jueves, 17 de enero de 2013

Reincidir


Mis latidos están distanciados por un vasto espacio, y en esos momentos siento que el tiempo se para, como cuando la vasija con terminaciones en oro hechas a mano, posesión de la bisabuela, se nos resbala de las manos y un reflejo nos salva y la salva. Luego escucho el nuevo latido, como un ruido lejano, y respiro mientras lo comparo incrédulo con la reliquia familiar, entera y milagrosa, aunque en este caso lo que me acompaña es tristeza.

Esos sonidos cardíacos errantes marcan el ritmo de lo que acá escribo, mientras vos sostenés una vez más, el cronómetro diabólico entre el terror y entre tus dedos.

Como la vasija, pero sin terminaciones hechas a mano, ni oro blanco, ni entero, ni milagroso, este escritor de adorno no puede evitar narrar las mismas metáforas sobre los mismos temas. Así pues llega la mezcla de saberlo y de “qué le vamos a hacer...”. Que escriban bien los que ya sufren de esa manera:

Escritor mediocre hastiado del dolor que le genera tu sombra inquieta, de tanto sueño sin dormir, de tu amor propio insaciable, de tus clavículas. Ya te ha imaginado regocijándote con su desgracia, ¿cuáles serán las razones para recrearte tan cruel, con la risa ancha rebalsada con sus letras reincidentes? ¿y los motivos de tantas erres? ¿que emoción reemplazará en tu vida a la tristeza?”

Pero ya basta de tercera persona, te increpo: Te llevaste mis abrazos por delante y notaste con claridad cómo se rompían en el piso; sí, claro que sí, luego fingías para no parecer tan malvada, amontonabas cada trozo en un rincón muy nuestro que antes tenía luz, y le dabas la espalda a los pobres abrazos en cuotas que revoloteaban ciegos buscando la salida.

Otra vez “qué le vamos a hacer...”, las metáforas sobre tus pies embarrados sobre el barro seco en las palmas de mis manos; otra vez las rimas patéticas, “patéticas”, esa palabra tan abusadora. Te dejo sólo por hoy, con un final que te imagina aplaudiendo una obra de teatro austera, sin verdadera noción de mi último recuerdo sin turbulencia. Te dejo ahí lejos para escribirte en otro momento, en otra noche sin velas.  

Marchitarse con la frente vuelta

Volví cargando ciertas imágenes desnudas a pocos metros de mis pasos, eran flashes vigías que discutían sobre un pasado casi presente.

Recorrí así el camino de vuelta, con la temperatura viva de tus quejas.

Ante un desvelo anticipado apagué la luz, claro que las entrañas no se hicieron cargo, que los ojos dejaron de ser sensatos. Tomé entonces la lapicera y llené esta hoja con mis astillas, sin poder evitar que el trazo te presienta a su lado.

Ya me faltas, tan “recién” y ya me enredo entre las sábanas tartamudas, ya tengo que escribir sobre el desliz de los días, ya me confunden mis miedos finitos y certeros. Ya respiro recordando la calidez de tu tacto.

El humo azul de mi cigarrillo, salada compañía, se yergue de la ceniza como una culpa bamboleante que me tensa, luego se condensa en las estrellas y grita: “el sol llegará sin ella”.

Mañana no está cerca, hay un terreno furioso que tiembla y me prohíbe asimilar hacia dónde corre el tiempo; mañana es una laguna helada que dice ser un espejo precioso y reconfortante, una fotografía traidora que disfraza la delgada capa del hielo, lo que abajo asfixia y apresa.

Debo escribir “Ay Dios”, no sé explicar la onomatopeya que preciso.

Los insomnios aletean por la pared de la habitación, dejan caer burlas que me llenan los oídos de arena. Volví así con la incertidumbre a cuestas, mareado por tu ausencia evidente, volví con las manos negras, indigestado por tener que empezar a recordarte. No podés ser el pasado, no pueden existir estas letras.