quiere esperar por algo señor? Cómo no, diga que traje mi libro, si, si se-ño-ri-ta (guiñada), como veo que tendré que esperar esa cantidad de tiempo, se lo puedo dejar después, si, se lo regalo. No, no le miento. Así es, soy un personaje de un cuento. Pareciera que por la mitad; no, no es nada. Me siento por allá, sí."

Puede tener que mostrárselo a alguien, porque las casualidades, tan inoperantes ellas, lograron, entre otras cosas que alguien cree los Reality Shows: "Me estás cargando, te llamás Jimi y tu apellido es Vidal, ¿eso me decís? Tengo un libro acá en el cual un personaje se llama Jimi y el otro tiene por apellido Vidal. Ah, Gime Bidal sos vos. No, no dije “b larga” porque es un cuento y se lee la v o la b, ¿ves? Si, me salió un versito. No digas así, sos linda porque sos linda, este tipo escribió que sos linda después de conocerte. Ah no, no sé con exactitud de dónde te conoce, creo que tiene familiares Bidal en Berazategui."

Argumenta otras veces que el simple roce de las tapas con los dedos lo hacen sentir seguro, “tenerlo conmigo” dice, y no agrega por las dudas. Porque las dudas en este caso no existen, si duda, lee, que por algo lo lleva.

No admite que hasta lo siente una mascota, que necesita tomar aire como él. No es por vergüenza, es excéntrico para eso y para mucho más. Arruinó, o podría haber arruinado un hermoso ejemplar de tapas duras por arrastrarlo con un cinturón en plena calle Gorostidi, "¿qué hacés con eso ahí?", le preguntaron mientras él contemplaba desairado su distracción. Ajadas las tapas, tinta negra desparramada en el asfalto, florecidas varias hojas por los costados… pero sí, tal vez quien encuentre el capítulo siete lo guarde de recuerdo: "Mejor que doblar un dólar; no, no, suerte como se dice suerte, no creo que te traiga ni uno ni otro. Sacar a pasear un libro, eso sí que no lo había visto nunca", remata el veterinario antes de meterse otra vez en el local.

Curioso que no procure llevar (al menos no siempre) una lapicera entre las páginas setenta y setenta y uno, alega que la sensación de las hojas arqueadas por el grosor del plástico (por lo general) no le resulta agradable al tacto ni al transporte. Y así todo este cuento podría dar un giro de los “por qué si” a los “por qué no”. Aunque no va a pasar: "No, porque no, no es la idea. Si, ya sé que era más entretenido cuando hacía decir cosas al personaje sin ser yo un personaje, si, esto es como estar hablando solo. Sólo, solo. No, sigue sin ser divertido."

Hay libros, claro está, que se lucen más que otros, como las luces blancas o las luces amarillas pueden entibiar o ensombrecer una sala.

También los libros pueden sorprender o corroborar un gesto. Alguien alegre con “Crimen y castigo” abajo del brazo, saludando a todos, incluso a los que conoce sólo de vista: "¿Otro ejemplo?, suena a relleno. Está bien, lo cuento como un ejemplo de vos, mi estimado personaje; bueno, querido personaje. Me estás dando vuelta los roles, hace dos párrafos te dije que no quería meterme de esa manera en esta historia. Historia en la cual ibas tan campante con La Lentitud, enamorado de todo lo que te rodeaba, se sorprendían de tu enajenada gratitud por las flores, por las palmeras o por un Thimbú que apareció extraviado (porque no podía estar más que extraviado) en el meollo del pueblo. El pobre intentaba sin éxito trepar la pared de la crepería, y él sin saber cómo ayudarlo (paso a la tercera persona, ¿lo ves?), porque son bichos pintorescos pero nada amigables, entonces no le quedó más que darle aliento, con la paciencia trasmitiendo energía, o viceversa. Y un enajenado que sale de la casa de al lado y lo abofetea con una escoba dejándolo indefenso en medio de la calle. Pero era un nativo y ay quien ose decirle algo, que también son bichos pintorescos pero nada amigables, y un buggy que no lo atropella de milagro (y no es lugar común, de verdad de milagro), porque con una lucidez casi humana, como si fuese esto un don, el animalito frenó un minimomento antes de que la rueda lo aplaste. Y hago jurar a mi personaje, porque lo vi con sus ojos (propios, sino de quién), lo vio, (mejor digo lo vio), al pobre Thimbú abriendo la boca y dando un grito ante una muerte que se escapó por tan poco y que no se oyó por los alaridos pavorosos de quienes mirábamos la escena, incluído el nativo que no hizo más que mantener la ironía de la sonrisa. Reinició el Thimbú la huída hasta los escombros de la pizzería que construyen (aún) los mismos dueños el restaurante italiano de la Rua du Céu. Qué lindo La Lentitud dijo con cara de alivio la camarera de Caverna, y él asentó con la cabeza, antes de que lo sobrepase la ironía.

Así son las cosas…

Suele andar con un libro en la mano, de frente o de espalda, lo lleva porque uno nunca sabe. Si lo cruzan por ahí pueden preguntarle lo que opina sobre el “círculo” social como concepto, es hilarante, pero antes miren la tapa para leer el nombre del libro, no sea cosa que justo esté paseando a Rayuela.

El puente (cuento)

Ni siquiera saludamos a la anfitriona, a la “cumpleañera”. Salimos los veinte  expulsados del salón de fiestas como salpicados desde cuatro dedos que toman envión en el pulgar.

Luego de dos cuadras circulaban pocos autos, y en esos momentos nos acercábamos a la vereda bifurcados a la derecha o a la izquierda. No me gustaba la idea de caminar hasta nuestras casas desde donde estábamos e inevitablemente todos se darían cuenta.

Era una noche húmeda, y donde vivíamos en esos años la humedad siempre resultaba extraña. El alumbrado público dejaba grandes espacios entre farol y farol; era como que el tiempo sólo transcurría entre esos manchones redondos y amarillos.

Nos alejábamos del salón de fiestas y del eco de las cumbias del final, cada vez había menos ruido, menos gente y menos autos. Quizás por eso me mostré incómodo con la actitud grupal, ya que iban todos dando gritos a la noche con la necesidad de zamarrear a la suerte. Yo me había relegado un poco y los veía serpentear eléctricos desde  atrás.

De los veinte que éramos había conocido a unos quince esa misma noche, eran amigos de mis amigos, o incluso un amigo más atrás en la cadena. Se empujaban a las carcajadas, circulando, dando saltos, cánticos, unos ya iban sin la remera o sin la camisa, agitándola en círculos arriba de sus cabezas, otros miraban hacia atrás y amenazaban con salir corriendo ante un supuesto peligro a nuestras espaldas. Había sido yo el que había comentado que “esos barrios no se veían muy bien” y sin dudas los sustos me apuntaban. No les creía por un simple motivo: casi todos los que fingían una amenaza ya llevaban el cinturón en la mano para demostrar que estaban dispuestos a enfrentarse a lo que sea; la corrida era otra manera de probar valentía. A los pocos pasos soltaban la carcajada y señalaban mi supuesto susto.

Los mocos me caían de la nariz incesantemente, no hacía tanto frío pero íbamos contra el viento a un paso acelerado, permitiendo que el otoño entre en calor por medio de nuestras caras.

A los lados las casas no mostraban siquiera un movimiento, ni una luz que se encendiera o se apagara y en las primeras diez cuadras no nos cruzamos con otro peatón. Sólo se oía nuestro bullicio, que albergaba cada tanto un “auto, auto” cuando las luces nos asediaban antes que el ruido del motor.

Uno que otro chico se volvía y se mostraba cortés, pero sin fingir, lo hacían los chicos que estaban en desacuerdo con la travesía, pero que a su vez comprendían que así como nos habían llevado en auto algunos de nuestros padres, teníamos que caminar en esa hora en la que no pasaban todavía los colectivos ni en la que podíamos despertar a alguien para que nos recoja. Se aletargaban en la caminata y se giraban lentamente, después me palmaban la espalda haciendo comentarios sobre lo lúgubre de las casas o de la estrechez que de tanto en tanto acompañaba a alguna calle. Lo ponían en otras palabras, claro.

Yo sonreía confirmando su acotación. De a poco el visitante aceleraba el paso, ponía las manos como un megáfono y aullaba algo a los que iban más adelante. La cortesía no podía pecar de cobarde.

Tenía muchas ganas de que se callaran todos, de que fuésemos a un paso ameno sacando conclusiones de un silencio que sin dudas habría sido interesante. Sabía a su vez que ese deseo había aparecido por respeto y no por miedo, presentía que ese silencio cuidaría de nosotros a través de todo el camino. Pensaba profundamente en ello con las manos forzando los bolsillos.

Faltaba poco para llegar al puente. Al parecer el puente separaba un barrio peligroso de otro más peligroso, y en ese puente… Si, si, en ese puente nos habríamos de sentir hombres. “Estaba buenísimo” atravesar el puente.

Justo antes de llegar me entretuve con uno de los faroles que agonizaba con temblores tenues, con la idea de que estábamos cruzando tres espacios de oscuridad, o lo que era peor, con la imagen de un gran espacio de una luz que, muy cada tanto, se encendía sólo a medias.  Entonces ya no los vi, y no sabía si se habían callado antes de cruzar el puente (porque a decir verdad no sabía si habían llegado al puente), o si estaban más lejos de lo que creía, hecho que encontraba extraño porque sólo me había distraído unos segundos.

No me atreví a caminar más rápido o no le encontré sentido. En su lugar me quedé quieto, esforzándome en respirar despacio y pausadamente.

Mi cuerpo no tuvo tiempo de procesar el miedo.

La presencia de alguien atrás confundió las emociones de mi carne y de mi instinto. Era correr o darme vuelta, era gritar o permanecer callado mientras corría o me daba vuelta. Era darme vuelta rápido o despacio, era hacerlo con la boca semiabierta, era respirar profundo antes de iniciar el giro.

Una mano se apoyó en mi hombro como cae una hoja al suelo, al principio sentí los huesos de la palma y después el comienzo de los dedos, los cuales ejercieron una presión casi imperceptible en mis clavículas.

Yo miraba o adivinaba mis pies, escuché en el asfalto las pequeñas piedritas que se friccionaron con las suelas de mis zapatillas al girarme cabizbajo. Sólo cuando estuve frente a ellos levanté la vista.

Tuve que entornar mis ojos para hacerle lugar a la ínfima visión en la penumbra. Había cinco. El brazo que me había palmado el hombro descendía despacio y los cinco cuerpos estaban a menos de un metro de distancia.

Estiré un poco el cuello hacia ellos para salir de la broma que me jugaba la oscuridad. Pero al acercarme al que había tocado mi hombro vi que no tenía rostro, vi que ninguno tenía rostro. Eran muy blancos, porque incluso con tan poca luz pude adivinar sus siluetas. Sin nariz, sin boca. Sin ojos ni orejas.

Si en los últimos segundos había sentido algo parecido al miedo, en ese instante desapareció. Podría decir lo siguiente: Sentí al miedo retirarse, a no querer jugar frente a lo maravilloso, a desconocer que se hace ante cinco figuras sin anatomía. "Yo paso, aceptá o a desmayarse", pareció decirme.

Así el silencio me terminaba de secar la últimas gotas de sudor, se acallaban los temblores de mi nariz, que ya casi no esnifaba los mocos. Los párpados me pesaban pero no me sentía cansado, caían cada vez más despacio y por más tiempo, era como si se despidieran de mí. Mi boca inundaba el espacio vacío que recién allí comprendí que tienen las bocas. Respiraba cada vez menos, parpadeaba cada vez menos.

La calma.

Parecía que todo adentro mío comenzaba a unirse, a acercarse una parte a la otra, a abrazarse despacio. Como si en el interior de mi cuerpo dos ladrones hicieran el amor. Para siempre.

Comenzamos a andar con la seguridad de aquel silencio respetuoso. Poco a poco comprendí que no era necesario ver para no caerme, me sumí en el vaivén de lo que verdaderamente significaba escuchar. Y anduvimos.

Atravesamos un pasillo rozando las paredes con las manos, olía a pasto fresco, a encierro tibio y oscuro. No sé por qué presentí que el techo estaba cerca, y antes de llegar al final del puente sólo pude ver que éramos seis y no diecinueve.