Todavía recuerdo el olor que había en
la esquina donde me topé con el banco. Era un olor a tostadas,
probablemente (muy probablemente), proveniente de una tostadora de
chapa, con liviandad de alfombra mágica, con el mango como una “U”
que se repliega pero que no alcanza a cerrarse. A esas tostadas olía.
Los escombros eran una orquesta de
reos, borrachos de tiempo; había tejas y trozos, paréntesis de lo
que parecía ser una pared, con los ladrillos y con el cemento
todavía pegados en lo que evidentemente había sido una demolición
no accidental. Se arrugaban a los lados varias bolsas de cal llenas
de mugre junto a un contenedor azul con la inscripción: “Mon-tel”,
acompañada de un número de teléfono que tenía dos “6”, o
tres.
Yo me detuve por el olor, y para
adivinar el origen de la combustión a gas y a abuela.
Y ahí estaba el banco, tan
guardapolvos, tan prueba sorpresa; con las patas un poquito abiertas
hacia afuera, como chuecas o como paspadas, marrones desde el asiento
hasta casi las gomas que juegan a medias de lana, con las
pantorrillas descascaradas, podría decirse que parecían las patas
de un gato siamés galáctico.
Se me viene a la mente una sensación, fue cuando me
agaché para ver como se unían los cañitos abajo del asiento, no sé
bien por qué, pero me acuerdo que la sangre ebullicionó hasta mi
cabeza, y que tuve que erigirme con los ojos mirando a una tele imaginaria que
perdió la señal del cable. El asiento era de madera, cuadrado pero
redondeado, con recovecos apenas perceptibles pero de inexorable
ondulación-culito para la comodidad del aprendizaje. Estaba pintado
de un blanco que atisbaba hacia el beige, o viceversa, salvo en el
borde donde la madera desnuda dejaba ver las capas, tal vez ícono
distintivo de los bancos, o tal vez de mi nostalgia personal.
Los caños no se tocaban, era como que
de la superficie (y cuando digo superficie me refiero a eso que es
como Buenos Aires, o mejor dicho, que tiene la forma de Buenos Aires
pero más ancho), de ahí, partían los caños hacia el infinito,
dejando sólo el espacio para que entre una persona desde la derecha.
Siempre quise que el banco hubiese sido
para zurdos, tampoco sé bien por qué.
Primero lo saqué de su inclinación
porque me exasperaba, tenía dos de las patas laterales en la vereda
y dos en la calle, después subí y baje a Buenos Aires para
corroborar si no estaba roto. Varias veces repetí la operación con
la sensación de haber olvidado de pestañear.
Me senté, acomodándome, ejerciendo
una leve presión hacia el piso meneando la cintura y los glúteos,
mirando hacia todos lados y hacia ninguno, parecía una película donde un hombre de traje analiza la compra de un auto, o a veces en
la vida real, pero allí con el ceño más preocupado. O algo así.
Yo no tenía preocupación ni
fruncí mi ceño, aseveré para mí con la cabeza y me llevé el
banco a casa.
No fue nada fácil el traslado, o al menos no fue
cómodo, lo ponía arriba de la cabeza pero Buenos Aires me titilaba
en la sien, entonces lo cargaba desde dos patas o un poco del
asiento, pero ninguna postura me duraba demasiado. Por suerte no tuve
que cargarlo en el 90, dudo seriamente que el chofer me hubiese
dejado entrarlo, sobre todo aquel pelado de la cicatriz en la cabeza,
quien evidentemente nunca perdonó la escena que le dejó la marca.
En el camino se presentó una imagen de otro banco que poco a poco me hizo desacelerar, buscando la nitidez del recuerdo en la quietud paulatina ¿Cuáles eran los motivos de la
ausencia de la reja, esa donde hipotéticamente se colocarían los
libros? Y sosteniéndolo sobre la cabeza comencé a palpar las
marcas o la falta de ellas, y a los pocos centímetros apareció el
acné de acero entre mis dedos, engendrado por un libro pesado sobre
cien más pesados, o por algún pisotón descuidado en una guerra de
tizas. El banco se me hacía más huérfano, nos necesitábamos un
poco más a cada metro.
A una cuadra de llegar a casa supe el
lugar preciso donde colocaría el banco, ¿qué importaba si no era
en ésa, mi casa actual? La Piecita Azul, léase como un gran título
que acompaño moviendo mi mano, desde la cintura hasta arriba de mis
hombros, con los dedos sosteniendo una manzana. Ahí, en esa única
habitación con alfombra azul, paredes empapeladas con cielo y con
nubes, techo alto, angosto rincón vacío, juguete a punto de vomitar
vida porque ha perdido la gracia. Me emociono igual que aquel día.
La Piecita Azul...
Saludé a todos en casa pero me
devolvieron el saludo sin notar el banco ni mi cansancio por el
traslado, quizás cegados por la trágica muerte de una famosa conductora de televisión. Aún cuando apoyé el mismo haciendo ruido, quizás a
propósito, ni cuando resoplé por el cansancio, ni cuando resoplé
de nuevo. En la tele, lo que parecía ser la hija de la conductora filmada en un primerísimo plano, parecía que iba a morir de
tristeza, yo no sé si a todos en casa les dio la misma impresión.
Repuesto o resignado, tomé el banco y lo llevé a su lugar.
“Justo en el medio”, me decía en
silencio con los brazos descansando en las caderas, satisfechos por
el trabajo realizado. Quedaba tan bien allí, en esa habitación
angosta pero larga, o tal vez no muy larga pero sí bastante
angosta, lo cual disfraza la noción de longitud. Lo puse de espaldas
a la puerta, no porque quisiese que se vea el banco en posición de penitencia, creo más bien
que fue una casualidad (aunque ya no volví a girarlo). Desde la
izquierda entraba el sol por el garaje marcando las verjas del
portón y las rejas de la ventana, una de las innominables bellezas
de la inseguridad. Quedaba perfecto así.
Luego de sentarme y de pararme unas
quince veces, de hacer y de deshacer otras tantas el cruce de mis
piernas (ante el zapateo de Buenos Aires) me puse a pensar en la
superficie utilizable, en el banco como esquema. El espacio no era
reducido, aunque objetivamente... Los pensamientos llegaron a ser
preocupantes, pero básicamente ponderaba la presencia de las hojas
donde escribí mis primeros textos, el cassette número “5” con
grabaciones de la radio, el He-Man de miniatura que ese mismo día
apareció entre mis remeras (no sé en cuál habitación, ¿pero
realmente importa?), la tinta china que alimentó a mi pluma de
calidad dudosa, regalo de uno de mis tíos (lástima que se perdió,
dejé de usarla por mera practicidad, pero me gustaría apoyarla en
mi mano, aunque se vuelva a perder, aunque vuelva a añorarla).
También algunas hojas en blanco, por las dudas (o más bien por
alguna certeza), el sacapuntas verde a manivela, al cual sólo podría
detallar adjuntando aquí una imagen, el álbum de fotos de aquel
campamento en Cipoletti, mis guantes mágicos a los cuales les corte
los dedos, dejando finalmente un espacio para aquello que sin dudas
divagaba en mi cabeza buscando la salida.
Al final organicé las cosas (in-cosas,
no-cosas, anti-cosas, bajo-ningún-punto-de-vista-cosas), y las
coloqué sobre Buenos Aires. Cada una en un lugar por mí dispuesto,
elegido; el banco y la Piecita Azul resplandecían todo el día, se
acallaban con la luz ladeada del atardecer y luego se dormían bajo
la noche atolondrada que les caía desde la luna. Yo observaba
perplejo la perfección desde la puerta, con un Nesquik o con un
cigarrillo, de a ratos me acercaba merodeando con suma cautela como
un perro hecho mascota merodea a un gato moribundo, sin saber si su
presa (o si su amiguito) va a reponerse para atacarlo. Después me
sentaba con el mismo cuidado y escuchaba a mis recuerdos,
interrumpidos a veces por el sonido de otra muerte en la televisión,
o por unas elecciones provinciales sin ganadores, o por un gol de
algún otro equipo, alguno por el cual no simpatizaba mi hermano más
chico.
Hace ya mucho tiempo del accidente,
tiempo por tiempo al cuadrado.
Una tarde me senté sin las
precauciones que exigía el banco, supongo que estaba distraído por
la pesadez de la jornada que transcurría (y absolutamente
inconsciente del momento en que había empezado a usar la palabra
jornada). Los gritos enardecidos de la vecina ante la sumisión de su
nuera por la in-correcta disposición de nuestra basura, la
discusión con mi jefe, el seguro del auto debitado en mi tarjeta de
crédito, el policía que no aceptaba la virtualidad del pago, el
choque, el otro policía que tampoco (menos aún) aceptaba mis
disculpas por ese otro accidente. No quería que me absolviese de la
culpa, simplemente que me perdonara. Todo se sumó al
hecho de encontrar la pluma abajo del asiento del auto, al
inenarrable milagro de palpar el delgado cilindro cuando buscaba la
tarjeta verde. A pensar que si apoyaba la pluma en uno de los pocos
espacios libres que quedaban en el banco, el candor
pasaría volando por la Piecita Azul.
Después de apoyar la pluma y sin
entender la semiótica de la calma, me crucé de piernas, como listo
para descubrir por primera vez las milanesas de mi Tía Susana. Ante
el atolondramiento Buenos Aires subió como una arcada, bajó súbitamente y volvió a subir, revolcando las hojas, el sacapuntas, al cassette,
a He-Man, a la pluma y a la tinta china, que por el color tocayo de la
alfombra casi no se entendía en su muerte de pez mercurio sofocado.
Me costó bastante pero decidí no
recoger las cosas ni volver a Buenos Aires hacia la horizontalidad (¿decidí?), quedaron las hojas salpicadas con la explosión del
frasco de tinta, tanto las blancas como las escritas, se paralizó
He-Man abrazando la ausencia de su heroísmo. Todo quedó donde lo dejó el accidente. Al principio me acercaba a la puerta a
contemplar la escena del crimen, me apoyaba de brazos cruzados en el
marco y reflexionaba mientras los chicos husmeaban desde mis
rodillas haciendo todo tipo de preguntas. Luego mis visitas se
hicieron menos asiduas, para dejar un día (no aquel), de acercarme a
la Piecita Azul: digamos que te cortás con el filo de una hoja, que
la sangre asoma con el dolor agarrado del cuello, que después
cicatriza y que se va curando; casi nunca sabemos el momento exacto
en que la herida deja de existir del todo, pero si nos damos cuenta
del milagro, si lo hacemos, lo hacemos con olvido: ¡Ah, la costra
del corte con papel! Y a seguir discutiendo sobre quién limpia las
paletas del ventilador. Creo que fue mi tía Susana quien cerró la
puerta con llave, o mi hermano, o mi abuela que dejó de oler a
tostadas, o yo de muy chico.