Barlatay no baila.
Barlatay casi nunca bailó, y de haberlo hecho alguna que otra vez sólo es posible imaginarlo a solas:
Leves movimientos de
cabeza al volante de su Ford, debidos éstos a un sorpresivo “error”
en la radio (no así bajo la predeterminación de un Cd). Algunos
pasos de baile (realizados al margen de su estado consciente) ante alguna canción inevitable como Jijiji
o White Trash, o por algún ritmo que le trajera
recuerdos sensoriales como la canción que solicita el personaje de
Nicolas Cage en “Gone in 60 seconds”... The song Donnie.
Donnie... The song.
A
Barlatay, no obstante, le gustan los bares. Bares en los que la
música suena mientras él bebe whisky con agua... Agua que las
primeras veces se paga y que luego los bartenders suelen convidarle.
También están los bartenders nuevos, en los bares de siempre, y son
los bartenders con mayor antigüedad los que se encargan de explicar
el favor que hay que hacerle a Barlatay. Quizás por eso suele
reincidir en los mismos bares, y ansía (con verdadera ansiedad), que
los miembros del staff no quieran cambiar su extenuante trabajo
nocturno por algo mejor.
La
música, esa que siempre suena en este tipo de bares, comienza a un
volumen razonable cuando Barlatay se sienta en alguna banqueta de las
barras laterales. No le gusta ni más ni menos que la que sonará
estruendosa cuando las inhibiciones vayan mermando, aunque se siente
más cómodo al principio porque esa música más bien quiere pasar
desapercibida, es música de bar-temprano, además a esas horas él
se siente a las anchas en la barra que ocupa, sin que le llenen el
cenicero con restos de bombillas plásticas masticadas, chicles,
cáscaras de un limón que disfrazó la dureza de un tequila, papeles
plateados de paquetes de cigarrillos o cualquier cosa que no sea
ceniza o colilla. Su vaso va y viene, al lado el cenicero, es
temprano, entonces quizás no sea sólo la calidad o los decibeles de
la música. Quizás sea el conjunto. Aunque los “éxitos” no le
gustan ni fuertes ni inaudibles, tampoco la gente que se mueve
mucho, ni los que son más felices cuando beben, o al menos los que
siempre son más
felices cuando beben. Entonces cuando le cuesta más trabajo volver a
la barra, cuando demoran más en atenderlo, cuando la música de moda
está tan alta... Quizás el disgusto también se trate de un
“conjunto”.
Pero
a Barlatay le gusta la gente (quizás no tanta gente), disfruta de la
noche en esa oscura mezcla de soledad y de compañía. Barlatay
necesita ver a las chicas pasearse con sus perfumes, con sus pelos
imposiblemente brillantes, con sus pieles satinadas. Además no
quiere adentrarse en un bar con tragaperras, de luces
fluorescentes, donde todos sean como él pero más viejos, en esos
bares donde nadie le preguntaría por qué toma whisky con agua,
porque a nadie le importaría un carajo, ni eso ni el resto de la
existencia.
Siempre
(o casi siempre, que los siempres
son de superhéroe) que Barlatay iba oyendo la música que bien
correspondía a la medianoche, a la una de la madrugada, o a las
dos, recordaba los bares donde quizás pudiesen poner esa música
que trasciende, que lo haría querer moverse y hasta pedalear alguno
de los pies en el fierrito de su butaca. Pero ahora Barlatay está
lejos de la Argentina, en un lugar sin demasiada importancia, al
menos en lo que respecta a este relato. Porque incluso para él, en
cualquier lugar fuera de su patria le sería privado el placer de una
canción que lo saque de la costumbre auditiva. Porque tampoco las
canciones extranjeras que podrían distraerlo cuelan en la lista de
ningún “picnhadiscos”, esos muchachos que con medio auricular en
su cabeza (siempre una oreja la dejan libre), dejan salir cosas al
aire, según el propio Barlatay, muy electrónicas y todavía más
feas.
Las
rutinas para Barlatay son relativas, aunque se lo vea esquinado en
una barra seis días seguidos, él siempre reconoce las pequeñas
diferencias que pueden influir en una noche. Entonces si puede
girarse en su butaca hacia las mesas para dar una mirada rauda sobre
los acontecimientos, o si puede trasladarse con cierta ligereza hacia
la barra o hacia el baño, o si el contacto físico con extraños no
es constante... Entonces ya no es, por ejemplo, un sábado más.
Asimismo
si puede observar los bailes de las chicas sin que los constantes
traslados de los descontentos le obstruyan la visión, y si puede
disfrutar porque ellas disfrutan, tanto porque las dejan bailar en
paz sin asedio, o porque tienen el espacio que precisan para
desenvolverse... Entonces ya puede ser un buen sábado.
Porque
no quiere estar absolutamente solo en los bares que frecuenta, ni
llega a creer que un fin de semana los hombres puedan abstenerse de
salir y de beber en movimiento. Tampoco espera que bajen la música
ni que los bartenders firmen un contrato perenne con esos jefes
insensibles, pero sabe disfrutar las casualidades que permiten
espacio entre persona y persona, más chicas que chicos, pocos
acercamientos indeseados que abrazan y que brindan... Incluso en un
buen sábado puede haber una chica que lo observe para memorizarlo, y
quizás hasta llegue a hablarle en otro momento, en la cola del
supermercado, atrapados en un ascensor, encerrados en una bóveda.
Barlatay pensaba en esas cosas ridículas entre su ensimismamiento y
movía la cabeza, sonriendo, dejando entrar un buen sorbo de whisky
en la boca. Se reía porque ya no se aborrece, eso fue hace tiempo,
cuando no le daba lo mismo atrincherarse en bares, aunque lo hubiese
querido, y eso que antes estaba en un lugar más anónimo. Qué
habría hecho en esta isla en aquella época, se preguntaba Barlatay
masticando un cubo de hielo, mientras redireccionaba su mirada hacia
la chica que parecía estar fichándolo de nuevo.
No
era la primera vez que lo miraban, que Barlatay es un tipo tan pintón
como temerario, quizás por eso su actitud huraña tenía cierta
aceptación. La sociedad adopta borrachos lúgubres y rutinarios si
son buenos mozos, si lucen mal llaman a seguridad para que los
saquen, o al menos para que los vigilen de cerca.
Barlatay,
en ese sábado que no era un sábado más, viró en su butaca para no
contornear otra vez, para girar entero. Y el bar estaba concurrido
pero no atiborrado, sintió un placer casi enfermizo al no chocar sus
rodillas en su radio de movimiento. No planeó quedarse mucho tiempo
viendo a la chica, la cual no lo miraba en ese preciso instante, sino
que bailaba bastante enajenada una canción que él reconoció por
haberla escuchado antes, pero que no registraba realmente. No le
gustaba lo que hacía, darse vuelta para galantear a sabiendas de que
no iba a dar un paso más. Barlatay retornó a su posición anterior,
dio un trago más largo que lo habitual a su whisky y lo vació (esto
lo supo por el tamaño de los hielos chocando contra sus dientes).
Armó un cigarrillo, pero antes de prenderlo decidió ir a rellenar
el vaso. Titubeó. ¿Cuántos llevaba? ¿No aprendió todavía que
por más whisky que beba no va a hablar con una chica que baila?.
Porque
si el guapo Barlatay era observado por una chica taciturna desde
algún punto del bar, (y tal vez extraviada), quizás había una
chance. No porque fuera a acercarse, todo lo contrario, porque
podrían acercarse a pedirle fuego a él, a preguntarle algo como qué
tipo de hombre se sienta solo a beber whisky, sobándole la espalda,
hablándole cerca. Barlatay recuperaba la calma y se reía por esas
veces (que sin estas exageraciones), algo similar llamó a su puerta.
Chicas que le hablaron, en situaciones que él pudo, mal o bien,
manejar con la máxima naturalidad que le fue provista.
Ya no
cabía duda, la chica le daba lo mismo, decidió arrebatado más
whisky con agua. Apretó las muelas, porque la mayoría de las veces
que tenía que salir de su zona de confort apretaba las muelas, y fue
hacia la barra.
Como
de costumbre no habló con los bartenders, simplemente esperó a que
alguno de los dos lo observe para hacerle un gesto (el cual casi
siempre incluía una sonrisa... Que tampoco es Tony Montana). Con sus ojos atentos en los cuatro ojos de los muchachos, y procurando que la
torpeza de los que se avalanchaban con los billetes apretados contra esa madera que parecían fornicar no lo
perturbasen más allá de lo soportable, Barlatay mantenía cauta la
paciencia. Quizás lo que lo fastidió un poco más, al menos esa
vez, fue la determinación de esas personas en un sábado que,
como bien sabía él, el bar no estaba rebalsado.
Dio
un paso hacia la derecha para dejar que los muchachos consigan de una
vez por todas sus tragos. Al ver que las bebidas eran de colores
(una azulada, las otras dos rozando el rojo), Barlatay entrecerró
los ojos y carajeó. Pero unas caderas inoportunas repitieron el
carajeo desde abajo, dándole después un pequeño golpecito.
Barlatay
nunca va a saber si el hecho de que el bartender le haya acercado su
whisky con agua casi de memoria, entre los brazos lunáticos de la
muchedumbre, fue perjudicial o intrascendente (se sorprendió, quizás
en algún momento había sido visto por la sagacidad del obrero de
barra sin que él lo haya percibido). Y apenas si había gesticulado
ante el golpecito de la muchacha cuando tuvo que pagar, esperar el
vuelto, agradecer... Ya en ese momento la chica estaba acodada de
puntillas pidiendo su trago, que acabaría siendo una cerveza en
botella. Barlatay, amotinado, decidió volver rápido a su guarida.
Quizás
crean que es injusto que traiga a cuenta lo siguiente. Justo en este
momento del relato, justo ahora... Pero a diferencia del lugar de los
hechos, a mi entender esto puede sumar a nivel narrativo. Porque si
fuesen ustedes Barlatay, un tanto incómodos con la situación de
esta chica mostrando un leve gesto de interés hacia ustedes, y
quisieran volver a su banqueta en la barra lateral del bar, a la
tercera de adelante hacia atrás para ser más precisos, y notasen
que hay un grupo de seis personas obstruyendo el lugar, como
arrinconando a la banqueta para hacerle bullying, y casi de inmediato
vieran que una de las chicas de ese grupete se abalanza casi
desmayada en esa, su banqueta... Y no pudiesen sacarlos o pedirles
permiso porque a más de un chico, si fueran Barlatay, lo habrían
sacado pitando, y más de una vez. Pero a una chica que además está
rodeada de cinco hamsters exacerbados, y muy felices... Si ustedes
fuesen Barlatay, dudarían.
Entonces
él tuvo que quedarse de pie cerca de las escaleras, una de las
peores cosas que solían sucederle en el bar. Sentía que estar de
pie evidencia querer estar de pie, padecía no poder darle la espalda a
todo desde esa altura, desde esa libertad de 360 grados, odiaba no poder
adentrarse en la madera que sostiene su vaso, no poder sonreír entre
las cavilaciones surreales de chicas que no existen (o que existen
pero que no harían jamás eso que imagina). Barlatay carajeó de
nuevo y de reojo fue con la vista hacia el lugar que tan vilmente le
habían usurpado. Por lo general, en situaciones similares, bajaría
las escaleras con el vaso, se lo zamparía de un tirón en la puerta
de salida, subiría otra vez, se cercioraría de su desgracia... y, o
bien se iría a casa, o bien sacaría a los intrusos con su metro
noventa y cinco y su áspero semblante.
Barlatay
sintió su cuello enrojecido, debía buscar los motivos. La chica
seguía bailando, con la cerveza casi llena, el líquido uluante
apenas abajo de la parte más ancha de la botella, bailaba y con
sutileza lo miraba, hacía en ese momento el paso que eleva las manos
alternadamente, algo parecido a John Travolta en “Pulp Fiction”
mezclado con el encerar/pulir
de Daniel-San (pero con más gracia). Lo miraba, bailaba sobria, o
con la elegancia de la sobriedad... Y lo miraba. Barlatay quería
saber que lo mejor era tomarse el trago rápido e irse de ahí, pero
no lo sabía, y mantenía una lucha interna con su mano, con su boca
sedienta y con ese cuerpo de más que no sabe por qué sobra. Hacía
lo imposible porque la chica no notara que la veía bailar. Bailaba
entera, la blusa blanca que transparentaba un híbrido entre corpiño
y musculosa también bailaba. Los anillos bailaban en la mano muy abierta, a la altura de los muslos, como temblando. Bailaba su
maldito pelo, padecía Barlatay, desorbitado pero consecuente,
bailaba con su cabeza atrasada hasta una sensual corvatura. Y lo
volvía a mirar. Bailaban sus muslos arrodillados, minifaldados,
bailaba después haciendo alharaca con las dos amigas de turno,
riendo todas de una torpeza sexy, sabiendo todas ellas que la torpeza
es otra cosa, y Barlatay sintió aún más el ridículo en sus
apretadas muelas.
Salió
como de un trance, puso una cara acorde y fue hasta el lugar donde
aún permanecían la chica y los cinco pigmeos. Fue hacia donde
estaba su banqueta.
Sólo
dijo “sacala”, cabeceando hacia la intrusa, lo dijo a la
argentina, con acento en la segunda “a”, sin importarle si eran
eslovenos o peruanos, lo dijo sin violencia pero con una dicción
bastante perturbadora... Y todos, los cuatro chicos y la chica,
dejaron de reírse y miraron hacia la banqueta de la sexta integrante
de la banda. “Yo me voy a sentar ahí” agregó, y la chica de a
poco alzó la cabeza, con la cara desfigurada, un tanto indecente.
Los cinco la sacaron sin decir nada, en una mezcla de pavor y de
desconcierto. Barlatay se sintió un poco culpable, quizás esperaba
que le exijan una explicación, de esa manera hubiese sonado más
sensata la demanda, porque él había pasado ahí toda la noche,
¿acaso ninguno de los seis lo había notado?, “pendejos del orto”,
se dijo, lastimando a la culpa de un whiskazo.
Ya
entraban las 3 de la mañana, Barlatay resopló el mal momento y se
dispuso a armar otro cigarrillo, luego se alumbró la cara, acercó
el tabaco y lo caló bien fuerte, acto seguido giró la cabeza hacia
el sitio donde seguían bailando las muchachas, incluída “esa”
muchacha. Sintió bajar su propio ceño iracundo en la mirada, que
esa vez duró un par de segundos más que todas las miradas
tartamudas del resto de la noche. Vio como la muchacha que seguía
revoloteando perdía la sonrisa, hasta el punto de desaparecer casi
por completo. Después ubicó la mirada en las otras dos, se
alternaba entre una y otra, hasta que ninguna de las tres casi
sonreía. Se aseguró la ausencia total de gracia, rehizo el giro y
caló de vuelta hasta el fondo de sus pulmones, tiró el humo y acabó
el whisky de dos largos tragos.