Muchas Gracias a la gente de la Revista Visor por dejarme participar en este número...
Página de la revista Visor
Link al .Pdf:
http://www.visorliteraria.com/assets/revista-literaria-visor---n%C2%BA-2.pdf
sábado, 31 de enero de 2015
jueves, 29 de enero de 2015
Es horrible salir a buscar trabajo (cuento)
Había mucho viento, y a
pesar de los 13 grados no era el frío el que me jodía el andar.
Era-el-viento.
No me gusta llevar puesta
la capucha del buzo porque se me aplasta el pelo, pero era la única
forma de paliar el ruido del aire. Pero entre sus ráfagas, el viento
cambiaba de frente y la capucha se embolsaba y después se caía. “La
puta madre que lo parió... al viento, a la rutina, a este paseo
marítimo y a todos los infelices que no se quejan de esta vida
miserable”.
“¡He dicho!”.
Me alejé del mar para
buscar paredes, o calles más angostas, para no ver más turismo optimistas, para que me cague una gaviota en la cabeza, pero no. El
viento se rió de mi en la jeta y empezó a castigarme de
costado. Después lo vi. “Un bar, ahí hay un bar...”, de hecho
así se llamaba. “Bar”. Ni nombre tenía el tugurio, “bar”,
pero al abrir la puerta y dar dos pasos, me ablandé de inmediato con
el silencio de los vasos siendo servidos, de las figuras de la gente
entre humo de cigarros, de las luces amarillas. “Bar”.
Me acerqué a la barra
haciéndome lugar entre hombres y mujeres de pie que sostenían
conversaciones ebrias, “permiso”, “gracias”. Y llegué para
pedir algo. “Una cañita por favor”, le dije a la bartender.
Tenía cara conocida. “Enseguida”, me dijo. Fruncí el ceño para
buscar en la memoria y me empecé a reír porque simplemente me había
hecho acordar a una actriz porno. La de Deep Throat, pensé,
pero no me vino el nombre.
Vuelve con mi cerveza y
me dice que son 2 euros. “Me estás jodiendo, es la actriz porno”,
dije no muy fuerte. “¡Esmarelda!”, grita ella hacia la derecha,
“los chicos de la mesa tres piden la cuenta”.
Miro a los chicos de la
mesa tres, pero lo hago rápido, por inercia; después me vuelvo
hacia el interior de la barra desde donde sale Esmarelda secándose
las manos con un trapo. “Voy”, dice.
“Me cago en Santa
Inés”, digo yo. Era el personaje de Pulp Fiction, la misma latina
que no sé como se llama, o sea, no sé el nombre de la actriz de
Pulp Fiction, esta se llama Esmarelda, sino me equivoco Villalobos.
“¡Villalobos!”, digo yo para que se de vuelta. Claro que se da
vuelta, claro que con toda su cara de bah mira hacia donde
estaba Garganta Profunda. Se me quedan mirando las dos en silencio.
Yo empiezo a balbucear, quiero empezar con un pero, aunque
el resto de la frase se me hace imposible, ¿qué iba a decir?.
Tenemos un silencio muy incómodo hasta que ella me pregunta, “¿te
conozco?”. Y yo, “Te vas a cagar de risa, pero me tomé un taxi
en Chicago con vos. Me llevaste al hospital, ¿te acordás?”.
“Nunca trabajé en Chicago”, dice, y Garganta Profunda que busca
algo atrás de mi hombro. O a alguien.
“¿Todo
bien?”, pregunta casi al llegar una voz masculina. Ya me daba miedo
darme vuelta, ¿dónde carajo estaba metido?. Respiro profundo y
antes de que alguna de las chicas pudiese responder me giro. “Na, me estás jodiendo”.
Garganta Profunda, con los ojos yendo de arriba hacia abajo sobre mí, dice, “de momento está todo bien... son 2 euros”. Yo saco la
moneda, se la doy, y después me giro de nuevo, despacito,
pregunto... “¿Thor”?.
El
chabón abre sorprendido todo un gesto como si yo hubiese
descubierto su gran secreto. Estaba de civil pero me di cuenta que
era Thor. Me agarra del hombro y me arrastra a un rincón. “¿Cómo
me reonociste? ¿Quién sos?”. El tipo mueve la boca y yo me río
un poco. “¿Por qué hablás como argentino Thor?”. “¡Quién
sos dije!”, y me estampa contra la máquina expendedora de
cigarros. “Eh eh, pará, no le digo nada a nadie. Te reconocí
porque... me ayudaste a bajar el gato del árbol, ¿te acordás?”.
“Ah, sos gracioso, ¿no?”. Era imposible salir de esa situación,
Thor me iba a cagar irremediablemente a trompadas.
“¡Bazta
Andréz! Dejá al chico tranquilo”. Todavía acogotado por el grandote relojeo procurando
ver quién es el zezioso que se acercó a rescatarme, a estas alturas
podría ser Jesucristo. Al verlo me empecé a reír fuerte,
todavía había restos de la risa que me daba Thor hablando como el 9
de River. Thor me sacudió de nuevo contra la máquina, “este
gracioso anda molestando a las chicas”, agrega mientras me amenaza
con un gesto cómplice. “Zoltalo te dije, el jefe quiere verlo”.
El rubio me baja y amaga con darme un cabezazo, después se me acerca
el zezioso y me acomoda el buzo. “¿Zabéz quién zoy yo?”. “Sí,
le digo, sos Julio Iglesias... perdoname, eh... no sabía que se te
había jodido la voz. No me reía de eso eh. Pasa que la chica de la
barra no se acuerda de que me llevó en taxi una vez, cuando era
taxista, y se puso nerviosa la otra, y llamó a... Andrés. Ahí se
enquilombó todo.”
“Exzacto, veo... A mi me da igual”, dice Iglesias antes de pedirme que lo siga porque el jefe quiere verme, cosa que ya había
escuchado cuando se lo dijo a Thor pero que él se vio obligado a
repetir por las dudas.
Me
llevan por unos pasillos más feos que la mierda, después Julio, que
iba de impecable traje negro, abre la puerta del baño e igual que
en el bar de la película de Robert Rodriguez, se
abre una puerta secreta en uno de los cubículos out of
service, que además estaba todo
cagado. “Pazá”.
¿Por
qué será zezioso? No lo puedo tomar en serio...
Entro
a la oficina del jefe y me siento, escucho que tiran la cadena y que
debe tratarse de él. Curioso que suene un baño en una oficina a la
que se llega por un pasadizo desde otro baño. En fin.
Mirá
vos... Bueno, mejor, un tipo normal, aunque no puedo creer que este sea el
jefe del bar. A mi me recuerda a un oficinista, a un desgraciado, a
un sumiso.
“¿Y?
¿Qué te ha parecido el bar Fabián?”, suelta él, acomodándose
los pantalones y esperando que le de un veredicto de algo muy suyo.
Pero no viene a sentarse enfrente mío, se arrima a una mesita ratona
y sirve dos vasos de ron. Yo pensé que eso de tener vasos y bebidas
en una mesa era cosa de las películas.
“No,
no. ¿por qué habría de ser una cosa de las películas?”, hace
una pausa abriendo los brazos y antes de seguir baja las comisuras,
“si sólo se trata de una mesa y de unos vasos”.
Me
estás cargando, “¿cómo... qué. Cómo sabe, disculpe”.
“Tranquilo,
venís bien. Va a ser mejor si empezás a hablar y a pensar menos, no
te amenazo, aunque la frase parezca
que te amenazo, ¿eh?. Quiero decir, que si pensás las cosas y vas
viendo que te escucho te vas a poner peor. Me gustó lo que hiciste
con Esmarelda”, dice eso sin mirarme, moviendo el dedo índice
hacia el techo mientras pone hielo en uno de los vasos, “un
personaje ínfimo de una película de Tarantino”, y se empieza a
reír. O mejor dicho, te estás riendo, ¿voy a tener que aclarar a
cada rato que lo que pienso vos lo escuchás?.
“Vos
sabrás, lo que quiero decir es que me gustó porque fue divertido.
Lo que no sé es por qué Chicago”.
“No
sé dónde transcurre la escena del taxi de Pulp Fiction, usaron el
efecto de las pelis viejas donde usan fotos para mostrar la ciudad en
las ventanas. Pero a ver, ¿usted quién es?”
“Soy
la muerte”, y me guiña el ojo. Es obvio que no es la muerte, y no
me vengas con vos sabrás,
no hay manera de que este absurdo mejore. “Che, muerte, ¿y me voy
a acordar de este sueño?, me van a despertar ustedes, o me voy a
encamar con las dos pibas de la barra. Eso si que me gustaría antes
de terminar, haceme el aguante.” Pienso, hablo, hago lo que me sale
del culo.
“Podés
creer Julio”, le dice a Iglesias mientras éste ajusticia los
cueritos de sus dedos con un cortaplumas. “Mjm”
responde el cantante, como hipnotizado y con la lengua afuera.
“Pero
eso es porque no quiere pensar”, agrega mirándolo a Iglesias mientras me apunta con la mano abierta, “si cuando
quiere puede el pibe”. “Andá, se te va a calentar la cerveza.
Podrías haber hecho un esfuerzo titán”, y me guiña de nuevo el
ojo, esta vez cabeceándolo un poquito.
Yo
por primera vez analizo la habitación. Hay olor a encierro, como a
tela húmeda, pero mientras devaneo en la decoración me interrumpe
el jefe de nuevo.
“No
vino la chica que limpia, ¿qué querés? Pero decirnos que hay olor
a tela húmeda che, ¿a
vos te parece?”, dice el jefe burlándose de mí aunque hablándole a
Iglesias.
“Usé
trapo más arriba, cuando Esmarelda salía de la barra a la mesa
tres, y a que no adivina titán...”
“¿Qué
cosa Fabián?”. Yo quiero responder de inmediato, pero antes
aclaro en off que la palabra titán
no le pega.
“No
se dio cuenta que pasó de ser como un empleado público a ser como
un mafioso desagradable”, respondo yo, “esta escena también es una bosta y si me voy a tomar la cerveza con las chicas es
porque-yo-eso-lo-sé, y no por el complot que está haciendo usted.
Además me rimó titán
con Fabián de mala
leche”.
Me
paro a ver si me dejan salir, porque haberme dado cuenta de que todo
es un cuento no los priva de meterme un balazo en la frente. O de que
Julio Igleziaz me
degolle con el cortaplumas.
“Mirá
como te burlás del pobre Julio, andá al bar, andá”.
“¿Qué
paza conmigo jefe?”, murmura Julio saliendo de la manicura como de
un trance.
“Nada,
abrile y dejalo salir”, dice el jefe mientras yo estoy confundido
con sus modales o con casi todo lo que lo envuelve.
Atravieso
el pasillo con Julito a mis espaldas, abre el compartimento secreto y
volvemos al lavabo inmundo. Pero lo curioso es que no es caca, me
agacho un poquito y noto que es una mera artesanía del asco. Toco,
debo estar demente pero vale la pena, porque efectivamente se trata
de pintura y de arcilla. “Art decó”, digo antes de salir del
baño, sin saber por qué me llamó la atención el disfraz del
escondite.
Me
arrimo a la barra despacio, el bar está lleno de personajes
charlando y emborrachándose, pero ya no les presto demasiada
atención, “permiso”, “gracias”, y uno más absurdo que otro
me va dejando pasar con más o con menos ganas. Pero de cierta forma
yo miro al suelo, algo desmotivado, sin saber por qué.
Garganta
se acerca y se apoya en la barra. No se acoda, se apoya. La barra es
alta y ella no tanto. Entonces, si se apoya con las manos significa
que tiene que estirarse, como levantar los hombros, y además una
mano está bastante cerca de la otra. Resumiendo, se le juntan las
tetas y se le levantan.
“Ey”,
me dice, pero antes de que siga hablando la interrumpo. “No digas
se te perdió algo, no
hace falta...”, después busco mi vaso, “no me habrás tirado la
cerveza.”
Media
sonrisita de la pornstar mientras eleva de abajo un vaso de cerveza
fría, como si supiera que se la iba a pedir.
“¿Y
Esmarelda?”, pregunto después de relamerme la espuma de birra de
la boca.
“Con
Andrés en el baño”, se queja la
actriz porno, después agrega, “me dijo él que Julio te llevó a
hablar con el jefe. ¿Vas a empezar a trabajar acá?”.
No.
No iba a empezar a trabajar en el bar, sentía que el zezeo de Julio
me había traicionado, o la importancia que yo le daba al nombre de
la taxista de Pulp Fiction. “No creo...”, le dije, idiotizado por
no acordarme el nombre de esa actriz porno de antaño, “Linda me
llamo”, suelta de golpe ella. “Na, ¿vos también escuchás lo
que pienso?”, le pregunto.
Pero
no, había presentido que quería saber su nombre. Y yo tan torpe que
ni me di cuenta, quizás porque ya llevaba tiempo fuera de la
historia. La miro a la cara pero quiero volver a mirarle las tetas,
lo pienso con fervor para asegurarme de que no me lee la mente, lo
hago mientras me concentro en no salirme de sus ojos. “¿Te pasa
algo?”, me dice. Siempre nos pasa algo, aunque decimos que no, me
propongo contárselo pero justo salen Thor y Esmarelda del baño,
haciéndose muy mal los boludos.
Todos
los personajes y yo echamos unas risas en la barra, las bebidas
parecen ir automáticamente a los clientes, ni la taxista ni la porno
star de los años 70' parecen darles bola. Ya Thor no cree que pueda
desvelar su secreto, ni Esmarelda cree que mi historia del viaje en
Chicago sea una rareza peligrosa. Linda Lovelace sabe que cada tanto
le miro el escote, y por suerte ya todos parecemos personas.
Le
pregunto a la actriz si quiere ir al baño conmigo. Pero me dice que
no. Los clientes entran y salen, se renuevan, Y aunque cada uno que
entra es más disparatado que el otro no me dan ganas de
planteármelo. Al ratito vuelve Julito Igleziaz y
sin zezear me dice al oído... “Dice el jefe si se puede retirar
Fabián, que se ha aburrido”.
Thor
me mira un poco acongojado, empezábamos a hacer buenas migas, le
palmo el hombro y le digo que se quede tranquilo. Saludo a las chicas
y me hago espacio entre la gente. Afuera seguro va a haber viento, la
puta madre que lo parió, “permiso”, “gracias”, un híbrido
del villano Dos Caras de DC Cómics, pero que de un lado es el Willy
Wonka de los años 70', y del otro el que representa Johnny Depp, me
fastidia el paso, pero Julio de atrás le dice. “No Dos
Willys, ya no... Dejalo salir”.
30 y 5
Hay una bomba de agua
tronando, el ruido es mecánico, tenebroso, se repite cada treinta
segundos y dura aproximadamente cinco. No me había desvelado ni me despertó, la
escuché por primera vez en medio de esos instantes en que uno se da
vuelta en la cama con intenciones inconscientes de seguir durmiendo,
quizás antes de quedarme dormido por primera vez se debe haber
mezclado entre la demorada cena de los vecinos, pero lo que importa
es que la escuché, y ahora des-espero inquieto a que pasen los
treinta segundos y con su correr se me achica el estómago, se me
pone como duro. Me agarro la cara, me la friego, me destapo iracundo,
no voy a poder hacer nada contra el sonido. Son las dos de la mañana y no entiendo cómo no la había escuchado en las tres noches previas
en este nuevo departamento, si tan solo la hubiese notado en una de
esas tardes indefensas. Los ruidos mecánicos no me molestan, es
mucho peor que eso. Me dan miedo. Si un ser irracional dicta
constancia no hay nada que hacer. Treinta segundos y después cinco.
Deambulo por la casa. No hay “Crimen y Castigo”, no hay quejas o
represalias. No me atrevo a poner música, quiero que haya niños
jugando en la calle, o motores rugiendo, necesito otros ruidos que se
mezclen con la bomba, treinta segundos y después cinco, pero para
que eso suceda tiene que llegar el día, son casi seis horas hasta
que alguien despierte, es demasiado para un maníaco depresivo, no lo
voy a conseguir. Mal momento para un ataque, me acerco a la ventana
del cuarto, abro la ventana y el ruido se acerca, la bomba debe estar
a unos diez metros, se agita mi respiración y parecemos ser ambos
testigos del odio. Curiosamente desde la cercanía se calman mis
palpitaciones, quizás deba pasar el resto de la noche más cerca de
la máquina, pero me da frío en la cara, y sobre todo temo que
alguien me vea. La cierro y al fin pongo música, pero los vecinos...
si escuchan que escucho música quizás me digan que la baje. La
apago y también apago las luces de casa, no puedo lidiar con la
posibilidad de que sepan que estoy despierto. Aunque no haya nadie,
aunque no escuchen la bomba. Treinta segundos y después cinco,
treinta segundos y después cinco. Cuando peor me siento es cuando
espero que pare, cuando me olvido que no va a parar hasta que hayan
otros ruidos, cuando pasados los treinta segundos creo que puede
llegar el silencio. Somos dos, ella y yo, no debo olvidarlo si no
quiero tener que dejar la casa, no quiero que me vean salir a estas
horas, no quiero que me pregunten qué pasa. Aunque no haya nadie,
aunque no escuchen la bomba. Han pasado cinco minutos, a lo sumo
diez. No puedo soportarlo, el resto de la noche se me hace
insostenible, se me nubla la vista, agarro el martillo o de repente
lo tengo agarrado, salgo a buscarla, con la puerta atravesada ruego
estar soñando, rondo la casa y trepo la pared del vecino, tengo que
estar soñando, la encuentro, blanca y redonda, pareciera que me
dedica una burla, muerdo con tanta ira que siento un crack de muela
molida, me acerco con cautela y justo antes del primer martillazo
grito con todas mis fuerzas, insulto, el impacto libera un dolor
guardado, mezcla de sangre rancia y de vida negra, que se haga de día
de golpe, que pase un perro de seis cabezas, que algo me pruebe que
esto es un sueño, doy otro martillazo, y otro, ya salen los vecinos,
el agua me da en la cara pero no siento frío, eso debe ser porque es
un sueño, sí, eso es. Algo o alguien me agarra de la pierna y tira
hacia abajo, con el rescoldo de la furia intento dar otro martillazo a la bomba,
pero por la inercia del movimiento mi brazo pasa de largo y estrella
una materia más blanda, más dócil... hay dos segundos de silencio
mientras voy cayendo al piso. Lo interrumpe el ruido del acero en las
baldosas, y después los gritos de otros vecinos, gritos que lloran y
me empiezan a pegar patadas, ojalá sea un sueño, uno de los golpes
es preciso, empiezo a recobrar el sueño, los alaridos y los
insultos se aquietan, como si alguien fuese girando la rosca del
volumen lentamente, me voy quedando al fin dormido mientras mi cuerpo
tambalea por los golpes, ya casi dormido del todo percibo que de
fondo suena la bomba en el silencio de mi cerebro, treinta segundos y
después cinco, treinta segundos y después cinco... treinta segundos
y después cinco...
Adolescencia (cuento)
“Vení”, me dice
Carlitos, “que te voy a mostrar como corren las pibas en el parque”
(yo le digo Carlitos porque el diminutivo le queda justo).
Es un chabón como
cualquiera, bajito eso sí, pero su estatura no lo aleja de la
normalidad a la que me refiero. Mira muy fijo, eso también, y es un
poco calentón como todo buen petiso; usa gel para el pelo, o quizás
el agua jamás se evapora desde la mañana hasta que se va a dormir.
Yo no le he dicho nada al respecto, no sólo porque no es un tema
para tocar con un petiso como Carlitos, sino porque me gusta el
misterio de su jopo tuenti-for-seven. Me quedo mirando sus
pelos extra prolijos y le pregunto, “¿qué querés decir con eso?
¿cómo corren las pibas?”. Él y yo somos raros, o eso es lo que
se dice de nosotros en el colegio. Él quiere ser ladrón algún día,
a mi me gustaría escribir historias.
Me hace un gesto con la
cabeza tironeando el aire hacia la derecha, hacia donde queda el
parque, y ahí nomás me quiere empezar a explicar, no antes de que yo haga un
último intento por salvarme de la caminata. “¿Me vas a hacer ir
hasta el parque enano?”. Pero no me contesta. Evidentemente sí,
vamos a ir hasta el parque...
“He estado viendo el
proceder de las pibas cuando corren”, porque sí, Carlitos suele
mezclar palabras raras cuando habla, como proceder, y las dice
distinto, haciéndoles fuerza. “En serio, y todo empezó porque
como soy tan de la media, me pude dar cuenta. Yo las miro fijo cuando
camino, vos ya sabés que me gusta mirarlas, a los ojos, bien fijo”,
madre mía cuando dijo bien fijo, lo dijo bien fijo, dijo bien
fijo bien fijo, “pero como soy normal no me miran mucho rato,
ahi nomás zafan la mirada. Al Roque por ejemplo le hacen frente, o
al Terco, yo veo como pasa.” Íbamos caminando un poco rápido y
en el andar exagerado de sus piernas cortas se notaba mucho, mi
atención era sincera, afirmando con la cabeza, porque Carlitos me lo
pedía con la excitación de su voz, medio agitada por la velocidad y
medio por su teoría, pero además muy grave. “Bueno, resulta que
no había visto tantas pibas corriendo como en el parque, yo no era
de venir, me hinchan las pelotas los deportistas estos con relojitos
de pulsaciones, remeras ajustadas naranjas, o verdes fluorescentes,
zapatillas flacuchas, esas que parece que no se mojan, bueno,
mariconadas... pero la otra vez, acompañando a mi tía Nora, porque
está hecha mierda y le
pidieron que venga a caminar dos veces por semana, me di cuenta”.
Carlitos me frena apretándome el antebrazo, después mira hacia
atrás y hacia adelante, ya estábamos en el circuito de los
deportistas, no es un ciclovía, más bien es una correvía,
no sé cómo se le dice, pero está resguardada por una línea
amarilla. “Para allá”, me dice, y empezamos a caminar de nuevo.
“Mirá, ahí viene una piba, vas a ver cómo me mira”, y me
alerta, un tanto preocupado, “vos no la mirés fijo, quiero que
veas cómo la miro y cómo me mira”, yo abrí los ojos un poco más
de lo normal y bajé la boca en un gesto de sorpresa, como de
bueno...bueno.
La chica venía trotando,
respiraba como una pava silbadora, fju fju fju fju fju. Sin
necesidad de oírlo uno podía darse cuenta, fju fju fju fju.
“Mirá eh”, Carlitos
le estampó los ojos negros y en cuanto ella lo notó se miraron
hasta que nos pasó por al lado. “¡Viste! Mamita, qué lindo...”.
Me fui girando despacio hacia él, asustado, se mordía el labio de
abajo y pensé que sólo faltaba que se abrace a sí mismo y que gire
o que baile. “¿Estás en pedo Carlitos? ¿Te miró una piba que
venía corriendo y hacés todo este circo?”. El enano deshace el
nudo de su boca, abre los ojos y alza las manos tipo, dios mío,
“¡No entendés nada papá! A mí las minas no me miran así, ahí
viene otra, ¡ahí viene otra!”. Esta chica era un tanto más
amateur, pero también más linda, y sí, lo miró durante toda la
cuestión. Carlitos se agacha un poco de un salto, abriendo las
piernas y los brazos, “¿Y? ¿No te das cuenta?” “¿De qué
pajero? ¿de que te miran algunas minas que corren?”. Refunfuña y
se me acerca, veo su cara brillante por el sol salado de las cuatro
de la tarde, y después me susurra “escuchame salame, esto es diez de diez,
todas las minas se paran de ojos con los hombres que las miran
cuando están al trote, ¿sabés por qué?”, miré al cielo
indignado, buscando el aire, pero antes de decirle que no tenía la
más puta idea de lo que estaba hablando, siguió, “porque al ir
rápidito se liberan, y en las bicis o en las motos, o en los
autos, no pueden porque se estampan, en cambio acá pueden. Entonces
al saber que va a ser un flash se animan al cruce y te miran con
fuego, se desnudan”, él chasqueó los dedos con el flash y
yo me le quedé mirando, casi enojado, tenía calor, y tengo que
admitir que esperaba que el enano me hubiese enseñado algún
disparate verdaderamente gracioso. “¿Este es tu gran
descubrimiento?”. Él levanta el índice, y al segundo su dedo
empieza a negar, después sigue, “lo que he entendido después de
mucho sometimiento mental, es que somos infelices, rechazados en el
kiosco del Goity por ejemplo, porque las minas todavía no pueden
vernos”, Carlitos no descubría nada nuevo, no me lo podía callar,
“¡Claro que no pueden vernos! Son más grandes... Pero... Me
has hecho venir hasta acá, la puta madre, con este calor...”, me
da un topecito con el hombro. “Claro, porque somos chicos, a
eso iba. Pero con esto tenemos un pantallazo de lo que vamos a vivir
en el futuro... dale, mirá una nada más, esta vez yo te miro
a vos, vos mirala fijo cuando aparezca”. Yo carajeo y le pido que
nos vayamos a tomar una Coca, pero insiste.
Otra piba, más alta que
nosotros dos juntos (también más bonita que nosotros dos juntos),
aparece atrás de una curva. Yo primero lo miro a Carlitos,
renegando, después acepto el desafío sólo para irnos de ahí
cuanto antes. Alzo la vista y se la clavo en los ojos directo, nada
de mirarle el escote o las piernas. En cuanto se da cuenta me empieza
a mirar, todo el tiempo, sin ceder, fju fju fju fju... y me
pasa zumbando con restos de olor a shampoo. Se me achica la panza y sin darme
cuenta, como para admitirle al enano que aunque estaba loco de
remate... cierto era que yo había sentido una excitación de lo más
extraña, me giro hacia él con la boca en “o” todavía abierta y los ojos también, al toque tiro una carcajada de esas típicas y
ruidosas de algo que estuvo bueno. Nos reímos un rato y él también estaba
muy contento con mi reacción alegre, “¡¿viste papá!? Ahí viene
otra, dale vos de nuevo, dale vos...”, me dice.
Otra vez, le clavo los
dientes, o sea, los ojos... y la piba y yo nos miramos todo el tiempo
desde que se da cuenta. Era mejor que espiar en el club,
había que admitirlo...
Miramos a tres o cuatro
más, con cuidado de no repetir a las que ya habían pasado, porque
el enano me advirtió “esa no, que recién pasa, dos veces no”,
me dice. “¿Ya probaste?”, le pregunté, “No no, y de hecho me
da que puede funcionar, pero para mí que me voy a terminar agarrando a trompadas con el novio de alguna”. Sonaba lógico, el enano siempre fue
rústico a las piñas, pero una supuesta pelea por mirón era la humillante exposición al
ridículo, incluso si él le bajaba dos dientes.
Al final de la tarde
fuimos a tomar la Coca al kiosco del Goity, claro está que no le
hablamos a ninguna chica, pero
rememoramos a cada una de las que nos habíamos cruzado . “Volvemos
en estos días”, me dice y después de analizar algo, no sé bien
qué, aclara “pero habría que esperar para el disimule, además yo
ya te voy a ir marcando las que van seguido para que no las mires”.
No podía decirle que estaba hecho un pajero, no de nuevo, tenía
razón. “Pero nada de ponernos remeritas naranjas o las
zapatillitas esas, para mi que vos ya te compraste
unas calcitas”. El enano se empieza a reír, “¡Ni a
palos papá! Imaginate si alguno de los pibes me ve vestido así”.
Ya los dos nos empezamos a reír, y a ver si alguien nos podía sacar
una birra, quizás el hermano del Roque... En el Goity, estaban todas
las vecinas del barrio, pibas también, pero no nos miraron, nosotros
a ellas menos.
Cursi (cuento)
Él se desveló a las
cuatro y seis de la mañana aunque sólo lo supo a las seis menos
diez, cuando harto de las vueltas se quitó las sábanas de encima. Entonces puso la pava (una olla sin asas), armó la mochila, olvidó la
bombilla y se fue a clarear bien cerquita del cielo.
Ella se desveló a las
seis, no sintió fastidio por la hora extraña (y exacta) en que la
abandonó el sueño. Se miró las manos en la oscuridad hasta las
seis y cuatro tarareando una melodía improvisada y sólo después
del canto decidió levantarse. Puso la pava, armó el bolso, olvidó
la yerba y se fue a caminar hasta que algún rincón se codease con
algún momento.
Ella llegó primero a la
playa, en uno de esos días en que el lugar se manifestó no mucho
después de haberse iniciado el paseo. Casi calculando, se sentó en
diagonal al agua en el lugar preciso desde donde el sol se
desperezaría de frente. Abrió el bolso, sacó el termo, lo hundió
levemente en la arena, sacó el mate, buscó con miedo la bombilla...
la suspiró, y en vano revolvió en busca de la yerba, aún con
restos del susto anterior.
- Ay, la yerba Lucía
(aaaaa).
Él no se calzó apropiadamente pensando
que cerca del cielo sería en-la-playa, pero de repente le dieron
ganas, por lo cual tuvo que sacarse las zapatillas y las medias antes
de internarse en la arena. Al detectar la figura de Lucía se
preguntó quién más podría haber ido a la playa a las... como no
tenía ni teléfono ni reloj tuvo que calcular... seis y media de la
mañana. Se fue acercando como dubitativo, debía pasar por ahí para
llegar al lugar preciso que prefería, porque rodearla en un
semicírculo sobrepasaba incluso los límites de sus fobias. Al irse
aproximando, aunque sin darse cuenta, se elevaron sus hombros, se le
escondió la vista, se le encogió el cuello. Como una tortuga que de
golpe ha perdido su caparazón. Y que lo sabe.
Ella, entre
presentimiento y ruido de arena que se apelmaza, se giró muy de
golpe. Eléctrica.
- Upa, perdón...
Lucía no pudo contener
la risa, no sólo porque le habían ofrecido unas disculpas absurdas,
sino porque el movimiento con el que aquel muchacho se había
expresado había sido histriónico: Un saltito hacia atrás en una
sola pierna y con las manos quebradas a la altura de las muñecas,
como las patitas de un cachorro.
Él se sintió apenas
ofendido y aunque esa sensación no duró mucho, tampoco pronunció
palabra. Sonrió con la cabeza para que la risa de la chica no se
sienta incómoda y avanzó, preocupado por la ubicación que él
quería. Era demasiado cerca, pero... era... “ese” el lugar.
Cómo hacer para que no parezca que se sentaba ahí por ella, cómo
hacer para qué eso no importe, cómo hacer para que la libertad de
elección no sea, como tantas otras veces, en tantas otras cosas...
tan densa. Ya había disminuído la velocidad de los pasos, mientras
a sus espaldas, a unos doce metros, estaba observándolo Lucía,
curiosa por la situación, sí, pero lejos de los prejuicios que
incomodaban a Martín. Ella, otra vez mezcla de presentimiento y de
femenina percepción, borró cualquier vestigio de la risa y se
ensimismó otra vez en su mochila, en la bombilla, fingiendo así próximos
mates que bien sabía imposibles.
Entre medio de su
posición ideal y de una distancia razonable, Martín se dejó caer
como vencido por el cansancio mental. Como también prefería tener al sol
de frente, ya casi éste a punto de salir, le daba por completo la espalda
a Lucía.
Ella tampoco estaba feliz
de que hubiese alguien tan cerca, pero no suponía que él se hubiese
sentado allí por otra cosa que por la ubicación, pareció entender
que ella había llegado primero al mejor rincón de esa playa, y que
aquel muchacho era un accidente involuntario. De inmediato, al
reacomodar sin sentido el termo, sintió la nostalgia. La yerba.
Él no sacó el termo de
la mochila ni emitió sonidos, que en su caso significaba hablar
solo. Seguía tenso, quería estar ahí y no quería. No era la
primera vez que tenía que acomodarse demasiado cerca de alguien,
pero siendo sólo ellos dos en la playa no conseguía relajarse.
Lucía no podía unir a
Martín con yerba, primero tendría que ser sudamericano, tendría
que gustarle el mate, tendría que haber ido a esa hora, a esa playa, a
tomar mate. Por eso, la siguiente repetición de su comentario sobre
la yerba no fue por la esperanza, sino por una falta de confort,
porque si de una vez hablaban dos segundos, si dejaban implícito
con un par de palabras el “estamos acá, ya los dos lo sabemos”,
podrían así ver el sol más tranquilos.
- La yerba Lucía,
la-yer-ba.
Martín tuvo dos
sensaciones casi al mismo tiempo: Con apenas una ventaja apareció el
fastidio de que esa chica (increíblemente recién ahí caviló en
que era una mujer), pidiese algo que él tenía de manera encubierta,
hablándole al aire. Pero casi de inmediato cayó en que la yerba aún
estaba en la mochila, que todavía no la había sacado, entonces
apareció la sorpresa. Así fue que la cabeza amagó un giro, que
apenas empezado se detuvo en seco para que él pueda pensar, que
sí... Que sin dudas era una casualidad inofensiva.
Acabó de darse vuelta
sin decir nada, tenía la ventaja de tener yerba y así mirarla a la
cara. Ella imaginó que diría algo en relación a Uruguay, a
Argentina... Luego de unos tres segundos, él pareció despertar de
golpe, abrió la mochila y le meneó el frasquito con la yerba.
Ella puso cara de “oh” pero con las cejas hasta el cielo, de tan contenta no parecía
sorprendida. Se paró para ir hasta el frasco dejando que en el
trayecto la casualidad tome su forma. Con una mano en el pecho le
agradeció agregando un “ya-ya-ya te la traigo”. Antes de
que ella se fuera él le dijo “Na, te lo juro, revisame la
mochila”. Ella se volvió e inclinó la cabeza preguntando con la
sonrisa, después le creería, aunque Martín le hiciera abrir cada
cierre y revisar cada bolsillo.
“... Me olvidé la
bombilla”.
Ensayo del bache literario
Así que de acá salió... Tiempo atrás.
Tenía varias notas en la
mochila, la tinta corrida, las ideas a punto de hacerse manchas.
“Que las moscas no
puedan acercarse a más de un metro, verlas volar a la distancia,
jactarse de ellas, abolir el deseo de matarlas.”
“De a ratos poder
hacerse sordo, disfrutar de la más silenciosa delicia.”
Transcribió avergonzado
las ideas en un papel en blanco, pobreza intelectual, nada que
contar. Hizo un bollo con la hoja nueva y se acostó a observar el
ventilador de techos.
Pero descruzó los brazos
atrás de su nuca y volvió con decisión a la sala, “quizás
siendo personaje”, se dijo.
Bueno, acá estoy, me
hago cargo, y te digo bajito... muy bajito... no puedo creer que
estés leyendo esto. Imaginate que estoy dando vueltas con un
micrófono en una habitación vacía, hablando, rascándome la
cabeza, mirando el techo a ver si se me ocurre algo. Abandoná, andá
a mirar una peli, sí, digo “peli” y no película, así de
desganado estoy. Me levanté de la cama con ganas de darle una chance
a este texto ¿sabés? Pero no hay ideas... Si seguís acá es porque
no-me-estás-escuchando. Te lo digo en negritas: notengo nada que
contar.
¿Qué opinarás vos de
las moscas? A mí no me gusta el concepto del odio. Pero las odio.
Mucho... Sí, ya sé que más arriba no puse las negritas, fue por si
alguno se quedó, o no sé por qué. Sí, también, “no tengo”
está todo junto... Además puedo haber ayudado a quienes estén
“cortos de tiempo” (o sea, algo más ocupados), a que finalmente
puedan hacer otra cosa. Quizás al ver la omisión del recurso
decidieron poner el agua para el mate, o para los fideos, o nada de
agua, da lo mismo. Que se fueron... Las moscas, odio las moscas.
Es extraño, de a ratos
presiento que “escribo solo”, de a ratos no. Si no te has ido
seguro ya frunciste el entrecejo. Arranqué este adefesio en tercera
persona, los cuatro primeros párrafos. Y ahí se me fue todo de las
manos, el cursor titilaba antes del quinto haciéndome burla, y me
dije “m'a sí”, yo sigo.
Es más que probable que
ya esté solo. Si mis cálculos no fallan, ya nadie lee este texto.
Podría mentir un poco, total...
Tenés manchada la
mano... la otra... para qué juego si no hay nadie. Incluso si
quedaba alguno lo hice mirarse las manos... seguro se hartó
de un antiescritor vacío haciéndose el metafísico. Y si algún
otro no está de acuerdo con la interacción, si de hecho la detesta,
al leer aquello de la mancha se mordió el labio inferior denotando
mi nivel nefasto y también se fue. Me sorprende que haya durado
tanto.
Ya sé, debería haber
esperado un momento de inspiración antes que someternos a esto. Pero
bueno, ahora deambulo por la habitación vacía pateando el aire,
silbando metáforas, total...
Me desperezo la cabeza y
la agito, hay gente que me aprecia y que sigue acá. Leyendo mi mal
día.
Hola...
Decí hola en voz alta.
Mala onda. Decilo. Es que se me mezclaron los que lo dijeron con los
que no... A ver, de nuevo. Ya sé, el tema es que yo no sé si hay
alguien que me haya contestado, o si la primera vez, o si las dos. Un
desastre mis intenciones, sin dudas.
Hoy se habla mucho de que
el tiempo es valioso, de que apremia, “apremiar”, no me gusta
nada esa palabra. En fin, yo se los estoy masticando con la boca
abierta en la cara. Al tiempo, a eso me refiero. Si les sirve de
consuelo, no estoy orgulloso de eso.
Apareció un personaje,
les aviso cuando me toque volver.
Disculpen al autor. Me
presento: Soy la mancha hipotética de sus manos. Perdón, perdón...
creí que tenía una chica que iba a empezar a contarles una
historia. Voy a fumar a la ventana, no estaría ni cerca de ofenderme
si no vuelven. A mi no me queda otra, por lo menos tengo que
terminar.
.
.
.
.
En serio fui a fumar,
puse los puntitos esos antes de irme, pero sí que fui. A las pocas
caladas lo abandoné en la ventana, lo dejé apoyadito para que se
apague solo. Me puse a pensar. Fue todo cuestión de segundos;
primero me los imaginé a ustedes, individualmente, no tenían cara,
sino una expresión elocuente de fastidio, después supuse, como soy
tan amateur, que los conozco a casi todos, es tal vez un hecho,
“hola, te conozco... Sí, todo está bien. No puedo entrar en
detalles porque hay extraños”, “hola, a vos no te conozco, y
estás leyendo lo peor que escribí en mucho tiempo, me gustaría que
los que tenés al lado de manera hipotética, te digan que también
me gusta escribir con prudencia”. Los presento: los que conozco –
los que no conozco. ¿Se podrían tomar el trabajo de insultarme?
Háganlo como prefieran, no es tema la forma.
Qué lástima, recién
pensé que tenía una idea... cuando fumaba digo. Quería proponerles
que hagan más cosas además de insultarme. Pero es injusto, ustedes
están para leer, y yo para pedirles perdón (no puedo poner “yo
para escribir”, sería una falta de respetos sería. En
capicua...y en plural).
¿Ustedes no querrían
ser sordos a veces? Cuando un niño llora, cuando una vecina hace
ruido con la aspiradora, cuando un perro le ladra a otro
que-no-puede-alcanzar desde un balcón. No sé, se me ocurren varios
ejemplos. Hacerse sordos con un chasquido de dedos y de la misma
manera deshacer la sordera (les juro que hice el chasquido en mi
oreja para encontrar una onomatopeya que lo describa, ninguna
convincente). Por supuesto que me gustaría pensar que alguno de
ustedes lo hizo y que reflexionó en la idea, que de hecho tiene una
combinación de letras atinada. Pero ese es mi lado optimista. El
pesimista me da varias versiones: Que no hay absolutamente nadie
leyendo a esta altura (en ese caso podría contar un secreto
personal, pero la esperanza de que haya compañía me frena en seco);
otra versión es que a esta altura me van leyendo en diagonal,
salteando la mayoría de los párrafos en pos de una idea que valga
la pena (probablemente en vano); otra, es esa misma lectura salteada,
pero que ya va bajando rápido, convirtiendo estas letras en
manchitas negras.
Así de mal escribo hoy.
Eso último seguro lo
leyeron todos, “así de mal escribo hoy”, incluso aquellos que
van aleatoriamente, al ser una oración cortita entra por piedad. Y no estuvo mal para meterla de sopetón, admitir la
pobreza literaria es una linda manera de volver a disculparme.
Tenía unas ganas de
escribir hoy. A ver, me corrijo, tenía ganas de tener algo lindo
para escribir. Pero me senté a esto, porque no se me ocurrió
nada, las musas están todas en los lugares comunes, tomando cerveza
entre amigas, sin poesía que se les asome por ningún recoveco. Iba
a arrancar la historia de un hombre que está vivo para presenciar su
entierro, su velorio, todo. Que saluda y le da las condolencias a su
propia madre, que habla con la funeraria para ultimar detalles, todo
desde la más natural de las aceptaciones. Al final fue un fiasco.
Pero bueno, lo mejor de
toda esta “inaventura” es que no tengo que pensar en un final
sensato, a quién se le ocurre suponer que puede haber una
conclusión. Todos tenemos un mal día en el trabajo: “Qué día de
mierda che, no paraban de pasar cosas malas” (sé que podría
ejemplificar mucho mejor a un tipo que se queja, pero me pareció
gracioso arruinar incluso esa frase, “cosas malas”. Una
estupidez, ya sé). Tuve un mal día, y me le animé al pecado de
gritarlo en la oficina, como cualquiera, en cualquier otro oficio,
este es mi alarido en laboral, puteo a los jefes, renuncio... ¿Saben
lo que les digo? ¡Renuncio!
Suscribirse a:
Entradas (Atom)