jueves, 29 de enero de 2015

Es horrible salir a buscar trabajo (cuento)

Había mucho viento, y a pesar de los 13 grados no era el frío el que me jodía el andar. Era-el-viento.

No me gusta llevar puesta la capucha del buzo porque se me aplasta el pelo, pero era la única forma de paliar el ruido del aire. Pero entre sus ráfagas, el viento cambiaba de frente y la capucha se embolsaba y después se caía. “La puta madre que lo parió... al viento, a la rutina, a este paseo marítimo y a todos los infelices que no se quejan de esta vida miserable”.

“¡He dicho!”.

Me alejé del mar para buscar paredes, o calles más angostas, para no ver más turismo optimistas, para que me cague una gaviota en la cabeza, pero no. El viento se rió de mi en la jeta y empezó a castigarme de costado. Después lo vi. “Un bar, ahí hay un bar...”, de hecho así se llamaba. “Bar”. Ni nombre tenía el tugurio, “bar”, pero al abrir la puerta y dar dos pasos, me ablandé de inmediato con el silencio de los vasos siendo servidos, de las figuras de la gente entre humo de cigarros, de las luces amarillas. “Bar”.

Me acerqué a la barra haciéndome lugar entre hombres y mujeres de pie que sostenían conversaciones ebrias, “permiso”, “gracias”. Y llegué para pedir algo. “Una cañita por favor”, le dije a la bartender. Tenía cara conocida. “Enseguida”, me dijo. Fruncí el ceño para buscar en la memoria y me empecé a reír porque simplemente me había hecho acordar a una actriz porno. La de Deep Throat, pensé, pero no me vino el nombre.

Vuelve con mi cerveza y me dice que son 2 euros. “Me estás jodiendo, es la actriz porno”, dije no muy fuerte. “¡Esmarelda!”, grita ella hacia la derecha, “los chicos de la mesa tres piden la cuenta”.

Miro a los chicos de la mesa tres, pero lo hago rápido, por inercia; después me vuelvo hacia el interior de la barra desde donde sale Esmarelda secándose las manos con un trapo. “Voy”, dice.

“Me cago en Santa Inés”, digo yo. Era el personaje de Pulp Fiction, la misma latina que no sé como se llama, o sea, no sé el nombre de la actriz de Pulp Fiction, esta se llama Esmarelda, sino me equivoco Villalobos. “¡Villalobos!”, digo yo para que se de vuelta. Claro que se da vuelta, claro que con toda su cara de bah mira hacia donde estaba Garganta Profunda. Se me quedan mirando las dos en silencio. Yo empiezo a balbucear, quiero empezar con un pero, aunque el resto de la frase se me hace imposible, ¿qué iba a decir?. Tenemos un silencio muy incómodo hasta que ella me pregunta, “¿te conozco?”. Y yo, “Te vas a cagar de risa, pero me tomé un taxi en Chicago con vos. Me llevaste al hospital, ¿te acordás?”. “Nunca trabajé en Chicago”, dice, y Garganta Profunda que busca algo atrás de mi hombro. O a alguien.

“¿Todo bien?”, pregunta casi al llegar una voz masculina. Ya me daba miedo darme vuelta, ¿dónde carajo estaba metido?. Respiro profundo y antes de que alguna de las chicas pudiese responder me giro. “Na, me estás jodiendo”. Garganta Profunda, con los ojos yendo de arriba hacia abajo sobre mí, dice, “de momento está todo bien... son 2 euros”. Yo saco la moneda, se la doy, y después me giro de nuevo, despacito, pregunto... “¿Thor”?.

El chabón abre sorprendido todo un gesto como si yo hubiese descubierto su gran secreto. Estaba de civil pero me di cuenta que era Thor. Me agarra del hombro y me arrastra a un rincón. “¿Cómo me reonociste? ¿Quién sos?”. El tipo mueve la boca y yo me río un poco. “¿Por qué hablás como argentino Thor?”. “¡Quién sos dije!”, y me estampa contra la máquina expendedora de cigarros. “Eh eh, pará, no le digo nada a nadie. Te reconocí porque... me ayudaste a bajar el gato del árbol, ¿te acordás?”. “Ah, sos gracioso, ¿no?”. Era imposible salir de esa situación, Thor me iba a cagar irremediablemente a trompadas.

“¡Bazta Andréz! Dejá al chico tranquilo”. Todavía acogotado por el grandote relojeo procurando ver quién es el zezioso que se acercó a rescatarme, a estas alturas podría ser Jesucristo. Al verlo me empecé a reír fuerte, todavía había restos de la risa que me daba Thor hablando como el 9 de River. Thor me sacudió de nuevo contra la máquina, “este gracioso anda molestando a las chicas”, agrega mientras me amenaza con un gesto cómplice. “Zoltalo te dije, el jefe quiere verlo”. El rubio me baja y amaga con darme un cabezazo, después se me acerca el zezioso y me acomoda el buzo. “¿Zabéz quién zoy yo?”. “Sí, le digo, sos Julio Iglesias... perdoname, eh... no sabía que se te había jodido la voz. No me reía de eso eh. Pasa que la chica de la barra no se acuerda de que me llevó en taxi una vez, cuando era taxista, y se puso nerviosa la otra, y llamó a... Andrés. Ahí se enquilombó todo.”

“Exzacto, veo... A mi me da igual”, dice Iglesias antes de pedirme que lo siga porque el jefe quiere verme, cosa que ya había escuchado cuando se lo dijo a Thor pero que él se vio obligado a repetir por las dudas.

Me llevan por unos pasillos más feos que la mierda, después Julio, que iba de impecable traje negro, abre la puerta del baño e igual que en el bar de la película de Robert Rodriguez, se abre una puerta secreta en uno de los cubículos out of service, que además estaba todo cagado. “Pazá”.

¿Por qué será zezioso? No lo puedo tomar en serio...

Entro a la oficina del jefe y me siento, escucho que tiran la cadena y que debe tratarse de él. Curioso que suene un baño en una oficina a la que se llega por un pasadizo desde otro baño. En fin.

Mirá vos... Bueno, mejor, un tipo normal, aunque no puedo creer que este sea el jefe del bar. A mi me recuerda a un oficinista, a un desgraciado, a un sumiso.

“¿Y? ¿Qué te ha parecido el bar Fabián?”, suelta él, acomodándose los pantalones y esperando que le de un veredicto de algo muy suyo. Pero no viene a sentarse enfrente mío, se arrima a una mesita ratona y sirve dos vasos de ron. Yo pensé que eso de tener vasos y bebidas en una mesa era cosa de las películas.

“No, no. ¿por qué habría de ser una cosa de las películas?”, hace una pausa abriendo los brazos y antes de seguir baja las comisuras, “si sólo se trata de una mesa y de unos vasos”.

Me estás cargando, “¿cómo... qué. Cómo sabe, disculpe”.

“Tranquilo, venís bien. Va a ser mejor si empezás a hablar y a pensar menos, no te amenazo, aunque la frase parezca que te amenazo, ¿eh?. Quiero decir, que si pensás las cosas y vas viendo que te escucho te vas a poner peor. Me gustó lo que hiciste con Esmarelda”, dice eso sin mirarme, moviendo el dedo índice hacia el techo mientras pone hielo en uno de los vasos, “un personaje ínfimo de una película de Tarantino”, y se empieza a reír. O mejor dicho, te estás riendo, ¿voy a tener que aclarar a cada rato que lo que pienso vos lo escuchás?.

“Vos sabrás, lo que quiero decir es que me gustó porque fue divertido. Lo que no sé es por qué Chicago”.

“No sé dónde transcurre la escena del taxi de Pulp Fiction, usaron el efecto de las pelis viejas donde usan fotos para mostrar la ciudad en las ventanas. Pero a ver, ¿usted quién es?”

“Soy la muerte”, y me guiña el ojo. Es obvio que no es la muerte, y no me vengas con vos sabrás, no hay manera de que este absurdo mejore. “Che, muerte, ¿y me voy a acordar de este sueño?, me van a despertar ustedes, o me voy a encamar con las dos pibas de la barra. Eso si que me gustaría antes de terminar, haceme el aguante.” Pienso, hablo, hago lo que me sale del culo.

“Podés creer Julio”, le dice a Iglesias mientras éste ajusticia los cueritos de sus dedos con un cortaplumas. “Mjm” responde el cantante, como hipnotizado y con la lengua afuera.

“Pero eso es porque no quiere pensar”, agrega mirándolo a Iglesias mientras me apunta con la mano abierta, “si cuando quiere puede el pibe”. “Andá, se te va a calentar la cerveza. Podrías haber hecho un esfuerzo titán”, y me guiña de nuevo el ojo, esta vez cabeceándolo un poquito.

Yo por primera vez analizo la habitación. Hay olor a encierro, como a tela húmeda, pero mientras devaneo en la decoración me interrumpe el jefe de nuevo.

“No vino la chica que limpia, ¿qué querés? Pero decirnos que hay olor a tela húmeda che, ¿a vos te parece?”, dice el jefe burlándose de mí aunque hablándole a Iglesias.

“Usé trapo más arriba, cuando Esmarelda salía de la barra a la mesa tres, y a que no adivina titán...”

“¿Qué cosa Fabián?”. Yo quiero responder de inmediato, pero antes aclaro en off que la palabra titán no le pega.

“No se dio cuenta que pasó de ser como un empleado público a ser como un mafioso desagradable”, respondo yo, “esta escena también es una bosta y si me voy a tomar la cerveza con las chicas es porque-yo-eso-lo-sé, y no por el complot que está haciendo usted. Además me rimó titán con Fabián de mala leche”.

Me paro a ver si me dejan salir, porque haberme dado cuenta de que todo es un cuento no los priva de meterme un balazo en la frente. O de que Julio Igleziaz me degolle con el cortaplumas.

“Mirá como te burlás del pobre Julio, andá al bar, andá”.

“¿Qué paza conmigo jefe?”, murmura Julio saliendo de la manicura como de un trance.

“Nada, abrile y dejalo salir”, dice el jefe mientras yo estoy confundido con sus modales o con casi todo lo que lo envuelve.

Atravieso el pasillo con Julito a mis espaldas, abre el compartimento secreto y volvemos al lavabo inmundo. Pero lo curioso es que no es caca, me agacho un poquito y noto que es una mera artesanía del asco. Toco, debo estar demente pero vale la pena, porque efectivamente se trata de pintura y de arcilla. “Art decó”, digo antes de salir del baño, sin saber por qué me llamó la atención el disfraz del escondite.

Me arrimo a la barra despacio, el bar está lleno de personajes charlando y emborrachándose, pero ya no les presto demasiada atención, “permiso”, “gracias”, y uno más absurdo que otro me va dejando pasar con más o con menos ganas. Pero de cierta forma yo miro al suelo, algo desmotivado, sin saber por qué.

Garganta se acerca y se apoya en la barra. No se acoda, se apoya. La barra es alta y ella no tanto. Entonces, si se apoya con las manos significa que tiene que estirarse, como levantar los hombros, y además una mano está bastante cerca de la otra. Resumiendo, se le juntan las tetas y se le levantan.

“Ey”, me dice, pero antes de que siga hablando la interrumpo. “No digas se te perdió algo, no hace falta...”, después busco mi vaso, “no me habrás tirado la cerveza.”

Media sonrisita de la pornstar mientras eleva de abajo un vaso de cerveza fría, como si supiera que se la iba a pedir.

“¿Y Esmarelda?”, pregunto después de relamerme la espuma de birra de la boca.

“Con Andrés en el baño”, se queja la actriz porno, después agrega, “me dijo él que Julio te llevó a hablar con el jefe. ¿Vas a empezar a trabajar acá?”.

No. No iba a empezar a trabajar en el bar, sentía que el zezeo de Julio me había traicionado, o la importancia que yo le daba al nombre de la taxista de Pulp Fiction. “No creo...”, le dije, idiotizado por no acordarme el nombre de esa actriz porno de antaño, “Linda me llamo”, suelta de golpe ella. “Na, ¿vos también escuchás lo que pienso?”, le pregunto.

Pero no, había presentido que quería saber su nombre. Y yo tan torpe que ni me di cuenta, quizás porque ya llevaba tiempo fuera de la historia. La miro a la cara pero quiero volver a mirarle las tetas, lo pienso con fervor para asegurarme de que no me lee la mente, lo hago mientras me concentro en no salirme de sus ojos. “¿Te pasa algo?”, me dice. Siempre nos pasa algo, aunque decimos que no, me propongo contárselo pero justo salen Thor y Esmarelda del baño, haciéndose muy mal los boludos.

Todos los personajes y yo echamos unas risas en la barra, las bebidas parecen ir automáticamente a los clientes, ni la taxista ni la porno star de los años 70' parecen darles bola. Ya Thor no cree que pueda desvelar su secreto, ni Esmarelda cree que mi historia del viaje en Chicago sea una rareza peligrosa. Linda Lovelace sabe que cada tanto le miro el escote, y por suerte ya todos parecemos personas.

Le pregunto a la actriz si quiere ir al baño conmigo. Pero me dice que no. Los clientes entran y salen, se renuevan, Y aunque cada uno que entra es más disparatado que el otro no me dan ganas de planteármelo. Al ratito vuelve Julito Igleziaz y sin zezear me dice al oído... “Dice el jefe si se puede retirar Fabián, que se ha aburrido”.

Thor me mira un poco acongojado, empezábamos a hacer buenas migas, le palmo el hombro y le digo que se quede tranquilo. Saludo a las chicas y me hago espacio entre la gente. Afuera seguro va a haber viento, la puta madre que lo parió, “permiso”, “gracias”, un híbrido del villano Dos Caras de DC Cómics, pero que de un lado es el Willy Wonka de los años 70', y del otro el que representa Johnny Depp, me fastidia el paso, pero Julio de atrás le dice. “No Dos Willys, ya no... Dejalo salir”.

Salgo del “bar” y me pongo la capucha con la sospecha de que ha pasado algo maravilloso... y de que a la vez no ha pasado nada. El viento me saca la capucha de un tirón en el paseo marítimo. Hay turistas, gente aburrida que saca fotos, y para colmo se hizo de noche y bajó la temperatura. “La re putísima madre que lo parió”...

30 y 5


Hay una bomba de agua tronando, el ruido es mecánico, tenebroso, se repite cada treinta segundos y dura aproximadamente cinco. No me había desvelado ni me despertó, la escuché por primera vez en medio de esos instantes en que uno se da vuelta en la cama con intenciones inconscientes de seguir durmiendo, quizás antes de quedarme dormido por primera vez se debe haber mezclado entre la demorada cena de los vecinos, pero lo que importa es que la escuché, y ahora des-espero inquieto a que pasen los treinta segundos y con su correr se me achica el estómago, se me pone como duro. Me agarro la cara, me la friego, me destapo iracundo, no voy a poder hacer nada contra el sonido. Son las dos de la mañana y no entiendo cómo no la había escuchado en las tres noches previas en este nuevo departamento, si tan solo la hubiese notado en una de esas tardes indefensas. Los ruidos mecánicos no me molestan, es mucho peor que eso. Me dan miedo. Si un ser irracional dicta constancia no hay nada que hacer. Treinta segundos y después cinco. Deambulo por la casa. No hay “Crimen y Castigo”, no hay quejas o represalias. No me atrevo a poner música, quiero que haya niños jugando en la calle, o motores rugiendo, necesito otros ruidos que se mezclen con la bomba, treinta segundos y después cinco, pero para que eso suceda tiene que llegar el día, son casi seis horas hasta que alguien despierte, es demasiado para un maníaco depresivo, no lo voy a conseguir. Mal momento para un ataque, me acerco a la ventana del cuarto, abro la ventana y el ruido se acerca, la bomba debe estar a unos diez metros, se agita mi respiración y parecemos ser ambos testigos del odio. Curiosamente desde la cercanía se calman mis palpitaciones, quizás deba pasar el resto de la noche más cerca de la máquina, pero me da frío en la cara, y sobre todo temo que alguien me vea. La cierro y al fin pongo música, pero los vecinos... si escuchan que escucho música quizás me digan que la baje. La apago y también apago las luces de casa, no puedo lidiar con la posibilidad de que sepan que estoy despierto. Aunque no haya nadie, aunque no escuchen la bomba. Treinta segundos y después cinco, treinta segundos y después cinco. Cuando peor me siento es cuando espero que pare, cuando me olvido que no va a parar hasta que hayan otros ruidos, cuando pasados los treinta segundos creo que puede llegar el silencio. Somos dos, ella y yo, no debo olvidarlo si no quiero tener que dejar la casa, no quiero que me vean salir a estas horas, no quiero que me pregunten qué pasa. Aunque no haya nadie, aunque no escuchen la bomba. Han pasado cinco minutos, a lo sumo diez. No puedo soportarlo, el resto de la noche se me hace insostenible, se me nubla la vista, agarro el martillo o de repente lo tengo agarrado, salgo a buscarla, con la puerta atravesada ruego estar soñando, rondo la casa y trepo la pared del vecino, tengo que estar soñando, la encuentro, blanca y redonda, pareciera que me dedica una burla, muerdo con tanta ira que siento un crack de muela molida, me acerco con cautela y justo antes del primer martillazo grito con todas mis fuerzas, insulto, el impacto libera un dolor guardado, mezcla de sangre rancia y de vida negra, que se haga de día de golpe, que pase un perro de seis cabezas, que algo me pruebe que esto es un sueño, doy otro martillazo, y otro, ya salen los vecinos, el agua me da en la cara pero no siento frío, eso debe ser porque es un sueño, sí, eso es. Algo o alguien me agarra de la pierna y tira hacia abajo, con el rescoldo de la furia intento dar otro martillazo a la bomba, pero por la inercia del movimiento mi brazo pasa de largo y estrella una materia más blanda, más dócil... hay dos segundos de silencio mientras voy cayendo al piso. Lo interrumpe el ruido del acero en las baldosas, y después los gritos de otros vecinos, gritos que lloran y me empiezan a pegar patadas, ojalá sea un sueño, uno de los golpes es preciso, empiezo a recobrar el sueño, los alaridos y los insultos se aquietan, como si alguien fuese girando la rosca del volumen lentamente, me voy quedando al fin dormido mientras mi cuerpo tambalea por los golpes, ya casi dormido del todo percibo que de fondo suena la bomba en el silencio de mi cerebro, treinta segundos y después cinco, treinta segundos y después cinco... treinta segundos y después cinco...


Adolescencia (cuento)

“Vení”, me dice Carlitos, “que te voy a mostrar como corren las pibas en el parque” (yo le digo Carlitos porque el diminutivo le queda justo).

Es un chabón como cualquiera, bajito eso sí, pero su estatura no lo aleja de la normalidad a la que me refiero. Mira muy fijo, eso también, y es un poco calentón como todo buen petiso; usa gel para el pelo, o quizás el agua jamás se evapora desde la mañana hasta que se va a dormir. Yo no le he dicho nada al respecto, no sólo porque no es un tema para tocar con un petiso como Carlitos, sino porque me gusta el misterio de su jopo tuenti-for-seven. Me quedo mirando sus pelos extra prolijos y le pregunto, “¿qué querés decir con eso? ¿cómo corren las pibas?”. Él y yo somos raros, o eso es lo que se dice de nosotros en el colegio. Él quiere ser ladrón algún día, a mi me gustaría escribir historias.

Me hace un gesto con la cabeza tironeando el aire hacia la derecha, hacia donde queda el parque, y ahí nomás me quiere empezar a explicar, no antes de que yo haga un último intento por salvarme de la caminata. “¿Me vas a hacer ir hasta el parque enano?”. Pero no me contesta. Evidentemente sí, vamos a ir hasta el parque...

“He estado viendo el proceder de las pibas cuando corren”, porque sí, Carlitos suele mezclar palabras raras cuando habla, como proceder, y las dice distinto, haciéndoles fuerza. “En serio, y todo empezó porque como soy tan de la media, me pude dar cuenta. Yo las miro fijo cuando camino, vos ya sabés que me gusta mirarlas, a los ojos, bien fijo”, madre mía cuando dijo bien fijo, lo dijo bien fijo, dijo bien fijo bien fijo, “pero como soy normal no me miran mucho rato, ahi nomás zafan la mirada. Al Roque por ejemplo le hacen frente, o al Terco, yo veo como pasa.” Íbamos caminando un poco rápido y en el andar exagerado de sus piernas cortas se notaba mucho, mi atención era sincera, afirmando con la cabeza, porque Carlitos me lo pedía con la excitación de su voz, medio agitada por la velocidad y medio por su teoría, pero además muy grave. “Bueno, resulta que no había visto tantas pibas corriendo como en el parque, yo no era de venir, me hinchan las pelotas los deportistas estos con relojitos de pulsaciones, remeras ajustadas naranjas, o verdes fluorescentes, zapatillas flacuchas, esas que parece que no se mojan, bueno, mariconadas... pero la otra vez, acompañando a mi tía Nora, porque está hecha mierda y le pidieron que venga a caminar dos veces por semana, me di cuenta”. Carlitos me frena apretándome el antebrazo, después mira hacia atrás y hacia adelante, ya estábamos en el circuito de los deportistas, no es un ciclovía, más bien es una correvía, no sé cómo se le dice, pero está resguardada por una línea amarilla. “Para allá”, me dice, y empezamos a caminar de nuevo. “Mirá, ahí viene una piba, vas a ver cómo me mira”, y me alerta, un tanto preocupado, “vos no la mirés fijo, quiero que veas cómo la miro y cómo me mira”, yo abrí los ojos un poco más de lo normal y bajé la boca en un gesto de sorpresa, como de bueno...bueno.

La chica venía trotando, respiraba como una pava silbadora, fju fju fju fju fju. Sin necesidad de oírlo uno podía darse cuenta, fju fju fju fju.

“Mirá eh”, Carlitos le estampó los ojos negros y en cuanto ella lo notó se miraron hasta que nos pasó por al lado. “¡Viste! Mamita, qué lindo...”. Me fui girando despacio hacia él, asustado, se mordía el labio de abajo y pensé que sólo faltaba que se abrace a sí mismo y que gire o que baile. “¿Estás en pedo Carlitos? ¿Te miró una piba que venía corriendo y hacés todo este circo?”. El enano deshace el nudo de su boca, abre los ojos y alza las manos tipo, dios mío, “¡No entendés nada papá! A mí las minas no me miran así, ahí viene otra, ¡ahí viene otra!”. Esta chica era un tanto más amateur, pero también más linda, y sí, lo miró durante toda la cuestión. Carlitos se agacha un poco de un salto, abriendo las piernas y los brazos, “¿Y? ¿No te das cuenta?” “¿De qué pajero? ¿de que te miran algunas minas que corren?”. Refunfuña y se me acerca, veo su cara brillante por el sol salado de las cuatro de la tarde, y después me susurra “escuchame salame, esto es diez de diez, todas las minas se paran de ojos con los hombres que las miran cuando están al trote, ¿sabés por qué?”, miré al cielo indignado, buscando el aire, pero antes de decirle que no tenía la más puta idea de lo que estaba hablando, siguió, “porque al ir rápidito se liberan, y en las bicis o en las motos, o en los autos, no pueden porque se estampan, en cambio acá pueden. Entonces al saber que va a ser un flash se animan al cruce y te miran con fuego, se desnudan”, él chasqueó los dedos con el flash y yo me le quedé mirando, casi enojado, tenía calor, y tengo que admitir que esperaba que el enano me hubiese enseñado algún disparate verdaderamente gracioso. “¿Este es tu gran descubrimiento?”. Él levanta el índice, y al segundo su dedo empieza a negar, después sigue, “lo que he entendido después de mucho sometimiento mental, es que somos infelices, rechazados en el kiosco del Goity por ejemplo, porque las minas todavía no pueden vernos”, Carlitos no descubría nada nuevo, no me lo podía callar, “¡Claro que no pueden vernos! Son más grandes... Pero... Me has hecho venir hasta acá, la puta madre, con este calor...”, me da un topecito con el hombro. “Claro, porque somos chicos, a eso iba. Pero con esto tenemos un pantallazo de lo que vamos a vivir en el futuro... dale, mirá una nada más, esta vez yo te miro a vos, vos mirala fijo cuando aparezca”. Yo carajeo y le pido que nos vayamos a tomar una Coca, pero insiste.

Otra piba, más alta que nosotros dos juntos (también más bonita que nosotros dos juntos), aparece atrás de una curva. Yo primero lo miro a Carlitos, renegando, después acepto el desafío sólo para irnos de ahí cuanto antes. Alzo la vista y se la clavo en los ojos directo, nada de mirarle el escote o las piernas. En cuanto se da cuenta me empieza a mirar, todo el tiempo, sin ceder, fju fju fju fju... y me pasa zumbando con restos de olor a shampoo. Se me achica la panza y sin darme cuenta, como para admitirle al enano que aunque estaba loco de remate... cierto era que yo había sentido una excitación de lo más extraña, me giro hacia él con la boca en “o” todavía abierta y los ojos también, al toque tiro una carcajada de esas típicas y ruidosas de algo que estuvo bueno. Nos reímos un rato y él también estaba muy contento con mi reacción alegre, “¡¿viste papá!? Ahí viene otra, dale vos de nuevo, dale vos...”, me dice.

Otra vez, le clavo los dientes, o sea, los ojos... y la piba y yo nos miramos todo el tiempo desde que se da cuenta. Era mejor que espiar en el club, había que admitirlo...

Miramos a tres o cuatro más, con cuidado de no repetir a las que ya habían pasado, porque el enano me advirtió “esa no, que recién pasa, dos veces no”, me dice. “¿Ya probaste?”, le pregunté, “No no, y de hecho me da que puede funcionar, pero para mí que me voy a terminar agarrando a trompadas con el novio de alguna”. Sonaba lógico, el enano siempre fue rústico a las piñas, pero una supuesta pelea por mirón era la humillante exposición al ridículo, incluso si él le bajaba dos dientes.

Al final de la tarde fuimos a tomar la Coca al kiosco del Goity, claro está que no le hablamos a ninguna chica, pero rememoramos a cada una de las que nos habíamos cruzado . “Volvemos en estos días”, me dice y después de analizar algo, no sé bien qué, aclara “pero habría que esperar para el disimule, además yo ya te voy a ir marcando las que van seguido para que no las mires”. No podía decirle que estaba hecho un pajero, no de nuevo, tenía razón. “Pero nada de ponernos remeritas naranjas o las zapatillitas esas, para mi que vos ya te compraste unas calcitas”. El enano se empieza a reír, “¡Ni a palos papá! Imaginate si alguno de los pibes me ve vestido así”. Ya los dos nos empezamos a reír, y a ver si alguien nos podía sacar una birra, quizás el hermano del Roque... En el Goity, estaban todas las vecinas del barrio, pibas también, pero no nos miraron, nosotros a ellas menos.


Cursi (cuento)

Él se desveló a las cuatro y seis de la mañana aunque sólo lo supo a las seis menos diez, cuando harto de las vueltas se quitó las sábanas de encima. Entonces puso la pava (una olla sin asas), armó la mochila, olvidó la bombilla y se fue a clarear bien cerquita del cielo.

Ella se desveló a las seis, no sintió fastidio por la hora extraña (y exacta) en que la abandonó el sueño. Se miró las manos en la oscuridad hasta las seis y cuatro tarareando una melodía improvisada y sólo después del canto decidió levantarse. Puso la pava, armó el bolso, olvidó la yerba y se fue a caminar hasta que algún rincón se codease con algún momento.

Ella llegó primero a la playa, en uno de esos días en que el lugar se manifestó no mucho después de haberse iniciado el paseo. Casi calculando, se sentó en diagonal al agua en el lugar preciso desde donde el sol se desperezaría de frente. Abrió el bolso, sacó el termo, lo hundió levemente en la arena, sacó el mate, buscó con miedo la bombilla... la suspiró, y en vano revolvió en busca de la yerba, aún con restos del susto anterior.

- Ay, la yerba Lucía (aaaaa).

Él no se calzó apropiadamente pensando que cerca del cielo sería en-la-playa, pero de repente le dieron ganas, por lo cual tuvo que sacarse las zapatillas y las medias antes de internarse en la arena. Al detectar la figura de Lucía se preguntó quién más podría haber ido a la playa a las... como no tenía ni teléfono ni reloj tuvo que calcular... seis y media de la mañana. Se fue acercando como dubitativo, debía pasar por ahí para llegar al lugar preciso que prefería, porque rodearla en un semicírculo sobrepasaba incluso los límites de sus fobias. Al irse aproximando, aunque sin darse cuenta, se elevaron sus hombros, se le escondió la vista, se le encogió el cuello. Como una tortuga que de golpe ha perdido su caparazón. Y que lo sabe.


Ella, entre presentimiento y ruido de arena que se apelmaza, se giró muy de golpe. Eléctrica.

- Upa, perdón...

Lucía no pudo contener la risa, no sólo porque le habían ofrecido unas disculpas absurdas, sino porque el movimiento con el que aquel muchacho se había expresado había sido histriónico: Un saltito hacia atrás en una sola pierna y con las manos quebradas a la altura de las muñecas, como las patitas de un cachorro.

Él se sintió apenas ofendido y aunque esa sensación no duró mucho, tampoco pronunció palabra. Sonrió con la cabeza para que la risa de la chica no se sienta incómoda y avanzó, preocupado por la ubicación que él quería. Era demasiado cerca, pero... era... “ese” el lugar. Cómo hacer para que no parezca que se sentaba ahí por ella, cómo hacer para qué eso no importe, cómo hacer para que la libertad de elección no sea, como tantas otras veces, en tantas otras cosas... tan densa. Ya había disminuído la velocidad de los pasos, mientras a sus espaldas, a unos doce metros, estaba observándolo Lucía, curiosa por la situación, sí, pero lejos de los prejuicios que incomodaban a Martín. Ella, otra vez mezcla de presentimiento y de femenina percepción, borró cualquier vestigio de la risa y se ensimismó otra vez en su mochila, en la bombilla, fingiendo así próximos mates que bien sabía imposibles.

Entre medio de su posición ideal y de una distancia razonable, Martín se dejó caer como vencido por el cansancio mental. Como también prefería tener al sol de frente, ya casi éste a punto de salir, le daba por completo la espalda a Lucía.

Ella tampoco estaba feliz de que hubiese alguien tan cerca, pero no suponía que él se hubiese sentado allí por otra cosa que por la ubicación, pareció entender que ella había llegado primero al mejor rincón de esa playa, y que aquel muchacho era un accidente involuntario. De inmediato, al reacomodar sin sentido el termo, sintió la nostalgia. La yerba.

Él no sacó el termo de la mochila ni emitió sonidos, que en su caso significaba hablar solo. Seguía tenso, quería estar ahí y no quería. No era la primera vez que tenía que acomodarse demasiado cerca de alguien, pero siendo sólo ellos dos en la playa no conseguía relajarse.

Lucía no podía unir a Martín con yerba, primero tendría que ser sudamericano, tendría que gustarle el mate, tendría que haber ido a esa hora, a esa playa, a tomar mate. Por eso, la siguiente repetición de su comentario sobre la yerba no fue por la esperanza, sino por una falta de confort, porque si de una vez hablaban dos segundos, si dejaban implícito con un par de palabras el “estamos acá, ya los dos lo sabemos”, podrían así ver el sol más tranquilos.

- La yerba Lucía, la-yer-ba.

Martín tuvo dos sensaciones casi al mismo tiempo: Con apenas una ventaja apareció el fastidio de que esa chica (increíblemente recién ahí caviló en que era una mujer), pidiese algo que él tenía de manera encubierta, hablándole al aire. Pero casi de inmediato cayó en que la yerba aún estaba en la mochila, que todavía no la había sacado, entonces apareció la sorpresa. Así fue que la cabeza amagó un giro, que apenas empezado se detuvo en seco para que él pueda pensar, que sí... Que sin dudas era una casualidad inofensiva.

Acabó de darse vuelta sin decir nada, tenía la ventaja de tener yerba y así mirarla a la cara. Ella imaginó que diría algo en relación a Uruguay, a Argentina... Luego de unos tres segundos, él pareció despertar de golpe, abrió la mochila y le meneó el frasquito con la yerba.

Ella puso cara de “oh” pero con las cejas hasta el cielo, de tan contenta no parecía sorprendida. Se paró para ir hasta el frasco dejando que en el trayecto la casualidad tome su forma. Con una mano en el pecho le agradeció agregando un “ya-ya-ya te la traigo”. Antes de que ella se fuera él le dijo “Na, te lo juro, revisame la mochila”. Ella se volvió e inclinó la cabeza preguntando con la sonrisa, después le creería, aunque Martín le hiciera abrir cada cierre y revisar cada bolsillo.


“... Me olvidé la bombilla”.


Ensayo del bache literario

Así que de acá salió... Tiempo atrás.


Tenía varias notas en la mochila, la tinta corrida, las ideas a punto de hacerse manchas.

“Que las moscas no puedan acercarse a más de un metro, verlas volar a la distancia, jactarse de ellas, abolir el deseo de matarlas.”

“De a ratos poder hacerse sordo, disfrutar de la más silenciosa delicia.”

Transcribió avergonzado las ideas en un papel en blanco, pobreza intelectual, nada que contar. Hizo un bollo con la hoja nueva y se acostó a observar el ventilador de techos.

Pero descruzó los brazos atrás de su nuca y volvió con decisión a la sala, “quizás siendo personaje”, se dijo.

Bueno, acá estoy, me hago cargo, y te digo bajito... muy bajito... no puedo creer que estés leyendo esto. Imaginate que estoy dando vueltas con un micrófono en una habitación vacía, hablando, rascándome la cabeza, mirando el techo a ver si se me ocurre algo. Abandoná, andá a mirar una peli, sí, digo “peli” y no película, así de desganado estoy. Me levanté de la cama con ganas de darle una chance a este texto ¿sabés? Pero no hay ideas... Si seguís acá es porque no-me-estás-escuchando. Te lo digo en negritas: notengo nada que contar.

¿Qué opinarás vos de las moscas? A mí no me gusta el concepto del odio. Pero las odio. Mucho... Sí, ya sé que más arriba no puse las negritas, fue por si alguno se quedó, o no sé por qué. Sí, también, “no tengo” está todo junto... Además puedo haber ayudado a quienes estén “cortos de tiempo” (o sea, algo más ocupados), a que finalmente puedan hacer otra cosa. Quizás al ver la omisión del recurso decidieron poner el agua para el mate, o para los fideos, o nada de agua, da lo mismo. Que se fueron... Las moscas, odio las moscas.

Es extraño, de a ratos presiento que “escribo solo”, de a ratos no. Si no te has ido seguro ya frunciste el entrecejo. Arranqué este adefesio en tercera persona, los cuatro primeros párrafos. Y ahí se me fue todo de las manos, el cursor titilaba antes del quinto haciéndome burla, y me dije “m'a sí”, yo sigo.

Es más que probable que ya esté solo. Si mis cálculos no fallan, ya nadie lee este texto. Podría mentir un poco, total...

Tenés manchada la mano... la otra... para qué juego si no hay nadie. Incluso si quedaba alguno lo hice mirarse las manos... seguro se hartó de un antiescritor vacío haciéndose el metafísico. Y si algún otro no está de acuerdo con la interacción, si de hecho la detesta, al leer aquello de la mancha se mordió el labio inferior denotando mi nivel nefasto y también se fue. Me sorprende que haya durado tanto.

Ya sé, debería haber esperado un momento de inspiración antes que someternos a esto. Pero bueno, ahora deambulo por la habitación vacía pateando el aire, silbando metáforas, total...

Me desperezo la cabeza y la agito, hay gente que me aprecia y que sigue acá. Leyendo mi mal día.

Hola...

Decí hola en voz alta. Mala onda. Decilo. Es que se me mezclaron los que lo dijeron con los que no... A ver, de nuevo. Ya sé, el tema es que yo no sé si hay alguien que me haya contestado, o si la primera vez, o si las dos. Un desastre mis intenciones, sin dudas.

Hoy se habla mucho de que el tiempo es valioso, de que apremia, “apremiar”, no me gusta nada esa palabra. En fin, yo se los estoy masticando con la boca abierta en la cara. Al tiempo, a eso me refiero. Si les sirve de consuelo, no estoy orgulloso de eso.

Apareció un personaje, les aviso cuando me toque volver.

Disculpen al autor. Me presento: Soy la mancha hipotética de sus manos. Perdón, perdón... creí que tenía una chica que iba a empezar a contarles una historia. Voy a fumar a la ventana, no estaría ni cerca de ofenderme si no vuelven. A mi no me queda otra, por lo menos tengo que terminar.

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En serio fui a fumar, puse los puntitos esos antes de irme, pero sí que fui. A las pocas caladas lo abandoné en la ventana, lo dejé apoyadito para que se apague solo. Me puse a pensar. Fue todo cuestión de segundos; primero me los imaginé a ustedes, individualmente, no tenían cara, sino una expresión elocuente de fastidio, después supuse, como soy tan amateur, que los conozco a casi todos, es tal vez un hecho, “hola, te conozco... Sí, todo está bien. No puedo entrar en detalles porque hay extraños”, “hola, a vos no te conozco, y estás leyendo lo peor que escribí en mucho tiempo, me gustaría que los que tenés al lado de manera hipotética, te digan que también me gusta escribir con prudencia”. Los presento: los que conozco – los que no conozco. ¿Se podrían tomar el trabajo de insultarme? Háganlo como prefieran, no es tema la forma.

Qué lástima, recién pensé que tenía una idea... cuando fumaba digo. Quería proponerles que hagan más cosas además de insultarme. Pero es injusto, ustedes están para leer, y yo para pedirles perdón (no puedo poner “yo para escribir”, sería una falta de respetos sería. En capicua...y en plural).

¿Ustedes no querrían ser sordos a veces? Cuando un niño llora, cuando una vecina hace ruido con la aspiradora, cuando un perro le ladra a otro que-no-puede-alcanzar desde un balcón. No sé, se me ocurren varios ejemplos. Hacerse sordos con un chasquido de dedos y de la misma manera deshacer la sordera (les juro que hice el chasquido en mi oreja para encontrar una onomatopeya que lo describa, ninguna convincente). Por supuesto que me gustaría pensar que alguno de ustedes lo hizo y que reflexionó en la idea, que de hecho tiene una combinación de letras atinada. Pero ese es mi lado optimista. El pesimista me da varias versiones: Que no hay absolutamente nadie leyendo a esta altura (en ese caso podría contar un secreto personal, pero la esperanza de que haya compañía me frena en seco); otra versión es que a esta altura me van leyendo en diagonal, salteando la mayoría de los párrafos en pos de una idea que valga la pena (probablemente en vano); otra, es esa misma lectura salteada, pero que ya va bajando rápido, convirtiendo estas letras en manchitas negras.

Así de mal escribo hoy.

Eso último seguro lo leyeron todos, “así de mal escribo hoy”, incluso aquellos que van aleatoriamente, al ser una oración cortita entra por piedad. Y no estuvo mal para meterla de sopetón, admitir la pobreza literaria es una linda manera de volver a disculparme.

Tenía unas ganas de escribir hoy. A ver, me corrijo, tenía ganas de tener algo lindo para escribir. Pero me senté a esto, porque no se me ocurrió nada, las musas están todas en los lugares comunes, tomando cerveza entre amigas, sin poesía que se les asome por ningún recoveco. Iba a arrancar la historia de un hombre que está vivo para presenciar su entierro, su velorio, todo. Que saluda y le da las condolencias a su propia madre, que habla con la funeraria para ultimar detalles, todo desde la más natural de las aceptaciones. Al final fue un fiasco.

Pero bueno, lo mejor de toda esta “inaventura” es que no tengo que pensar en un final sensato, a quién se le ocurre suponer que puede haber una conclusión. Todos tenemos un mal día en el trabajo: “Qué día de mierda che, no paraban de pasar cosas malas” (sé que podría ejemplificar mucho mejor a un tipo que se queja, pero me pareció gracioso arruinar incluso esa frase, “cosas malas”. Una estupidez, ya sé). Tuve un mal día, y me le animé al pecado de gritarlo en la oficina, como cualquiera, en cualquier otro oficio, este es mi alarido en laboral, puteo a los jefes, renuncio... ¿Saben lo que les digo? ¡Renuncio!