jueves, 6 de septiembre de 2018

La mancha

El abuelo se manchó con sangre, nada grave, un estornudo desprevenido y un vaso sanguíneo de la nariz que explotó por el susto.

Lo que sentía serpenteando por su nariz le daba sensación de agua, aunque al verse la mano por la inercia de los abuelos y de los niños, comprobó que los dedos estaban mojados pero también rojos.

Como esto había sucedido varias veces (quizás por los anticoagulantes), él ya conocía los procedimientos. Cabeza hacia atrás, algodones en la nariz, paciencia y de tratarse de un vaso sanguíneo rebelde y obstinado, humedecer otros algodones con una crema especial, minuciosamente recomendada por su farmacéutica (y podemos poner “su” con total confianza, como podemos ponerlo con ciertas madres sobreprotectoras).

La situación no activó alarmas, casi nunca lo hacía, salvo alguna que otra vez cuando el abuelo se asustó un poquito de más por la sangre que demoraba en calmarse (no estamos a gusto cuando no podemos mantenerla en el cuerpo). No fue esta vez como esas otras, donde decidió telefonear a alguno de sus hijos para comentarles sin ningún tipo de fatalismo lo que le sucedía, usando de hecho reacciones burlecas o graciosas ante un ofrecimiento de ayuda para patear la exageración al otro lado del teléfono.

Lo que sucedió esa vez fue diferente, porque el abuelo, aun demasiado prolijo en sus procedimientos médicos, no pudo evitar que una gota caiga en sus bermudas beige a unos cinco centímetros de la rodilla derecha. Mientras casi veía la tele (por su postura preventiva) y quitaba con cautela el algodón de su fosa nasal divisó el círculo rojo en su pierna. “Uy que lo parió”, dijo haciendo esa pausa en la p para marcar con la bronca abierta la letra a.

Por inercia arrastró el pulgar por la mancha casi seca en dirección a la rodilla, luego carajeó una vez más antes de sacarse las bermudas para llevarlas hasta el lavarropas. Se puso después un pantalón de gimnasia, pero en el camino a la silla que casi sabe los horarios de sus programas favoritos decidió volverse para rociar la mancha con antigrasa, quizás no tanto por la grasa que podría tener la sangre sino más bien por el comfort tipo spray que expulsa casi cualquier gatillo anaranjado.

Una señora concurría a su casa todos los jueves como un mesías semanal, pero ese martes el abuelo no pudo contener su malestar y pensó en llamarla para que pueda explicarle el funcionamiento del lavarropas, pero mientras revolvía la lista de contactos de su teléfono móvil supuso mejor darle una oportunidad a su nieto con la excusa o el premio de unos nuevos auriculares para su ordenador.

Entre los dos pudieron activar el aparato, el abuelo fingía estar interesado en aprender pero sólo quería oír el mismo ruido con agua lejana de ciertos jueves, sin importar bajó qué procedimientos. “Ya está abu, ¿vas a poder tender la ropa vos solo?”. El abuelo le jugó una amenaza de pellizcón en las costillas, apretando su labio inferior con los dientes, “¿tan viejo tonto es el abuelo?”.

El nieto se quedó un rato, un sacrificio temporal enorme que iba matando a cada minuto algo mejor que hacer; para el abuelo en cambio, fue una compañía a la que no supo adjudicar una unidad de tiempo. El lavarropas recién centrifugaba cuando se despidieron, y en el meollo del abrazo la ansiedad de Don Rogelio necesitaba no-ver la mancha de sangre.

Fue consciente de cada segundo en que la tapa de todo lavarropas oficia de seguridad aeropuertaria, no había tanta ropa dentro por lo que la bermuda se evidenciaba entre la poca ropa arrugada como un alivio lleno de perfume y humedad. Abrió la puerta redonda y al sacarla, el abuelo notó con enorme fastidio que la mancha, ahora marrón, seguía donde la sangre se había extraviado. “Y no salió che... No salió”.

Sería justo decir que esos días fueron exclusiva propiedad de la mancha, el abuelo puso a secar la bermuda el mismo martes por la tarde, ansioso por otorgarle a los rayos matutinos del miércoles alguna propiedad milagrosa, pero en su defensa vale aclarar que no visitó el tendedero más de tres veces. El abuelo abordó otro tema además de la mancha: cuál era la siguiente movida, digamos el cómo hacerse versus de la sangre.

Sandra. La milagrosa Sandra. Un tanto quejumbrosa sí, otro tanto parlanchina. Pero quién sino ella para encontrarle solución a su problema. El abuelo la esperó por la mañana con las bermudas sobre la mesa, como el niño que espera a su madre para poder llorar de una buena vez. Luego del saludo protocolar, y todavía en el umbral de casa, Sandra sintió una lógica curiosidad por la prenda sobre la mesa del desayuno. “¿Y eso Don Rogelio?”... Finalmente Don Rogelio pudo hacer catarsis luego de dos interminables días.

Sandra dijo las palabras mágicas, o así sonaron. “Agua oxigenada Don Rogelio, y cuando afloje un poco la lavamos de nuevo”. Y sí, el abuelo entendió que debería vivir otra vez la espera mecánica y cíclica del aparato. Estuvo atento a los movimientos del cepillo de dientes sobre la tela, como apretando la mancha con la cabeza al ritmo de las cerdas, “Dale un poquito más Sandra”, pero ella le dijo que no entre risas, ya que de esa forma podría dañar el tejido. “Ahora le damos un lavado rápido con agua caliente y a ver si sale”. Él en primer lugar se alivió porque el tiempo de espera en este caso sería menor, luego se preguntó qué tipo de lavado habría programado junto a su nieto el martes, concluyendo en que no había demorado poco. “¿Y así cortito la va a sacar?”, ya no estaba tan convencido de que la situación le fuera tan favorable. “Y... vamos a ver Don Rogelio...”.

Y no. No la sacó, la mancha estaba menos pronunciada, había que admitirlo. O no. Quizás más acentuada, como invadiendo la tela para siempre, por lo que Don Rogelio no encontró qué otra pregunta hacerle a la mujer sobre el tema. Ésta se despidió menos preocupada de lo que a él le hubiese gustado, además no dejó constancia al despedirse de tener un plan alternativo para combatir el círculo marrón de sus bermudas favoritas, tampoco echó una ojeada al tendedero antes de cerrar la puerta. Lo había dejado solo en ese lío.

“Qué macana che...”, pronunciaba el abuelo girado hacia el sol del atardecer. La casa olía como un horno de pan perfumado.

Como el calor del verano dejó seca la ropa casi en un instante, el abuelo se puso las bermudas para sentir cuál era el verdadero daño de la mancha, pero aunque la fragancia hizo su esfuerzo para persuadirlo no logró aflorar su calma. “No... mirá. Se ve, se ve”, profirió antes de volver al pantalón de antes.

Mientras no dormía se dijo que pudo haber un yerro en los mecanismos, porque aunque él mismo había percibido el esfuerzo del cepillito y del agua oxigenada batallando contra la sangre, el lavado cortito ese lo había tomado por sorpresa al finalizar tan pronto, sobre todo cuando lo comparó con sensibilidad frente al realizado el día antes. Pero a su vez ese había sido con agua caliente y el del nieto no... “Largo y caliente”. Siguió desvelado unas horas sin sentirse un loco, porque si la obsesión lo hubiese tomado de rehén lo habría obligado a levantarse en mitad de la noche para dar el lavado correspondiente (luego del cepillito). Pero no lo hizo, y con la respiración acompasada en esa conclusión durmió un par de horas antes de que toque levantarse.

Con la misma cuerda disciplina, el abuelo tomó su desayuno junto a sus pastillas atento en no apurar la taza ni las tostadas. Masticaba precisando lo crujidos del pan, daba una vuelta extra con la cuchara, tintineaba el borde de la taza.

Luego, como si recién lo recordase, fue hasta la silla de su habitación y tomó las bermudas (de un beige ahora un tanto más claro) para llevarlas hasta el baño y hasta el agua oxigenada. Luego al lavarropas, al cual por una cuestión de supervivencia instintiva, pudo activar en el lavado más largo del programa y con agua caliente.

Se sentó con el ordenador a revisar sus dos casillas de correo, a leer el diario, tiempo casi compatible con la totalidad del lavado. La casa se parecía cada vez más a abrir el envase de jabón y aspirar profundamente, y ese aroma crecía a la par del ronronear del lavarropas, lo que al abuelo le generaba sensaciones enemigas o envidiosas.

Esperó otra vez los minutos de penitencia con los brazos inquietos. Quizás sabía que la mancha no había salido, más por lógica terquedad que por un don de adivino; así con la prenda mojada entre sus manos parecía querer discutir con la mancha. “Estás. Te veo ahí.”.

Ya sin buscar apoyo en su nieto y casi a escondidas de Sandra, el abuelo siguió lavando las bermudas por un tiempo, éstas empalidecían e iban perdiendo peso como quien sufre una tortura prolongada. La casa ya había cedido el mando al perfume del suavizante, ante la sorpresa de Sandra, que ya no sabía cómo apretar más las tapas de los envases.

Luego de todos los lavados, de todo el sol, de toda el agua oxigenada, de tanto cepillito... el abuelo probó salir a la calle con la borrosa mancha de sangre; dio unos pasos indecisos, como si su cuello estuviese lleno de hormigas, pero a las dos cuadras volvió a su casa para cambiarse, sintiéndose observado, convencido de lo ridículo de ese pensamiento. Convencido de que había que volver. Convencido de su confusión.

No dijo porque no usó más esas bermudas, las más limpias del mundo... ya que casi nadie notó que no estaban sobre sus piernas. Casi todos menos su nieto, que en un día alejado del verano le preguntó por aquella vez en que limpiaron la ropa. “¿Y qué tiene Abu?. Usala igual... si vos sabés que está limpia.”.

Quemado

Las casualidades a veces empiezan con una sorpresa tipo aplauso, como por ejemplo hoy, cuando te vi simulada en un programa de televisión teniendo una cita a ciegas con un señorito muy serio.

Creo que hay un tipo específico de cara que me hace acordar a vos, algo de pómulos en la sonrisa, ojos de expresión grande, un poco de dentadura que suele verse a menudo en chicas contentas... Bueno, puede que ese “específico” se trate más bien un adjetivo manoseado. Quizás esté atento a chicas que se te parecen o quizás me ensañe en inventar esas semejanzas, ya que con sus dentaduras diferenciadas y con sus pómulos haciendo lo que los pómulos suelen hacer para acompañar a la sonrisa, esas chicas no se te parezcan tanto. Quizás hayas sido vos a los empujones, metiendo un par de medias en un paquete vacío de cigarros.

En fin. Luego aparece la sorpresa sopesada, que aumenta por la casualidad de la casualidad, ya que el día en que veo tu avatar en ese programa de televisión cumplís 29 años. Ahí llamé por teléfono a los clichés a ver si me respondían, busqué en el cielo una estrella fugaz, un satélite o un avión de Iberia; me puse nostálgico frente a una escena fingida por una telenovela también inventada, yo cabizbajo apoyado en el alféizar de la ventana, con los ojos entornados, así te imaginé tal cual estarías en ese momento, sin darle importancia a la diferencia horaria, ¿qué importaba que allá fuesen las 3 de la mañana?, ¿qué posibilidad había de que no estuvieses desvelada en la otra mitad de mi espejo imaginario?. Incluso le hable al aire y no había otra salida que la telepatía. ¿Por qué no me hablaste todo este tiempo?.

Ya había convencido a la sorpresa para que se ponga el ridículo disfraz de la certeza. Y ahí es cuando estás casi frito.

Se abre un albúm de fotos y el tiempo suelta la primer carcajada, no podés estar durmiendo con otro al lado, no podés tener una hija o un par de perros que salvaste de la muerte, no tendrás una arruga en la frente que quizás se engendró cuando estas fotos que ahora veo una y otra vez, mantenían la cámara apagada. Casi supongo que al otro día puedo recibir un correo electrónico preguntando por mis cosas, casi que no va a poder ser de otra manera, y las fotos (que no son tantas), van y vienen con lo que se puede rescatar de esos momentos impalpables, total lo que no se recuerda se inventa... siempre a favor de la fábula.

No, no vas a mandar un correo, aunque sería sensato que me escribas... Por eso nada más actualizar la casilla no me decepciono por ver que no hay mensajes nuevos, aunque mientras el circulito giraba como un frisbee de malas intenciones creí oír las burlas de la esperanza. Me dije mejor voy y veo los correos de hace tanto, segunda carcajada del tiempo porque después de las fotos ahora son las letras las que cobran esa vida que yo les quité cuando la cosa se pueso fea. Pero eso no lo sé o no lo capto, ¿cómo podés no sentir lo que en este momento siento?, ¿cuan absurdo es sospechar que no hayas vuelto a pensar en mí?. Ni una vez, nunca más. Bajo una especie de hipnosis voy minimizando y maximizando el pasado para maquillar a la certeza, que ya se parece a la bruja que supo ser fantasma... Y si la miro con detenimiento la bruja también se te parece, es mala como mis decisiones pero se te parece, es mala pero es preciosa. Ya no sólo estoy frito, el aceite está humeando peligro.

Fumo como si nunca antes te hubiese extrañado y ya no tengo dudas, estás pensando en mí a la hora que sea en donde sea. Capaz te estás por subir a un avión porque averiguaste donde vivo, claro que puede ser, actualizo mi casilla por jorobar nada más, y en el vacío admito que no puede haber correo ni aeropuerto, pero hago fuerza con las tripas para que la telepatía aunque sea te haga llegar un sollozo, una gárgara, un ruido de oso hormiguero... “Nuevo Correo”. “Cancelar”. “¿Está seguro?”. “Sí”. “¿Guardar en borrador? . “Descartar”. “Nuevo Correo”. “Asunto: Hola”. “Cancelar”. “¿Está seguro?”. “Sí”. “¿Guardar en borrador?”. “¿Tenés algún problema conmigo Outlook?”.

Se genera ahí, o acá, una sensación bamboleante, una polaridad siniestra: ¿Qué decir después de tanto tiempo?. Pero si hace tres horas que estamos ensiamesados, ¿qué importa lo que diga?. Ya el tiempo me lo pide por favor, me suplica destripado de risa que pare, intenta decir que le duele la panza pero no le salen las palabras. ¿Cuán grave puede ser un saludo?, ¿qué tan inquietante puede ser ese saludo por un cumpeaños después de tanto tiempo?, ¿Y los otros cumpleaños?. Me agarro la cabeza porque se me está por salir, no sé si realidad se escribe con o sin hache, quizás sí que pueda estar babeando entre sus hijos y su marido, en el sommier King Size que compraron mientras los planes daban resultados. Pero maximizo la foto que más contento nos muestra allá antes, ¡marido las pelotas!, rebusco esos huequitos en los pómulos, cuento tus dientes, el avatar se te parecía un huevo, hasta la voz tenía parecida, ¡babeando so-li-ta en cama de plaza y media!. El amor que imagino se sorprende de estar acá, el tiempo debería explicarle mi idiotez pero se ha desmayado de la risa. Floto negramente en el aceite hirviendo, puro humo y furia.

“Nuevo Correo”. “Cancelar”. “¿Está seguro?”. “Sí”. “¿Guardar en borrador? . “Descartar”. “Nuevo Correo”. “Asunto: Hola”. No, no. “Asunto: Feliz Cumpleaños”. “Cuerpo de mensaje: mala decisión, mentira, mal chiste, pregunta descolocada, recuerdo innecesaario, mala decisión, información no solicitada, exageración, exceso de información no solicitada, amor propio haciéndose pis encima, pregunta fuera de lugar, pésimo chiste, saludo, posdata, recuerdo ridículo, otro saludo.”. Pausa de cinco segundos. “Enviar”.

“Mail delivery no sé qué cosa”. El destinatario no existe.

No sabés bien cómo ni por qué, pero hay una sensación de que lo que acaba de suceder no te ha sucedido a vos, que ese trance fue un mal juego de una parte tuya que se acaba de ir. El tiempo ya no está pidiendo clemencia aferrado a tus tobillos, está sentadito en el reloj de tu teléfono señalándose la muñeca izquierda. La certeza se va desvistiendo, desmaquillando, y a medida que se desnuda se puede ver a la sorpresa que no tiene ya nada de sorprendente, que no es más que un recuerdo mal puesto en la noche, torcido, desatornillado. Tirás un suspiro y un arqueo de cejas, estás quemado, amargo, incomible, sabés que lo mejor que podés hacer es intentar dormir, consciente de que esa resaca sensorial te lo va a poner difícil, aunque también consciente de que el cansancio va a torcer la pulseada, como siempre.

Y para rematar, tan apretado en un sueño sin descanso, no vas a poder ver que el verdadero problema es no sentir el humo ni el incendio que acarrea el fuego del aceite, hasta despertarte de repente, con el hiperrealismo sofocante de una pesadilla : “Son los últimos cuatro años los que no han existido, no el destinatario del correo”



La Línea

Estaba sentado en la peatonal de Santa Cruz tomando un café, los árboles que ensombraban el paseo le parecían fabulosos, o la sombra en sí le alegraba la frescura. A veces al estar cómodos y a gusto no sabemos dilucidar con claridad los motivos. Y esa era la situación que lo acompañaba. Estaba tranquilo, había terminado el trámite por el cual había viajado hasta Tenerife, desayunaba en un café esquinero atento a casi todas las diferencias entre ésta y su isla; la sonrisa dibujada sobre el cansancio de haber madrugado tanto calculaba sin ansiedad las horas que le quedaban para volver a subirse a un avión, calculaba también por dónde pasearía luego de desayunar, recordaba lo mucho que le ha gustado siempre toparse con el tranvía de colores por las calles. Era la sombra y eran los árboles. Era todo.

En cierto momento se respaldó dejando caer sus manos, las abandonó tras su espalda descansada y se estiró un poco cerrando los ojos, pero al sentir el roce frío en una de ellas la apartó de un tirón, sorprendido. El perro, entre un susto y una cola dubitativa, se retrasó unos pasos; él en cambio quiso adelantar su mano para rogarle que vuelva, “perdón compañero, me asusté”, masculló buscando al dueño de ese collar azul francia. Mantuvo así sus dedos extendidos hacia las reticencias del visitante, hasta que éste volvió hacia él para buscar la confianza averiada. Las caricias fueron propuestas de manera inteligente: Primero dejar que el olfato y la mano se vuelvan a ver, sin mover los dedos, sin la ansiedad buscando la cabeza; luego girar la mano despacio para que ahora el animal huela su palma, así hasta poder él tocar con suavidad su mejilla, luego su oreja. Finalmente acariciar a todo placer.

El momento, que se sumaba a esa seguidilla de bienestar y de silbido, concluyó con dos besos en agradecimiento y una cola que en ningún momento dejó de oscilar de izquierda a derecha acelerando el movimiento. Él por su parte siguió buscando a su dueño en alguna de las mesas alrededor de la suya, en alguna de las banquetas del paseo, en algún lado a lo lejos. Sin éxito decidió posar la mirada en la partida del visitante para tratar de asegurarse que no estuviese extraviado. Al perderlo de vista se puso de pie, lo buscó a ciegas, pero ya no volvió a verlo.

Al tiempo que pedía la cuenta se cuestionaba el no haberlo seguido, aunque para el tiempo en que agradecía por el vuelto la culpa ya se había disipado, desvanecida ésta en la seguridad con la que el perro se alejó de él.

El paseo por el centro de Santa Cruz fue corto pero intenso, el mediodía ponía en evidencia los latidos de la ciudad, apuros, bocinas, saludos desde una motocicleta, obras públicas, teléfonos paseando a sus mascotas, almuerzos ambulantes. Fue esto último lo que le avisó que hacía ya un tiempito desde el desayuno en la peatonal, y para no decepcionar al ritmo que lo rodeaba decidió un bocadillo de tortilla francesa para llevar, al cual le bajó los decibeles para engullirlo en una pequeña plazoleta a pocos metros desde donde tomaría el ómnibus que lo dejaría en el aeropuerto.

Ya sentado en en el césped bajo el banco armó un cigarrillo, todavía limpiándose los dientes con la lengua. A su alrededor había un par de cortejos entre pájaros, o discusiones, o divorcios. Tenerife era mucho más verde, y él no sabía si le gustaba o si lo echaba de menos sólo un poco. No hizo mucho hincapié en la refexión, se puso de pie, se sacudió la huemdad y la tierra de sus pantalones y fue hasta su parada.

El transporte llegó a los pocos minutos, jugando a favor de la ausencia de cálculo. Al subir imaginó que sería el principio del recorrido, ya que tuvo todos los asientos a disposición para escoger, quedando allí por el medio, de cara al pasillo y a la izquierda. Turisteando con el ronronear del motor se dejaba sorprender en cada curva, en cada aparición de flora o de monumentos, de centros comerciales o de cruces de autopista. La gente iba subiendo de a salpicones, y las paradas se distanciaban bastante, hecho que lo situó en el hipotético caso en que viviendo en Tenerife, la “guagua” se le escapara a toda velocidad por la narices sólo por unos de segundos.

En La Laguna una multitud se agolpó para subir al ómnibus, todos alineados en una fila de dos, como acostumbrados a una rutina que se les repite cada día cerca de esa hora. La puerta chifló su apertura mientras él ya apostaba por el sitio que elegiría cada uno. Subían niños con enormes mochilas, subían señoras acaloradas, subían adolescentes, subían chicas deportistas y chicos peinados con precisión, subía un hombre con maletín de cuero, subía finalmente una chica que se sentaría delante suyo de manera diagonal, en el asiento que daba hacia la ventana. Al cerrarse la puerta aún quedaban asientos vacíos, casi todos habían podido elegir un asiento sin compañía. Quizás el escenario perfecto para un agradable viaje en el transporte público.

Sus ojos comenzaron a abandonar la ventanilla para centrarse en la nuca de quien se sentaba delante, el pelo casi largo recogido en una coleta negra, un cuello decorado con un tatuaje abstracto, algo parecido a una mancha de tinta que no salpicó demasiado. Observaba con curiosidad los movimientos de cabeza de la muchacha, como si le pesaran ciertas ideas; de a ratos descubría su perfil derecho, cuando la curiosidad la llamaba desde las ventanillas de la otra hilera de asientos, lo analizaba en la fugacidad del gesto, dejando que su imaginación lo llevase donde quiera. No se atrevía a aseverar tristeza, pero el ojo un tanto perdido pestañeaba lento, y la boca parecía pensar en las respiraciones, cada una por un motivo o por un recuerdo. Mala cosa se decía él, mientras ella masajeaba su nuca con los dedos para quitarle las mayúsculas a cierta culpa.

Conmovido, él le acarició la mejilla derecha con el dorso de su mano, el cual se apoyó en el hueso del pómulo para ir descendiendo lentamente hasta el mentón, desde donde la chica se giró exacerbada por el susto. Primero sorprendida, o confundida, la chica buscó inmediata complicidad en los vecinos del ómnibus. “¿Pero tú qué haces?”, pero él no sabía exactamente qué había hecho, o hasta qué punto eso no se hace, por lo cual apeló a toda esa energía que lo hubo acompañado durante el día, energía que trató de respirar profundamente antes de decir cualquier cosa. “Una caricia, fue sólo una caricia... No pienses mal”. Pero ella entrecerró los ojos para apretujar el enojo, “Una cari... Pero tú, ¿tú de qué vas?”.

Los susurros de la guagua comenzaban a subir de tono, a centrarse poco a poco en el hecho reciente, unos preguntaban qué había pasado, otros creían saberlo y contestaban, otros alzaban la cabeza para buscar los asientos que alojaban a los protagonistas, otros pocos se ponían de pie desde el fondo. “Me parece que aquel desubicado se ha propasado con la muchacha”, dijo una mujer desde los primeros asientos, con lo que dos hombres que estaban cerca suyo se pusieron de pie para mirar hacia atrás, donde la chica preguntaba por tercera vez cuál era el problema del muchacho, quien a punto de deshidratarse por el miedo procuraba justificar su comportamiento.

“Te acaricié la mejilla, una locura ya lo sé, no sé que me hizo pensar que necesitabas una caricia... Perdoname, de verdad.”. Y luego sin saber bien por qué decidió dirigirse al resto de los pasajeros. “Hoy un perro me pidió una caricia en un café”, luego se justificó con la muchacha, “usted no es un perro, no es eso lo que quiero decir”, atinó a sonreir sin convincencia y luego continuó su explicación, “quizás no era yo quien debería haberla acariciado, más bien seguro que no era yo quien debería haberla acariciado... pero usted merecía para mí una caricia en ese preciso momento, se lo juro”. Ya los dos hombres de los asientos delanteros se habían acercado un poco desde sus lugares y el chofer se había aparcado en un costado de la calle sin comprender bien que había sucedido.

A la chica no la había convencido para nada la explicación, pero todos la observaban a ella esperando que dijera algo, sobre todo los dos hombres, quienes alternaban su mirada hacia ella y hacia él. “Pero... tú estás loco. Enfermo, loco, me da igual”, dijo la chica para darse vuelta, más avergonzada que enojada, más confundida que enojada, más triste que antes.

La situación los dejó a todos mareados, esa caricia había sido comparable a un oso hormiguero vendiendo billetes para el sorteo de un colchón de agua. Quizás por eso un hombre desde los asientos traseros propuso el inmediato descenso del pasajero, en ese lugar entre La Laguna y el aeropuerto. El chofer al fin preguntó sobre el suceso y ya la respuesta al menos no fue tan contundente como las primeras suposiciones, “el niño aquel que cree que puede andar acariciando a las mujeres”. “Hubiese acariciado a cualquier persona señora, sé que no se acaricia a nadie pero el hecho de haber acariciado a esta chica confunde las cosas. No soy un depravado”, dijo él movido por las primeras lágrimas que se hacían lugar entre sus párpados. “¿Ah, no?, se volvió a girar la chica enardecida. “No”, le contestó hundiendo esa palabra en la mirada mutua. “No”, repitió antes de acercarse a la puerta para poder bajarse del ómnibus. Nadie parecía saber si golpearlo antes de que se abriese la puerta, si pedirle al chofer que se dirigiesen a la policía sin importar el recorrido, ya nadie sabía lo que de verdad estaba pasando en ese momento...

Fueron minutos muy obscenos para el muchacho, la puerta seguía cerrada mientras los hombres debatían con el chofer, unas señoras murmuraban y otras le hacían preguntas a la muchacha. Y esa pausa envalentonó al muchacho y a su día en Santa Cruz de Tenerife. “Me abre la puerta por favor. Todos vosotros, y usted señorita... le acaricié una mejilla, ¿pero cómo iba a saber yo que usted no se merecía una caricia?. Y ahora todos me quieren linchar. Ya pedí disculpas, ¿está bien?. No es fácil merecer una caricia”, y ella se giró para contestarle, pero él no quiso dejarla hablar. “No vuelvas a decir que estoy loco o enfermo, ya me lo dijiste. Ábrame por favor”, finalizó dirigiéndose al chofer. Así, al abrirse la puerta, uno de los hombres lo empujó con la fuerza suficiente para que ruede por la acera. La puerta se cerró mientras él se recomponía desde el suelo, con los ojos fijos en las ventanillas de la guagua, triste pero no del todo, pensando en volver a ser él antes de que pase la siguiente, quizás una hora después. Pensaba en el perro, o en los perros, en lo violento y en todo aquello difícil de comprender, en todos los que se cruzaron durante su día de turista, y a todos los imaginó en ese ómnibus. Los ojos se le aguaron de nuevo. Reflexionó en que había tocado a una persona sin su permiso, con candor sí, pero no supo hasta qué punto estuvo mal o estuvo desubicado. “Desubicado”, se dijo, “desubicado sí”.

Luego pasó otra guagua sin saber de esa mano y de esa mejilla. Él ya no miró a los pasajeros, casi que ni miró por la ventanilla. La chica mientras tanto, había llegado a su casa, donde no había contado lo sucedido, quizás por desconocer los motivos por los cuáles no había merecido aquella desubicada caricia.




Exclusiva

No sé si voy a escribir sobre vos, y no me refiero a escribir encima tuyo... Mal chiste, de vos digo. No sé si va a ser de tus cosas, puede que escriba de mis cosas infectadas por las tuyas, ahí sí. Quizás influyas en esta tarde tan repleta de azar. Puede... que me acompañes al escribir esto, pero no sé si me atrevo a llamarte exclusiva.

De un yo mareado capaz que escriba, con la baba que se me cae por imaginarte contenta. Sería más de mí, ¿no?. Es escribir sobre mí por vos. ¿O soy un chanta?. ¿Y estoy escribiendo de vos, y listo?.

Si tengo que traer ese momento en que decidí escribir esta carta, machacando mi piel bajo el sol de las dos de la tarde, diría que pensaba escribirla como soltándole la correa a la coherencia, con una libertad casi peligrosa para la gramática, con mis sensaciones e imágenes un tanto berretas, dejándote entrar de a versos como a una pincelada violeta o amarilla. Chillona. Comestible.

Hasta ahora veo que la coherencia sí que corretea con la lengua afuera, aunque la libertad ha puesto el guiño siempre hacia donde estás vos. ¿Pero como diferencio las imágenes que se transforman por tu culpa de las que transformó el libro que estaba leyendo? A su vez, ¿cómo sé que la sensación de suspiro dulce que me produjo ese libro no fue por compararlo con la chance... con el quién te dice que...? .

Como viene la mano debería, pero el principio de la carta no lo cambio, así sea de una obviedad contundente que el guiño vaya siempre hacia tu izquierda, o que la libertad tenga de libre lo que yo de pez martillo. Porque hasta el final no sé si voy a darme cuenta de que soy tozudo, o porque simplemente queda bien empezar mirando hacia otro lado e ir de a poco bajando los peldaños hipócritas hasta la verdad irrefutable: Hoy parece que todo es tuyo. Mamita qué párrafo... ¿Sabés qué pasa?. Que si tengo que modificar ese inicio dual tendría que arrancar con una comparación que tiene de velo lo que un film plástico adhesivo.

Podría ser que no cambie el principio y suelte ese otro inicio más sincero recién en este sexto párrafo: Ayer contaba de aquel día en que me morfaron las pulgas, y que aunque quería andar por la calle contento, una voz repetía: “Te pica, te pica, te pica, te pica, te pica, te pica”. Y ni siquiera calmó cuando yo me arremangué los pantalones junto a la dignidad indumentaria en el metro. Ni a la noche con las sábanas enemigas, ni al otro día con la crema antiálgica... Ni siquiera con la bomba insecticida, que cuando diezmaban unas picaduras aparecían otras nuevas para reemplazar el recuerdo...

¿Hace falta?. No creo... No, ¿ah? ¿Es demasiado cursi poner “me picás”?. Puede que sí.

Gotea que da miedo este texto, parece un mix de golosinas derretidas.

De las pulgas me salvé alejándome de esa casa, de la beatificación de aquel abrazo sólo me podés salvar vos. ¿Ves?. Todavía puedo ser más cursi.

En fin, exclusiva (que a estas alturas no vale la pena renegar), significa que excluye todo lo demás. Que repele o que hace rebotar como una pared a una pelota de goma. Por ejemplo, si un club es exclusivo significa que sólo deja entrar a cierta gente, pero para que exista esa exclusividad tiene que haber quienes sí tienen permitido el acceso para hacer rebotar al resto. Entonces no es que hoy hayas sido exclusiva al no dejar entrar a nadie más que a vos a esta tarde, cómo vas a ser vos la que excluye al resto si no sos parte de la comisión directiva de todas estas horas ni de mi cerebro. Soy yo. Mi cabeza ha sido exclusiva, y sin esta suerte de explicación suena a cabeza de marca, a cabeza cara. Pongamos que lo reescribo abajo para ver cómo suena, una última frasecita repetida y como de juguete, total la coherencia ya anda suelta por algún callejón de Nicaragua o de Marruecos.


He tenido una tarde super exclusiva, y hasta me da penita que andes tan sola por mi mente dando vueltas, aburrida, enchastrada por las brochas, que ahora cabizbajas, amarillas y violetas, reposan a tus pies como dos cachorros de arcoiris.  

Movimiento

¿Cómo le va Don Julio?. Ya lo sé, a estas alturas debería concentrame más en esa cara de ofensa distanciada que percibo, y no tanto en contarle este desvelo. Aunque quizás con franqueza combine las dos cosas, una por obstinado y la otra por haber dormido una siesta.

Primero tiene que aceptar que quien carece de algo digno de ser contado mejor se calla, ¿no?. Y digno por decir digno es difícil, ya que con usted mi listón sufre vértigo. Luego entender que saludarlo para ver como van sus cosas allá donde esté no es muy literario que digamos, eso puedo hacerlo sin dobles sentidos mientras veo su cuadrito hecho con un vinilo que me regaló un amigo croata (ya puedo imaginar que si no le explico eso del vinilo me va a resoplar el humo en la cara, pero no quisiera repetir el patrón del desvarío. Ya me conoce).

Cuando me “voy” a dormir no soy de dormirme de inmediato, o sea que en realidad estoy yendo siempre a acostarme y luego de acostado un rato largo me “quedo” ahí a esperar a la inconsciencia. Suena tan normal para mí este hábito que sin importar lo cansado que esté, las horas que lleve sin dormir, la tranquilidad de mis ideas... Casi siempre me obligo a soñar despierto. Espere ahí, que sé que es un cliché, pero para que eso haya sucedido (y esto abarca cada “cliché” existente) será porque más de uno se “fue” a dormir y durmió-las-pelotas, así creó un negocio de neumáticos reciclados de otros neumáticos que antes fueron balas de goma. El punto (que ya debería ser punto aparte), es que yo sueño con ficciones de mi vida para que no me ataque la realidad tipo neumáticos. Tengo una de aventuras que ni podría sospechar, y lo más curioso es que en esas historias procuro una cronología realista, lo más minuto a minuto que me permite la ansiedad cerebral. Pero alguna que otra vez, más otra que alguna, la realidad grosera y saca-mocos empieza a molestar: ¿Terminate? ¿Ah? ¿Papá no etá muy viejo? ¿Ah? Cuchame ¿Quién es sa chica con la que hablá? ¿Es la que te guta? ¿La de la tienda de ropa súper moderna? ¿Ya puedo preguntate? ¿Le dijiste que lo queré? Che. ¿Por qué no hacé algo si no podé casi moverte?

Y así, dentro de esas “otras” más que “algunas” prendo la luz. Pero para seguir reagrupando las eventualidades tengo que subdividir estas ocasiones en que no hay caso con las sábanas, ni con los giros o los boca-abajo. Está cuando me la banco con un cigarrillo oscuro cantando el arrorró a la realidad hasta que se duerme, y cuando (después de tanto tiempo Don Julio), me rindo a mantenerlo despierto conmigo a pesar de sus preguntas insoportablemente redundantes.

Es importante poder moverse, y creerá usted que le hablo de avanzar de manera temporal, superación le llaman algunos, pero yo no le hablo del movimiento tipo autoayuda sino del movimiento de fábrica. Caminar por ahí sin que parezca que las piernas se olvidaron de estar de pie para llevarlo sorpresivamente al suelo, andar sin unos zapatos de tres o cuatro kilos cada uno y evitar subir las escaleras encorvado para balancear el peso. ¿Vio?, a eso me refiero, al movimiento sin aggornamientos (ni rimas malas), a poder moverse con juventud o a moverse sin siquiera pensar en la juventud. A ponerse de pie sin las manos, a creer que una chica puede venir sorprendida a abrazarlo como un koala, animársele a una zanja sensata, o llanamanete poder correr. Qué se yo, moverse... No sé cómo pasó pero hoy si intento correr parezco quien cruza la calle con el semáforo bajo amenaza amarilla, en esa mezcla absurda de caminar rápido y marchar la de San Lorenzo.

Usted se preguntará a dónde voy yo con ésto.

La macana es que no voy a ningún lado Don Julio, ¿o por qué cree que tengo a esta asquerosa realidad observando la cera que sus dedos sacaron de mi oreja?. La quietud me amenaza por las noches, dobles sentidos a un lado, y cuando esas muchachas de las que me enamoro en playas inventadas son arrancadas por este zopenco que tengo acá al lado, no me veo ante otra posibilidad que hablarle a usted mirándolo a esos ojos que tan bien he recreado en mis deseos.

No crea que soy tan viejo porque hablé más arriba de juventud como se habla de un pagaré o de un Patacón, además si fuese más viejo vaya y pase (o mejor no pase, que si aparece por la puertita del living me da un infarto), si lo que más miedo da de la quietud es el tiempo que resta, ¿me entiende?.

No voy a bombardearlo tanto con lo mismo, ya que si hay una quietud que puede ser inefable hay otra que no, y sin otro paréntesis con un chiste malo le confieso que le mentí cuando le dije que no quería hablarle del movimiento temporal. Porque ese va bien, ¿sabe usted?, a diferencia de la humanidad yo siento que voy para adelante, quietito pero para adelante. Cuando se trata de mis penitas diarias ando equilibrado, y a este pedazo de bondiola que me pregunta si mi papá está viejo, o que si le digo a la gente que la quiero, o si sé que mi soledad es peligrosa o que si la mirada de esa chica es real... Lo callo y sigo desvelado pero sin necesidad de prender la luz, ahí pueden salir unos mates confundidos y ese cigarrillo oscuro. Seguir pensando en lo que pensaba mientras intentaba dormir, pero con la lucidez del que no busca calmarse sino concluir la historia, procurar que la chica de la tienda de una vez por toda encuentre ese motivo que busca para sentarse cerquita mío, planear el segundo encuentro no buscado en las inmediaciones de la tienda de café orgánico, o buscar alimento en esa isla desierta a la que llegué por la teletransportación encubierta.

Es divertido la verdad, mi imaginación siempre ha sido una violinista incondicional y casi leal (innmaterial también, para rimar mal de nuevo). Para explicarme mejor puedo decir que esta imaginación siempre ha estado aquí intentando hacer lo mejor para mí, aun pecando algunas veces de inocente, haciéndome daño por pensar que es lo único que necesito... Pero que perverso sería yo por culparla ¿no cree?.

Entonces me muevo y no me muevo, le encuentro la vuelta a la tristeza infundada y a la que tiene un manual de instrucciones tendré que aprender a transitarla. No se me ocurre mejor conclusión que esta.

Lo extrañaba Don Julio, y no se me ponga triste usted también que aunque le suene a cuento no estoy tan mal como aquí parece (¿le molesta que no ponga “acá, verdad?. Lo estoy embromando). En cuanto este pavote me obligó a prender la luz estaba más motivado por citar su nombre, por ese “¿cómo le va?” que tanto ansiaba poner en letras, por contarle de que al fin tengo el cuadrito suyo en mi pared (el del croata, sí), que si avanzo por la vida contando cosas, más o menos quieto, más contento que menos, seguramente seguiré “yendo” a acostarme y a dormir cuando pueda, pero con la realidad hecha y derecha, adulta y robusta, una realidad higiénica que ya no tiene más preguntas estúpidas, una que aunque a veces no quiera dármelas por soberbia, guarde algunas respuestas.




Carta a la que me ha olvidado

Perdone usted si empiezo tan de golpe... ¿Pero alguna vez se puso a reflexionar la de veces que uno piensa en la gente que es o que fue parte de su vida?. Espere, no quiero enchastrarla con ese barro que seguro imagina, no estoy disfrazando un anhelo de... “piense en mí”. Es un comentario nada más. Ojo, tampoco quiero que suponga que no pienso en usted. En fin, hablo de esos pensamientos fugaces, de las cachetadas agridulces que suceden entre realidad y cordón de la vereda, entre estornudo y bocinazo. No me diga que no sabe de qué va esto, no me refiero al tipo de reflexión profunda que, justamente ahora, le pido que tenga en consideración... sino a una zapatilla similar, a unas pecas “del tipo de”, a un piercing en el mismo sitio insano, a los nombres coincidentes. ¡Ese es buen ejemplo!. Un nombre, no precisamente el mío si acaso el mero hecho de que diga eso la enoja, el que quiera... Suena un nombre por ahí y algo le tiene que chapotear en el cerebro, no digo que sí o sí salpique nostalgia o pena (amor tampoco, claro que no, y menos si se trata de mi nombre). Digo un salpicón inofensivo pero un pelín cronometrable.

Yo creo que no nos damos cuenta... pero fuera de la razón pasa mucho por la cabeza en un día, ¿no?. Ya sigo con esta teoría que a decir verdad ni he empezado a relatar, pero antes quiero aclararle: Voy a pisar ese terreno que simulé evitar más arriba (quizás sin perspicacia), le voy a hablar de mis otros pensamientos suyos, o de sus otros pensamientos míos... Bueno, de esa mezcla rara. Voy a procurar diferenciarlos, no sea cosa que a pesar de mis explicaciones no le acabe de quedar claro. Porque además, pensándolo bien... Usted no puede evitar que la piense de vez en cuando. Más arbitrario aún, no me lo puede prohibir.

Ahora bien, no crea que todo es devoción, a veces la imagino como a un personaje de un cuento, casi como a una musa, pero usted tiene una sonrisa precisa y real, que si la describiese tal como es no sería muy poética (no se ofenda). La de un personaje no sé, sería como una canción sin voz ni humo; la suya es más bien de muchos dientes y hacia arriba. Otro ejemplo aver (a ver todo junto), el pelo de un personaje es infinito y serpiente, mientras que su flequillo sobra y desconcierta (me diría usted que todo esto no le importa, pero bueno, yo sigo igual). Después, para que vea, dentro de mis cavilaciones reflexivas sí que llega a ser pura poesía, porque ahí me pongo como a tejer con el orden y la concentración que se necesita para recrear a su suéter violeta, que se entrama zigzagueando a la manta con la que nos tapamos para ver el primer film en su sofá; así esa especie de alfombra persa se ensambla a “Non ti Muovere” y a los lagrimones por Penélope Cruz; y cuando el pedazote de tela va buscando espacio entre su pecho, que con gracia pero con cierta paciencia malhumorada, critica a mis manos por ser tan pero tan respetuosas (“criticaN”, si en vez de pecho digo sus tetas), se me arruinan los fideos, o se me hierve el agua para el mate.

Pero con los otros momentos hay diferencia, porque cuando la recuerdo con cierta fugacidad, sus apariciones son un susto o una carcajada, digamos que usted se le parece a algo mitad alguien, o simplemente a un momento.

Bueno, dejemos el crochet cansino a un lado, ni siquiera puedo entender de qué se acaban de tratar estos últimos párrafos. Me toca sacarme el barro de las suelas para ahondar en la fugacidad de esos pensamientos más... inofensivos si se quiere, donde tal vez voy a comprar leche al mercado abajo de casa, temprano y medio, cuando apenas han abierto; por lo cual si aparece en un perfume que pasa como un demonio entre el vuelto y las gracias, no hay profundidad de reflexión. No me doy cuenta que ha vuelto a visitarme sin aviso entre las ropas de quien está detrás del mostrador deseándome buenos días. Además justo al salir puede aparecer un niño que se parece a mi amigo Gustavo, y siendo niño es graciosísimo porque mi amigo Gustavo ya ronda los 40, pero se le parece y de golpe me muero de ganas del café matutino al sentir, como si recién llegase a mi mano, el cartón de semidesnatada.

Imagino que de esos tenemos miles en un día, que por una cosa es mi mamá, por otra es mi perra de la niñez, por otra es mi profesora de ayuda para matemáticas... Y ojo, que esa mujer sucedió hace más de veinticinco años, pero fumaba Imparciales mientras me daba la clase, uno atrás del otro, y ese olor nunca aprendió a irse para siempre. O la cara del profesor de fútbol que nos apaleaba las piernas en algún verano de los años 90', que a pesar de no recordarla, suele aparecer un tipo que me la trae a la cabeza, vaya uno a saber por qué.

La cuestión es la siguiente:

Si después del profesor o de la profesora, si antes del olor a madera húmeda que huele igual que algún recoveco de Reñaca, o después de una filetto en algún departamento de mi edificio, que casi me obliga a meter un pan imaginario en la salsa de mi Tía Susana, usted va y viene con apariciones fantasmagóricas (y fugaces eh, fugaces de verdad), yo ya no sé si son parte de esas cachetadas del pasado o puntadas sin hilo, que aunque también son del pasado, no hacen más que entorpecerme el presente.

No sé la verdad...

Mi vida pasa cada día entre lo que hubo y lo que va pasando, la leche por ejemplo, a su vez me encargo de esconder las agujas de tejer tratando de olvidar sus coordenadas. Aunque no le puedo prohibir que levante la mano entre esos flashes que encandilan y marean. Eso es... Usted es como el alumno sabihondo que no para de levantar la mano, “yo seño, yo”, y la seño alza la vista casi apretando los dientes mientras sus ojos la ven y no la ven, como que procuran hacer foco en otro lado. Pero usted y su mano se enardecen, se salen mano y cuerpo del pupitre... ¿Por qué se enoja la docente si usted no es culpable de la ignorancia del resto?. Los alumnos tampoco celebran esa actitud avasalladora, pero a fin de cuentas ellos son sólo unos chicos. Así la seño no-puede- creer estar diciendo nuevamente su nombre para que de una vez responda y se calme. Y otra vez responde y ahí está la verdadera y única macana... Porque otra vez responde bien.

Sea como sea, y para ir terminando esta carta, yo supongo que reduciré tarde o... menos tarde mis horas para tejer, es así como funciona el olvido; a su vez perderé la cuenta de la de veces que alza la mano omnipresente, o al menos le prestaré menos atención entre saltar un charco y esperar a que el semáforo de verde. En cuanto a usted. Usted no puede evitar que pase una vez por su día, y si se siente orgullosa y enfadada con esto que digo, pongamos por su semana, o si prefiere por su mes. ¡Lo que sea! ¡Por su año!, déjeme terminar... Ojalá que en esas visitas que quizás le haga yo mientras compra una maceta, o mientras cambia el cierre de un bolso, su cerebro distraído no mastique ni se embronque mediante sus cejas. Ojalá que esas visitas se parezcan más bien a una sonrisa.





Melancólera

¿A qué jugaba usted cuando estaba triste Don Julio? ¿Cómo diferenciaba la melancolía de la pena? No crea que hoy vengo dramático porque “yo” no lo creo, lo que no quita que estas letras peguen media vuelta con una olla de agua hirviendo en las manos. Digamos que si me pregunta por dónde ando diría que por una callecita descriptiva, media doble mano media autopista.

Porque hoy charlando con un amigo salió la tristeza a dar una vuelta, pero salió en un día de alma soleada y sin chaparrones, salió como tema y no como alguno de nuestros hombros. Pavada de sorpresa me llevé al empezar a hablar de ella como queriéndole sacar el cuero (no literalmente, ya sabe que a veces me patina la patria), estaba por ahí aunque lejos, pude reflexionar con ella y no desde ella. Sinceramente no estoy seguro si mi amigo sintió lo mismo, no pude leer si los dos hablábamos de mi tristeza teórica mientras la suya masticaba su cabeza, pero mire que de querer habernos engañado no lo culpo, porque yo también sé cómo hacerlo y asimismo sé que por lo general suele salir bien.

La cuestión es que estuvimos de acuerdo en una cosa irreductible: Los que no recordamos el primer instante en que esa clase de tristeza no te deja hacer pie, los que no tuvimos quizás un momento bisagra, luego del cual no haya habido día sin pena (algo extremo, lo sé). Decía, los que no sabemos de dónde salió ni por qué... Muchos días la sentimos llegar sin explicación, con el mismo mundo girando lleno de esa gente que nos gusta y que no nos gusta tanto, con un perro triste que sigue moviendo la cola por las dudas, con un regalo o con un extravío, con los mismos ojos buscándonos en el espejo madrugado, con el sol o inestable, con la misma cantidad de amores al debe o al haber. Así la muy sabandija nos prepara una fiesta sorpresa sin invitados.

Entonces Don Julio, la recibimos asustados y tercos, “Disculpame... ¿cuánto tiempo te vas a quedar? ¿vas a volverme a obligar a reflexionar sobre lo que no me gusta de mí? (volver-obligar-reflexionar... Mamita qué sintaxiscazo, pero cuando lo leo despacito es eso lo que quiero decir: ¿De nuevo?), ¿cuántos días contentos con las mismas características que éste, donde aparecés haciéndote la distraída, pasaron desde la última vez?”. Por eso (por la inexplicabilidad), me cuesta culpar a los depresivos (depresivos es una de mis palabras infavoritas, pero “muy tristes” suena a que no conozco la palabra “depresivos”. En fin), porque sin haber llegado tan lejos sé que no tenemos motivos para estar así de tristes, y curiosamente cuando los tenemos nos reforzamos (los tristes digo), porque ahí no creo que esté el problema, sino cuando ese espejo te mira y te asevera que no tenés verdaderos motivos para no querer barrer el piso, para no orear la casa, para no ir al supermercado.

Y como no sabemos la estadía de la pena empezamos la pulseada realidad-inevitabilidad. Porque es casi un hecho que va a volver-a obligar-a reflexionar y meta comerse el bocho con las cosas (nimias y no tanto), con ese nudo de humanidad que todos tenemos, así concluimos en que lo mejor es abrazar esos días lo mejor que se pueda, sabiendo que la caducidad depende de la cafeína que haya tomado la tristeza antes de ponerse a jugar con uno, y esperar a que se canse procurando no permitirle el papel protágonico que a ella tanto le gusta.

Cuesta mucho le digo, yo a usted no tengo necesidad de mentirle y triste por estos días no ando, entonces lo veo como a los problemas ajenos que cuando nos pasan a nosotros qué macana, pero que al aconsejar qué transparencia... si hasta dan ganas de ponerse en los zapatos del pobre confidente que no sabe cómo despegar la cabeza de la mesa del café. Pero no señor, que antes de atarse los cordones de esos zapatos ajenos y de otra talla, seguro aparecerían las dudas...

A ver si me sale y la próxima vez pongo un reloj hipotético cuando ésta ande cerca, de momento sé que vuelve (que va a volver). No se ha ido en 36 años mire si ahora va a perder el mapa de la boca de mi estómago... No significa esto que la vaticine, alguien que no la haya sentido nunca de la manera que acá procuro contarle seguro me trata de melodramático, y hasta tal vez tiene razón, porque si alguien tiene miedo de las mariposas y me pregunta catorce veces si en el muelle hay mariposas también me va a generar algo parecido. Y tener razón en estas cosas no es término absoluto, no pretendo que me comprenda quien sólo ha estado triste de manera causal, con circunstancias, con duelos milimétricos.


¿Y por qué va a volver?, quizás me preguntaría (me refiero a ese desconocido, pero si me lo pregunta usted también intento contestarle). Vuelve porque puede salirme un afta, una roncha atrás de la rodilla, un dolor de cabeza. Y a veces conviene buscarle razones, que las defensas bajas, que los nervios del trabajo (o la ausencia de trabajo), o de esposa, o quizás bichos en las sábanas, o nervios por una idolatría del deporte... vaya uno a saber. Pero si analizamos esas ronchas, o ese dolor de cabeza o las llagas en la boca, corremos atrás de los mismos motivos que esa pena que golpea la puerta a principio de mes, día 28 o a la mitad de la segunda semana. Y a veces conviene reflexionar Don Julio, pero otras veces no tanto...

Fábula

Tengo que abandonar la idea de que su llegada va a a ser extrema, de que conocerla va a ser palco de teatro. No va a haber un silencio entre su aparición y mi mirada boquiabierta ni va a llevar de un sacudón su melena hacia la izquierda. No va a haber un milagro de supermercado ni un aullido de ballena.

Tampoco se verá descalza como creo, no va a llover justo cuando encontremos un hueco estrecho bajo algún toldo a rayas ni vamos a tener una primera charla plagada de coincidencias. No voy a parecerle lo que sé que no puedo ser, no vamos a agarrarnos de ángeles desprevenidos ni ser los dioses de una chance improbable. Nada de lo que ha dicho mi devaneo será cierto ya que ninguna promesa me va a zamarrear cuando la vea.

Abandonar la fábula estrecha la panza y hace doler los dientes, es una adicción extraña percibir que puede andar cerca.

Entender de una vez que no habrá azules exactos ni necesidad de recreos ante una incredulidad geométrica, que no voy a saber llegar un minuto antes por instinto ni va a estar donde debería estar a la hora de la siesta. El as de corazones acaba siempre en la manga pero de alguna manera es sabido que llegó ahí por la destreza del mago, por eso entiendo que va a costar querernos, con las dudas y la realidad peleándose por el asiento de discapacitados, por eso no estamos entre los libros ni entre los parques, por eso no vamos a viajar en el mismo tren mirando por esa ventana empañada ni vamos a recoger al mismo tiempo la misma moneda.

Pero aunque pretendo convicción siento esa falta de niñez caprichosa, el destino es ciencia ficción barata que no para de vender plateas, me cuesta asumir que no voy a encontrar su mano injustificada ni que sus palabras podrán anticiparse a mi sonrisa; que en este caso la poesía va en reversa y nuestra belleza, de nacer, se forjará de los defectos más humanos y aprendidos. Asumir que no existimos, y que es incoherente que me siga escondiendo en su ausencia.