miércoles, 24 de abril de 2013

El banco (cuento)


Todavía recuerdo el olor que había en la esquina donde me topé con el banco. Era un olor a tostadas, probablemente (muy probablemente), proveniente de una tostadora de chapa, con liviandad de alfombra mágica, con el mango como una “U” que se repliega pero que no alcanza a cerrarse. A esas tostadas olía.

Los escombros eran una orquesta de reos, borrachos de tiempo; había tejas y trozos, paréntesis de lo que parecía ser una pared, con los ladrillos y con el cemento todavía pegados en lo que evidentemente había sido una demolición no accidental. Se arrugaban a los lados varias bolsas de cal llenas de mugre junto a un contenedor azul con la inscripción: “Mon-tel”, acompañada de un número de teléfono que tenía dos “6”, o tres.

Yo me detuve por el olor, y para adivinar el origen de la combustión a gas y a abuela.

Y ahí estaba el banco, tan guardapolvos, tan prueba sorpresa; con las patas un poquito abiertas hacia afuera, como chuecas o como paspadas, marrones desde el asiento hasta casi las gomas que juegan a medias de lana, con las pantorrillas descascaradas, podría decirse que parecían las patas de un gato siamés galáctico.

Se me viene a la mente una sensación, fue cuando me agaché para ver como se unían los cañitos abajo del asiento, no sé bien por qué, pero me acuerdo que la sangre ebullicionó hasta mi cabeza, y que tuve que erigirme con los ojos mirando a una tele imaginaria que perdió la señal del cable. El asiento era de madera, cuadrado pero redondeado, con recovecos apenas perceptibles pero de inexorable ondulación-culito para la comodidad del aprendizaje. Estaba pintado de un blanco que atisbaba hacia el beige, o viceversa, salvo en el borde donde la madera desnuda dejaba ver las capas, tal vez ícono distintivo de los bancos, o tal vez de mi nostalgia personal.

Los caños no se tocaban, era como que de la superficie (y cuando digo superficie me refiero a eso que es como Buenos Aires, o mejor dicho, que tiene la forma de Buenos Aires pero más ancho), de ahí, partían los caños hacia el infinito, dejando sólo el espacio para que entre una persona desde la derecha.

Siempre quise que el banco hubiese sido para zurdos, tampoco sé bien por qué.

Primero lo saqué de su inclinación porque me exasperaba, tenía dos de las patas laterales en la vereda y dos en la calle, después subí y baje a Buenos Aires para corroborar si no estaba roto. Varias veces repetí la operación con la sensación de haber olvidado de pestañear.

Me senté, acomodándome, ejerciendo una leve presión hacia el piso meneando la cintura y los glúteos, mirando hacia todos lados y hacia ninguno, parecía una película donde un hombre de traje analiza la compra de un auto, o a veces en la vida real, pero allí con el ceño más preocupado. O algo así.

Yo no tenía preocupación ni fruncí mi ceño, aseveré para mí con la cabeza y me llevé el banco a casa.

No fue nada fácil el traslado, o al menos no fue cómodo, lo ponía arriba de la cabeza pero Buenos Aires me titilaba en la sien, entonces lo cargaba desde dos patas o un poco del asiento, pero ninguna postura me duraba demasiado. Por suerte no tuve que cargarlo en el 90, dudo seriamente que el chofer me hubiese dejado entrarlo, sobre todo aquel pelado de la cicatriz en la cabeza, quien evidentemente nunca perdonó la escena que le dejó la marca.

En el camino se presentó una imagen de otro banco que poco a poco me hizo desacelerar, buscando la nitidez del recuerdo en la quietud paulatina ¿Cuáles eran los motivos de la ausencia de la reja, esa donde hipotéticamente se colocarían los libros? Y sosteniéndolo sobre la cabeza comencé a palpar las marcas o la falta de ellas, y a los pocos centímetros apareció el acné de acero entre mis dedos, engendrado por un libro pesado sobre cien más pesados, o por algún pisotón descuidado en una guerra de tizas. El banco se me hacía más huérfano, nos necesitábamos un poco más a cada metro.

A una cuadra de llegar a casa supe el lugar preciso donde colocaría el banco, ¿qué importaba si no era en ésa, mi casa actual? La Piecita Azul, léase como un gran título que acompaño moviendo mi mano, desde la cintura hasta arriba de mis hombros, con los dedos sosteniendo una manzana. Ahí, en esa única habitación con alfombra azul, paredes empapeladas con cielo y con nubes, techo alto, angosto rincón vacío, juguete a punto de vomitar vida porque ha perdido la gracia. Me emociono igual que aquel día. La Piecita Azul...

Saludé a todos en casa pero me devolvieron el saludo sin notar el banco ni mi cansancio por el traslado, quizás cegados por la trágica muerte de una famosa conductora de televisión. Aún cuando apoyé el mismo haciendo ruido, quizás a propósito, ni cuando resoplé por el cansancio, ni cuando resoplé de nuevo. En la tele, lo que parecía ser la hija de la conductora filmada en un primerísimo plano, parecía que iba a morir de tristeza, yo no sé si a todos en casa les dio la misma impresión. Repuesto o resignado, tomé el banco y lo llevé a su lugar.

“Justo en el medio”, me decía en silencio con los brazos descansando en las caderas, satisfechos por el trabajo realizado. Quedaba tan bien allí, en esa habitación angosta pero larga, o tal vez no muy larga pero sí bastante angosta, lo cual disfraza la noción de longitud. Lo puse de espaldas a la puerta, no porque quisiese que se vea el banco en posición de penitencia, creo más bien que fue una casualidad (aunque ya no volví a girarlo). Desde la izquierda entraba el sol por el garaje marcando las verjas del portón y las rejas de la ventana, una de las innominables bellezas de la inseguridad. Quedaba perfecto así.

Luego de sentarme y de pararme unas quince veces, de hacer y de deshacer otras tantas el cruce de mis piernas (ante el zapateo de Buenos Aires) me puse a pensar en la superficie utilizable, en el banco como esquema. El espacio no era reducido, aunque objetivamente... Los pensamientos llegaron a ser preocupantes, pero básicamente ponderaba la presencia de las hojas donde escribí mis primeros textos, el cassette número “5” con grabaciones de la radio, el He-Man de miniatura que ese mismo día apareció entre mis remeras (no sé en cuál habitación, ¿pero realmente importa?), la tinta china que alimentó a mi pluma de calidad dudosa, regalo de uno de mis tíos (lástima que se perdió, dejé de usarla por mera practicidad, pero me gustaría apoyarla en mi mano, aunque se vuelva a perder, aunque vuelva a añorarla). También algunas hojas en blanco, por las dudas (o más bien por alguna certeza), el sacapuntas verde a manivela, al cual sólo podría detallar adjuntando aquí una imagen, el álbum de fotos de aquel campamento en Cipoletti, mis guantes mágicos a los cuales les corte los dedos, dejando finalmente un espacio para aquello que sin dudas divagaba en mi cabeza buscando la salida.

Al final organicé las cosas (in-cosas, no-cosas, anti-cosas, bajo-ningún-punto-de-vista-cosas), y las coloqué sobre Buenos Aires. Cada una en un lugar por mí dispuesto, elegido; el banco y la Piecita Azul resplandecían todo el día, se acallaban con la luz ladeada del atardecer y luego se dormían bajo la noche atolondrada que les caía desde la luna. Yo observaba perplejo la perfección desde la puerta, con un Nesquik o con un cigarrillo, de a ratos me acercaba merodeando con suma cautela como un perro hecho mascota merodea a un gato moribundo, sin saber si su presa (o si su amiguito) va a reponerse para atacarlo. Después me sentaba con el mismo cuidado y escuchaba a mis recuerdos, interrumpidos a veces por el sonido de otra muerte en la televisión, o por unas elecciones provinciales sin ganadores, o por un gol de algún otro equipo, alguno por el cual no simpatizaba mi hermano más chico.

Hace ya mucho tiempo del accidente, tiempo por tiempo al cuadrado.

Una tarde me senté sin las precauciones que exigía el banco, supongo que estaba distraído por la pesadez de la jornada que transcurría (y absolutamente inconsciente del momento en que había empezado a usar la palabra jornada). Los gritos enardecidos de la vecina ante la sumisión de su nuera por la in-correcta disposición de nuestra basura, la discusión con mi jefe, el seguro del auto debitado en mi tarjeta de crédito, el policía que no aceptaba la virtualidad del pago, el choque, el otro policía que tampoco (menos aún) aceptaba mis disculpas por ese otro accidente. No quería que me absolviese de la culpa, simplemente que me perdonara. Todo se sumó al hecho de encontrar la pluma abajo del asiento del auto, al inenarrable milagro de palpar el delgado cilindro cuando buscaba la tarjeta verde. A pensar que si apoyaba la pluma en uno de los pocos espacios libres que quedaban en el banco, el candor pasaría volando por la Piecita Azul.

Después de apoyar la pluma y sin entender la semiótica de la calma, me crucé de piernas, como listo para descubrir por primera vez las milanesas de mi Tía Susana. Ante el atolondramiento Buenos Aires subió como una arcada, bajó súbitamente y volvió a subir, revolcando las hojas, el sacapuntas, al cassette, a He-Man, a la pluma y a la tinta china, que por el color tocayo de la alfombra casi no se entendía en su muerte de pez mercurio sofocado.

Me costó bastante pero decidí no recoger las cosas ni volver a Buenos Aires hacia la horizontalidad (¿decidí?), quedaron las hojas salpicadas con la explosión del frasco de tinta, tanto las blancas como las escritas, se paralizó He-Man abrazando la ausencia de su heroísmo. Todo quedó donde lo dejó el accidente. Al principio me acercaba a la puerta a contemplar la escena del crimen, me apoyaba de brazos cruzados en el marco y reflexionaba mientras los chicos husmeaban desde mis rodillas haciendo todo tipo de preguntas. Luego mis visitas se hicieron menos asiduas, para dejar un día (no aquel), de acercarme a la Piecita Azul: digamos que te cortás con el filo de una hoja, que la sangre asoma con el dolor agarrado del cuello, que después cicatriza y que se va curando; casi nunca sabemos el momento exacto en que la herida deja de existir del todo, pero si nos damos cuenta del milagro, si lo hacemos, lo hacemos con olvido: ¡Ah, la costra del corte con papel! Y a seguir discutiendo sobre quién limpia las paletas del ventilador. Creo que fue mi tía Susana quien cerró la puerta con llave, o mi hermano, o mi abuela que dejó de oler a tostadas, o yo de muy chico.