Si de verdad bajaste en la terminal de la cual todavía no has bajado, si es real tu sombra a colores que aún abrocha hasta la nariz el impermeable, si acaso tu pelo es rojizo porque lo teñiste y no es rojizo como lo recuerdo; entonces no podré seguir escribiendo abajo de un humo amargo y de unos mates deshabitados.
¿Cómo critico mis pasos sin huellas ahora que me darás la mano?
Tendré que escribir sobre una mano que late, para reemplazar a esa
mano de tinta-azul-barato.
¿Bajo
qué excusa podré silbar, cuando me acostumbraste a imaginar que
llorabas por una gata recién concebida en alguna rua del interior
de São
Paulo?
Voy a tener que quitarle el celofán a aquella mano invisible de la
que hablo e ir al trote con las garras llenas de alimento
balanceado: Por las calles, por los balcones, por las acequias, entre
las nubes. Así terminar en un bar pegándole el olor a carne guisada
a los vasos, mirándote hasta el cerebro para que coincidan nuestros
ojos con el silencio casi rojo del desamparo.
¿Cómo voy a soportar tu cuello trémulo?
Mejor será que escriba los últimos versos sobre aquel cuello de
cera, ahora que tendrás tráquea, ahora que abrirás el paso de la
sangre. Mejor traigo por última vez aquello que se me ocurre sobre
la ecuación yemas/ficción/tacto.
¿Cómo pretendo pretender que estás lejos, cuando te vas a
destripar por un chiste para el que todavía es temprano?
Supongo que iré a la modista a suavizar los cierres, a reforzar las
costuras del tiempo, ahora que vas a tironearme los pantalones para
sacarme la tristeza, tan bien guardada ésta en el vértice del bolsillo,
como una gotita de papel, tan doblada en seis, tan en vano. Y como es
probable que encuentres también mis llaves tal vez me ría con vos,
casi de rodillas, con los bolsillos sinceros como las orejas de un
cachorro castigado.
¿Qué sucederá si han desaparecido los espejos, si de verdad ya no
queda ninguno?
Porque tu imagen aún permanece agarrada de mi pescuezo, con las
piernas cruzadas en mi cintura, con el mentón respirando en lo más
izquierdo de mi mejilla. Y dice que no quiere bajar al mundo, y lo
dice de una manera... Entonces yo no sé si debo susurrar
tiernamente casi para adentro, o si mejor debo bajarla para que
aprenda a caminar. Así cuando por fin te me estampes con tu piel y
con tus huesos y me preguntes si he estado llorando por alguien, no
me quede otra opción que cargarte en mi espalda sin importar mi
debilidad ni mis lesiones cervicales.
¿Cómo entristezco en estas letras al candor de tu carta?
Si la vergüenza me empuja y me lleva a un rincón de la parálisis,
desde donde contemplo tu carta, que me amenaza con salir corriendo a
cada rato, que se sabe fuerte, que puede levantar el sobre con los
brazos. Si con todos sus ángulos tiesos, rebelde e inquieta, tu
carta juega por toda la casa buscando la ñ ausente de tu
aprendizaje.
Entonces, si en una siesta que todavía no hemos dormido el cariño
nos encandila en vez de cegarnos, asimilaré por un segundo que estás conmigo. Y esconderé la lapicera de esa quimera autopista-río, de esa
paradoja circular; como se deja la luz encendida, como se plastifica
un documento provisorio o como se alquila un traje sin tener un
vestido.