El
abuelo se manchó con sangre, nada grave, un estornudo desprevenido y
un vaso sanguíneo de la nariz que explotó por el susto.
Lo
que sentía serpenteando por su nariz le daba sensación de agua,
aunque al verse la mano por la inercia de los abuelos y de los niños,
comprobó que los dedos estaban mojados pero también rojos.
Como
esto había sucedido varias veces (quizás por los anticoagulantes),
él ya conocía los procedimientos. Cabeza hacia atrás, algodones en
la nariz, paciencia y de tratarse de un vaso sanguíneo rebelde y
obstinado, humedecer otros algodones con una crema especial,
minuciosamente recomendada por su farmacéutica (y podemos poner “su”
con total confianza, como podemos ponerlo con ciertas madres
sobreprotectoras).
La
situación no activó alarmas, casi nunca lo hacía, salvo alguna que
otra vez cuando el abuelo se asustó un poquito de más por la sangre
que demoraba en calmarse (no estamos a gusto cuando no podemos
mantenerla en el cuerpo). No fue esta vez como esas otras, donde
decidió telefonear a alguno de sus hijos para comentarles sin ningún
tipo de fatalismo lo que le sucedía, usando de hecho reacciones
burlecas o graciosas ante un ofrecimiento de ayuda para patear la
exageración al otro lado del teléfono.
Lo
que sucedió esa vez fue diferente, porque el abuelo, aun demasiado
prolijo en sus procedimientos médicos, no pudo evitar que una gota
caiga en sus bermudas beige a unos cinco centímetros de la rodilla
derecha. Mientras casi veía la tele (por su postura preventiva) y
quitaba con cautela el algodón de su fosa nasal divisó el círculo
rojo en su pierna. “Uy que lo parió”, dijo haciendo esa pausa en
la p para
marcar con la bronca abierta la letra a.
Por
inercia arrastró el pulgar por la mancha casi seca en dirección a
la rodilla, luego carajeó una vez más antes de sacarse las bermudas
para llevarlas hasta el lavarropas. Se puso después un pantalón de
gimnasia, pero en el camino a la silla que casi sabe los horarios de
sus programas favoritos decidió volverse para rociar la mancha con
antigrasa, quizás no tanto por la grasa que podría tener la sangre
sino más bien por el comfort tipo spray que expulsa casi cualquier
gatillo anaranjado.
Una
señora concurría a su casa todos los jueves como un mesías
semanal, pero ese martes el abuelo no pudo contener su malestar y
pensó en llamarla para que pueda explicarle el funcionamiento del
lavarropas, pero mientras revolvía la lista de contactos de su
teléfono móvil supuso mejor darle una oportunidad a su nieto con la
excusa o el premio de unos nuevos auriculares para su ordenador.
Entre
los dos pudieron activar el aparato, el abuelo fingía estar
interesado en aprender pero sólo quería oír el mismo ruido con
agua lejana de ciertos jueves, sin importar bajó qué
procedimientos. “Ya está abu, ¿vas a poder tender la ropa vos
solo?”. El abuelo le jugó
una amenaza de pellizcón en las costillas, apretando su labio
inferior con los dientes, “¿tan viejo tonto es el abuelo?”.
El
nieto se quedó un rato, un sacrificio temporal enorme que iba
matando a cada minuto algo mejor que hacer; para el abuelo en cambio,
fue una compañía a la que no supo adjudicar una unidad de tiempo.
El lavarropas recién centrifugaba cuando se despidieron, y en el
meollo del abrazo la ansiedad de Don Rogelio necesitaba no-ver la
mancha de sangre.
Fue
consciente de cada segundo en que la tapa de todo lavarropas oficia
de seguridad aeropuertaria, no había tanta ropa dentro por lo que la
bermuda se evidenciaba entre la poca ropa arrugada como un alivio
lleno de perfume y humedad. Abrió la puerta redonda y al sacarla, el
abuelo notó con enorme fastidio que la mancha, ahora marrón, seguía
donde la sangre se había extraviado. “Y no salió che... No
salió”.
Sería
justo decir que esos días fueron exclusiva propiedad de la mancha,
el abuelo puso a secar la bermuda el mismo martes por la tarde,
ansioso por otorgarle a los rayos matutinos del miércoles alguna
propiedad milagrosa, pero en su defensa vale aclarar que no visitó
el tendedero más de tres veces. El abuelo abordó otro tema además
de la mancha: cuál era la siguiente movida, digamos el cómo hacerse
versus de la sangre.
Sandra.
La milagrosa Sandra. Un tanto quejumbrosa sí, otro tanto
parlanchina. Pero quién sino ella para encontrarle solución a su
problema. El abuelo la esperó por la mañana con las bermudas sobre
la mesa, como el niño que espera a su madre para poder llorar de una
buena vez. Luego del saludo protocolar, y todavía en el umbral de
casa, Sandra sintió una lógica curiosidad por la prenda sobre la
mesa del desayuno. “¿Y eso Don Rogelio?”... Finalmente Don
Rogelio pudo hacer catarsis luego de dos interminables días.
Sandra
dijo las palabras mágicas, o así sonaron. “Agua oxigenada Don
Rogelio, y cuando afloje un poco la lavamos de nuevo”. Y sí, el
abuelo entendió que debería vivir otra vez la espera mecánica y
cíclica del aparato. Estuvo atento a los movimientos del cepillo de
dientes sobre la tela, como apretando la mancha con la cabeza al
ritmo de las cerdas, “Dale un poquito más Sandra”, pero ella le
dijo que no entre risas, ya que de esa forma podría dañar el
tejido. “Ahora le damos un lavado rápido con agua caliente y a ver
si sale”. Él en primer lugar se alivió porque el tiempo de espera
en este caso sería menor, luego se preguntó qué tipo de lavado
habría programado junto a su nieto el martes, concluyendo en que no
había demorado poco. “¿Y así cortito la va a sacar?”, ya no
estaba tan convencido de que la situación le fuera tan favorable.
“Y... vamos a ver Don Rogelio...”.
Y
no. No la sacó, la mancha estaba menos pronunciada, había que
admitirlo. O no. Quizás más acentuada, como invadiendo la tela para
siempre, por lo que Don Rogelio no encontró qué otra pregunta
hacerle a la mujer sobre el tema. Ésta se despidió menos preocupada
de lo que a él le hubiese gustado, además no dejó constancia al
despedirse de tener un plan alternativo para combatir el círculo
marrón de sus bermudas favoritas, tampoco echó una ojeada al
tendedero antes de cerrar la puerta. Lo había dejado solo en ese
lío.
“Qué
macana che...”, pronunciaba el abuelo girado hacia el sol del
atardecer. La casa olía como un horno de pan perfumado.
Como
el calor del verano dejó seca la ropa casi en un instante, el abuelo
se puso las bermudas para sentir cuál era el verdadero daño de la
mancha, pero aunque la fragancia hizo su esfuerzo para persuadirlo no
logró aflorar su calma. “No... mirá. Se ve, se ve”, profirió
antes de volver al pantalón de antes.
Mientras
no dormía se dijo que pudo haber un yerro en los mecanismos, porque
aunque él mismo había percibido el esfuerzo del cepillito y del
agua oxigenada batallando contra la sangre, el lavado cortito ese lo
había tomado por sorpresa al finalizar tan pronto, sobre todo cuando
lo comparó con sensibilidad frente al realizado el día antes. Pero
a su vez ese había sido con agua caliente y el del nieto no...
“Largo y caliente”. Siguió desvelado unas horas sin sentirse un
loco, porque si la obsesión lo hubiese tomado de rehén lo habría
obligado a levantarse en mitad de la noche para dar el lavado
correspondiente (luego del cepillito). Pero no lo hizo, y con la
respiración acompasada en esa conclusión durmió un par de horas
antes de que toque levantarse.
Con
la misma cuerda disciplina, el abuelo tomó su desayuno junto a sus
pastillas atento en no apurar la taza ni las tostadas. Masticaba
precisando lo crujidos del pan, daba una vuelta extra con la cuchara,
tintineaba el borde de la taza.
Luego,
como si recién lo recordase, fue hasta la silla de su habitación y
tomó las bermudas (de un beige ahora un tanto más claro) para
llevarlas hasta el baño y hasta el agua oxigenada. Luego al
lavarropas, al cual por una cuestión de supervivencia instintiva,
pudo activar en el lavado más largo del programa y con agua
caliente.
Se
sentó con el ordenador a revisar sus dos casillas de correo, a leer
el diario, tiempo casi compatible con la totalidad del lavado. La
casa se parecía cada vez más a abrir el envase de jabón y aspirar
profundamente, y ese aroma crecía a la par del ronronear del
lavarropas, lo que al abuelo le generaba sensaciones enemigas o
envidiosas.
Esperó
otra vez los minutos de penitencia con los brazos inquietos. Quizás
sabía que la mancha no había salido, más por lógica terquedad que
por un don de adivino; así con la prenda mojada entre sus manos
parecía querer discutir con la mancha. “Estás. Te veo ahí.”.
Ya
sin buscar apoyo en su nieto y casi a escondidas de Sandra, el abuelo
siguió lavando las bermudas por un tiempo, éstas empalidecían e
iban perdiendo peso como quien sufre una tortura prolongada. La casa
ya había cedido el mando al perfume del suavizante, ante la sorpresa
de Sandra, que ya no sabía cómo apretar más las tapas de los
envases.
Luego
de todos los lavados, de todo el sol, de toda el agua oxigenada, de
tanto cepillito... el abuelo probó salir a la calle con la borrosa
mancha de sangre; dio unos pasos indecisos, como si su cuello
estuviese lleno de hormigas, pero a las dos cuadras volvió a su casa
para cambiarse, sintiéndose observado, convencido de lo ridículo de
ese pensamiento. Convencido de que había que volver. Convencido de
su confusión.
No
dijo porque no usó más esas bermudas, las más limpias del mundo...
ya que casi nadie notó que no estaban sobre sus piernas. Casi todos
menos su nieto, que en un día alejado del verano le preguntó por
aquella vez en que limpiaron la ropa. “¿Y qué tiene Abu?. Usala
igual... si vos sabés que está limpia.”.