viernes, 28 de diciembre de 2018

La puta madre




No me gusta un carajo reconocer que estás por acá, deambulan comentarios que dicen haber oído una risa nueva y chillona, y me asusto porque escucho esos comentarios de golpe al pasar por esos lugares que hasta ahora habían sido míos. Sospecho. Me acodo en mi muelle (mi-muelle) dejando caer los ojos en ese mar que deberías estar mirando desde el otro lado. Y puteo bajito con los ojos apretados porque o bien me estoy volviendo loco o estás recién llegada para enamorarte por enésima vez mientras yo sigo con las balizas puestas.

No, no. Nada de poesía.

Las ganas de increparte, de zamarrear un “qué hacés acá”, de querer patalear porque yo llegué primero, ¡yo-llegué-primero!, de romper una maceta contra el piso, de patear una puerta... Pero todo va a quedar en estas letras. Ya haber escrito zamarrear me arenga a pedirte disculpas, me imagino la maceta con una planta que indefectiblemente va a morir deshidratada y mi pierna negándose a patear porque a decir verdad nunca ha pateado nada y entiendo que cruzaste el mar por el putísimo azar fornicándose a Murphy mientras el Karma miraba de cerca.

Fui tu amigo que desapareció, que se fue sin destino cierto (ergo, éste). Me fui sin decirte nada, si total cada historia de amor que atravesaba tu vida era de baba, pegajosa. Y yo quería que haya un hueco para mi reloj pero me sentía queriendo cruzar una avenida con el semáforo en verde. Y un auto, y otro, y Juan el baterista, y Sergi, y el pelotudo que hacía malabares en la playa, y tu cuerpo inaccesible cruzando desde el otro lado como si nada, desapareciendo a la mitad del camino, y reapareciendo enfrente, y cruzando, y Lara la camarera del restaurante indio, y ponete en rojo te lo pido por favor. Rojo las pelotas y acá estoy. O acá estaba...

¿Y si me voy?

Pero me tengo que ir ya, sin avisarle a nadie. Ni a mis amigos, ni a mi jefe, ni recuperar la fianza de mi casa, ni llevarme a mis perros, ni vender el auto. La puta madre que lo parió, esperá, porque lo dije en voz alta mientras el mar seguía pensando: ¿Y por qué no traer hasta acá a la mujer de su vida que siempre elige otras vidas?. “La puta madre que lo parió”.

Para peor este pueblo es un pañuelo y mañana te cruzo comprando el pan, de nada va a servir no tener redes sociales. Enfrente del panadero voy a tener que darte explicaciones que no te quiero dar, que cómo te vas a ir así, a desaparecer, y seguro me agarrás la cara por los cachetes sonriendo cada segundo pasado de tu vida. No quiero, no quiero, no quiero. Era tu risa y era tu espalda, ni un centímetro más ni uno menos, acabás de llegar y ya fanfarronea tu felicidad en la esquina del almacén chino.

Ya imagino las escenas en donde cuentes que nos conocemos de antes, y como es que yo nunca hablé de vos, y a ustedes qué les contó, para después preguntarme bajito cuál es mi historia... Es que te quiero. Qué dijiste, no dije nada. Quererte es el diminutivo de estas arañas en la garganta que tejen silencios porque no te digo un carajo, si total ya estarás con alguien agarrada de la mano. Y te apuesto lo que sea que es mi amigo, o que me cae mal, o que de alguna manera me cagó en algo. O me cae bien, y me hago amigo como me hice amigo de Lara o de Sergi. Los veo después besarte y lastimarte y viceversa, y los consuelo y te consuelo y me río por primera vez desde que te vi hace un rato.

Ya fue, yo te veo y te lo digo antes de que me abraces. “No me toques que tengo que decirte algo”, así te lo voy a soltar. Pero te digo lo que tengo que decirte y me voy. “Y si me das un tiempito me voy y no vuelvo”, claro que no me querés dejar hablar hasta no saludarme porque parezco un lunático pero yo insisto. Insisto en que tus manos no vayan a tocar mi cara ni que tu risa haga de Alien en mi cerebro. Va a ser un cuadro nefasto, voy a estar jugando a la mancha contra mí. “Quiero que seas feliz” y salgo corriendo a vender mi auto para llevarme a mis perros y la fianza y suena el timbre porque me seguiste, y estás loco y a vos que te parece, pero esperá, y los perros que mueven la cola porque el Señor no les dio ese raciocinio que yo nunca pedí.

El muelle no me deja ir, mis codos no quieren que atrás haya pasado el tiempo, aunque el frío se ocupe de distraerlos. Poesía no dije. La voy a ver, no existe otra variable, voy a pretender encontrar otro hueco entre el tránsito de las seis de la tarde, o ni siquiera. Me gusta tanto este lugar la puta madre, me gusta pensar en este lugar, pensar en qué voy a comer, en mi trabajo, en mi whisky, si tengo o no tengo tabaco, a qué hora cierra el estanco, no hay problema... llego de sobra. Recargar la tarjeta de Correos, administrar los datos del móvil que estamos a día nueve. Estuvo bueno el receso. Ahora buenos días, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, mear, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, comer, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula, cagar, Paula, trabajar como se pueda, Paula, Paula, Paula, insomnio, Paula, Paula, Paula, Paula, Paula.

Me zamarrean y me dan vuelta. Si no era Paula esta era la peor historia del mundo. Me besa sin dejarme hablar. Llora y moquea y me besa con besos rápidos y cortos, por toda la cara me besa aggiornándome de lágrimas y de mocos, y trata de enfocar sus ojos en los míos, después me besa con la pasión enredada en sus manos, que apoyándose en mis cachetes tiemblan por el cariño o por el frío.

Saco las balizas. Le muestro este texto, esta cosa rara que escribí al verla. Le muestro dónde lo dejé y desde dónde lo seguí mientras ella jugaba con Pica y con Piedra. Me dice que el malabarista era un pelotudo. Se ríe porque lo lee en el último párrafo y yo termino porque a partir de acá es vivir con ella, el tiempo que toque, el tiempo que yo la quiera, el tiempo que ella me quiera.





martes, 25 de diciembre de 2018

Hoy y dentro

  
Hoy debería ser un día de júbilo, o quizás no precisamente “hoy”, ya que a decir verdad no sé bien cuando empecé a olvidarte.

Ya no está tu rostro entero, ni tu voz; tal vez es porque “hoy” me esforcé clamando todo lo que representabas que escribo esto.

Veo un labio, sólo uno, paralizado en una sonrisa que se dibuja con vaguedad; presiento el sonido de tus palabras, que podría ser el de cualquiera, y aunque apriete mis ojos hasta llenarme de ramas y arrugas, no puedo traer el color de los tuyos. “Hoy” te representas fragmentada, en ajados trozos de fotos viejas.

Tampoco soy consciente del momento en que el tiempo dejó de ser amorfo. Recuerdo sí aquel remolino que lo tenía preso, también cuando me tomó a mí, dejando que tanto el tiempo como yo, nos golpeemos las cabezas con los bordes de la angustia, que choquemos después él y yo las espaldas, sin poder vernos. Pero al parecer, un día yo caminé sin la sospecha de que pudieras esconderte en casi todas las ventanas, de las cuales sopesarías con lucidez el tamaño del dolor que yo expelía. Y ese momento llegó en cuclillas, me tomó suave del antebrazo sacándome del remolino, empujándome la nuca y los pulmones, los cuales apenas recordaban cómo manufacturar el aire.

Comenzó así a correr el tiempo más calmo, sin tantas agujas en los dedos, más sensato.

Entonces “hoy” me siento en un banco opaco, de una madera excesivamente pesada y escribo, ya no con la sensación fatalista de que la vida es un mero pasatiempo hasta el arribo de la muerte. ¡Qué trágico es querer!

Hago pues un trabalenguas: No extraño extrañarte, sino que es extraño no extrañarte ¿es posible? ¿o es más simple, y cuento que de a poco te disipas, entre una belleza que se había ausentado de mi aliento?

Tus pies eran exactos cuando los veía magullar la arena, con un anillo en uno de esos dedos pequeños ¿pero en qué pie? Será que cerraste la ventana por la cual espiabas mi desgracia, para enamorarte de quien difícilmente pueda comprender lo vulnerable de tus pasos, que con esos pies y con ese anillo se deslizaban inexorables por la soledad, mientras ese amante del que te jactas, compra ahora algún bollo caliente para que desayunes callada.

Me sonrío un poco, ni orgulloso ni taciturno, al parecer es la confusión la que guía mis idas y vueltas. Es que esa belleza, la más inevitable, se alumbró entre mis tinieblas; los caminos me volvieron a pedir que esquive las piedras y los pozos, un niño volvió a corretear una bolsa imprecisa, que merodeaba el aire de una gomería, una señora se quejó de lo caliente que estaba la cerveza que le vendió Doña Cássia, y el cielo no me amenazó con llover... Simplemente quizás lloviera...

Entonces desapareció tu perfume, ¿qué adjetivo llevaría esa pérdida? Pero qué cierto es, se fundió entre el color de tus cabellos, los cuales cobrizos y eléctricos, bien podrían ser los de la señora que aún regaña cejijunta, cuando está por terminar la cerveza.

Hay ahora por el final, una chica tumbada en la arena, de costado, el libro que la acompaña refunfuña del viento y aletea sus hojas; delante de ella pasa una pareja que necesita sacar una foto, ella se separa del libro, entorna sus ojos, y ríe, por lo tan evidente de que recién llegan.

La belleza vuelve y trae estas letras, en las que quizás te despido, al menos de alguna manera que al fin me protege. Siempre voy a percibirte feliz, y uso esa palabra que en las historias con tanto ahínco se prohíbe. Quizás te enamores, quizás lo calles. Yo escribiré mañana la historia de Doña Cássia, de la loca de la cerveza, de la bolsa, del libro que me negó su portada, de alguna trágica belleza, o de una bella tragedia.