miércoles, 24 de septiembre de 2014

Deberías


Podrías estar frente al espejo del baño: “A que me corto el pelo” (tus manos que lo anidan hacia arriba para el resultado teórico), hacer una pausa; “sino hago cambio radical de color” (tu cabeza que va y viene buscando ángulos y luces), podrías quedarte quieta un instante más... “Ya veremos” (finalmente la pelambre que cae ululante a su lugar y el espejo que te devuelve el sensual beso de despedida).

Quizás podrías hacerte otro té con leche, tan ameno a media mañana. Deberías estar orgullosa por haber lavado los platos después del atracón nocturno de yogur griego, orgullosa, por no haber postergado el tedio para la carota de sueño despeinada.

Deberías perfumar tu aliento con esos sueños a cualquier hora, dejar colgar tus brazos boca arriba, volátil, preguntarte si las sábanas seguirán oliendo a suavizante. Entender que hoy tenés tiempo para caminar distancias no caminables, y que ese “hoy” no excluye “mañanas”. Divagar entre tus párpados perdidos, contemplar bien a propósito, sonreirle al recuerdo de aquella batalla de pelota-paleta que te vio ganadora irrefutable. Resumo, deberías-fiaca.

Después preparar las uvas sin semillas para dos o tres desayunos inminentes, en mitades, sin hacer trampa, o sin hacer tanta. Cuchillito en mano pensar que aquel buen mozo puede tartamudear por vos, con la barba de dos días, con sus adulantes patas de gallo tipo sexo en blanco y negro, con la mirada que tanto erotiza, adonis idealizado, adonizado, ideonis... Deberías estar suspirando tus propias hormonas inocentes.

Podrías adivinar de qué es el incienso que avivó la vecina, si acaso es el viento el que lo convida o si el humo es independiente y generoso. Cerrar los ojos y mirarte las manos a través de la ceguera, hacerlas bailar como pequeños manojos árabes, tararear otro momento envidiable. Acaso que un estornudo te deshipnotice de golpe y asustarte de risa. Deberías-frescura.

Quizás no deberías ir a la playa, aprovechar que el almuerzo se llevó todos los niños de la cuadra. Regar las plantas aunque haya llovido ayer, dejar de luchar contra el imán de la hamaca y acostarte mais uma vez, buscar gotitas redondas arriba de las hojas recién acariciadas, verlas luego resbalar hasta la punta, desbordarse, despedirse, hacerse tierra.

Deberías arquear tus cejas hacia el sol, atrás tuyo, muy atrás, tener que darte vuelta, encandilarte: Hora del mate. Juntarlo con “sanguchitos” potentes para encontrar la comida ausente del mediodía. Podrías estirarte con tal placer que la pava te mire embobada, tanto que se le hierva el agua, tanto que deba silbar un perdón agónico. “Chorrito de agua fría, no pasa nada... metal precioso”. Podrías hasta decir “metal precioso” como Marylin Monroe.

Tal vez la vecina te acepte uno o dos matecitos, yugoslava y todo. “Cosa amarga lo parió, no hay caso", yugoslargenta al tanto de tu léxico pero no de ciertas tradiciones. Deberías agradecerle el olor a vainilla de hace un ratito, aunque te distraigas en el camino y digas chau con las gracias mudas: mueca arriba, mueca abajo.

Podrías volver, así como quien no quiere la cosa, a buscar en tu cabeza al barbudo mam-mito mío, chapotear eléctrica entre “ays” y “ahs”.

Podrías entrelazar la lengua con los labios en modo manualidades y así cambiar la yerba para recobrar la verde espuma, mientras que a tus espaldas se está despidiendo el sol. “Bueeeeno, no escuché que te ibas, estaba distraída con la bombilla...chau, sí, chau”. Deberías-hispano-sol-parlante.

Quizás deberías suponer que alcanza con lo que protege el tupper, pero él hace las cuentas de lo que pesa y te sugiere un arrocito para acompañar: Milagroso gramíneo polifacético. La idea te acomoda un pequeño placer en la calma... ya la cena está pactada. Deberías cebar otro antes de que se enoje el atardecer, no amante de los planes, planeador de los amantes. Otro “ay” y un hurra por lo que sea que esté haciendo el adonis y su barba.

Tanto “podrías”, “deberías”, y se hace de noche.

No me atrevo a “deberías” sobre el transcurso de la cena o a “podrías” sobre volver a lavar los platos antes de dormir. Mejor dejar a la luna sobre la mesa, al tecito de hierbas y pijamas. Por las dudas nada de “podrías” almohadón o “deberías” peluche de la infancia. Sin dudas yo-no-debería imaginar tus horas de sueño y suponer tu posterior mañana, yo-no-debería porque ya la idea de terminar este día hipotético me está costando como escribir sin levantar la lapicera. Yo-debería llegar hasta acá con las letras, hasta donde pude, y vos.... ojo que no es una exclusividad mía, te lo dice también el aire que se escapó de un globo, la cola de un perro, te lo piden unas germinaciones que respiran, un vestido de novia que contempla un reloj, las lágrimas de un fado, toda señora de más de noventa años. No soy sólo-yo el que te lo dice, de verdad, cada frasquito chico del mundo lo lamenta... podrías haberte quedado.




domingo, 14 de septiembre de 2014

Tu apellido en prosa, de poética ni hablar





El productor ejecutivo de una película que fui a ver ayer, el doctor que viene a dar un curso de masajes orientales en octubre (un chanta la verdad). Un diseñador de vestidos de gala, un beisbolista norteamericano (iba a la pasada con el control remoto buscando algo específico en la tele, y como los jugadores llevan sus nombres en la espalda...). Ah, y la marca de unas bolsas térmicas, excelentes para cocinar en microondas.

No sé si tu apellido es demasiado llamativo, de esos que titilan. Esos que si aparecen... te das cuenta. La cosa es que se me cruzó varias veces, para qué tanta historia.

La prosa poética, en mi caso, suele carecer de opciones: O te quiero o ya no. O me querés o ya no. O la soledad o el retozo. Porque si me dispongo a hablar de la noche va a ser porque estoy o porque no estoy con vos (digo vos, pero podría ser cualquiera). Si voy a hablar del café, únicamente del café, y me dispongo a escribir una Oda al Café con Leche, va a ser porque te tengo o porque te has ido (te repito, el “vos” ejemplifica un personaje). De manera encubierta la prosa poética, en mi caso de nuevo, se presenta monotemática, casi autodidacta (no te hagas esperanzas, ya vas a ver como el texto se encamina hacia otro lado. A propósito, no me parece correcto poner corchetes para hacer oootro paréntesis dentro de este, a ver cómo lo hago... ma'sí, lo digo así nomás: ¿Hacerte esperanzas? Si ya de por sí son agónicas, ponerse a hacerlas, mamma mía que paciencia). Ahora supongamos que soy un mafioso: “Este último paréntesis fue una advertencia, ¿ok?. Esta prosa va a ser divertida, sobre una casualidad, punto”.

Pero ahí estaba tu apellido, que todos sabemos que ni es González ni es Xâelehn. Y yo dije, “¿Por qué no una prosa? Poéticos son los trapos”.

Y como ya sé que todo lo que describo suele ser una especie de rotonda de ciudad grande (“dale Pedro, ¡cómo mierda salimos de acá!”), primero me propuse dejar de proferir palabortas y después elegir bien las imágenes. Además empezar a descartar un “proferir” para empezar a decir “decir”. También rimar mejor que eso, y no abusar de la repetición. ¡Y a pasarla bien, es domingo, qué embromar!

Tu apellido se repitó en ciertos escenarios de mi semana, ¿y qué? (no habrás pensado que iba a poner “de mi vida”, esto-no-es-una-prosa-poética para vos).

No vamos a empezar con que te extraño, con que la luna se me cae a pedazos después de las siete de la tarde. Tampoco quiero ponerme abstracto, es decir que si voy a buscar imágenes, mejor que sean facilitas. Hoy estoy “muy así”, muy top-joven.

Sobre todo porque hace tiempo que prefiero que me lea alguien... y cuando digo alguien es alguien, no importa quién. No sos vos en especial, ya hoy no escribo para vos. Es más, en este momento mi madurez te saca una lengua hipotética, y pone los pulgares en las sienes, con las palmas abiertas en dirección a tu hipotética cara de culo, y en esa posición agita los dedos como si tocase el piano. Pulgares-dedos-lengua... Esa imagen es para vos, pero la prosa no. La prosa es para alguien que quizás en este momento está apretando una pequeña sonrisita porque detectó la imagen, o sea, te cuento un secreto... se te está riendo en la jeta.

Imagen simple, a eso me refería, al párrafo de arriba (que oración más fiera)... Otra imagen divertida sería traer a un profesor de literatura, un señor alto e imaginario que por ejemplo diga: “¿Qué es la prosa poética? Vamos, alguno... No quiero escuchar la definición que les dicté, lo que les salga, vamos.” . Menos mal que no estoy en su clase, no tengo la más pálida idea (no tener ni una idea pálida, tan usado y tan bonito, debería usarse menos o apreciarse más). Sólo supongo, porque en este caso saber es cosa de las matemáticas, que la prosa poética es estar sensibilizado vaya-a-saber por qué, y tratar de escribirlo másss o menos como la gente (y ojalá salga mejor que la gente, porque últimamente... y rima fea de nuevo, pero es que la gente). Sin personaje ni trama, en mi caso (no me hago cargo de toda prosa poética, porque como dije, no tengo la más pálida idea, además ya aclaré que no va a ser “poética”. Así que ni sé por qué me preocupo en responderle al profe de mentira). En fin, decía que hay una similitud, y seguimos con mi caso. No hay personaje, ni se habla de lo que hagas o de lo que hayas hecho. No hay historia... tomá otra vez la imagen: Pulgares-dedos-lengua.

Me topé un par de veces con tu apellido, no significa nada (no iba a poner “nada”, las palabras que empiezan con “n” son peligrosas, pero para explicar eso tenía que poner “nada”. Y nada, lo puse).

Estoy pasando un lindo momento che, he metido unos fados bien altos en mis auriculares, he abierto las ventanas para que corra el aire (más bien para que vuele), a su vez he abierto y cerrado paréntesis con cositas dentro, con mucho más que los puntos suspensivos que tantas veces uso como imagen triste. Entonces no es que no signifique “nada”, pero la conclusión que saco es que la aparición casual de las letras de tu apellido, todas juntas, me sirvieron para pasar con placer la tarde... Et Voilá.

Porque no ha habido una felicitación para tu carne ni para tu pelo (esto que acabo de decir no es un piropo, te aclaro), es una prosa poética que nació sin bracitos, o sin piernas, que se quedó en prosa a secas. Perdón si he generado una imagen morbosa, pero como escritor amateur desbarranco que da miedo. Es decir que a pesar de los errores o de los aciertos (eso se mide en sonrisas, sonrisas que quien escribe por lo general no logra ver); a pesar de hacerlo bien o de hacerlo mal: A vos ni te detallo. A su vez espero que quien me lea no sienta la curiosidad de imaginar tu altura o el color de tus ojos, mientras me preparo para escribir otra vez lo mismo. Tomá: Pulgares- dedos-lengua, no puse ni un color ni los centímetros, hasta ahora no sos más que una ameba, un protozoo.

Y esa última aclaración me lleva a otro punto importante, me parecería sensato mandar este texto a un concurso literario... por qué no. La sorpresa que se llevarían, con tanta basura enroscada. A los miembros del jurado, les pregunto: ¿Sabéis vosotros (tomá, los trato de usted), sabéis lo que en la jerga 2.0 significa “dijo el otro”? Bueno, dijo el otro que lo voy a mandar.

Sí, seguro, este texto ha sido para vos, se nota muchísimo que no es que al toparme con tu apellido unas cuantas veces se me haya ocurrido algo como ésto, sino que me llueve en el alma. Oh dios dame fuerzas para no desvelarme por su ausencia, no me amenaces con balcones altos, oh dios, acaricia el cuello del tormento. Tomá vos también, dijo el otro. Y pulgares-dedos-lengua... y ahora sí, con todo el sentido doble del mundo te juro, esto se acabó.



domingo, 7 de septiembre de 2014

Como la mona




No sé si prosa, si poesía, si carta, si bien, si mal. Porque quiero poner que te quise como la mona, y sin amparo literario para ponerlo, lo he puesto y lo pongo, ¿ves? “Como la mona”... “Co-mo la mo-na”.

No pretendo redimirme mediante esta tinta impregnada de domingo y de malvones secos. Tampoco puedo desearte lo mejor... como si la suerte, la tuya, pudiese depender de lo que yo quiero.

Yo creo que están equivocados, esos dicen que los viajes en el tiempo no existen... A todos ellos les digo: Yo sí que viajo. Si basta cerrar los ojos y los años salen disparados como chiquillos traviesos. Se requiere silencio y paciencia, entonces sí, cerrar los ojos pero despacito, sin hacer presión con los párpados; relajar el cuello y de ser posible respaldar la cabeza a la altura de la nuca.

(El tiempo entre paréntesis, y si el tiempo está rodeado, es entonces el tiempo que pasó, el nuestro. Se hace espacio entre mi respiración tu cara triste. Cuántas veces la tuve que aguantar, haberte mirado de una manera al principio para terminar esquivando lo más centrado de tus iris. Uy, sí, te quise pésimo. Las vueltas en mi cabeza van desde un almuerzo hasta el sexo reticente. Haberme convencido de que no valía la pena hacer ese viaje a San Luis, qué provincia más puta, me decía. Pero qué-más-daba el lugar... Aunque claro, yo ya estaba en el rol, ese en el que me convencía de que no era culpa mía sino de la vida, porque el destino no sabía imaginarnos juntos. Tenía una relación en tercera persona, qué me parió. El tipo que jamás creyó en el destino, el que se burló de todos los que creían... sin decírselo a nadie mordisqueaba la idea camino al trabajo, o más bien el engaño, y pum, al final de la tarde era tejida una pelea para poder cancelar la cabaña de mierda en Potrero de los Funes... Bien hecho, hacela llorar otra vez, qué pedazo de hijo de puta, porque después hacías una pavada cuando no había peligro, con la cabaña cancelada, con las distracciones de rutina, con el auto en el garage... y te perdonaban, porque te querían, sin importar culpabilidades o viajes de fin de semana. Hasta que de tanta inestabilidad no te quisieron más. Y una vez te miraron sin sangre, y en silencio pensaste que jugaron a ver quién era el más duro. ¡Vos jugaste nada más! Ella estaba viviendo el final sin ensayo de obra, perdías para siempre, porque cuando se cerró la puerta de casa vos te quedaste un ratito más dentro del papel, pongamos dos minutos, o diez. Pero la puerta no se iba a abrir en versión novela de las seis, no volvía ni-en-pedo. Y te empezabas a romper de a poquito, a arrugarte todo, a empaparte de angustia, porque la tristeza dijo: “No, esta vez paso...”. Te dabas cuenta por una primera vez farsante, como un tatuaje en el espejo de tu frente, que la habías querido como-la-mona, y pareció que necesitaste que ella se haya ido para entenderlo, no sólo habiéndote querido sumamente bien, sino que a su vez habiéndote dejado de querer de igual manera: Libre, sin miedo... Y el tiempo te trae a este domingo, con días altos y años bajos, con flashes, recuerdos y tropezones... Bueno, salí de este paréntesis, abrí los ojos, suspirá y tragá el gustito amargo que tienen estos viajes retrospectivos, pero sin quejas... y primera persona de nuevo. Del singular.)

Has visto. Ni carta, ni prosa, ni poesía... ya ni sé.

Ahora que la soledad es un sillón comodísimo con vistas a una maceta vacía y muerta... Ah sí, sigo sin ser consecuente con las pobres plantas, no me sobrevive ni un cactus con piedritas de colores, qué le vamos a hacer. Decía, con esa imagen tan acorde voy a hablar como se habla solo. Y sí, redundante, total ha pasado tanto tiempo desde que escribí mis primeros versos que escribir bien ya no es prioridad.

Seguí silbando canciones en los pasillos que suele haber entre la gente, aunque seguro lo estás haciendo, ¿te das cuenta cómo sigo creyendo que necesitás mis recomendaciones? Que acaso debería sugerirte que tu candor tenga batallas justas, que si sos siempre tan buena otros cabrones como yo van a hacerte grietas por todas partes. Sé que no. No es necesario, supongo que no es posible que otro se esconda detrás del diario, no sin los besos que retribuyen, no sin que las noticias parezcan viejas. Tal vez lo más patético es suponer que te serví de mala experiencia para que no cometas los mismos errores... ¡Pero no! Dudo que te “prepares” para querer bien, vos querés y punto, no sé entonces si sirvió de algo... Si algo sirvió de algo.

¡La pucha! No sólo no puedo aconsejarte, no tengo nada que decirte (bueno, metafóricamente). Quizás simplemente vos sos mejor, queriendo cuando hay que hacerlo, con ofrendas sinceras en el desayuno (en uno de tantos), y sobre todo en tiempo real... sin necesidad de que un momento sea recreado en una soledad escondida, ¡cómo pude vivirte tan forzado! Y vos manipulando nada más que el café con leche o las tostadas, no las sonrisas o las palabras. Entonces, ¿qué puedo sugerirte yo-a-vos? ¿Que te cuides de tipos malos? ¿Que no sobrecargues la bondad y la paciencia? Vas a hacerlo, y vas a ser la buena, y el otro, malo o no, va a “intentar”, aunque ganes, aunque ganes casi siempre...

Estarás escuchando música o leyendo al insoportable de Capote, hoy domingo que no es más que domingo; imagino que estarás bajo la duda de si ya toca mate o si más tardecito, cuando su calor te sea urgente. Como que te sospecho vaporosa, ingrávida; y que si me nombrasen en un charco de tu vida, dirías cosas normalitas, algunas buenas, otras no tanto. “¿Si me quiso como la mona?”, tus ojos abiertos ante la hipotética pregunta... “no me he puesto a pensarlo...”.



miércoles, 3 de septiembre de 2014

Helados


Que por qué la invité a tomar un helado en el banco de una plaza, me dice; no es una plaza, le corto; bueno, en el banco de un paseo, se corrige; que fue como si mi “yo” de un futuro ni muy lejano ni muy cerquita me hubiese avisado, le cuento; que cómo es eso, me indaga; que hubo una certeza de sonrisota y de ojos grandes exactos, le digo; es raro, me incita; serías como un rompecabezas terminado, le aclaro; ¿te gustan los sabores que pediste?, me sorprende; el helado siempre me gusta, le respondo; no parecías convencido ni de la frambuesa ni de la crema de Óreos, sugiere; no era un buen momento para tomar una decisión, le murmuro; gracias, me entibia; éste es uno de mis lugares favoritos de la ciudad, le comento; ¿te molestan los silencios?, me pregunta; no, de verdad, el Paseo San Joan es uno de mis lugares favoritos, le repito; no lo dudo, se disculpa; los silencios saben cuando incomodan, retomo; nos reimos; dale vos, le digo; dale, decime lo qué ibas a decir, me arenga; los silencios a vos te quedan muy bien, le asevero; ¿combinamos?, me actúa; increíblemente, le prometo; nos miramos; te toca, le digo; ¿es por turnos?, me pregunta; es por turnos, le copio; me mira; se te está derritiendo todo el helado, me advierte; nos reímos; estás nervioso, deduce; es mi “yo” del futuro que no me deja tranquilo, le juego; nos miramos; mirate la mano, le señalo; nos reímos; me da pena tirarlo, me busca; mucha pena, concuerdo; a tomar helado en silencio, me propone; a tomar helado, le confirmo; tomamos envión desde el fondo de los ojos; sonreímos; casi reímos; primera carcajada suya; primera mía; tosemos por el frío de mi frambuesa, por el ahogo feliz y por su chocolate suizo; se me cae el helado; llegamos al punto donde la elegancia de la risa se hace obsoleta; nos deslizamos por el banco casi al borde del piso; suspiramos para recobrar el aire; toda la secuencia se reinicia; desde la tímida sonrisa hasta el suspiro; qué lindo, observa; qué cosa, le pregunto; esos de ahí, nos miran como si estuviésemos locos, me susurra; qué lindo, le susurro; siento el sabor de su chocolate en mis labios; todo se da muy despacito, casi blanco; rompemos el aire; nos reímos con ojos, nariz, frente, todo junto; ¿juguemos a adivinarnos la vida?, me propone; ¿por dónde empezamos?, me animo; debería ser por los nombres, me dice; los dos acertamos, al enésimo intento, casi al decimocuarto, y nos quedamos sentados “meta charla”, casuales, con los dedos entrelazados como estampillas dulces y eternas.


La isla (cuento)

No sé qué esperará el que encuentre este cuaderno, por un lado no me es determinante que alguien lo encuentre, y por otro lado, éste un tanto más melodramático... no sé si espero algo escribiendo estas notas.

Son las dos de la mañana, la isla está tranquila en estas horas. La isla como un tigre durmiendo, la isla como un tigre durmiendo en docilidad de mascota.

La desconexión sigue absoluta: Somos los que fuimos, más los nacidos, menos los muertos.

El territorio es grande pero no enorme. A lo ancho la isla puede recorrerse en bicicleta, siempre y cuando se tenga un estado físico obediente. No así a lo largo, aunque con un auto podría atravesarse en un par de horas, el problema es que a estas alturas la mayoría de los autos han sido prescindiblemente olvidados.

Yo llegué hace varios años y tantos meses, cuando la isla era otro de tantos destinos para gente cansada o asesina, para mnemofóbicos o nostálgicos; con los nativos, con los amigables, con los escasos turistas, con viejos y con jóvenes. Otra isla con agua acechando a la libertad.

No sé por qué quiero describir mis inicios, porque lo que corresponde es narrar lo que ha sucedido con el lugar y no conmigo. Pero el encierro me obliga, o me sugiere, que escriba un poco sobre las dos cosas.

En fin, llegué cansado de ponerme triste, y no es de amarrete que resuma tanto. Vine imaginando que cocinaba en algún restaurante o en algún bar, vine para alejarme de la vorágine de las ciudades, de las calles cansadas, de las caras fruncidas. No conocía a nadie, nadie me conocía, y los primeros días me hospedé en un hostal cerquita del mar, porque el agua maneja bien a la tristeza, te la hace móvil, transportable.

Fui saliendo a la calle con mis currículums hasta acabar tras la barra de un café, lejos de la cocina que había imaginado, así como las días imaginan noches que rara vez suceden.

La velocidad de la isla me resultó rápidamente agradable, tiempos coherentes para contemplar, ausencia de invierno pero no así de lluvias, diferentes disfraces en la flora de acuerdo a la época del año, playas, bananas y bananitas, viento, estrellas gruesas o cielos permisivos. En resumen, un excelente porcentaje de tranquilidad.

No hice demasiados amigos, y como en tantas experiencias de viajes y de reinicios, las dificultades existenciales aparecen o se descubren. Con el tiempo había perdido gran parte de mi capacidad de interactuar con otras personas, de conocer gente, no porque fuese yo desagradable, irrespetuoso o maleducado (siempre pensé que si uno desvaría en sus comportamientos lo sabe, al menos parcialmente, y no era mi caso). A mi me empezaba a costar el inicio de las relaciones, pensando que era injustificado si no era de manera natural, y esa naturalidad era cada vez más utópica, llegando a esperar que algo absurdo ocurriese para poder entablar una conversación.

De esa manera me fui acomodando en la soledad, y casi sin darme cuenta, era el tipo agradable pero raro al que todos saludaban, quizás aleteando unas palabras de más o una sonrisa. Y punto. Era cada vez más difícil alejarme del ritmo que (yo) me imponía, y poco a poco la gente dejó de inquietarse por mi comportamiento taciturno, por mis mañanas en la playa con los auriculares entre los libros, o por mis caminatas nocturnas a la orilla del mar. Todos sabían de mi pequeño apartamento caminable hasta el trabajo, de mi mirada bajita, estaban al tanto de que me encargaba del café del paseo marítimo (del café/bebida, claro está), de que no era un asesino, o al menos de que si lo fui había dejado de serlo, y así, después de cinco meses en la isla me hice prácticamente invisible.

Mi familia, o más bien mi madre, sabía lo que tenía que saber, es muy fácil crear un escenario tranquilizador desde el teléfono, sobre todo si no tienen que mandarte dinero o si se evita ser visto desnudo en una manifestación por Youtube. “Trabajo, sí, los lunes estoy libre. Muchos turistas, sí, más que nada europeos con frío. Estoy calmado, sí. Conozco gente mamá, claro que conozco gente.”

Entonces pasó, y ustedes dirán (porque quizás encuentren el cuaderno, aunque no imagino cómo pueda suceder), que es imposible, que eso no puede pasar. Pero pasó, y voy a decirlo sin rodeos, nada de “Al despertar, lo primero que noté fue...”. Nada de eso.

Fue como si se hubiese apagado el mundo, dejaron de funcionar los teléfonos, las radios, internet pareció no haber existido nunca. Los televisores jaspeados y grises. Los aviones ni avisaron por qué aquel 19 de Septiembre no aterrizaron en el aeropuerto, ni se entendía por qué no podían despegar los que ese mismo día tenían que salir. El puerto no encontró los desembarcos pactados, ni los barcos que salieron encontraron más que el regreso a la isla dos o tres días después.

Podría darles todos los detalles de los acontecimientos, lo que más arriba llamé “rodeos”, los intentos racionales por entender el bloqueo que alguna energía metafísica hubo de planear para nosotros, pero ni sabría cómo hacerlo, porque al principio los esfuerzos por entender que sucedía fueron agotadores (eso creo), y yo no entiendo mucho lo que se podía hacer en esos casos, sí es cierto que cada persona con conocimientos útiles buscó la manera de ayudar. Técnicos, ingenieros, pilotos, empleados de empresas extranjeras enviados a la isla por unos de días, esperanzados éstos en tener noticias de sus jefes, turistas convencidos de que sus países solucionarían el problema inentendible; todos a la espera, opinando, con culpables imaginarios en cada eslabón gubernamental de la isla. Todos, empezando a mirar de soslayo a los habitantes y a sus realidades. Se armaron viajes en barco, pero como les dije, todos los barcos eran devueltos a los pocos días, y al tiempo la gente no hacía más que buscarse entre sí con prepotencia, con una espumosa ridiculez saliendo de sus bocas.

Quizás les parezca que mi relato es brusco, sin deshilachar a las razones ni esfuerzo por detallar de manera pausada los sucesos, pero a decir verdad no tengo más palabras que valgan la pena, porque algunas penas nunca valieron de nada, ni lo valdrán. Y fue quizás eso lo que me ayudó a entender con cierta rapidez, que tenía que acomodarme. O mejor dicho, entendí que no era posible entender y que era necesario aceptar.

Fui a hablar con Marcel Miranda, quizás por temor a la violencia que comenzaba a reptar por las calles, o realmente bajo un miedo sonámbulo, porque acercarme a hablar con un hombre con tantas responsabilidades me resultaba muy inquietante. Así, casi sin darme cuenta, estaba preguntando por el encargado de la seguridad de la isla. No entiendo mucho de los cargos jerárquicos, ni en la política ni en las fuerzas policiales, yo trabajaba en un bar, era un habitante más de la isla, y estoy seguro de que Marcel Miranda no era el “encargado de la seguridad”, en fin, de manera confusa como en este párrafo, acabé en el despacho de este hombre tartamudeando mi nombre y balbuceando mi mano estrecha.

Le dije que teníamos que hacer de cuenta que nada iba a cambiar, que por qué no mejor trabajar en lo que podíamos den-tro de la isla. Nuestra comida a través de la tierra y de los animales con los que contábamos, de la medicina natural que estuviese a nuestro alcance, del amor y del afecto para los niños que ya llevaban más-de-muchos meses bajo la incertidumbre.

Miranda estaba bastante indignado, y llevado por la psicosis general me preguntó que por qué hablaba con tanta calma, que si acaso no podía entender que lo que estaba aconteciendo era una “anormalidad”, y yo lo pongo entre comillas pero lo que él hizo fue pronunciarlo muy despacio. Habló del miedo a un ataque repentino externo, de una anomalía terrorífica, hasta que mediante una especie de temblor en el cuerpo giró la charla hacia mí. Por supuesto que era impensado que fuese yo peligroso, se me nota y mucho, pero a pesar de eso le expliqué que mi calma era para estar mejor, que no ganaba nada perdiendo el juicio por un teléfono que sigue sin funcionar, o por una radio que sigue sin emitir ondas, que por qué no mejor buscar la manera de poner música en la radio local, o ganar tiempo cultivando la tierra o ayudando a los turistas antes de que otros se suiciden o intenten irse en barcos que ya ni saben qué hacer para que los dejen en paz.

Empezar de nuevo, le dije, más allá de que se solucione pronto lo que ni siquiera sabemos. Quizás no tenemos cómo atender a un enfermo de cáncer, ejemplifiqué por citar modernismos, quizás los remedios para esa y para otras enfermedades no estén en nuestras manos, pero no tenemos más alternativa que darles contención, reubicar a cada persona en una labor que sea adecuada. Los ricos y los pobres de la isla tendrán que entender que la brecha no existe. Los niños aprenderán a leer, a alimentarse, a cuidar a los animales, a entender la importancia del agua, de la lluvia, del respeto. Ya veremos con qué caucho les hacemos las pelotas o con qué reemplazamos el caucho.

Nuestra conversación no fue tan simple como estas últimas líneas, se puso muy nervioso, me trató de idiota (usó la plabra idiota, de hecho), siguió alegando a la razón para intentar explicarme en qué se ocupaba el tiempo necesario (y con esto me dio a entender que le había hecho perder bastante), acabando por burlarse de mi inocencia casi al borde de la puerta de su oficina. Le pedí disculpas por importunarlo, le conté de mi huertito en casa (a medias, porque ya casi nos separaba la puerta semi cerrada), de que usaba leña para cocinar lo que no puede comerse crudo, de mi preocupación por los desechos orgánicos, de nuestras cañerías, que en eso sí que tenía razón. Era inquietante la basura, pero que a su vez yo pensaba que dejaríamos de crear basura no tratable, y...

Sentí que me saludó como si la charla no hubiese ocurrido, me imaginaba como un niño que quiere explicarle al padre que si no alcanza para vacaciones pueden armar una carpa en el jardín, y hacer de cuenta que han salido a los bosques de un planeta con estrellas de carbón rosado.

Al salir, sin embargo, me sentía muy bien, con una claridad renovada, cada día había contemplado tristemente la congoja de los habitantes de la isla, las preocupaciones a mi entender mundanas, me había avergonzado por criticar a quienes se olvidaban del mar, de la tierra. Y yo mismo que antes las valoraba a medias, quizás como ellos (o por la misma vergüenza), y que desde el encierro había visto una luz, una paz lenta pero confusa, me alejaba de la oficina de Marcel Miranda quizás sorprendido porque al poder hablar de lo que creía imperioso me había podido oír, mis propias palabras se habían ordenado en mi cabeza y mis pasos iban ligeros contorneando el mar.

Porque si los aviones no puede despegar, ni las torres de control pueden comunicarse con las otras torres, si los barcos vuelven al puerto y los teléfonos no funcionan... entonces... los aviones no pueden despegar, las torres de control no se comunican con las otras torres, los teléfonos no funcionan y los barcos vuelven irremediablemente al puerto.

Marcel Miranda pasó después por mi casa, con la mano en la barbilla contempló mis tomates (no sin cierta ironía) y aceptó un té de menta. No tuvo objeciones en no decir quién era yo si le preguntaban por mí (¿quién era yo, de hecho?), aunque sí se interesó por los motivos de mi pedido, le mentí sobre mi alevosa timidez y hasta puedo decir que se rió. Tampoco me pidió más opiniones con respecto a la isla. Observó mi cara detenidamente, y a decir verdad, a pesar de que no fue un encuentro efímero, casi que ni hablamos, pareció que sólo quería eso, verme. Y lo hizo como se mira a un chico.

Hoy sin dudas es el responsable del cambio, del nacimiento del orden en la isla. No sé cómo lo ha logrado, yo soy el niño que propone las estrellas de carbón rosado pero que desconoce si la carpa estaría en condiciones de ser usada.

Mi moraleja es literaria, como lo son hace ya tiempo mis días.

Me dediqué a buscar todos los libros que tuviesen los habitantes para abrir una austera biblioteca, una que arengue a que nuevos escritores nos den material de lectura. Leemos a veces en la playa, en voz alta, y veo como chicas y chicos se miran de reojo movidos por el deseo, quizás sus hijos, en muchos años, estén desesperados por no poder salir de la isla, pero quizás acepten que no se sabe por qué nos tocó estar donde estamos, y quizás se quieran, creciendo a la par de la incertidumbre, como siempre, porque más allá de nuestro encierro así crecemos todos, dentro o fuera de una isla.

Alguien me dijo alguna vez, y encuentro en esta frase una caricia: “A fin de cuentas... Shakespeare, escribió todo lo que escribió sin haber leído a Shakespeare”.