miércoles, 25 de noviembre de 2015

Barlatay

Barlatay no baila. Barlatay casi nunca bailó, y de haberlo hecho alguna que otra vez sólo es posible imaginarlo a solas:

Leves movimientos de cabeza al volante de su Ford, debidos éstos a un sorpresivo “error” en la radio (no así bajo la predeterminación de un Cd). Algunos pasos de baile (realizados al margen de su estado consciente) ante alguna canción inevitable como Jijiji o White Trash, o por algún ritmo que le trajera recuerdos sensoriales como la canción que solicita el personaje de Nicolas Cage en “Gone in 60 seconds”... The song Donnie. Donnie... The song.

A Barlatay, no obstante, le gustan los bares. Bares en los que la música suena mientras él bebe whisky con agua... Agua que las primeras veces se paga y que luego los bartenders suelen convidarle. También están los bartenders nuevos, en los bares de siempre, y son los bartenders con mayor antigüedad los que se encargan de explicar el favor que hay que hacerle a Barlatay. Quizás por eso suele reincidir en los mismos bares, y ansía (con verdadera ansiedad), que los miembros del staff no quieran cambiar su extenuante trabajo nocturno por algo mejor.

La música, esa que siempre suena en este tipo de bares, comienza a un volumen razonable cuando Barlatay se sienta en alguna banqueta de las barras laterales. No le gusta ni más ni menos que la que sonará estruendosa cuando las inhibiciones vayan mermando, aunque se siente más cómodo al principio porque esa música más bien quiere pasar desapercibida, es música de bar-temprano, además a esas horas él se siente a las anchas en la barra que ocupa, sin que le llenen el cenicero con restos de bombillas plásticas masticadas, chicles, cáscaras de un limón que disfrazó la dureza de un tequila, papeles plateados de paquetes de cigarrillos o cualquier cosa que no sea ceniza o colilla. Su vaso va y viene, al lado el cenicero, es temprano, entonces quizás no sea sólo la calidad o los decibeles de la música. Quizás sea el conjunto. Aunque los “éxitos” no le gustan ni fuertes ni inaudibles, tampoco la gente que se mueve mucho, ni los que son más felices cuando beben, o al menos los que siempre son más felices cuando beben. Entonces cuando le cuesta más trabajo volver a la barra, cuando demoran más en atenderlo, cuando la música de moda está tan alta... Quizás el disgusto también se trate de un “conjunto”.

Pero a Barlatay le gusta la gente (quizás no tanta gente), disfruta de la noche en esa oscura mezcla de soledad y de compañía. Barlatay necesita ver a las chicas pasearse con sus perfumes, con sus pelos imposiblemente brillantes, con sus pieles satinadas. Además no quiere adentrarse en un bar con tragaperras, de luces fluorescentes, donde todos sean como él pero más viejos, en esos bares donde nadie le preguntaría por qué toma whisky con agua, porque a nadie le importaría un carajo, ni eso ni el resto de la existencia.

Siempre (o casi siempre, que los siempres son de superhéroe) que Barlatay iba oyendo la música que bien correspondía a la medianoche, a la una de la madrugada, o a las dos, recordaba los bares donde quizás pudiesen poner esa música que trasciende, que lo haría querer moverse y hasta pedalear alguno de los pies en el fierrito de su butaca. Pero ahora Barlatay está lejos de la Argentina, en un lugar sin demasiada importancia, al menos en lo que respecta a este relato. Porque incluso para él, en cualquier lugar fuera de su patria le sería privado el placer de una canción que lo saque de la costumbre auditiva. Porque tampoco las canciones extranjeras que podrían distraerlo cuelan en la lista de ningún “picnhadiscos”, esos muchachos que con medio auricular en su cabeza (siempre una oreja la dejan libre), dejan salir cosas al aire, según el propio Barlatay, muy electrónicas y todavía más feas.

Las rutinas para Barlatay son relativas, aunque se lo vea esquinado en una barra seis días seguidos, él siempre reconoce las pequeñas diferencias que pueden influir en una noche. Entonces si puede girarse en su butaca hacia las mesas para dar una mirada rauda sobre los acontecimientos, o si puede trasladarse con cierta ligereza hacia la barra o hacia el baño, o si el contacto físico con extraños no es constante... Entonces ya no es, por ejemplo, un sábado más.

Asimismo si puede observar los bailes de las chicas sin que los constantes traslados de los descontentos le obstruyan la visión, y si puede disfrutar porque ellas disfrutan, tanto porque las dejan bailar en paz sin asedio, o porque tienen el espacio que precisan para desenvolverse... Entonces ya puede ser un buen sábado.

Porque no quiere estar absolutamente solo en los bares que frecuenta, ni llega a creer que un fin de semana los hombres puedan abstenerse de salir y de beber en movimiento. Tampoco espera que bajen la música ni que los bartenders firmen un contrato perenne con esos jefes insensibles, pero sabe disfrutar las casualidades que permiten espacio entre persona y persona, más chicas que chicos, pocos acercamientos indeseados que abrazan y que brindan... Incluso en un buen sábado puede haber una chica que lo observe para memorizarlo, y quizás hasta llegue a hablarle en otro momento, en la cola del supermercado, atrapados en un ascensor, encerrados en una bóveda. Barlatay pensaba en esas cosas ridículas entre su ensimismamiento y movía la cabeza, sonriendo, dejando entrar un buen sorbo de whisky en la boca. Se reía porque ya no se aborrece, eso fue hace tiempo, cuando no le daba lo mismo atrincherarse en bares, aunque lo hubiese querido, y eso que antes estaba en un lugar más anónimo. Qué habría hecho en esta isla en aquella época, se preguntaba Barlatay masticando un cubo de hielo, mientras redireccionaba su mirada hacia la chica que parecía estar fichándolo de nuevo.

No era la primera vez que lo miraban, que Barlatay es un tipo tan pintón como temerario, quizás por eso su actitud huraña tenía cierta aceptación. La sociedad adopta borrachos lúgubres y rutinarios si son buenos mozos, si lucen mal llaman a seguridad para que los saquen, o al menos para que los vigilen de cerca.

Barlatay, en ese sábado que no era un sábado más, viró en su butaca para no contornear otra vez, para girar entero. Y el bar estaba concurrido pero no atiborrado, sintió un placer casi enfermizo al no chocar sus rodillas en su radio de movimiento. No planeó quedarse mucho tiempo viendo a la chica, la cual no lo miraba en ese preciso instante, sino que bailaba bastante enajenada una canción que él reconoció por haberla escuchado antes, pero que no registraba realmente. No le gustaba lo que hacía, darse vuelta para galantear a sabiendas de que no iba a dar un paso más. Barlatay retornó a su posición anterior, dio un trago más largo que lo habitual a su whisky y lo vació (esto lo supo por el tamaño de los hielos chocando contra sus dientes). Armó un cigarrillo, pero antes de prenderlo decidió ir a rellenar el vaso. Titubeó. ¿Cuántos llevaba? ¿No aprendió todavía que por más whisky que beba no va a hablar con una chica que baila?.

Porque si el guapo Barlatay era observado por una chica taciturna desde algún punto del bar, (y tal vez extraviada), quizás había una chance. No porque fuera a acercarse, todo lo contrario, porque podrían acercarse a pedirle fuego a él, a preguntarle algo como qué tipo de hombre se sienta solo a beber whisky, sobándole la espalda, hablándole cerca. Barlatay recuperaba la calma y se reía por esas veces (que sin estas exageraciones), algo similar llamó a su puerta. Chicas que le hablaron, en situaciones que él pudo, mal o bien, manejar con la máxima naturalidad que le fue provista.

Ya no cabía duda, la chica le daba lo mismo, decidió arrebatado más whisky con agua. Apretó las muelas, porque la mayoría de las veces que tenía que salir de su zona de confort apretaba las muelas, y fue hacia la barra.

Como de costumbre no habló con los bartenders, simplemente esperó a que alguno de los dos lo observe para hacerle un gesto (el cual casi siempre incluía una sonrisa... Que tampoco es Tony Montana). Con sus ojos atentos en los cuatro ojos de los muchachos, y procurando que la torpeza de los que se avalanchaban con los billetes apretados contra esa madera que parecían fornicar no lo perturbasen más allá de lo soportable, Barlatay mantenía cauta la paciencia. Quizás lo que lo fastidió un poco más, al menos esa vez, fue la determinación de esas personas en un sábado que, como bien sabía él, el bar no estaba rebalsado.

Dio un paso hacia la derecha para dejar que los muchachos consigan de una vez por todas sus tragos. Al ver que las bebidas eran de colores (una azulada, las otras dos rozando el rojo), Barlatay entrecerró los ojos y carajeó. Pero unas caderas inoportunas repitieron el carajeo desde abajo, dándole después un pequeño golpecito.

Barlatay nunca va a saber si el hecho de que el bartender le haya acercado su whisky con agua casi de memoria, entre los brazos lunáticos de la muchedumbre, fue perjudicial o intrascendente (se sorprendió, quizás en algún momento había sido visto por la sagacidad del obrero de barra sin que él lo haya percibido). Y apenas si había gesticulado ante el golpecito de la muchacha cuando tuvo que pagar, esperar el vuelto, agradecer... Ya en ese momento la chica estaba acodada de puntillas pidiendo su trago, que acabaría siendo una cerveza en botella. Barlatay, amotinado, decidió volver rápido a su guarida.

Quizás crean que es injusto que traiga a cuenta lo siguiente. Justo en este momento del relato, justo ahora... Pero a diferencia del lugar de los hechos, a mi entender esto puede sumar a nivel narrativo. Porque si fuesen ustedes Barlatay, un tanto incómodos con la situación de esta chica mostrando un leve gesto de interés hacia ustedes, y quisieran volver a su banqueta en la barra lateral del bar, a la tercera de adelante hacia atrás para ser más precisos, y notasen que hay un grupo de seis personas obstruyendo el lugar, como arrinconando a la banqueta para hacerle bullying, y casi de inmediato vieran que una de las chicas de ese grupete se abalanza casi desmayada en esa, su banqueta... Y no pudiesen sacarlos o pedirles permiso porque a más de un chico, si fueran Barlatay, lo habrían sacado pitando, y más de una vez. Pero a una chica que además está rodeada de cinco hamsters exacerbados, y muy felices... Si ustedes fuesen Barlatay, dudarían.

Entonces él tuvo que quedarse de pie cerca de las escaleras, una de las peores cosas que solían sucederle en el bar. Sentía que estar de pie evidencia querer estar de pie, padecía no poder darle la espalda a todo desde esa altura, desde esa libertad de 360 grados, odiaba no poder adentrarse en la madera que sostiene su vaso, no poder sonreír entre las cavilaciones surreales de chicas que no existen (o que existen pero que no harían jamás eso que imagina). Barlatay carajeó de nuevo y de reojo fue con la vista hacia el lugar que tan vilmente le habían usurpado. Por lo general, en situaciones similares, bajaría las escaleras con el vaso, se lo zamparía de un tirón en la puerta de salida, subiría otra vez, se cercioraría de su desgracia... y, o bien se iría a casa, o bien sacaría a los intrusos con su metro noventa y cinco y su áspero semblante.

Barlatay sintió su cuello enrojecido, debía buscar los motivos. La chica seguía bailando, con la cerveza casi llena, el líquido uluante apenas abajo de la parte más ancha de la botella, bailaba y con sutileza lo miraba, hacía en ese momento el paso que eleva las manos alternadamente, algo parecido a John Travolta en “Pulp Fiction” mezclado con el encerar/pulir de Daniel-San (pero con más gracia). Lo miraba, bailaba sobria, o con la elegancia de la sobriedad... Y lo miraba. Barlatay quería saber que lo mejor era tomarse el trago rápido e irse de ahí, pero no lo sabía, y mantenía una lucha interna con su mano, con su boca sedienta y con ese cuerpo de más que no sabe por qué sobra. Hacía lo imposible porque la chica no notara que la veía bailar. Bailaba entera, la blusa blanca que transparentaba un híbrido entre corpiño y musculosa también bailaba. Los anillos bailaban en la mano muy abierta, a la altura de los muslos, como temblando. Bailaba su maldito pelo, padecía Barlatay, desorbitado pero consecuente, bailaba con su cabeza atrasada hasta una sensual corvatura. Y lo volvía a mirar. Bailaban sus muslos arrodillados, minifaldados, bailaba después haciendo alharaca con las dos amigas de turno, riendo todas de una torpeza sexy, sabiendo todas ellas que la torpeza es otra cosa, y Barlatay sintió aún más el ridículo en sus apretadas muelas.

Salió como de un trance, puso una cara acorde y fue hasta el lugar donde aún permanecían la chica y los cinco pigmeos. Fue hacia donde estaba su banqueta.

Sólo dijo “sacala”, cabeceando hacia la intrusa, lo dijo a la argentina, con acento en la segunda “a”, sin importarle si eran eslovenos o peruanos, lo dijo sin violencia pero con una dicción bastante perturbadora... Y todos, los cuatro chicos y la chica, dejaron de reírse y miraron hacia la banqueta de la sexta integrante de la banda. “Yo me voy a sentar ahí” agregó, y la chica de a poco alzó la cabeza, con la cara desfigurada, un tanto indecente. Los cinco la sacaron sin decir nada, en una mezcla de pavor y de desconcierto. Barlatay se sintió un poco culpable, quizás esperaba que le exijan una explicación, de esa manera hubiese sonado más sensata la demanda, porque él había pasado ahí toda la noche, ¿acaso ninguno de los seis lo había notado?, “pendejos del orto”, se dijo, lastimando a la culpa de un whiskazo.

Ya entraban las 3 de la mañana, Barlatay resopló el mal momento y se dispuso a armar otro cigarrillo, luego se alumbró la cara, acercó el tabaco y lo caló bien fuerte, acto seguido giró la cabeza hacia el sitio donde seguían bailando las muchachas, incluída “esa” muchacha. Sintió bajar su propio ceño iracundo en la mirada, que esa vez duró un par de segundos más que todas las miradas tartamudas del resto de la noche. Vio como la muchacha que seguía revoloteando perdía la sonrisa, hasta el punto de desaparecer casi por completo. Después ubicó la mirada en las otras dos, se alternaba entre una y otra, hasta que ninguna de las tres casi sonreía. Se aseguró la ausencia total de gracia, rehizo el giro y caló de vuelta hasta el fondo de sus pulmones, tiró el humo y acabó el whisky de dos largos tragos.

Pasó un rato más entre tres cigarrillos, el cenicero no estaba tan mal después de toda una noche, en el ínterin fue hasta la barra una vez más con su mirada casi hacia adentro. Luego de un tiempo tan indeterminado como agradable, se paró y fue hasta la salida, sentía adecuada la hora de volver a casa. Las chicas ya no estaban detrás de él, en algún momento se habían ido del bar, pero Barlatay no había vuelto a mirarlas, y como tampoco giró la cabeza en ese efímero camino hacia el primer escalón, no se dio cuenta si estaban o no, pero no lo calculó, incluso está de más decir que le dio lo mismo. A mitad de las escaleras, ebrio en su burbuja, y francamente sin seguir una línea de pensamiento, tarareó la versión de “El baile oficial” que solían dedicarle sus amigos: “La policía - no baila, gobernador - no baila, mi profesor - no baila... y Barlatay... no baila!”.