No sé qué esperará el
que encuentre este cuaderno, por un lado no me es determinante que
alguien lo encuentre, y por otro lado, éste un tanto más melodramático...
no sé si espero algo escribiendo estas notas.
Son las dos de la mañana,
la isla está tranquila en estas horas. La isla como un tigre
durmiendo, la isla como un tigre durmiendo en docilidad de mascota.
La desconexión sigue
absoluta: Somos los que fuimos, más los nacidos, menos los muertos.
El territorio es grande pero no enorme. A lo ancho la isla puede recorrerse en bicicleta,
siempre y cuando se tenga un estado físico obediente. No así a lo
largo, aunque con un auto podría atravesarse en un par de horas, el
problema es que a estas alturas la mayoría de los autos han sido
prescindiblemente olvidados.
Yo llegué hace varios
años y tantos meses, cuando la isla era otro de tantos destinos para
gente cansada o asesina, para mnemofóbicos o nostálgicos; con los
nativos, con los amigables, con los escasos turistas, con viejos y
con jóvenes. Otra isla con agua acechando a la libertad.
No sé por qué quiero
describir mis inicios, porque lo que corresponde
es narrar lo que ha sucedido con el lugar y no conmigo. Pero el
encierro me obliga, o me sugiere, que escriba un poco sobre las dos
cosas.
En fin, llegué cansado
de ponerme triste, y no es de amarrete que resuma tanto. Vine
imaginando que cocinaba en algún restaurante o en algún bar,
vine para alejarme de la vorágine de las ciudades, de las calles
cansadas, de las caras fruncidas. No conocía a nadie, nadie me
conocía, y los primeros días me hospedé en un hostal cerquita del
mar, porque el agua maneja bien a la tristeza, te la hace móvil,
transportable.
Fui saliendo a la calle
con mis currículums hasta acabar tras la
barra de un café, lejos de la cocina que había imaginado, así como
las días imaginan noches que rara vez suceden.
La velocidad de la isla
me resultó rápidamente agradable, tiempos coherentes para
contemplar, ausencia de invierno pero no así de lluvias, diferentes
disfraces en la flora de acuerdo a la época del año, playas,
bananas y bananitas, viento, estrellas gruesas o cielos permisivos.
En resumen, un excelente porcentaje de tranquilidad.
No hice demasiados
amigos, y como en tantas experiencias de viajes y de reinicios, las
dificultades existenciales aparecen o se descubren. Con el tiempo había perdido gran parte de mi capacidad de interactuar con
otras personas, de conocer gente, no porque fuese yo desagradable,
irrespetuoso o maleducado (siempre pensé que si uno desvaría en sus
comportamientos lo sabe, al menos parcialmente, y no era mi caso). A
mi me empezaba a costar el inicio de las relaciones, pensando que era
injustificado si no era de manera natural, y esa naturalidad era cada vez más utópica, llegando a esperar que algo absurdo ocurriese para
poder entablar una conversación.
De esa manera me fui
acomodando en la soledad, y casi sin darme cuenta, era el tipo
agradable pero raro al que todos saludaban, quizás aleteando unas
palabras de más o una sonrisa. Y punto. Era cada vez más difícil
alejarme del ritmo que (yo) me imponía, y poco a poco la gente dejó
de inquietarse por mi comportamiento taciturno, por mis mañanas en
la playa con los auriculares entre los libros, o por mis caminatas
nocturnas a la orilla del mar. Todos sabían de mi pequeño
apartamento caminable hasta el trabajo, de mi mirada bajita,
estaban al tanto de que me encargaba del café del paseo marítimo
(del café/bebida, claro está), de que no era un asesino, o al menos
de que si lo fui había dejado de serlo, y así, después de cinco
meses en la isla me hice prácticamente invisible.
Mi familia, o más bien mi madre,
sabía lo que tenía que saber, es muy fácil crear un escenario
tranquilizador desde el teléfono, sobre todo si no tienen que
mandarte dinero o si se evita ser visto desnudo en una
manifestación por Youtube. “Trabajo, sí, los lunes estoy libre.
Muchos turistas, sí, más que nada europeos
con frío. Estoy calmado, sí. Conozco gente mamá, claro que conozco
gente.”
Entonces
pasó, y ustedes dirán (porque quizás encuentren el cuaderno,
aunque no imagino cómo pueda suceder), que es imposible, que eso no
puede pasar. Pero pasó, y voy a decirlo sin rodeos, nada de “Al
despertar, lo primero que noté fue...”.
Nada de eso.
Fue
como si se hubiese apagado el mundo, dejaron de funcionar los
teléfonos, las radios, internet pareció no haber existido nunca.
Los televisores jaspeados y grises. Los aviones ni avisaron por qué
aquel 19 de Septiembre no aterrizaron en el aeropuerto, ni se
entendía por qué no podían despegar los que ese mismo día tenían
que salir. El puerto no encontró los desembarcos pactados, ni los
barcos que salieron encontraron más que el regreso a la isla dos o tres días después.
Podría
darles todos los detalles de los acontecimientos, lo que más arriba
llamé “rodeos”, los intentos racionales por entender el bloqueo
que alguna energía metafísica hubo de planear para nosotros, pero
ni sabría cómo hacerlo, porque al principio los esfuerzos por
entender que sucedía fueron agotadores (eso creo), y yo no entiendo
mucho lo que se podía hacer en esos casos, sí es cierto que cada
persona con conocimientos útiles buscó la manera de ayudar.
Técnicos, ingenieros, pilotos, empleados de empresas extranjeras
enviados a la isla por unos de días, esperanzados éstos en tener noticias
de sus jefes, turistas convencidos de que sus países solucionarían
el problema inentendible; todos a la espera, opinando, con culpables
imaginarios en cada eslabón gubernamental de la isla. Todos,
empezando a mirar de soslayo a los habitantes y a sus realidades. Se
armaron viajes en barco, pero como les dije, todos los barcos eran
devueltos a los pocos días, y al tiempo la gente no hacía más que
buscarse entre sí con prepotencia, con una espumosa ridiculez
saliendo de sus bocas.
Quizás
les parezca que mi relato es brusco, sin deshilachar a las razones
ni esfuerzo por detallar de manera pausada los sucesos, pero a decir
verdad no tengo más palabras que valgan la pena, porque algunas
penas nunca valieron de nada, ni lo valdrán. Y fue quizás eso lo
que me ayudó a entender con cierta rapidez, que tenía que
acomodarme. O mejor dicho, entendí que no era posible entender y
que era necesario aceptar.
Fui a
hablar con Marcel Miranda, quizás por temor a la violencia que
comenzaba a reptar por las calles, o realmente bajo un miedo sonámbulo, porque acercarme a
hablar con un hombre con tantas responsabilidades me resultaba muy
inquietante. Así, casi sin darme cuenta, estaba preguntando por el
encargado de la seguridad de la isla. No entiendo mucho de los cargos
jerárquicos, ni en la política ni en las fuerzas policiales, yo
trabajaba en un bar, era un habitante más de la isla, y estoy seguro
de que Marcel Miranda no era el “encargado de la seguridad”, en
fin, de manera confusa como en este párrafo, acabé en el despacho
de este hombre tartamudeando mi nombre y balbuceando mi mano
estrecha.
Le
dije que teníamos que hacer de cuenta que nada iba a cambiar, que
por qué no mejor trabajar en lo que podíamos den-tro de la isla.
Nuestra comida a través de la tierra y de los animales con los que
contábamos, de la medicina natural que estuviese a nuestro alcance,
del amor y del afecto para los niños que ya llevaban más-de-muchos
meses bajo la incertidumbre.
Miranda
estaba bastante indignado, y llevado por la psicosis general me
preguntó que por qué hablaba con tanta calma, que si acaso no podía
entender que lo que estaba aconteciendo era una “anormalidad”,
y yo lo pongo entre comillas
pero lo que él hizo fue pronunciarlo muy despacio. Habló del miedo
a un ataque repentino externo, de una anomalía terrorífica, hasta
que mediante una especie de temblor en el cuerpo giró la charla
hacia mí. Por supuesto que era impensado que fuese yo peligroso, se
me nota y mucho, pero a pesar de eso le expliqué que mi calma era
para estar mejor, que no ganaba nada perdiendo el juicio por un
teléfono que sigue sin funcionar, o por una radio que sigue sin
emitir ondas, que por qué no mejor buscar la manera de poner música
en la radio local, o ganar tiempo cultivando la tierra o ayudando a
los turistas antes de que otros se suiciden o intenten irse en
barcos que ya ni saben qué hacer para que los dejen en paz.
Empezar
de nuevo, le dije, más allá de que se solucione pronto lo que ni
siquiera sabemos. Quizás no tenemos cómo atender a un enfermo de
cáncer, ejemplifiqué por citar modernismos, quizás los remedios
para esa y para otras enfermedades no estén en nuestras manos, pero
no tenemos más alternativa que darles contención, reubicar a cada
persona en una labor que sea adecuada. Los ricos y los pobres de la
isla tendrán que entender que la brecha no existe. Los niños
aprenderán a leer, a alimentarse, a cuidar a los animales, a
entender la importancia del agua, de la lluvia, del respeto. Ya
veremos con qué caucho les hacemos las pelotas o con qué
reemplazamos el caucho.
Nuestra
conversación no fue tan simple como estas últimas líneas, se puso
muy nervioso, me trató de idiota (usó la plabra idiota, de hecho),
siguió alegando a la razón para intentar explicarme en qué se
ocupaba el tiempo necesario (y con esto me dio a entender que le
había hecho perder bastante), acabando por burlarse de mi inocencia
casi al borde de la puerta de su oficina. Le pedí disculpas por
importunarlo, le conté de mi huertito en casa (a medias, porque ya
casi nos separaba la puerta semi cerrada), de que usaba leña para
cocinar lo que no puede comerse crudo, de mi preocupación por los
desechos orgánicos, de nuestras cañerías, que en eso sí que tenía
razón. Era inquietante la basura, pero que a su vez yo pensaba que
dejaríamos de crear basura no tratable, y...
Sentí
que me saludó como si la charla no hubiese ocurrido, me imaginaba
como un niño que quiere explicarle al padre que si no alcanza para
vacaciones pueden armar una carpa en el jardín, y hacer de cuenta
que han salido a los bosques de un planeta con estrellas de carbón
rosado.
Al
salir, sin embargo, me sentía muy bien, con una claridad renovada,
cada día había contemplado tristemente la congoja de los habitantes
de la isla, las preocupaciones a mi entender mundanas, me había
avergonzado por criticar a quienes se olvidaban del mar, de la
tierra. Y yo mismo que antes las valoraba a medias, quizás como ellos
(o por la misma vergüenza), y que desde el encierro había visto una
luz, una paz lenta pero confusa, me alejaba de la oficina de Marcel
Miranda quizás sorprendido porque al poder hablar de lo que creía
imperioso me había podido oír, mis propias palabras se habían
ordenado en mi cabeza y mis pasos iban ligeros contorneando el mar.
Porque
si los aviones no puede despegar, ni las torres de control pueden
comunicarse con las otras torres, si los barcos vuelven al puerto y
los teléfonos no funcionan... entonces... los aviones no pueden
despegar, las torres de control no se comunican con las otras torres,
los teléfonos no funcionan y los barcos vuelven irremediablemente
al puerto.
Marcel
Miranda pasó después por mi casa, con la mano en la barbilla
contempló mis tomates (no sin cierta ironía) y aceptó un té de
menta. No tuvo objeciones en no decir quién era yo si le preguntaban
por mí (¿quién era yo, de hecho?), aunque sí se interesó por los
motivos de mi pedido, le mentí sobre mi alevosa timidez y hasta
puedo decir que se rió. Tampoco me pidió más opiniones con
respecto a la isla. Observó mi cara detenidamente, y a decir
verdad, a pesar de que no fue un encuentro efímero, casi que ni
hablamos, pareció que sólo quería eso, verme. Y lo hizo como se
mira a un chico.
Hoy
sin dudas es el responsable del cambio, del nacimiento del orden en
la isla. No sé cómo lo ha logrado, yo soy el niño que propone las
estrellas de carbón rosado pero que desconoce si la carpa estaría en
condiciones de ser usada.
Mi
moraleja es literaria, como lo son hace ya tiempo mis días.
Me
dediqué a buscar todos los libros que tuviesen los habitantes para
abrir una austera biblioteca, una que arengue a que nuevos escritores
nos den material de lectura. Leemos a veces en la playa, en voz alta,
y veo como chicas y chicos se miran de reojo movidos por el deseo,
quizás sus hijos, en muchos años, estén desesperados por no poder
salir de la isla, pero quizás acepten que no se sabe por qué nos
tocó estar donde estamos, y quizás se quieran, creciendo a la par
de la incertidumbre, como siempre, porque más allá de nuestro
encierro así crecemos todos, dentro o fuera de una isla.
Alguien
me dijo alguna vez, y encuentro en esta frase una caricia: “A fin
de cuentas... Shakespeare, escribió todo lo que escribió sin haber
leído a Shakespeare”.